UN IDILIO INESPERADO

En el invierno de 1930, los Simpson fueron invitados a casa del matrimonio Furness en Melton Mowbray, condado de Leicester, para participar en una cacería del zorro. También había sido invitado el príncipe de Gales, quien acababa de regresar de Sudamérica, y su hermano menor, George. Como cuenta el propio Eduardo en sus memorias —publicadas en 1951 con el título A King’s Story. The Memoirs of The Duke of Windsor (Historia de un rey. Memorias del duque de Windsor) y dedicadas a Wallis—, la señora Simpson le impresionó gratamente desde el primer encuentro. Recordaba que era un día húmedo y había mucha niebla, y que Wallis tenía un fuerte resfriado. Fue entonces cuando Eduardo, quizá para romper el hielo, le formuló una pregunta que ya forma parte de la leyenda de los Windsor: «Usted, americana y habituada al confort, ¿no padece frío en nuestros castillos ingleses, desprovistos de calefacción central?». Wallis, en un tono burlón, le respondió: «Lo siento, sir, me decepciona usted. A todas las americanas que vienen a su país se les hace siempre la misma pregunta. Yo esperaba algo más original del príncipe de Gales». Tras esta respuesta que dejó helados a todos los presentes, Eduardo no supo qué decir. Aquel día, según el príncipe, «comenzó una amistad cargada de complicidad».

A partir de ese momento, Wallis y Eduardo volverían a coincidir en los meses siguientes en compañía de amigos comunes en reuniones de sociedad en Londres o en algún fin de semana en el campo. No parece que lo suyo fuera un flechazo, porque ni Wallis ni el príncipe recordaban nada especial de aquel primer encuentro en el pabellón de caza de los Furness, salvo que ella tenía fiebre y no se encontraba bien. Sin embargo, aunque apenas recordaba la conversación con el príncipe, a Wallis sí le causó una buena impresión su aspecto y sus elegantes modales: «Recuerdo que pensé lo mucho que se parecía a sus retratos: el cabello ligeramente despeinado por el viento, la nariz respingona y esa mirada extraña, nostálgica, casi triste, cuando su expresión era de reposo… Me pareció que su personalidad era realmente una de las más atractivas que había encontrado». En realidad, Wallis había conocido a Eduardo diez años atrás, cuando estaba casada con Win Spencer, durante una recepción ofrecida al príncipe en Coronado, San Diego. Pero, ahora convertida en la distinguida señora de Ernest Simpson, no tenía ningún interés en remover su pasado y nunca le comentó ese detalle.

La segunda vez que Eduardo pudo fijarse más atentamente en Wallis fue en junio de 1931, en el palacio de Buckingham, cuando fue presentada en la corte ante el rey Jorge y la reina Mary. El príncipe, desde su posición, de pie detrás del trono donde estaban sentados sus padres, reparó en ella nada más verla: «Cuando llegó su turno de hacer la reverencia, primero a mi padre y luego a mi madre, me llamó la atención su porte y la dignidad natural de sus movimientos». Tras la presentación, Thelma invitó a unos amigos, entre ellos a los Simpson, a tomar una copa de champán en su casa. El príncipe apareció por sorpresa en el cóctel y felicitó a Wallis por el elegante vestido de gala con tocado de plumas de avestruz —a juego con el abanico que le había prestado Thelma— que lució en la corte. Cuando a las tres de la madrugada, Wallis y su esposo abandonaron la residencia de los Furness, el príncipe de Gales se ofreció a llevarlos en su coche. Para ellos era un gran honor, y al llegar a su casa en Bryanston Court, le invitaron a subir y tomar la última copa. Pero el príncipe declinó la invitación no sin antes exclamar: «Me agradaría conocer su piso algún día. Me dicen que es encantador. ¡Buenas noches!».

