UN OCULTO PASADO

La mujer que hizo tambalear la monarquía británica había nacido el 18 de junio de 1895 en la tranquila estación de montaña de Blue Ridge Summit, en el estado de Pensilvania, cerca de la ciudad de Baltimore. Allí, en un modesto refugio de montaña conocido como Square Cottage, vino al mundo Bessie Wallis Warfield, hija de Teackle Wallis Warfield y de Alice Montague. La pequeña nacía en el seno de dos conocidas familias patricias de Baltimore; tanto los Warfield como los Montague contaban entre sus notables antepasados con importantes políticos, militares y jueces. El padre de Wallis, el pequeño de cuatro hermanos, había nacido con una constitución débil y poca salud. A los dieciocho años se descubrió que tenía tuberculosis, y en lugar de ingresarlo en un sanatorio, la familia le puso a trabajar como aprendiz en un banco.

Cuando a principios de 1890 la atractiva Alice conoció a Teackle, éste era un joven de veinticinco años, tímido y agradable al que su médico de cabecera le había aconsejado que no se casara debido a la enfermedad que padecía. Pero Teackle no hizo caso a las advertencias de su médico y se enamoró de Alice, una adorable y extrovertida muchacha rubia de veinticuatro años. En un tiempo en que a los enfermos de tuberculosis no se les permitía el contacto con mujeres, Alice demostró mucho coraje al aceptar salir con él. No tenía miedo al contagio ni a lo que los demás pensaran de su relación. Al poco tiempo, y para escándalo de ambas familias, la señorita Montague se quedó embarazada.

En los primeros meses de 1895, los amantes abandonaron Baltimore y se instalaron en las montañas de Blue Ridge Summit, donde el clima era benigno para los tísicos. Allí nacería, de incógnito y sin el apoyo de la familia, la pequeña Bessie Wallis, un hermoso bebé, sano y de tres kilos de peso. En aquella época un hijo nacido fuera del matrimonio era una auténtica ofensa social. Los Warfield, profundamente episcopalianos y una de las familias de más rancia estirpe del país —entre sus ancestros se encontraban algunos de los fundadores del estado de Maryland—, no podían aceptar semejante deshonra. Se decidió que Alice no podría dar a luz en Baltimore, y el día del alumbramiento se envió con discreción a un doctor para que la atendiera en el parto. Tampoco se aceptó que el nacimiento de la niña fuera registrado en la historia oficial de la familia que se estaba redactando por aquel entonces. La pequeña Bessie Wallis no fue bautizada, y para su Iglesia estaba condenada a la «maldición eterna». La futura duquesa de Windsor llegaba al mundo en el más completo anonimato y siendo considerada un fruto del pecado.

Alice y Teackle se casaron diecisiete meses después del nacimiento de su hija, en una ceremonia gris y carente de encanto. La novia lucía un discreto vestido de tarde y un pequeño ramo de violetas en la mano. Los recién casados no tuvieron derecho a una recepción ni a una romántica luna de miel. Al poco tiempo de haber contraído matrimonio regresaron a Baltimore porque la salud de Teackle se agravó. Para Alice fueron unos meses angustiosos. Temía que su esposo, quien sufría frecuentes accesos de tos, pudiera contagiarla a ella y a su pequeña. Vivían de manera muy precaria en una modesta pensión familiar de la ciudad, cerca de Park Avenue. Los Warfield, viendo que el fin de su hijo estaba próximo, decidieron darles cobijo en su casa del 34 de East Preston Street. Apenas seis meses después, Teackle fallecía sin que Wallis pudiera acercarse a abrazarle ni despedirse de él. Tenía veintisiete años y dejó a su viuda y a la pequeña en una difícil situación económica.

La abuela, Anna Emory Warfield, que siempre se había opuesto al matrimonio de su hijo menor, y no disimulaba su desprecio hacia su nuera, aceptó hacerse cargo de la joven viuda y de su nieta. Así fue como la pequeña Wallis de cinco meses y su madre se quedaron a vivir en la solariega mansión de tres plantas que la familia tenía en la calle Preston de Baltimore. La severa abuela Warfield —viuda desde hacía años— era la matrona del clan y llevaba con firmeza las riendas de la familia. Era un ama de casa exigente que controlaba al detalle a las seis doncellas que cada día pasaban en fila frente a ella para recibir sus órdenes. Vestida de riguroso luto y muy religiosa, obligaba a su nieta a levantarse a las cinco de la mañana para unirse al rezo familiar.

