CONDENADOS AL EXILIO

A las tres y media de la tarde, los recién casados partieron en su Buick, conducido por un chofer, rumbo a Venecia donde iniciaron su luna de miel. A partir de ese instante los duques de Windsor viajarían siempre acompañados de un pequeño séquito compuesto por el criado del duque y la doncella de la duquesa, el ayudante de cámara que se encargaba de los asuntos protocolarios y un inspector que facilitaba al grupo los trámites de aduanas y fronteras. Además iban con ellos la nueva secretaria de la duquesa, y el jefe de personal que se encargaba del voluminoso equipaje que llevaban: 266 maletas. En la estación de Laroche-Migennes los recién casados subieron al Orient Express rumbo al Tirol austríaco donde alquilaron por dos meses un imponente castillo. En su camino a Austria, el tren se detuvo unas horas en Venecia y la pareja recorrió en góndola las aguas del Gran Canal, dio de comer a las palomas en la piazza de San Marco y visitó la Basílica ante la mirada de los curiosos que los saludaban efusivamente.

La verdadera luna de miel comenzó en el castillo de Wasserleonburg, una fortaleza amurallada del siglo XIII situada en lo alto de un elevado risco, cerca de la aldea de Villach. El castillo tenía cuarenta habitaciones, además de una pista de tenis, piscina climatizada, caballerizas y un campo de golf cercano. Un pequeño ejército de criados, debidamente uniformados y alineados, les dio la bienvenida en el patio empedrado. Tras los meses que habían pasado separados, ahora deseaban más que nunca reanudar su vida social y reencontrarse con viejos amigos. Por primera vez podían pasear por las colinas y lagos colindantes sin que los fotógrafos los molestaran. Sin embargo, la duquesa confesaba en su autobiografía que la luna de miel había sido un período difícil para ambos, en parte a causa de las discusiones en que se enfrascaban en torno al espinoso tema de la abdicación. Wallis solía reprochar al duque que hubiera renunciado al trono; creía que si hubiera consentido en que se le coronara a él sólo, y si hubiera tenido paciencia como sus amigos le aconsejaron —entre ellos Winston Churchill— las cosas se podrían haber solucionado de otra manera: «Yo no sería la mujer odiada e insultada en la que me había convertido a causa de la abdicación y todavía existiría la posibilidad de que nos hubiéramos casado siendo él rey».

La relación entre la pareja, obligada a un exilio forzoso, no sería fácil. Wallis no sólo lamentaba haber perdido sus privilegios anteriores, sino que añoraba la intensa vida social que llevaba en Inglaterra. Ahora tenía a su lado a un hombre ocioso, que vivía pendiente de ella en todo instante y se sentía amargado porque su familia le había dado la espalda. En realidad, el rey Jorge VI y su esposa temían que Wallis y Eduardo —a quien se le retiró también su asignación económica enturbiando aún más la relación con su hermano— crearan una corte real paralela. Eran dos personajes famosos y muy queridos en países como Italia o Estados Unidos. Fueran donde fueran los duques de Windsor estaban rodeados de una nube de periodistas y todas sus declaraciones o comentarios tenían una especial relevancia y eran reproducidos en toda la prensa.

Finalmente, los duques decidieron pasar página y tratar de olvidar lo ocurrido, tal como reconocía Wallis en sus memorias: «Decidimos hacer nuestra propia vida, como si su familia no existiera. La tarea que me impuse fue darle lo que él siempre había querido: una casa propia —no un palacio—, pero un lugar en el cual, como en Fort Belvedere, llevara la clase de vida que su temperamento necesitaba». Su primer hogar verdadero fue el castillo de La Croë, en Cap d’Antibes, que sus amigos los Rogers les habían recomendado como el lugar ideal para celebrar su boda. Cuando los duques lo visitaron por primera vez se enamoraron de su magnífico emplazamiento. Esta imponente residencia, que contaba con cinco hectáreas, era en realidad una villa de tres plantas y doce luminosas habitaciones, con hermosas vistas al mar y rodeada de extensos jardines. Era el refugio que buscaban y la alquilaron por diez años. El duque recuperó la ilusión y consiguió que le mandaran desde Inglaterra algunos de sus muebles y objetos más queridos que le ayudaron a recrear el ambiente de Fort Belvedere. En La Croë, que Wallis remodeló gastándose una auténtica fortuna, los duques crearon su particular universo. Los criados tenían la obligación de dirigirse a ella como «madam» y cuando entre ellos o con desconocidos se referían a la duquesa, la llamaban «Su Alteza Real». La reverencia no era obligatoria pero a todo el servicio se les exigió que permanecieran en pie en su presencia.