Unos meses más tarde, el príncipe de Gales cenó por primera vez en casa de los Simpson, y guardó un grato recuerdo de aquella velada: «Todo en su casa era de exquisito buen gusto, y la comida, a mi ver, sin rival en Londres. Habiéndose criado en Baltimore, donde una buena comida está considerada una de las cosas más importantes que pueden hacerse, Wallis tenía los conocimientos culinarios de una especialista. Pero además de eso poseía una personalidad que atraía amistades alegres, vivaces y bien informadas». A estas alturas, a Eduardo le resultaba difícil ocultar la admiración que sentía hacia la señora Simpson, y siempre que se encontraba en Londres, y su tiempo se lo permitía, se dejaba caer por Bryanston Court para tomar el té o saborear alguno de los deliciosos cócteles que preparaba su anfitriona.

Al príncipe, Wallis le resultaba una mujer fascinante, cultivada y muy bien informada sobre política y asuntos sociales. Sin duda su esposo, Ernest, le había contagiado su pasión por el arte, la poesía y el teatro. Pero, tal como reconocía el propio Eduardo, lo que más le gustaba de su anfitriona era su sinceridad, algo a lo que él no estaba acostumbrado: «Su conversación era hábil y divertida. Pero lo que yo admiraba más en ella era su sinceridad. Si no estaba de acuerdo con algún extremo puesto a discusión, siempre exponía sus opiniones con energía y vivacidad. Esa cualidad me encantaba. Un hombre en mi situación rara vez hallaba ese rasgo en otras personas».

Cuando Wallis Simpson conoció al príncipe de Gales, éste tenía treinta y ocho años y era el soltero más codiciado de Europa. Nacido el 23 de junio de 1894 en White Lodge, Londres, era el primogénito de los duques de York, más tarde el rey Jorge V de Inglaterra y de la reina Mary. El pequeño fue bautizado con el nombre de Edward Albert Christian George Andrew Patrick David. Aunque su nombre oficial era el de Eduardo, sus amigos y familiares —al igual que Wallis— siempre le llamaban David. Tal como escribió en sus memorias, pasó su infancia en manos de niñeras e institutrices sin poder jugar con otros niños de su edad, y recluido —al igual que sus cinco hermanos— en los grandes y fríos castillos en los que la familia real residía: Balmoral, Sandrigam, Windsor o Buckingham Palace. «La niñez no me dejó los recuerdos agradables que deja a casi todos», dijo el heredero en una ocasión. La relación con su padre, el rey Jorge V, siempre fue distante y problemática. Sin embargo, era el niño mimado de su madre, la reina Mary, quien le enseñó a bordar punto de cruz, una afición que mantendría a lo largo de su vida.

Cuando en 1910 su padre subió al trono, aquel joven tímido y nervioso que contaba dieciséis años pasó a ostentar los títulos de duque de Cornualles —de donde procedían sus cuantiosos ingresos personales, cerca de cien mil libras anuales— y duque de Rothesay. En julio de 1911 le fue otorgado el título de príncipe de Gales, como heredero de la Corona. La ceremonia de investidura tuvo lugar en el castillo de Caernarfon en Gales y el príncipe se sintió muy ridículo con su atuendo, que consistía en «calzones de raso blanco, medias blancas de seda, zapatillas negras con hebillas de oro y un manto púrpura de terciopelo con bordes de armiño». Eduardo acababa de ingresar como cadete en la Armada y la sola idea de que sus compañeros le vieran vestido así le producía auténtico terror. Al futuro rey nunca le gustó la etiqueta ni el estricto protocolo de la corte que consideraba anticuado. Tampoco estaba conforme con muchas de las tradiciones, obsoletas y demasiado estrictas, que imperaban en el seno de la familia real británica.

