Tras la muerte de su padre, el príncipe de Gales accedió al trono como Eduardo VIII, «Rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus Dominios de Ultramar, Rey de Irlanda y Emperador de la India». Era el hombre más poderoso del mundo y sus súbditos, que desconocían sus debilidades, le tenían un gran aprecio. Sin embargo, aquel 22 de enero de 1936 el monarca no podía ocultar su preocupación. «Lo que siempre tuve en la mente fue arreglar las cosas para poder casarme con Wallis antes de la coronación [prevista para mayo de 1937]. Lo malo era que no sabía cómo podía hacerlo. A causa de mi incertidumbre, 1936 fue para mí una prolongada agonía», confesaría el duque de Windsor.
Cuando el rey murió, Wallis se encontraba en su casa de Londres y años después recordaría lo que ocurrió. El príncipe la llamó por teléfono y le dijo: «¡Todo terminó, mi amor! Papá murió hace unos momentos. Bertie [el príncipe Alberto] y yo volaremos a Londres mañana temprano para asistir a la Junta de Accesión del Consejo del Rey. Debo verte. Me quedaré libre tan pronto como pueda». La aún señora Simpson reconocía que al escuchar la noticia del fallecimiento del monarca, se sintió intranquila. Creía que a partir de ahora su relación con David, como siempre le llamaba, cambiaría; temía que iba a perderle, al igual que le ocurrió con su primer marido, Spencer: «Estaba segura de que me esperaba un gran dolor. Me agradaba el mundo en que David me había introducido —ser llevada a magníficas casas, conocer a personas importantes y que rindieran ante mí…—. Pero algo me decía constantemente “Esto va a terminar pronto. Vas a saber lo que es un dolor abrumador”».
Si tenía dudas sobre el amor que Eduardo sentía hacia ella, al día siguiente se disiparon. El rey la invitó a presenciar el anuncio oficial de su nombramiento desde uno de los balcones del palacio de St. James. Para su desconcierto —y escándalo de los allí presentes—, tras la proclamación el flamante Eduardo VIII se acercó a su lado y le dijo: «Nunca nada podrá cambiar lo que siento por ti». Eduardo era ahora el jefe del Estado británico, pero sabía que no sería rey con plenos poderes hasta que se le coronase el 12 de mayo de 1937. Al invitar a Wallis a la ceremonia de su proclamación, el nuevo monarca se mostraba dispuesto a imponer su voluntad política, algo que le crearía un buen número de enemigos.
El primer ministro, Stanley Baldwin, sentía muy pocas simpatías hacia el joven rey que nunca ocultó su admiración por el fascismo y la Alemania nazi. En la corte se veía la influencia de Wallis —que había sido amante de importantes personajes de la Italia fascista, entre ellos el conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini— tras las simpatías de Eduardo hacia los logros de Hitler, que había subido al poder en 1933. Cuando Baldwin ordenó investigar las actividades de la señora Simpson en China se descubrió la amistad que entonces tenía con importantes cargos nazis, entre ellos Joachim von Ribbentrop, futuro ministro de Asuntos Exteriores alemán. Según aparece en los informes del FBI de aquella época, Ribbentrop había sido amante de Wallis cuando era embajador en Londres y sus estrechos lazos nunca se rompieron. Al separarse, Von Ribbentrop —que en 1946 sería el primer nazi ejecutado en los Juicios de Núremberg acusado de crímenes de guerra y genocidio— le envió a Wallis diecisiete rosas rojas, al parecer el número de veces que se habían acostado juntos.
El rey Eduardo VIII, sobrino del káiser Guillermo II, nunca ocultó su admiración hacia el pueblo alemán. Por sus venas corría sangre alemana y el origen de la familia real inglesa era germano. Fue su padre Jorge V quien en julio de 1917, durante la Primera Guerra Mundial, decidió cambiar el nombre oficial de la Casa Real de Sajonia-Coburgo-Gotha por el de Windsor, para borrar del mapa el origen germánico de su dinastía. El monarca, con sus muestras de simpatía hacia la Alemania nazi, no hacía más que expresar el sentimiento de muchos ingleses de su época y de su clase social que ante todo veían en Hitler un bastión contra el avance del comunismo.