«La cuestión era si debíamos conducirnos como fugitivos, siempre huyendo, o si debíamos organizar un espectáculo propio. David había nacido para rey; había sido rey. Al casarse había perdido todos los palacios; también el personal adiestrado que le resolvía todo. Pero aún le quedaba su mente y su carácter, así como los intereses de un rey. Y mi deber, como yo lo veía, era evocar en él lo que más se asemejara a una vida de rey, que yo pudiera reproducir sin tener un reino», escribiría Wallis en sus memorias. Durante su largo exilio, la duquesa intentó rodear a su esposo de todo el confort y esplendor posibles reproduciendo en sus sucesivas residencias el ambiente de la corte de Inglaterra. Alquilaría magníficas mansiones y palacios que decoraría sin reparar en gastos, y organizaría fiestas presididas por un lujo y un derroche difícil de igualar.

En 1937, los duques de Windsor realizaron una imprudente visita oficial a la Alemania nazi para ver «unas viviendas sociales de bajo coste». Fue Charles Bedaux, el propietario del castillo de Candé donde celebraron su boda, quien entusiasmó al duque con una idea que hacía tiempo le interesaba: conocer in situ «la prosperidad alemana durante el nacionalsocialismo». Al duque —que esperaba ansioso que palacio le ofreciera un empleo que lo sacara de su ociosidad— le ilusionaba aquel viaje porque por primera vez su esposa sería recibida de manera oficial en un país extranjero. Durante diez días, los Windsor recorrieron nueve ciudades alemanas y conocieron a los máximos dirigentes del Tercer Reich. El punto culminante de su viaje fue su encuentro con Adolf Hitler, quien les recibió el 22 de octubre en su impresionante refugio de las montañas en Berchtesgaden. Su visita fue utilizada como propaganda por el Führer y no le haría ningún bien al duque cuando estallara la Segunda Guerra Mundial. La fotografía de Wallis y Eduardo saludando con gesto complacido al dictador daría la vuelta al mundo.

Aquel invierno, triste y sin demasiados alicientes, sólo la noticia de que Wallis Simpson figuraba en la lista de «Las diez mujeres mejor vestidas del mundo» —título que le fue concedido durante cuatro años seguidos— alegró a la duquesa, que era clienta asidua de las mejores casas de alta costura. A diferencia del duque, Wallis no creó un estilo propio pero sabía lucir con donaire y elegancia los trajes de sus modistos favoritos, entre ellos Dior, Balmain, Rochas, Givenchy y Mainbocher. «No soy guapa, no valgo gran cosa y si me miro creo que lo único que puedo hacer es esforzarme por ir vestida mejor que las demás», decía Wallis a sus treinta y seis años. Y sin duda lo consiguió, gastándose en su guardarropa no menos de cien mil dólares al año —tenía en su armario más de doscientos pares de zapatos y cincuenta trajes de noche—, sin contar los abrigos de pieles que eran otra de sus debilidades. Su estilo sencillo y clásico, su figura esbelta y su complexión hacían resaltar aún más las valiosas joyas que lucía.