En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y el príncipe, que acababa de terminar su segundo año en Oxford, sirvió en el ejército británico pero se le mantuvo alejado del frente. Fue el primer miembro de la familia real británica que pilotó un avión y se ganó la simpatía de sus súbditos visitando a las tropas en el campo de batalla. Al terminar la guerra, Gran Bretaña se encontraba con las arcas vacías, y el comercio del que dependía, paralizado. Fue entonces cuando al primer ministro, Lloyd George, se le ocurrió que el joven príncipe, con su encanto y carisma, podía ser el mejor embajador en el mundo de los productos de su país. Y así durante más de una década el heredero recorrería los lugares más apartados del mundo impulsando, como ningún otro miembro de la familia real lo había hecho antes, el comercio británico. En los años veinte, el príncipe de Gales alcanzó una popularidad similar a la de una estrella de Hollywood. Ya fuera en la India, en Argentina, en África del Sur o en Japón, el heredero era recibido por entusiastas admiradoras que hacían lo imposible por poder estrecharle la mano o llevarse como «recuerdo» un botón de su chaqueta o el pañuelo de su bolsillo. Se convirtió en uno de los personajes más fotografiados y perseguidos por la prensa; la mayoría de las jóvenes de su tiempo estaban enamoradas de él.

Eduardo levantaba pasiones allá por donde iba. Era guapo, tenía unos modales exquisitos y era un modelo de elegancia; vestía de manera informal y atrevida llegando a crear un estilo propio que sería muy imitado. Enamorado de los sombreros —que se colocaba con elegancia un poco ladeados— inventó un nudo para sus corbatas, el Windsor; la raya en el pantalón, y puso de moda los «zapatos de corresponsal» (negros y blancos). Eduardo descubrió un tejido, con dibujo a cuadros, para confeccionar sus impecables trajes de chaqueta y que pasaría a la historia como «príncipe de Gales». Era un hombre sencillo, divertido y moderno, a quien las sobrias costumbres de la corte le parecían cada vez más irritantes por lo que trataba de pasar el mayor tiempo posible en su mansión de York House, en el palacio de St. James.

Pero el príncipe de Gales podía ser también un hombre inmaduro y caprichoso. Eran muchos los que lamentaban que el heredero tuviera un «carácter débil y algo infantil». Su «disoluta» vida de soltero le causó más de un enfrentamiento con su severo padre, quien dudaba que su primogénito pudiera algún día llevar con honor y responsabilidad la Corona. «Cuando yo esté muerto, el chico durará como mucho doce meses», dijo Jorge V antes de morir. El tiempo demostraría que las previsiones del monarca eran acertadas. Antes de conocer a Wallis, el príncipe —del que se decía que era bisexual— sólo parecía interesado en mujeres casadas, de cuerpo esbelto y aspecto andrógino. La relación más larga y seria fue la que mantuvo con una hermosa y elegante dama llamada Freda Dudley Ward.

Cuando se conocieron en 1918, el príncipe tenía veinte años y ella estaba casada con un miembro del Parlamento y vicechambelán de la Casa Real. Los dos cargos del esposo le obligaban a llegar muy tarde a casa, y Freda, una mujer atractiva y con ganas de divertirse, comenzó a salir con el príncipe. Durante dieciséis años, Eduardo la amó con locura, aunque en todo este tiempo se permitiría algún que otro desliz. El cariño y la amistad que existía entre ellos sólo se rompió cuando el heredero comenzó un romance con otra mujer casada de la alta sociedad, la norteamericana Thelma Furness. Hasta que Wallis se cruzó en su camino, Freda fue la mujer más importante en su vida, e incluso sus dos hijas adoptaron al heredero como «tío honorario» y le llamaban «Principito». Lord Mountbatten, primo del príncipe y su acompañante en sus viajes alrededor del mundo, describía así el amor que sentía el heredero hacia la señora Dudley: «Había algo religioso, casi sagrado, en su amor por ella. Fue la única mujer a la que amó de esa manera. Ella lo merecía. Era muy dulce y muy buena y ejerció sobre él un influjo saludable. Ninguna de las demás lo ejercieron. El influjo de Wallis fue fatal».