En la casa de los Warfield vivía también el único hijo soltero de la familia, Solomon. Este hombre —al que llamaban tío Sol—, influyente y de buena posición, presidía una compañía de ferrocarril y era director de varias empresas importantes; además era consejero y amigo personal del presidente de Estados Unidos, Grove Cleveland. Solomon no dejaba de recordarle a Alice que estaba con ellos gracias a su caridad al tiempo que no disimulaba la atracción que sentía hacia ella. A pesar de los reveses que le había dado la vida, Alice era una mujer optimista y de carácter alegre, que contrastaba en el ambiente lúgubre y victoriano de la casa de la abuela. Como en una ocasión diría la duquesa de Windsor: «Los Warfield eran extremadamente conservadores, sobrios y religiosos; los Montague, en cambio, irresponsables y frívolos».

Ante el creciente interés que demostraba Solomon por Alice, ésta decidió trasladarse con su hija a un hotel. Aunque su tío acogió mal la indiferencia de la viuda de su hermano, le asignó una pensión y se comprometió a pagar los estudios de Wallis. Como el dinero era insuficiente, Alice comenzó a trabajar como costurera en una organización de caridad para sacarse un pequeño sueldo.

Un año más tarde, el destino acudió en su ayuda. Su hermana Bessie se había quedado también viuda y las acogió en su enorme casa de ladrillo rojo de West Chase Street. Por primera vez tenían un verdadero hogar y Alice mandó a su hija a una escuela donde pudo jugar con otros niños de su edad. Wallis había cumplido siete años y era una niña de carácter fuerte, obstinada y competitiva, dispuesta a ser siempre la primera.

En 1908, Alice y su hija se mudaron a un apartamento bastante espacioso donde la joven viuda se dedicó a alquilar habitaciones a los estudiantes, algo denigrante a los ojos de la buena sociedad de Baltimore. Nunca llegó a ganar demasiado dinero porque a la madre de Wallis, que era una excelente cocinera, le gustaba sorprender a sus clientes con platos exquisitos típicos de Maryland y no dudaba en comprar los mejores productos del mercado. Alice enseñaría a su hija a elaborar suculentas recetas que más adelante le darían merecida fama a la duquesa de Windsor cuando residía en Londres. Wallis siempre recordaría aquellos meses en los que pudo vivir a solas con su madre —una mujer siempre risueña y vital— como los más felices de su vida. «Me encantaba hablar con mi madre. Nunca me respondía con condescendencia. Hablábamos como si fuésemos hermanas».

El 20 de junio de 1908, contrajo matrimonio con John Freeman Rasin. Este hombre, de escaso atractivo y poco trabajador, se mostraba sin embargo muy cariñoso con la niña. Wallis, que ya tenía fama de rebelde y obstinada, recurriría a todo tipo de artimañas —rabietas incluidas— para boicotear la boda de su madre. En aquella época asistía a una exclusiva escuela de señoritas, Arundell School, cercana a la casa de los abuelos maternos. Cuando sus compañeras de clase se burlaban de ella porque su madre tenía una casa de huéspedes, ella se defendía con fiereza usando un lenguaje tan vulgar que dejaba atónitos a sus profesores. Nunca se dejó amilanar y su carácter se curtió, en parte, gracias a la severa educación victoriana de su abuela Warfield.

A los dieciséis años Wallis era una muchacha que llamaba la atención por su extraña belleza. Tenía un porte altivo, un rostro anguloso, la barbilla prominente, la frente ancha y unos magníficos ojos azules que suavizaban su aspecto duro y severo. Resultaba inquietante y algo misteriosa: parecía un muchacho con el cabello corto, los hombros cuadrados, poco pecho y extremadamente delgada. A los chicos les parecía interesante, divertida y sobre todo muy osada. Ya siendo una adolescente se sabía diferente de las demás chicas y destacaba por su original y atrevida forma de vestir. No tenía apenas dinero pero lucía llamativos y extravagantes vestidos que su propia madre le confeccionaba a medida, y que resaltaban su esbeltez. Era la más chic de sus amigas y fue la primera en echarse un novio. Sus mejores armas de seducción, a lo largo de toda su vida, fueron —según ella misma reconocía— su vitalidad, su fuerte carácter y su habilidad para alimentar el frágil amor propio masculino.