En julio de 1936, Ernest Simpson —al que Wallis arruinó con sus caros caprichos y el tren de vida que llevaban en Bryanston Court muy por encima de sus posibilidades— dejó su casa londinense y le dijo a su esposa que comenzara los trámites del divorcio cuando lo deseara. Ernest tenía una amante, Mary Rafflay, la amiga común que los presentó en su casa de Nueva York en las Navidades de 1926. Wallis enseguida le comunicó la feliz noticia a Eduardo y él mismo se encargó de buscar un buen abogado para resolver lo antes posible los interminables trámites. El divorcio se firmaría en octubre de 1936 y la noticia aparecería de manera muy discreta en la sección de ecos de sociedad de los periódicos. Aquel día Eduardo le regaló a su amante un magnífico anillo de prometida, una esmeralda rectangular de casi 20 quilates con la inscripción: «Ahora somos dos 27/X/36», la fecha de su compromiso. La fabulosa piedra era una de las mitades de la legendaria esmeralda del Gran Mogol, considerada por los entendidos como la más grande y hermosa del mundo. Cartier la adquirió en Bagdad (Irak) y le fue vendida al monarca por una cuantiosa suma.
En Gran Bretaña la relación de Wallis con el rey se mantenía celosamente en secreto y sólo la conocían algunos miembros muy cercanos a la pareja. Sin embargo, en agosto de 1936, Wallis acompañó al rey y a unos invitados a un crucero por el Mediterráneo. Recorrieron las costas de Yugoslavia, Grecia y Turquía. Las fotografías de Eduardo VIII y la señora Simpson, los dos en traje de baño, nadando en el mar y remando en una barca, fueron publicadas en la prensa estadounidense y europea junto a extensos artículos que especulaban sobre su relación. El escándalo fue mayor porque durante la travesía el monarca y su acompañante fueron recibidos por el rey Jorge II de Grecia, el zar Boris III de Bulgaria y el príncipe Pablo, regente de Yugoslavia. Aunque no eran monarquías relevantes en Europa, el hecho de que Wallis fuera presentada como acompañante del rey era una afrenta para la Corona británica. Si el rey se permitía actuar de esta manera era porque confiaba que Wallis estaría divorciada antes de que llegara el día de la coronación, el 12 de mayo de 1937. Mientras, el pueblo británico ignoraba el sonado idilio que su monarca mantenía con la señora Simpson, una dama a la que apenas conocían.
Fue durante su breve estancia en la isla de Mallorca, cuando, según la propia Wallis Simpson, la pareja franqueó «esa frontera indefinible que separa la amistad del amor». El duque de Windsor confesaría más tarde que en el idílico marco de esta isla balear, decidió que se casaría con ella, aunque no se lo dijo. Pero ahora, después de su accesión al trono, sabía que no iba a ser fácil que pudiera compartir con él el trono de Inglaterra. «Nadie cree que David nunca me pidió que me casara con él. Simplemente daba por sentado que yo lo haría. Con frecuencia me daba la impresión de que él creía que una mujer servía para distraerse, pero no para tomarla en serio. Ernest, mi marido, me advirtió que yo era sólo la espuma del champán de David», diría Wallis. La señora Simpson nunca pensó en casarse con el príncipe, le bastaba con disfrutar de su compañía y del fastuoso tren de vida que llevaba junto a él. Pero al ser nombrado rey, Eduardo —obsesivamente enamorado de Wallis— se volvió más autoritario y caprichoso. Creía que tenía derecho a todo, y que podría conseguir lo que se le antojara.