El 20 de enero de 1932, el príncipe de Gales invitó a los Simpson y a un grupo de amigos a pasar el fin de semana en su residencia de Fort Belvedere. Esta mansión situada en un extremo del extenso parque que rodea el castillo de Windsor, era el refugio preferido del heredero. Por su proximidad a Londres —apenas cuarenta kilómetros— Eduardo solía pasar allí los fines de semana alejado de las obligaciones de la corte. A sus treinta y cinco años —edad en que su padre el rey Jorge V le cedió esta propiedad que él reformó a su gusto— por fin pudo disfrutar de la intimidad y libertad que tanto anhelaba. Allí descubrió su gusto por la jardinería y él mismo se encargaba de podar y de plantar sus árboles y flores favoritas. Uno de los requisitos indispensables para ser invitado al palacio era el de ayudar al anfitrión a quitar las malezas, podar el césped y plantar esquejes.

Cuando los Simpson llegaron a la residencia de Belvedere, el príncipe en persona los recibió en la puerta y les enseñó la casa. El recorrido, para su sorpresa, incluyó no sólo todas las habitaciones sino los armarios donde Eduardo guardaba sus elegantes trajes e incontables zapatos. La cena tuvo lugar en un acogedor salón comedor, con amplios cortinajes de satén dorado, una gran chimenea, y decorado con temas ecuestres. Eduardo se mostró en todo momento amable y muy distendido con sus invitados, hasta el punto de llegar a tocar la gaita para ellos vestido con el traje típico montañés: gorro, chaqueta exquisitamente cortada, falda corta y zapatos con hebilla de plata. Tras la animada cena, el príncipe invitó por primera vez a Wallis a bailar con él. Con los años, la duquesa de Windsor recordaría: «Bailaba bien, era ágil, ligero y tenía un buen ritmo». La relación entre el príncipe y la señora Simpson se fue forjando de manera lenta y discreta. Thelma Furness seguía siendo su favorita aunque en aquel verano se le vería en compañía de otras mujeres, entre ellas la célebre aviadora estadounidense Amelia Earhart.

En diciembre de 1933, la relación de Wallis y el príncipe iba a dar un giro inesperado. Durante un viaje a Kenia, Thelma rompió con su esposo y a finales de aquel año decidió viajar a Estados Unidos para apoyar a su hermana gemela, Gloria Vanderbilt, que se enfrentaba a un juicio por la custodia de su hija de diez años. Unos días antes de abandonar Inglaterra, Thelma quedó con Wallis para despedirse de ella. En sus memorias, publicadas en 1958, la señora Furness recordaba así aquel encuentro que cambiaría para siempre sus vidas: «Tres o cuatro días antes de partir, almorcé con Wallis en el Ritz. Le conté mis planes… Ella dijo: “¡Oh, Thelma! El Hombrecito [como se referían al príncipe] se va a sentir muy solo”. “Bueno, querida —respondí—, tú me lo cuidas mientras yo esté ausente. Procura que no dé malos pasos”». El príncipe de Gales despidió a Thelma sobrevolando en su avioneta privada el barco en el que partía su amante.

Tras la marcha de Thelma, los Simpson cenaron con el príncipe y unos amigos en el hotel Dorchester, y según él mismo confesaba, fue entonces cuando se enamoró de la señora Simpson. Aquella noche, Wallis, sentada a su izquierda, no sólo lo abrumó a preguntas relacionadas con su«trabajo de príncipe», sino que le trataba sin asomo de servilismo y le replicaba si no estaba de acuerdo con él. El duque de Windsor escribiría: «En esos momentos hice un importante descubrimiento: que las relaciones con una mujer podían ser también una asociación intelectual. Ése fue el comienzo de que me enamorara de ella. Prometía llevar a mi vida algo de lo que carecía. Quedé convencido de que con ella sería más creativo y una persona más útil». Al acabar la velada, el príncipe le dijo con gran seriedad: «Wallis, usted es la única mujer que se ha interesado en mi labor».