En 1911, Wallis ingresó en un exclusivo internado de señoritas, Oldfields School. En esta escuela, la más cara de todo el estado de Maryland, las muchachas de la buena sociedad pasaban sus días leyendo pasajes de la Biblia, aprendiendo a coser, a cocinar y a dibujar. Muchas de ellas estaban platónicamente enamoradas del príncipe de Gales, cuya foto colgaban en las paredes de sus habitaciones; el rubio y apuesto heredero al trono británico tenía entonces diecisiete años. Hacia 1912, Wallis ya no podía soportar más el elitista ambiente de Oldfields y pasó el verano en casa de su tía Bessie. Su madre vivía ahora en Atlantic City con su esposo, pero la felicidad del matrimonio duraría poco. En abril de 1913, el padrastro de Wallis moría a causa del alcoholismo. Alice Warfield Rasin, viuda por segunda vez, regresaría a vivir a Baltimore, donde su hija estaba a punto de ser presentada en sociedad. Era el acontecimiento social del año, y la joven lució en el gran baile ofrecido en el Teatro Lírico un magnífico vestido de satén blanco, copiado de un modelo del modisto inglés Worth. Había cumplido dieciocho años y lo que ahora se esperaba de ella era que encontrara pronto un buen marido, a ser posible rico e influyente.

En noviembre de 1915, el destino de Wallis daría un giro inesperado. Una de sus primas, Corinne, felizmente casada con el capitán de corbeta Henry Mustin y madre de tres hijos, la invitó a que la visitara en el soleado estado de Florida donde residían. Su esposo había sido destinado a una nueva base aeronaval de formación y entrenamiento de pilotos en Pensacola. Esta ciudad, en el noroeste de Florida, de hermosos edificios coloniales de estilo español, estaba rodeada de playas vírgenes de arena blanca. Aunque acababa de morir la abuela Warfield, y según la tradición toda la familia debía guardar un luto riguroso, Wallis no lo pensó dos veces y aceptó la invitación. Para ella fueron unas vacaciones de ensueño. Por primera vez, lejos de las ataduras familiares, se sentía libre y dispuesta a disfrutar de aquel lugar paradisíaco. Aunque ayudaba a su prima en las tareas del hogar y en la cocina, también tenían tiempo para tomar el sol, bañarse en su mar cálido, ir al cine y asistir a bailes donde acudían los apuestos oficiales de la base militar.

«Acabo de conocer al aviador más fascinante del mundo»; así anunció Wallis en una carta a su madre el encuentro con el hombre que se convertiría en su marido, Earl Winfield Spencer. Se conocieron en la casa de Corinne, en una comida a la que el joven oficial de la Marina había sido invitado junto a otros compañeros de la base. Desde el primer momento, Wallis se sintió muy atraída por este corpulento y simpático piloto, de cabellos oscuros y mirada desafiante, ocho años mayor que ella. Winfield Spencer —al que todos llamaban Win— había nacido en Kansas en 1888 y era el mayor de seis hermanos. Procedía, al igual que Wallis, de una familia originaria de Estados Unidos cuyos antepasados arribaron a las costas de Norteamérica en el siglo XVII. Spencer, con fama de vividor y mujeriego, era la oveja negra de la familia, un detalle que su enamorada ignoraba.

La atracción fue mutua y la pasión que surgió entre ellos lo bastante intensa como para que decidieran casarse lo antes posible. Aunque la familia Warfield no veía con buenos ojos este matrimonio, Wallis no dio su brazo a torcer. Convenció a su tío Solomon para que la ayudara en los gastos y encargó su traje de boda en una lujosa tienda de Baltimore. El vestido era de terciopelo blanco, con una blusa bordada con perlas y mangas acampanadas. Llevaba una corona de flores de azahar y un velo de tul. El 8 de noviembre de 1916, la pareja con traía matrimonio en la Iglesia de Cristo de Baltimore decorada para la ocasión con azucenas, rosas y crisantemos blancos. Era la boda elegante y romántica que Wallis había soñado y que su madre no pudo tener.