La devoción que Eduardo sentía hacia Wallis comenzó a afectar seriamente a sus deberes reales. Su desorden y falta de puntualidad habituales empeoraron por sus deseos de contentar a su amante, incluso a costa de hacer esperar a todo el mundo. Wallis, tras haber conocido las penurias económicas, vivía junto a su amante un auténtico cuento de hadas: cruceros de lujo, bailes hasta el amanecer, cenas a la luz de las velas y magníficos regalos. A principios de octubre se mudó a una hermosa y amplia casa de estilo georgiano que el rey alquiló —sólo por ocho meses, unos días antes de la fecha de la coronación— para ella en el número 16 de Cumberland Terrace, en el elegante Regent’s Park. Era una confortable mansión, de mayor categoría que Bryanston Court, y aunque había sido alquilada con muebles, Wallis contrató los servicios de una de las decoradoras de moda en Londres para que remodelara alguna de sus dependencias.
El rey, que gozaba de gran popularidad entre el pueblo porque lo consideraban un monarca moderno y preparado, sensible a las injusticias sociales, cuando llegó al trono mostró un talante menos generoso. Uno de los primeros regalos que le ofreció a Wallis fue una copia exacta de un automóvil real, un Buick fabricado en Canadá, con sus insignias reales en el capó idénticas a las del primer modelo. Pero lo que escandalizó a sus súbditos fue cuando el monarca decidió modernizar la vida en palacio, y Wallis le propuso que despidiera a los criados más viejos y enfermos, y redujera en un diez por ciento los sueldos de toda la servidumbre. Aunque la fortuna del rey era incalculable, acudió a los gestores del ducado de Cornualles para exigir que no se perdonara ni un solo céntimo de la recaudación. Mientras, Wallis dilapidaba el dinero comprando muebles, antigüedades para decorar sus nuevas casas, y encargando su vestuario a los mejores modistos. Cuando Wallis visitó el palacio de Buckingham comentó al rey que el edificio principal le parecía demasiado anticuado, y que debería ser totalmente modernizado y redecorado. Por fortuna para muchos, la señora Simpson no llegó a vivir en el palacio de Buckingham que a buen seguro hubiera sufrido importantes —y muy costosos— cambios en su decoración y distribución.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, fue el primer ministro quien se hizo con las riendas de la situación. El 20 de octubre mantuvo una entrevista con el rey en la que por primera vez éste le habló abiertamente de su relación con la señora Simpson. En esta reunión le pidió al rey que condujera su romance con más discreción al igual que había hecho con sus anteriores amantes. A Baldwin le preocupaba mucho la relación de Wallis con Ribbentrop, hombre de confianza de Hitler, porque pensaban que podía estar pasando secretos de Estado a los alemanes y a los italianos. Ante este hecho y la aparente incapacidad de Eduardo para guardar un discreto silencio sobre información confidencial, el gobierno británico acabó ocultando al monarca las deliberaciones del Consejo de Ministros para que no acabaran en manos enemigas.
La situación se fue volviendo insostenible, hasta que el 16 de noviembre el rey le dijo a Baldwin que deseaba casarse con la señora Simpson y que si no lo podía hacer y seguir siendo rey, estaba dispuesto a abdicar. Acto seguido le comunicó su decisión a su madre, la reina Mary, quien intentó sin éxito apelar al sentido del deber de su hijo. En una segunda entrevista con el primer ministro, el monarca le propuso como solución el matrimonio morganático que le permitiría casarse con Wallis aunque ella no podría ser reina, sólo consorte y tampoco formaría parte de la familia real y sus hijos no estarían en la línea de sucesión al trono. Esto le hubiera permitido al rey la compañía que ansiaba y a la vez mantener el trono. Pero Baldwin se apresuró a boicotear esta propuesta que finalmente no fue aprobada por ninguno de los gobiernos (ni el británico ni el de los Dominios). Era posible que el pueblo británico lo hubiera aprobado pero los acontecimientos se sucedieron muy deprisa.