El príncipe de Gales parecía haber encontrado en Wallis a su compañera ideal, y a partir de ese instante intentó pasar el máximo de tiempo posible con ella. Se presentaba sin previo aviso en su casa de Bryanston Court a tomar un cóctel o se quedaba a cenar con el matrimonio. Él mismo telefoneaba a Wallis para invitarla a bailar en el club Embassy —uno de los locales favoritos del príncipe— o a cenar en algún romántico restaurante de la ciudad. Ernest Simpson, el marido engañado, observaba impasible cómo el príncipe flirteaba con su esposa. Cuando tres meses después, Thelma regresó de su viaje, la frialdad del príncipe hacia ella era más que evidente. Eduardo, que la había mantenido bajo vigilancia, sabía que su amante había vivido un romance con el joven y apuesto príncipe Ali Khan —quien en 1949 se casaría con la actriz Rita Hayworth— durante su estancia en Nueva York. Quizá, al descubrir que lady Furness le había sido infiel, Eduardo decidiera formalizar su relación con Wallis por quien sentía una irresistible atracción. De no haber sucumbido a los encantos del príncipe Ali, Thelma Furness tal vez nunca hubiera perdido el favor del príncipe, y el futuro rey Eduardo VIII quizá nunca hubiese abdicado.

Ya por entonces, la complicidad que existía entre Wallis y el heredero era muy evidente, hasta tal punto que la dama americana no dudaba en reprender en público a su amante. Durante una cena en Fort Belvedere, Eduardo cogió con los dedos una hoja de lechuga y Wallis, sentada a su lado, le golpeó con la mano. «¡La próxima vez use el cuchillo y el tenedor!», le dijo como si fuera una estricta institutriz que corrigiera a un niño. Los aterrados comensales —entre ellos Thelma Furness y el sumiso señor Simpson— descubrieron aquel día la verdadera naturaleza de su relación. Thelma comprendió entonces que su amiga Wallis «había cuidado excesivamente bien al príncipe en su ausencia». Tras la cena, lady Furness se retiró temprano a sus aposentos y a la mañana siguiente abandonó discretamente la residencia sin despedirse y con todas sus pertenencias. Estaba claro que Wallis ocupaba ahora su lugar en el corazón del príncipe.

En aquel mes de abril de 1934, «el romance del siglo» —como la prensa estadounidense lo bautizaría— acababa de florecer y pronto haría tambalear los cimientos de la monarquía británica.

Para todos los que los veían juntos, estaba claro que Wallis era la amante oficial del príncipe y que para éste no se trataba de una conquista más. La familia real observaba con desesperación cómo Wallis se dedicaba a reorganizar la vida de Eduardo, que parecía haber perdido la cabeza por esta norteamericana liberal, casada y con un divorcio a sus espaldas. Ahora ya no se ocultaban y el príncipe de Gales comenzó a mostrarse en público con su nueva amante. No sólo asistían juntos al teatro o la ópera sino que Wallis le acompañaba a las recepciones de las embajadas y a las ceremonias de Estado. El príncipe deseaba que la alta sociedad londinense conociera a la«fascinante» mujer que ahora disfrutaba de sus favores. La influencia de Wallis en la vida del príncipe, quien era evidente que cada vez dependía más de ella, preocupaba seriamente al entorno del heredero.

Aquella «intrusa» estadounidense se había convertido de la noche a la mañana en la dueña y señora de las dos residencias habituales del príncipe, Fort Belvedere y la mansión de York House, en el palacio de St. James. Ella misma escogía los menús, redecoraba a su gusto las habitaciones y daba órdenes al servicio, sin tener en cuenta la jerarquía ni la antigüedad del personal que trabajaba para el monarca. Cuando llegaban a altas horas de la madrugada de bailar en el club Embassy o el Kit Kat, Wallis despertaba de malos modos a los criados para satisfacer alguno de sus caprichos. Los más leales y antiguos servidores del monarca detestaban a esta mujer que según ellos «había embrujado con sus malas artes al heredero de la Corona»; se sentían degradados al tener que obedecer a la señora Simpson, a sus ojos una vulgar divorciada americana.