Tras la breve luna de miel, los recién casados regresaron a Pensacola donde Wallis descubrió muy pronto que su intrépido aviador era alcohólico. La angustia de saber que su esposo podía pilotar borracho y no regresar a casa con vida, fue sólo el comienzo de un largo calvario. Porque Win no sólo bebía sino que era un hombre muy celoso y violento que descargaba en Wallis toda su rabia y frustración. El 6 de abril de 1917, Estados Unidos había entrado en guerra y, en contra de los deseos de Win —y porque sus superiores conocían sus problemas con el alcohol—, el Ministerio de Marina le envió a San Diego con el fin de organizar una escuela de entrenamiento de pilotos en la costa Oeste. Pero ni el cambio de ocupación, ni el dulce clima californiano lograron aplacar sus accesos de cólera y de celos. Cuando se ausentaba de casa ataba a Wallis a la cama y en una ocasión llegó incluso a encerrarla todo un día en el cuarto de baño. Quien en cambio sí era infiel era él; las aventuras extraconyugales de Win Spencer eran conocidas por todos.

El 7 de abril de 1920, el príncipe de Gales, el soltero más codiciado de Europa, se detuvo en San Diego. Acompañado de su primo Louis Mountbatten, de camino a Australia, el crucero Renown hizo una breve escala en la ciudad. Los Spencer no fueron invitados a los banquetes ofrecidos por las autoridades de San Diego al heredero británico. Pero sí, en cambio, pudieron asistir a un baile ofrecido por el alcalde de la ciudad en el hotel Coronado. Wallis sólo alcanzó a ver al príncipe de lejos vestido con su uniforme blanco de la Marina Real dando la mano a los invitados. Era la primera vez que coincidían en un acto público y tendrían que pasar más de diez años para que sus caminos se cruzaran de nuevo. Tras vivir una temporada en California, los Spencer se trasladaron a Washington donde residía la madre de Wallis y la querida tía Bessie. Sintiéndose amparada por la proximidad de su familia, Wallis —cuya convivencia con su esposo era insoportable— pensó seriamente en el divorcio. Pero la respuesta de la familia, tanto por parte de los Warfield como de los Montague, fue que nunca aceptarían el divorcio. La única salida posible para Wallis era la separación; así se vería libre de la vida deplorable que llevaba con su esposo. En el otoño de 1921, Wallis y Win rompieron su relación, al menos de momento. Winfield —que tenía prohibido volar debido a su afición a la bebida— fue destinado como comandante de un viejo cañonero español y enviado a una base en el mar de la China. Wallis se fue a vivir a la casa de su madre. Acababa de poner fin a cuatro años de angustias y malos tratos que marcarían a fuego su carácter.

En su autobiografía titulada The Heart Has Its Reasons (El corazón tiene sus razones), Wallis aporta muy poca información sobre los siete años que pasaron entre su separación de Spencer y su segundo matrimonio en 1928. También se muestra muy discreta a la hora de divulgar los nombres de los hombres —en su mayoría jóvenes diplomáticos y apuestos oficiales uniformados— con los que mantuvo algún romance. Lo que sí se sabe es que tras perder de vista a su esposo, comenzó a disfrutar plenamente de su soltería. Ahora vivía en Washington donde compartía un apartamento en Georgetown con una pintora, esposa de un oficial de la Marina. Wallis tenía poco dinero —apenas la exigua pensión que Win le había asignado— pero estaba al fin libre de humillaciones y de amenazas. A sus veinticinco años era una mujer elegante, coqueta y atrevida que sabía cómo seducir a los hombres. En los meses siguientes mantuvo relaciones con el embajador de Italia en Estados Unidos, el príncipe Gelasino Caetano —cuya admiración hacia Mussolini transmitió a Wallis—, y posteriormente con el primer secretario de la embajada argentina, Felipe Espil. Wallis se enamoró apasionadamente de este atractivo latino, bien vestido y seductor, además de un excelente bailarín de tango que resultaba irresistible a las mujeres.