También las revistas Vogue y Harper’s Bazaar dedicaban amplios reportajes al sofisticado estilo de vida de los duques y especialmente a la decoración de las suntuosas mansiones que habitaban. En los dos primeros años de matrimonio la duquesa, que ya había mostrado sus buenas dotes de anfitriona en su residencia londinense de Bryanston Court, se había convertido en un modelo «de refinamiento y buen gusto». A comienzos del verano de 1938, mientras Europa se encaminaba a la guerra, Wallis finalizaba la faraónica remodelación de su villa La Croë. Ahora que ya disponía de una lujosa y confortable residencia de verano, se dedicó a buscar una casa en París para poder pasar allí los meses de invierno. Finalmente alquiló una mansión de estilo Luis XVI en el exclusivo boulevard Suchet, perfecta para recibir invitados. Wallis vivía absorta en la decoración de sus casas y en la elección del personal doméstico —doncellas, lacayos, mayordomos y chefs de cocina— que ella misma contrataba. Ahora que disponía de tiempo y de mucho dinero, seguía dilapidando su fortuna en la decoración de sus casas y la compra de antigüedades, una de sus pasiones favoritas.

Cuando en septiembre de 1939 dio comienzo la Segunda Guerra Mundial, los duques de Windsor reposaban en su mansión de La Croë, lejos del intenso calor de París. Su vida, como la de tantos europeos, cambiaría radicalmente. Ante el rumbo que tomaban los acontecimientos, el gobierno británico decidió que era el momento de que el príncipe regresara a casa para servir a su país. Tras dos años de ausencia, Wallis y Eduardo —en compañía de sus inseparables perros terriers— cruzaron el canal de la Mancha y fueron recibidos en el Muelle Real por Winston Churchill. La familia real al completo ignoró su presencia y se les prohibió alojarse en el palacio de Buckingham ni en ninguna otra de las residencias reales. Los duques se habían convertido para muchos en personas non gratas y sus viejos amigos, la mayoría miembros distinguidos de alta sociedad inglesa, les dieron la espalda.

Durante la guerra, al duque se le otorgó el rango de general de división y un puesto de enlace con la fuerza expedicionaria británica en Francia pero jamás se le permitió entrar en contacto con las tropas británicas. Wallis se alistó en el cuerpo francés de ambulancias mientras su esposo pasaba el tiempo en viajes de inspección. El 10 de mayo de 1940, cuando Hitler entró en París con sus tanques, los duques abandonaron sus puestos y se refugiaron en Biarritz. Un gesto egoísta y cobarde que mancharía aún más su ya deteriorada imagen. Tres meses más tarde por fin se le encontró al duque una ocupación para mantenerlo lejos de Inglaterra hasta que finalizara la contienda. Winston Churchill, entonces primer ministro, le ofreció el cargo de gobernador general de las Bahamas, un archipiélago de setecientas islas —sólo treinta de ellas habitadas— perteneciente al Imperio británico y habitado en su mayoría por población negra y mulata.

Cuando el 7 de agosto de 1940 llegaron a Nassau, la capital, el duque sabía que su cargo no era un puesto de relevancia —más bien un destierro—, pero decidió entregarse con entusiasmo a sus labores y deberes oficiales. La llegada de los duques fue todo un acontecimiento en la pequeña colonia, que recibió con grandes muestras de afecto al hombre que había sido rey de Inglaterra. Los Windsor tenían por delante cuatro años de exilio en esas remotas islas lejos de sus amigos y de su sofisticado estilo de vida. Wallis, acostumbrada a la suave temperatura de la Riviera francesa, no soportaba el calor sofocante y la humedad de las islas. Pero más grave fue descubrir que su nueva residencia, la Casa de Gobierno, era en realidad un edificio desvencijado y carente de confort, «tan lleno de termitas y polillas que era imposible habitarlo», según palabras del propio duque. Con la ayuda de un decorador neoyorquino y sin reparar en gastos, Wallis transformó en poco tiempo la antigua casa del gobernador en una espléndida residencia a la altura de sus inquilinos.

Mientras Wallis remodelaba su casa en Nassau, por primera vez se dedicó a las obras de beneficencia, como corresponde a la esposa de un gobernador. Se la vio, siempre impecablemente vestida, visitando escuelas, hospitales, inaugurando una clínica prenatal —que abrió con sus propios fondos— e interesándose por la formación de las mujeres isleñas. Pronto la vida en las Bahamas les resultaría a los duques un lugar tremendamente aburrido. A menudo, Wallis le pedía a su esposo que la llevara a Miami y allí en sus playas, rodeada de la jet, se encontraba de nuevo en su ambiente. Los Windsor, mundanos y exquisitos, detestaban el ambiente colonial, «provinciano y charlatán» de la isla. El sofocante calor tropical y la sensación de aislamiento habían minado la salud de Wallis; en uno de sus viajes a Estados Unidos, tuvo que ser operada de una úlcera de estómago. La duquesa pasó su convalecencia en el hospital Roosevelt de Nueva York, en una suite de diez habitaciones y atendida por seis enfermeras que no se separaban de su lado.