En el verano de 1934, Eduardo invitó a Wallis a pasar juntos las vacaciones en España y en Francia. El príncipe alquiló en el mes de agosto una mansión no lejos de Biarritz, y animó a los Simpson a que lo visitaran. Por primera vez, Ernest declinó la invitación y en su lugar fue tía Bessie Merryman quien acompañó encantada a su sobrina predilecta. La pareja disfrutó de unos soleados días de playa en la costa vasca francesa, nadando, jugando al golf, al bridge y asistiendo por la noche al Casino. Después de un mes inolvidable, Wallis y Eduardo continuaron sus idílicas vacaciones a bordo del yate Rosaura —propiedad de un amigo del príncipe— y realizaron un crucero de dos semanas por el Mediterráneo que incluyó una romántica parada de tres días en Mallorca donde se alojaron en el hotel Formentor, al norte de la isla. A su llegada a Cannes, se instalaron en un lujoso hotel y, a la una de la madrugada, el príncipe ordenó que le abrieran la tienda Cartier para poder comprarle a su amada un brazalete de diamantes y esmeraldas. Sería ésta una de las primeras y muy valiosas joyas que el duque de Windsor le regalaría a su futura esposa a lo largo de sus treinta y cinco años de vida en común.

Mucho se ha escrito sobre la relación e influencia que Wallis ejercía sobre Eduardo, pero fuera cual fuera la verdad, es indudable que esa mujer poco femenina, mandona y de voz chillona cautivaba al príncipe. En Londres circulaban rumores de que la americana había aprendido sofisticadas técnicas sexuales durante su estancia en Shangai, donde vivió con su primer marido. Para algunos biógrafos, el carácter dominante de la señora Simpson era uno de los alicientes en su extraña relación. Eduardo parecía encontrar un secreto placer en tener que suplicar a Wallis, por ejemplo, que le diera fuego o le pasara el pan durante un almuerzo. Freda Dudley, ex amante del príncipe, comprendía muy bien esta relación: «El amor lo hechizaba. Se convertía él mismo en esclavo de cualquier mujer que lo quisiera, y se volvía totalmente dependiente de ella. Era su naturaleza; era un masoquista. Le agradaba que lo humillasen, que lo degradasen. No habría freno en esa mujer norteamericana, impetuosa, de mandíbula cuadrada. Tan pronto como descubrió la vulnerabilidad de él, no vaciló en aprovecharla». Pero los lazos que unían al príncipe y a Wallis iban más allá de la mera relación física.

El príncipe Jorge, hermano pequeño de Eduardo, ya convertido en duque de Kent, se casó el 29de noviembre de 1934 con la princesa Marina de Grecia. Dos días antes del enlace se celebró un baile de gala en la palacio de Buckingham en honor de los novios. Los reyes dieron la orden de tachar el nombre de Wallis Simpson de la lista de invitados. Comenzaba así una guerra entre la familia real británica —especialmente por parte de la reina Mary y la duquesa de York, esposa del futuro rey Jorge VI— y Wallis que duraría hasta la muerte del duque de Windsor. El rechazo que sus padres sentían por ella le afectaba especialmente y le impedía abrirles su corazón. Al rey no le molestaba que su hijo tuviera una nueva amante pero le indignaba que la exhibiera en público y la llevara con él en sus giras oficiales.

En otoño de 1935, el rey Jorge V cayó enfermo y por primera vez se temió por su vida. El monarca, durante sus últimos dos años de vida, no dejó de sufrir pensando en su heredero. La idea de abandonar el trono en manos de su hijo primogénito, soltero a sus cuarenta y un años, y enamorado de una mujer de mala reputación, le resultaba insoportable. Jorge V deseaba de corazón que el trono pasase a su segundo hijo, el príncipe Alberto, y después a su nieta Isabel por la que sentía auténtica devoción. Moriría la noche del 19 de enero sin saber que sus deseos se harían realidad, y que un día no tan lejano su querida nieta alcanzaría el trono convirtiéndose en la actual reina Isabel II. En su lecho de muerte, el rey Jorge V le pediría a su leal esposa que se negara a recibir a la «pecaminosa amante» de su hijo. La Reina Madre cumpliría su promesa hasta el final de sus días.