La tórrida relación entre el apuesto latin lover y Wallis acabó de manera abrupta a finales de 1923 cuando aquél se enamoró de otra mujer. Al enterarse de este rumor, Wallis, herida en su orgullo, le montó a su amante una inolvidable escena. En el transcurso de una elegante recepción, Wallis se lanzó furiosa contra Espil y le arañó la cara delante de todo el mundo. Las posibilidades de convertirse en la esposa de un brillante diplomático se acabaron en aquel mismo instante. Tras su ruptura con Felipe, Wallis abandonó Washington y pasó cinco meses en París para olvidar su fracaso sentimental. Durante este tiempo pudo reflexionar sobre su futuro que no se presentaba muy prometedor. Su aún esposo Win Spencer empezó a enviarle cartas donde le rogaba que olvidara el pasado y la animaba a reunirse con él en China. Wallis, de nuevo sola y sin dinero suficiente para divorciarse, decidió intentar una vez más salvar su matrimonio.

Hay varias versiones sobre los motivos por los que Wallis emprendió viaje a China en 1924. Según su biógrafo Charles Higham, la futura duquesa de Windsor, antes de viajar a Hong Kong, habría sido debidamente entrenada por el servicio de información del Ministerio de Marina para llevar documentos secretos a ese país. Era una costumbre habitual utilizar a las esposas de los oficiales de Marina destinados en Asia para hacer de correos, ya que la información confidencial transmitida a la flota estadounidense en China —generalmente a través de telegramas o mensajes en clave— era interceptada con facilidad. De ser cierta esta versión, en ese instante daría comienzo la supuesta y legendaria carrera de espía de Wallis Simpson.

Wallis partió del muelle de Brooklyn el 17 de julio en el Chaumont, un barco de la Armada estadounidense que transportaba a sus tropas destinadas en Filipinas. En la travesía, se detuvo una semana en las paradisíacas islas Hawai. Wallis quedó impresionada por la exuberancia del paisaje y la belleza de los nativos. En Manila subió a otro barco, el Empress of Canada, que la llevaría a Hong Kong donde le esperaba su esposo. Cuando desembarcó en el bullicioso puerto de la ciudad, recibió un cúmulo de sensaciones que nunca antes había experimentado. El calor era sofocante, y los olores, muy penetrantes. Ya en tierra firme se recuperó del agotador viaje en un hotel y más tarde se trasladó con su esposo a vivir a un apartamento de la Marina, en el barrio de Kowloon. En la semana en la que Wallis llegó a Hong Kong, en la vecina China había estallado una sangrienta guerra civil. La situación en las calles era tensa y peligrosa para los extranjeros, que no se aventuraban más allá de las zonas residenciales.

En 1933, cuando Wallis Simpson se convirtió en la amante del príncipe Eduardo, circulaba en Londres la leyenda de que la divorciada norteamericana era una experta en «técnicas sexuales orientales» que había aprendido durante el tiempo que pasó en China con su primer marido. El escándalo estallaría cuando el primer ministro británico Stanley Baldwin dio a conocer un informe sobre las actividades de Wallis durante su periplo asiático. Según estos documentos conseguidos por los servicios secretos británicos, y destinados al rey Jorge V y a la reina Mary (cuando había que impedir por todos los medios que Wallis se convirtiera en reina de Inglaterra), fue Win Spencer quien inició a su esposa en las llamadas «casas de canto», como se conocía a los burdeles de lujo de la colonia inglesa. El informe llamado «expediente chino» dejaba la reputación de Wallis por los suelos. No sólo se la acusaba de frecuentar prostíbulos y casas de juego sino también de haberse relacionado con el tráfico de drogas.

«La reconciliación fue un fracaso», escribiría Wallis en sus memorias acerca de lo ocurrido en Hong Kong. En realidad, y según apuntan sus biógrafos, fue Win Spencer quien la abandonó para irse a vivir con una joven y atractiva pintora que gozaba de una gran popularidad en la colonia inglesa. Al quedarse sola, el 21 de noviembre Wallis partió en barco rumbo a Shangai donde se alojó unos días en el elegante hotel Astor House. A pesar de que la ciudad estaba sumida en el horror de la guerra, pudo disfrutar del ambiente mundano en el que se movían los occidentales. Asistió a elegantes fiestas ofrecidas por los administradores coloniales en sus lujosas mansiones de ensueño, a las animadas carreras de caballos y frecuentó los clubes nocturnos de moda. A principios de diciembre llegaba a Pekín y se alojaba en el Grand Hotel, un auténtico oasis en medio de una ciudad sumida en el caos y los disturbios. Aquí permanecería hasta el mes de junio de 1925 cuando cumplió veintinueve años. Entonces, y de manera bastante precipitada, se despidió de su buena amiga Katherine Rogers y de su esposo, Hermann —quienes ejercieron de anfitriones durante su estancia en la capital china—, y regresó a Estados Unidos.