El 15 de marzo de 1945 —unos meses antes de que finalizara su mandato—, el duque de Windsor dimitió como gobernador de las Bahamas. Aunque seguiría escribiendo cartas a Londres reclamando para él un cargo oficial —como el de embajador británico en Washington que le fue denegado—, éste sería el último empleo que le ofrecería el gobierno de su país. Tras seis años de ausencia, los Windsor embarcaron con su personal de confianza y su voluminoso equipaje rumbo a Europa. A partir de ese instante su vida sería tan lujosa como vacía. Se convirtieron en la imagen del glamour y pusieron de moda los lugares donde residían, ya fuera en la Riviera francesa o en la Costa Azul. La cronista social Elsa Maxwell diría: «A cualquier parte que vayan el duque y la duquesa va el mundo, el mundo elegante, por supuesto, el mundo de la “gente guapa”».

En aquel tiempo, los duques de Windsor conocieron a Jimmy Donahue, nieto del multimillonario Frank W. Woolworth y primo de la excéntrica Barbara Hutton. Era un personaje asiduo de la jet set neoyorquina, famoso por su lengua afilada y su gusto por el exhibicionismo. Rubio, alto y bien parecido era un reconocido homosexual, frívolo y divertido que sabía cómo entretener a las damas con sus comentarios subidos de tono. Jimmy tenía treinta y cuatro años cuando se convirtió en el «indeseable amigo íntimo de los Windsor», a quienes acompañó a todas partes durante ocho años. Su encanto especial cautivó tanto a Wallis —con la que coqueteaba públicamente— como a Eduardo. La duquesa, harta de tener que entretener y organizar la vida ociosa de su esposo, encontró en Jimmy a su perfecto aliado. Con él podía salir de copas y bailar en los clubes nocturnos de moda. Ajenos a los comentarios de la gente —y cuando el champán hacía su efecto—, la pareja continuaba la fiesta hasta altas horas de la noche en la residencia de los duques. En 1954, la escandalosa relación de Wallis y su playboy —que dejó por los suelos la reputación de la duquesa— se rompió por la insolencia y las familiaridades que el joven millonario se tomaba con Wallis y que el duque no estaba dispuesto a tolerar.

En los años cincuenta, los duques de Windsor entraron a formar parte de la incipiente jet set internacional; eran inmensamente ricos, vivían lujosamente pero no parecían felices. Su vida, monótona y siempre ociosa, la repartían entre París, la campiña francesa, Londres y Nueva York. El carácter de Wallis fue cambiando y se volvió mordaz, caprichosa e inflexible. A medida que pasaban los años odiaba aquella vida sin rumbo en el exilio, junto a un hombre que ya no tenía secretos para ella. «No tienes ni idea de lo difícil que es representar toda una vida un gran amor», llegaría a confesar la duquesa en una ocasión. Su esposo trataba de combatir sus frecuentes depresiones obsequiándola con fabulosas y originales joyas. De esta época datan el magnífico pectoral de diamantes, amatistas y turquesas que el príncipe encargó a Cartier, y el primero de los broches legendarios en forma de pantera —creación de la diseñadora de alta joyería de Cartier Jeanne Toissant— que llegó a coleccionar la duquesa.