Por fin el 3 de diciembre la prensa británica se hizo eco de la relación amorosa del rey, y el escándalo se adueñó de todos los medios. Los periodistas rodearon la casa de Wallis en Cumberland Terrace. El rey estaba decidido a abdicar si no conseguía lo que quería. Más tarde, Wallis, quien le suplicó que no lo hiciera, escribiría: «Dudaba mucho de que nadie, ni siquiera yo, pudiera hacerle cambiar de opinión; si me quedaba y mis súplicas fracasaban siempre me acusarían de que le habría convencido en secreto para renunciar al trono». Ante esta situación, y con una parte de la prensa en contra de ella, Wallis se vio obligada a huir a Francia. Para consolarse, se llevó consigo algunas de sus más amadas pertenencias, entre ellas su valiosa colección de joyas de rubíes, diamantes y esmeraldas. De repente, la señora Simpson pasó de ser una extravagante divorciada que frecuentaba la alta sociedad inglesa —y a la que nadie había dedicado una columna— a convertirse en uno de los personajes más famosos y perseguidos por la prensa en aquel año de 1936.
El informe sobre Wallis que tenía en su poder el gobierno británico incluía no sólo su colaboración con los alemanes sino asuntos íntimos de su vida privada que se ocultaron el rey. Mientras se aguardaba el desenlace de la crisis dinástica, la señora Simpson seguía bajo vigilancia y así se descubrió que mientras el rey pensaba seriamente en su abdicación, ella mantenía una relación paralela con otro hombre. Se trataba de Guy Marcus Trundle, un ex piloto de la Fuerza Aérea británica y vendedor de automóviles, de treinta y seis años, «educado, guapo, buen bailarín y un tipo que presumía de que todas las mujeres se rendían a sus encantos», según los servicios secretos británicos. En los archivos relacionados con la abdicación del rey Eduardo VIII —y que salieron a la luz pública en 2003— se decía que Wallis temía perder el afecto del futuro rey sobre todo por razones económicas y que tuvo mucho cuidado en mantener a su amante en un segundo plano.
Eduardo, que ignoraba que Wallis se veía a escondidas con otro hombre, intentó jugar su última carta. Fue a la residencia del primer ministro en Downing Street y anunció a Baldwin que ya que la posibilidad de un matrimonio morganático había sido descartada tanto por el gobierno como por la Iglesia anglicana, deseaba someter su situación a la decisión del pueblo británico. Baldwin le respondió impasible que invocar al pueblo pasando por encima del gobierno era anticonstitucional; se le acababa de cerrar la última puerta. El 11 de diciembre, el rey comió con Winston Churchill, quien había estado de su parte hasta el último momento, y le confesó que no le quedaba otra opción que claudicar. Aquella misma noche Eduardo VIII, tan sólo 326 días después de acceder al trono, en un discurso histórico anunciaba por la BBC los motivos de su abdicación que no fue bien acogida por la mayoría de los británicos: «Aquí el castillo de Windsor. Al habla Su Alteza Real el príncipe Eduardo». Y al fin, el monarca habló y en un discurso cargado de emoción trató de explicar su irrevocable decisión: «Debéis creerme cuando os digo que me resulta imposible soportar la pesada carga de desempeñar mis deberes de rey sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo. […] Y quiero que sepáis que la decisión que he tomado es sólo mía…».
Wallis escuchó las palabras de despedida del rey en Villa Lou Viei, una espléndida mansión que el matrimonio Rogers tenía en Cannes (Francia). Tras el discurso, tuvo tal arrebato de ira que estrelló varios jarrones contra las paredes. Se sentía enfurecida, porque aunque el gesto del rey demostraba lo mucho que la amaba, ella hubiera preferido seguir siendo su amante y disfrutando de la vida opípara que llevaban juntos en Inglaterra. Aunque el rey había eximido a Wallis de toda responsabilidad por su decisión, sería ella el centro de todos los ataques, «la mayor enemiga de la monarquía, la bruja americana que sacó la peor parte de Edward David», como algún medio diría. La decisión del monarca la condenaba de nuevo a la marginación social de la que toda su vida había intentado huir. De nada sirvió que se hubiera ofrecido a retirar la demanda de divorcio para parar la crisis, ni que le hubiera escrito una carta a Su Majestad donde le suplicaba que no abdicara y que ella desaparecería de su vida: «Deseo solucionar el problema retirándome de una situación que se ha convertido en insostenible y que nos ha hecho a ambos muy desgraciados».
