LA REINA SIN CORONA

No tienen ni idea de lo difícil y agotador que es representar toda una vida un gran amor.

WALLIS SIMPSON

Wallis Simpson se convirtió en leyenda cuando su amante, el rey Eduardo VIII, decidió renunciar por ella al trono de un Imperio cuyos dominios llegaban hasta la India. La prensa estadounidense y hasta el primer ministro Winston Churchill definieron su historia como «el idilio del siglo», aunque el tiempo pondría las cosas en su lugar. La romántica historia de un apuesto y encantador monarca que renunció al trono de Inglaterra por el amor de una plebeya y divorciada norteamericana, parecía un cuento de hadas. Durante años ocuparon las portadas de las revistas, y el público siguió su interminable y fastuoso exilio, deseando que algún día la familia real británica los perdonara y les permitiera regresar a palacio. No pudo ser, al menos en vida, pero gracias a la obstinación del príncipe Eduardo, descansan juntos en el cementerio real de Frogmore. Un privilegio para una de las mujeres más odiadas del siglo XX, al menos por los británicos, quienes la culpaban de todos los males sufridos por la monarquía.

Malvada, pérfida, advenediza, espía, promiscua, extravagante —hacía que le plancharan el dinero porque le gustaban los billetes crujientes, por citar un ejemplo—, ostentosa y frívola… son sólo algunos de los epítetos con los que ha sido calificada esta dama norteamericana, con dos divorcios a sus espaldas, que, paradojas de la vida, nunca pensó en casarse con Eduardo VIII. Cuentan que el día que desde su refugio en Cannes escuchó el discurso de abdicación del rey, además de romper algún que otro jarrón, rompió a llorar de rabia y exclamó: «¿Cómo has podido hacerme esto?». Wallis, que había conocido las penurias económicas —pertenecía a la rama pobre de una familia rica—, se sentía feliz siendo la amante de un hombre que la adoraba hasta lo indecible y la cubría de valiosas joyas. No pedía más: asistir a elegantes fiestas, viajar en lujosos cruceros de placer, bailar hasta altas horas de la madrugada en clubes nocturnos, lucir sus magníficos diamantes y rubíes, y decorar sin límite de dinero las mansiones y palacios donde residieron.

Pero desde que el príncipe de Gales conoció a la entonces señora Simpson, casarse con ella se convirtió en una enfermiza obsesión. Nadie como ella se atrevía a decirle lo que pensaba, a recriminarle en público como si fuera un chiquillo y a darle órdenes que cumplía con oculta satisfacción. Eduardo, un príncipe de película, de cabello rubio, ojos azules y porte elegante, se quedó cautivado de esta mujer chillona, mandona, que bordeaba la anorexia y era todo menos femenina. Una mujer, convertida en «enemigo público» de la monarquía, que fue investigada hasta la saciedad para tratar de convencer al rey de que no era la persona ideal para él. De nada sirvieron las acusaciones acerca de su turbio pasado ni de la vida inmoral que supuestamente había llevado en China cuando aún estaba casada con su primer marido, un aviador alcohólico que la maltrataba. Durante sus treinta y cinco años de matrimonio, el duque de Windsor nunca se arrepintió de haberlo perdido todo por amor. Poco antes de morir le confesó a un amigo: «La duquesa me dio todo lo que no pude obtener de mi familia. Me dio consuelo, amor y bondad».