Durante los siguientes años, los Windsor alternaban su apartamento en las Torres Waldorf en Nueva York con su suite en el hotel Ritz de París. Pero también se los podía ver en los lugares de veraneo de la gente acomodada como Palm Beach, Newport o en su villa de La Croë en la Riviera francesa que aún conservaban. Su tren de vida era fastuoso, y se convirtieron en los sumos sacerdotes del buen gusto y el culto a la superficialidad. Fiestas, partidas de golf, juegos de cartas, baños en el mar, cenas de etiqueta, baile en clubes nocturnos ocupaban invariablemente su agenda. Sin embargo, a medida que envejecían, cada uno se refugió en su propio mundo. El duque dio rienda suelta a sus excentricidades y se volvió cada vez más avaro; cuando jugaba al golf no daba propinas a los caddies y pasaba largas horas cuidando de su jardín en un viejo molino que compraría no muy lejos de Neuilly. Mientras, Wallis vivía obsesionada con el cuidado del cuerpo y visitaba asiduamente los salones de belleza. A sus casi setenta años se sometió a dos operaciones de estética en la cara y el cuello de las que tardó en recuperarse. Su rostro, anguloso y excesivamente estirado, adquirió un aspecto inquietante.

El 6 de febrero de 1952, una triste noticia golpeó al duque: la muerte de su hermano, el rey Jorge VI. Había reinado quince años y le sucedería en el trono su hija Isabel, la actual soberana. El duque se enteró de la noticia en Nueva York y embarcó en el Queen Mary para estar presente en los funerales. Cuando el 2 de junio Isabel II fue coronada, Eduardo no asistió a la ceremonia aunque sentía mucho afecto hacia su sobrina. Sabía que la familia real —en especial la entonces Reina Madre, viuda de Jorge VI, que siempre despreció a su cuñada— no hubiera aceptado la presencia de Wallis y, firme en sus convicciones, declinó la invitación. Cuando el 24 de marzo de 1953 murió la reina Mary, Eduardo asistió muy afectado a los funerales de su madre y después regresó junto a su esposa.

En 1952, los Windsor encontraron una casa en la que se instalaron definitivamente. Situada en el Bois de Boulogne, cerca de Neuilly, era un pequeño palacio del siglo XVIII rodeado de un cuidado jardín donde había vivido el general De Gaulle. Una vez más, Wallis remodeló los interiores y creó un ambiente elegante y refinado a gusto del duque. En los años sesenta, los Windsor, cada vez más excéntricos y ostentosos, contaban con treinta sirvientes que tenían que soportar las exigencias y los caprichos de su señora. Wallis hacía planchar a diario las sábanas de lino de todas las camas, incluso después de una siesta; los criados y doncellas personales —a los que nunca pagaba horas extras— no podían retirarse hasta que los invitados abandonaban la residencia a altas horas de la noche. Sólo en la cocina trabajaban siete personas: un chef francés, un ayudante, lavaplatos y varias criadas. Los invitados que acudían a sus cenas privadas y estrambóticas fiestas eran recibidos en la entrada por siete lacayos vestidos de librea. Por entonces las extravagancias del matrimonio estaban en boca de todos: Wallis, por citar un ejemplo, mandaba imprimir todos los días en francés el menú de sus tres dogos falderos que preparaba su propio chef.

Pero el duque de Windsor, a quien la vida social y las frívolas fiestas de su esposa cada vez le interesaban menos, añoraba desde hacía tiempo una casa en el campo donde pudiera dedicarse a la jardinería y pasar los fines de semana. Fue entonces cuando compraron un pequeño molino del siglo XVII, a escasos veinticinco kilómetros de Neuilly, en la aldea de Gifsur-Ivette. El duque contrató a unos arquitectos para que reprodujeran en la campiña francesa una casa de campo de estilo inglés donde pudiera revivir sus felices años en Fort Belvedere. Tardó tres años y medio —y se gastó una cuantiosa suma de dinero— en reconstruir Le Moulin de la Tuilerie; fueron unos años felices en los que se mantuvo ocupado supervisando las obras y rediseñando él mismo el jardín que transformó en un oasis de flores y plantas aromáticas.

La salud del duque de Windsor se fue deteriorando lentamente y en 1964, a sus setenta años, sufrió un desprendimiento de retina y tuvo que ser operado. En su habitación de la London Clinic recibió la visita de la reina Isabel II. Wallis y ella no se habían visto desde 1936, cuando Isabel era apenas una niña. El duque aprovechó la visita para pedirle a la reina permiso para recibir sepultura en el cementerio de la familia real en Frogmore. También le pidió que Wallis fuera enterrada a su lado y que en ambos casos el servicio religioso se celebrara en la capilla de San Jorge. La reina Isabel II, quizá emocionada por la última petición de su tío, le prometió que se cumplirían sus deseos.