En sus memorias, la señora Simpson dedicó un buen número de páginas a recordar aquellos días que cambiaron el rumbo de la historia de Inglaterra. Seguía convencida de que nada ni nadie —ni ella misma— hubiera podido hacer cambiar de opinión al rey, pero reconocía que no tenía que haber abandonado Inglaterra: «Posiblemente mi peor error fue salir de Inglaterra. Sin embargo, al salir, me sentía segura de que el pueblo inglés nunca permitiría que él se fuese; estaba segura de que lo convencerían y lo detendrían… Comprendí entonces, con fuerza devastadora, que no conocía muy bien Inglaterra, y que desconocía por completo a los ingleses». Recordando aquellos días escribió: «Nunca soñé con ser reina. Quiero recalcar tal cosa. Esa idea no encajaba con nada. Habría sido ridículo, el rey, defensor de la fe, y la reina, una mujer divorciada. Había diversas maneras de dar la vuelta al problema de la reina. El matrimonio morganático era una de ellas. Pero no parecía haber ninguna prisa en resolver el problema. El rey estaba muy seguro acerca de ello. Pero entonces se descargó el golpe. Para mí, el punto de cambio fue ver mi retrato en las portadas de todos los periódicos. Me sentí profundamente lastimada y desesperada. Le dije que me alejaría de Inglaterra tanto como pudiera, pero él me respondió que a donde quiera que yo fuera él me seguiría…».
Tal como había deseado el rey Jorge V en su lecho de muerte, su segundo hijo, el entonces duque de York, fue proclamado rey Jorge VI. Por segunda vez en el palacio de St. James el heraldo mayor anunció que el príncipe Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor era ahora «nuestro único y legítimo señor». El flamante monarca, que se vio obligado a relevar a su hermano, estaba casado con la aristócrata escocesa Isabel Bowes-Lyon, con quien tuvo dos hijas: la princesa Isabel —la actual soberana— y la princesa Margarita. La ceremonia de coronación de Jorge VI tuvo lugar como estaba previsto el 12 de mayo de 1937 en la abadía de Westminster. Un mes después, Eduardo se casaría con Wallis en Francia iniciando un exilio que duraría más de lo que imaginaba. Antes de partir, el nuevo soberano le otorgó a su hermano el título de «Su Alteza Real, el príncipe Eduardo, duque de Windsor». El mismo día de su boda, descubriría que este pomposo título no estipulaba que Wallis pudiera tener, como él, trato de Alteza Real.
Cuando el 12 de diciembre de 1936, el duque de Windsor tomó el tren de Boulogne a Viena sólo pensaba en reunirse cuanto antes con Wallis. Sin embargo, las leyes sobre el divorcio exigían a la pareja que permaneciera separada hasta que el divorcio de ella fuera definitivo. Durante esos meses, Eduardo se alojó en el castillo de los Rothschild donde tuvo tiempo para recobrar las fuerzas, poner en orden sus asuntos económicos y meditar sobre su incierto futuro junto a Wallis. El duque telefoneaba a diario a su prometida —en ocasiones hablaba con ella dos horas seguidas— que aún no se había repuesto del estado de choque en el que se había quedado tras conocer la noticia de la abdicación. Acosada por la prensa que rodeaba noche y día su residencia en Cannes, Wallis recordaba así el largo intervalo entre la abdicación y su divorcio: «Realmente, yo era una cautiva en Cannes… Me asustaba mostrarme en público, siempre temía que alguien, probablemente un inglés, me insultara en la calle…».
El 27 de abril de 1937, el divorcio de Wallis Simpson se hizo oficial y Eduardo pudo reunirse al fin con ella. Cuando ella fue a recibirle a la estación de tren en Verneuil hizo una reverencia al duque al que encontró «muy delgado y tirante… había sufrido mucho y estaba totalmente anonadado por la conducta de su familia». Tras su larga separación, las primeras horas que pasaron juntos no fueron fáciles. Wallis diría: «Empezó por darme a entender que se había apartado de su familia, de su antiguo cargo, hasta de la mayoría de los amigos, por lo que era importante para nosotros dos proyectar nuestra vida de casados partiendo de la suposición de que estaríamos completamente solos». Eduardo lamentaba profundamente la forma en que el pueblo británico la había tratado, y sentía que la arrastraba con él al vacío. Por su parte Wallis, aún enfadada por la inesperada abdicación del rey, le dijo: «Nada me va a aplastar, ni el Imperio británico ni la prensa estadounidense. Tú y yo haremos nuestra vida juntos, una vida buena».