El 8 de septiembre, Wallis, tras un penoso viaje, llegaba al puerto de Seattle y fue inmediatamente hospitalizada. En sus memorias, la duquesa de Windsor recuerda que regresó de China con «un oscuro mal interno» que hizo indispensable una operación y una larga convalecencia. Fue una de las escasas ocasiones a lo largo de su longeva vida en que le falló la salud; en 1951 fue operada de un tumor de ovarios, pero hasta muy entrada su vejez fue una mujer robusta y llena de vitalidad. Wallis no desvela las causas que motivaron su ingreso, pero todo apunta a que su delicada salud era debida a las secuelas de un aborto que le practicaron durante su estancia en China. Cuando en el mes de junio, Wallis abandonó Pekín para regresar a casa, antes hizo una escala en la ciudad de Shangai donde quiso despedirse de algunos amigos. Fue allí donde se dejó seducir por un apuesto conde italiano, Galeazzo Ciano, con quien mantuvo un breve romance. Este ardiente admirador de Mussolini —que acabaría siendo ministro de Asuntos Exteriores en Italia— era entonces un joven estudiante fascinado por la historia milenaria de China. Según el escritor Charles Higham en su magnífica biografía de la duquesa de Windsor, ésta se quedó embarazada de Ciano y decidió abortar antes de regresar a Estados Unidos. Las complicaciones ginecológicas que siguieron al aborto le dejaron graves secuelas, entre ellas la imposibilidad de tener hijos.

Tras cuatro meses de convalecencia en el apartamento de su madre en Washington, Wallis se trasladó a Warrenton, un tranquilo pueblo en el estado de Virginia donde se enteró de que podía obtener el divorcio de su esposo con bastante facilidad y a un bajo coste. Alojada en el único hotel decente del pueblo, el Warren Green, se dedicó a jugar al golf en el Club Campestre, a bailar y a jugar al póquer, una de sus grandes pasiones. «No tenía suficiente dinero para vestirse verdaderamente bien. Se veía pulcra, más bien que elegante… Lo importante es que siempre estaba llena de vitalidad. ¡Brillaba en todas las fiestas! Podía bailar interminablemente y competir con cualquiera en beber, pero lo que bebía nunca se le subía a la cabeza… Era una narradora innata, y tenía una colección inagotable de cuentos y acertijos atrevidos…», recordaba un amigo de Wallis que la conoció entonces.

Por aquel tiempo, Wallis comenzó a verse con algunas amigas de la adolescencia que vivían en Washington —apenas a ochenta kilómetros—, entre ellas Mary Kirk, que había sido una de sus damas de honor en su boda con Spencer. Mary estaba casada con Jacques Raffray y vivía en Nueva York en un apartamento de Washington Square. En las Navidades de 1926, los Raffray la invitaron a pasar con ellos las fiestas. Y fue en la tarde del 25 de diciembre —justo unos días después de haber conseguido el divorcio de su primer marido— cuando su amiga le presentó a Ernest Simpson, un apuesto y cultivado hombre de negocios. Hijo de padre inglés y de madre estadounidense, nacido y educado en Nueva York, Ernest —que tenía veintinueve años— parecía un auténtico gentleman. Alto, bien parecido, cortés y elegante, tenía un carácter calmado pero compartía con Wallis gustos y aficiones. Desde el primer instante se sintieron atraídos y comenzaron a salir juntos. Por aquel entonces el señor Simpson estaba tramitando su divorcio de su esposa Dorotea Parsons Dechert, con la que tenía una hija en común, Audrey.