En 1971, los médicos descubrieron que Eduardo padecía un tumor maligno e inoperable en la garganta. El 29 de mayo de 1972, a punto de cumplir setenta y ocho años, el duque de Windsor fallecía en el lecho de su residencia. Wallis trató de no mostrar en público sus sentimientos, pero tras abrazar el cuerpo inerte de su marido se quedó como ausente. Tal como había prometido la reina Isabel II, los restos del duque reposaron en la capilla de San Jorge donde miles de británicos se acercaron a despedir a «su rey sin corona». Wallis acudió a Londres para asistir a los funerales en un avión que la reina puso a su disposición y fue alojada en el palacio de Buckingham, donde no había puesto el pie desde 1935. De riguroso luto, con un sencillo vestido de seda negra de Givenchy, la duquesa pudo mantener la compostura en público porque estaba fuertemente sedada; en el último instante decidió ver la ceremonia por televisión ya que temía sufrir una crisis nerviosa.

Wallis Simpson sobrevivió catorce años a su esposo, prácticamente recluida en su residencia de Bois de Boulogne y alejada de los pocos amigos que le quedaban. Gracias a la fortuna que le dejó el príncipe —se calcula que cerca de ocho millones de dólares sin contar su valiosa colección de joyas— no tenía de que preocuparse. Ya no se encontraba junto a ella el hombre que hasta el final de sus días había reclamado para ella el título de Alteza Real y se encerró en sus recuerdos. Tras la muerte del duque, Wallis decidió dejar intacta su habitación, repleta de fotografías de ella, e incluso conservó los impecables trajes chaqueta del príncipe que colgaban en sus armarios. «Él lo era todo para mí», le confesó a una amiga íntima tras la pérdida de David. Y quizá fuera cierto y la duquesa de Windsor acabara enamorándose del hombre que la había adorado servilmente hasta el día de su muerte.

Hasta entonces, Wallis había gozado de una envidiable salud pero a finales de 1972 sufrió un par de caídas —se rompió la cadera y algunas costillas— que la obligaron a estar un tiempo inactiva, algo que detestaba pues no tenía ninguna afición para entretenerse. Aunque algún amigo la aconsejó que se dedicara a obras de caridad o que visitara a enfermos indigentes para limpiar su dañada imagen, ella siempre se negó. Apenas salía de casa y raras veces iba al teatro o al cine. Tenía miedo de ser atacada por alguien o sufrir un secuestro en su propia residencia. Durante años, tras la abdicación del rey, había recibido a diario cartas insultantes, amenazas de bomba y llamadas anónimas. Al morir el duque de Windsor convirtió su casa de Neuilly en una fortaleza: instaló un sistema de alarma en todas las ventanas, las pesadas verjas de la entrada estaban siempre cerradas con un candado y contrató los servicios de un antiguo paracaidista francés, veterano de la guerra de Indochina, que patrullaba los jardines de la casa con un gran perro guardián. En las escasas ocasiones que abandonaba la casa de noche lo hacía vigilada de cerca por agentes especiales de seguridad.

La dama norteamericana por la que un rey renunció a su trono y a todo un Imperio, fue perdiendo poco a poco sus facultades. Murió senil y consumida el 24 de abril de 1986 en su mansión de París y con la única compañía de sus perros falderos. Tenía noventa años, y apenas pesaba treinta y nueve kilos. Sus restos mortales fueron repatriados a Inglaterra donde la reina Isabel II mandó oficiar una sencilla ceremonia privada a la que se negó a asistir la Reina Madre que nunca disimuló su rechazo hacia Wallis. La americana plebeya y divorciada que cambió el curso de la historia, fue enterrada junto a su esposo en el Panteón de la Familia Real en el cementerio de Frogmore. Al final, en su último viaje, la duquesa de Windsor —en su época la mujer más odiada de Inglaterra— descansa junto a la reina Mary, la misma que se negó a recibirla en palacio hasta el final de su vida.