Eduardo deseaba casarse cuanto antes pero decidieron posponer la boda para principios de junio y así no perturbar la ceremonia de coronación de su hermano el príncipe Alberto. El lugar elegido para el enlace —uno de los muchos errores que los comprometerían políticamente— fue el castillo de Candé, cerca de Tours, en el valle del Loira. Su propietario, Charles Bedaux, puso a disposición de Wallis su extensa propiedad para que ella y el duque pudieran contraer matrimonio en un lugar majestuoso y privado. Bedaux era un conocido ingeniero industrial y multimillonario francés, que acabó siendo un destacado espía nazi y amigo personal de Hitler. Sin duda la elección del castillo no fue la más afortunada teniendo en cuenta las sospechas que pesaban sobre los duques acerca de sus simpatías nazis.
El 3 de junio, los duques de Windsor se casaron en Candé en una ceremonia sencilla y con apenas dieciséis invitados. En el exterior, un pequeño ejército de periodistas fotografió la que para muchos era considerada «la boda del siglo». La prensa ignoraba que, el mismo día del enlace, Eduardo había recibido una carta de su hermano el rey Jorge VI en la que le informaba que aunque él podía llevar el título de Su Alteza Real, éste se le denegaba a Wallis y a sus descendientes. Fue un triste regalo de bodas y más para el duque, que esperaba que al menos sus hermanos asistieran al enlace. «¿Por qué me tienen que hacer esto precisamente hoy?», comentó apesadumbrado a uno de los invitados. El duque de Windsor nunca aceptó esta nueva humillación y ordenó que tras la ceremonia todos sus amigos y los de Wallis, así como el personal a su servicio, se dirigieran a ella como «Su Alteza Real», y las damas le hicieran una reverencia.
A pesar de la amargura del duque, y la tensión patente de Wallis, la pareja mantuvo la compostura durante la sesión de fotos previa al enlace. Wallis lucía un vestido largo de crepé y raso en tono azul, diseñado por el modisto estadounidense Mainbocher para que armonizara con el color verde pálido y acuoso del salón principal del castillo donde se celebró la ceremonia. Como tocado eligió para la ocasión un original sombrero adornado con plumas y tul. Los guantes fueron diseñados expresamente para que pudiera lucir el anillo de compromiso. Este traje de boda fue copiado en todo el mundo, y tan sólo una semana después del enlace, el mismo diseño se vendía en todos los grandes almacenes de Nueva York a un precio económico y en una gran variedad de tejidos y colores. El príncipe regaló a su esposa un ancho brazalete de 45 zafiros y diamantes de Van Cleef & Arpels a juego con el vestido.
Cecil Beaton, fotógrafo oficial de la corte que asistió al enlace, comentaría: «Ella lo quiere aunque me parece que no está enamorada de él». Otra de las invitadas, una vieja amiga de Wallis, confesaría a un periodista: «Su actitud hacia él es sólo correcta. Causa el efecto de una mujer a quien no conmueve el enamoramiento de un hombre más joven que ella». Quizá Cecil Beaton no se equivocaba en su apreciación. A Wallis, tal como le había confesado en alguna carta a su querida tía Bessie, le irritaba que Eduardo dependiera tanto de ella, que se presentara en su casa sin avisar, que la llamara por teléfono a todas horas o que le escribiera cartas de amor infantiles y un tanto patéticas. Ella, que era una mujer independiente y liberal, no soportaba el amor posesivo de un hombre que la asfixiaba con sus constantes atenciones. Pero aquel luminoso día en el castillo de Candé, la duquesa de Windsor decidió tratar de hacer feliz a su esposo, un hombre frágil, melancólico y derrotado que lo había perdido todo, incluso el afecto de su familia.