En 1928, la compañía dirigida por el padre de Ernest —fundador de la Simpson, Spence & Young, dedicada a la compra y venta de barcos— iba de mal en peor y su hijo decidió instalarse en Londres, y coger las riendas del negocio. Antes de marcharse, y de manera inesperada, le propuso matrimonio a Wallis. Pero ésta, que a sus treinta y un años había conocido la parte más amarga del matrimonio, le dio un no por respuesta. Sus caminos entonces se separaron: ella se marchó de vacaciones a Cannes a casa de sus amigos los Rogers, y Ernest partió a Inglaterra. Sin embargo, a las pocas semanas de estar separados, Wallis reconsideró la propuesta y le escribió diciendo que aceptaba. A finales de junio contraía matrimonio con Ernest Simpson en una lúgubre oficina del Registro de Matrimonio en Chelsea. Por parte de Wallis, nadie de su familia, ni siquiera sus amigos más cercanos acudieron al enlace. Su madre, Alice, que residía en Washington, no aprobaba este matrimonio y se negó a asistir a la ceremonia. Ernest, a falta de una boda deslumbrante y familiar, compensó a su esposa con una lujosa luna de miel que transcurrió entre Francia y España. La pareja recorrió Europa en un potente coche Lagonda de color amarillo, que conducía un chófer uniformado, y se alojaron en los mejores hoteles.

Después de su gira europea, los Simpson se instalaron en Londres en un piso que Ernest tenía cerca de Hyde Park hasta que encontraron una casa a su gusto en el número 5 de Bryanston Court, en George Street. Era un elegante apartamento con un amplio salón comedor, luminosas habitaciones y varios cuartos para el servicio doméstico compuesto por cinco personas. Era la primera vez en su vida que Wallis disfrutaba de una buena situación económica y se podía permitir lujos hasta entonces impensables para ella. Como Ernest pasaba el día en su oficina y ella tenía todo el tiempo libre del mundo, se dedicó a decorar su piso y a comprar antigüedades en Chelsea y Kensington sin reparar en gastos. La casa estaba llena de detalles y valiosos objetos: flores frescas en los jarrones, biombos lacados, un elegante piano de cola, y numerosas piezas de marfil, jade y porcelana adquiridas durante su estancia en China.

Acostumbrada a vivir de manera informal en Estados Unidos, a Wallis no le resultó fácil adaptarse a la estricta etiqueta imperante en la alta sociedad inglesa. Sin embargo, con el paso de los meses, la señora Simpson se convertiría en una de las grandes anfitrionas londinenses y organizaría en su casa de Bryanston Court elegantes y divertidas veladas que se harían célebres en la ciudad. Allí se reunían diplomáticos extranjeros, políticos, hombres de negocios —en su mayoría noruegos y estadounidenses, clientes de Ernest—, actores y damas de la buena sociedad. Wallis preparaba y servía ella misma los cócteles —aunque ella bebía poco, y únicamente whisky escocés— y los agasajaba con suculentas y exóticas cenas a la luz de las velas, con una puesta en escena impecable. Las veladas en casa de la señora Simpson eran famosas por la deliciosa comida —combinaba la cocina típica del estado de Maryland con originales recetas recopiladas en Cantón y Pekín—, la abundante bebida y el carácter desenfadado de su anfitriona.

Wallis parecía feliz junto a un hombre con el que se había casado más por resignación que por amor, pero que satisfacía todos sus deseos. Poco a poco, la señora Simpson se fue integrando en la colonia estadounidense de Londres que se reunía al menos dos veces por semana. Entre sus distinguidos miembros se encontraba Consuelo Morgan Thaw, cuyo esposo, Benjamin Thaw —primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Londres—, era amigo de Wallis desde sus días de San Diego. Consuelo era la hermana de Thelma Furness, entonces amante del príncipe de Gales. Thelma, una mujer bella y estilosa, estaba casada con un hombre que le doblaba la edad: el vizconde viudo Marmaduke Furness, quien pasaba sus días en la Riviera bebiendo coñac y flirteando con jóvenes bellezas. En el verano de 1929, cuando Thelma tenía sólo veintitrés años, comenzó su relación con el heredero de la Corona. Desde su primer encuentro, Wallis y lady Furness —ambas norteamericanas liberales y divorciadas con anterioridad— congeniaron y se hicieron buenas amigas.