TRAGEDIA GRIEGA

Aunque Onassis pudiera sentir una cierta atracción por Jackie Kennedy, su interés por la ex primera dama poco tenía que ver con el amor. El armador buscaba a través de ella vincularse con el que todos daban por hecho que se convertiría en el futuro presidente del país, su cuñado Robert Kennedy. Pero el 5 de junio de 1968, el candidato demócrata a la presidencia moría asesinado en Los Ángeles. Jackie, que desde el brutal asesinato de su esposo se sentía más amenazada que nunca y temía por la vida de sus hijos, tras la pérdida de Bob —su amigo y más cercano confidente desde que enviudó— buscó el consuelo y la protección en los brazos del naviero. Deseaba abandonar Estados Unidos y comenzar una nueva vida lejos de un país que la consideraba un icono. Aunque Onassis —según sus amigos más íntimos— al principio no pensó en casarse con ella y sólo se sentía halagado «por haber sido elegido por la mujer más célebre del momento», tras el asesinato de Robert Kennedy los acontecimientos se precipitaron.

Tras el breve crucero con la señora Kennedy en el Christina, y mientras Onassis dedicaba sus fines de semana a ganarse a la familia de Jackie, Maria seguía esperando un milagro: que regresara junto a ella. Cuando el armador le pidió que se reuniera con él para pasar juntos el verano en Skorpios, la Callas no pudo negarse. La diva creía que aún podían salvar su relación y a finales de junio acudió a su encuentro en el yate Christina. Aquel verano de 1968 —el último que compartiría con Onassis— sería el más corto y amargo de su vida. Al poco de instalarse en el barco, y de manera inesperada, Aristo le pidió que regresara a París porque esperaba invitados y ella no podía estar a bordo. La cantante hizo las maletas —olvidándose en la caja fuerte algunas de las valiosas joyas que el naviero le había regalado— y abandonó por última vez el barco que durante nueve años había sido su hogar. Sabía que Onassis la echaba de su vida por causa de la que ya era su amante oficial: la viuda de Kennedy. Una semana más tarde la soprano ingresaba en el Hospital Americano de París por una sobredosis de somníferos.

Mientras, a principios de agosto, Ted Kennedy —quien tras la muerte de Robert se había convertido en el patriarca del clan— negociaba en el yate Christina, y en presencia de Jackie, el acuerdo matrimonial de la pareja, Maria se marchó de viaje a Estados Unidos. Su viejo amigo Larry Kelly, cofundador de la Ópera de Dallas y personaje muy influyente en el mundo operístico estadounidense, la animó a viajar con él a Nueva York y pasar juntos el verano. Larry quería ayudarla de verdad, no sólo distraerla del dolor que le provocó la traición de su Onassis, sino en el relanzamiento de su carrera artística. Pero lo cierto es que Maria estaba inconsolable y tan sólo esperaba que su amante, en el último momento, se arrepintiera y regresara a sus brazos.

Durante su estancia en Nueva York, Maria fue invitada a la inauguración de la nueva temporada del Metropolitan Opera House. La Callas sacó fuerzas para reaparecer en público el 16 de septiembre en una función donde actuaba su rival Renata Tebaldi. Como buena actriz que era, la diva apareció aquella noche deslumbrante luciendo unas magníficas esmeraldas que hacían juego con su vestido de terciopelo verde. Aquel conjunto de joyas prestadas, compuesto por unos pendientes —una gran esmeralda en forma de lágrima rodeada de brillantes—, un anillo y una pulsera, causó sensación. Un año más tarde, el señor Onassis fue a la misma joyería que había prestado las joyas a la gran diva, y compró para la señora Kennedy los mismos pendientes en forma de lágrima de diamantes y esmeraldas. Detalles como éste golpeaban con fuerza a Maria, que se sentía más vulnerable que nunca y sin ningún motivo para vivir.

Cuando finalmente la cantante reunió valor para regresar a París tras su enloquecido periplo estadounidense, una noticia acabó por hundirla. El 20 de octubre de 1968, en la capilla de la isla de Skorpios, Jacqueline Kennedy y Aristóteles Onassis contraían matrimonio por el rito ortodoxo. Fue una ceremonia íntima, con apenas una veintena de invitados, y una nube de periodistas que desde la costa intentaban conseguir fotografías de la que sin duda sería «la boda del año». Más adelante Alexander, el hijo de Onassis, comentaría irónico: «Es la unión perfecta. Mi padre adora los apellidos y Jackie adora el dinero». Mientras se celebraba el banquete de bodas, Maria aparecía radiante en una cena de gala ofrecida por Maxim’s con motivo del setenta y cinco aniversario del famoso restaurante. De nuevo realizó una gran actuación, se mostró alegre y relajada ante la prensa, como si nada hubiera ocurrido. A la pregunta de los periodistas sobre la boda de Onassis se limitó a felicitar a la pareja y a comentar con una sonrisa: «La señora Kennedy hizo bien en dar un abuelo a sus hijos».

Maria nunca le perdonaría a Onassis que tras nueve años de relación se enterara de su boda con Jackie a través de los periódicos. Aunque sabía que él no amaba a su refinada esposa —en una ocasión el armador le confesaría: «No la amo, pero la necesito»—, el dolor de la traición y el abandono eran muy intensos. En una entrevista radiofónica concedida por la cantante a un crítico musical amigo suyo, se sinceró como nunca lo había hecho. Por primera vez, y última, quien habló frente a un micrófono fue Maria —y no la Callas—, una mujer triste y amargada que de manera entrecortada se lamentaba de los golpes que había recibido de la vida: «Soy orgullosa. No me gusta mostrar en público mis sentimientos… Nunca pido nada por temor a llevarme un desengaño… Sinceramente, me aterra ir a mi casa. Es como el principio de una representación… No creo que mi salud pueda soportar tanta tensión… Me encantaría volver a lo que fui en 1958, a los buenos tiempos…».

Sin embargo, a pesar de sentirse de nuevo sola y fracasada por no haber podido tener hijos, ni un hogar con la persona que amaba, estaba dispuesta a salir adelante. Pero Onassis no se lo pondría fácil; a los pocos días de su boda con Jackie, se presentó en la avenue Georges Mandel gritando y silbando bajo la ventana de Maria para que le permitiera entrar. Aunque en un principio ella se negó a que subiera a su apartamento, pronto reanudaron su relación sin dejarse ver en público. Maria, que seguía enamorada de él y carecía de amor propio, tras vivir nueve años una relación clandestina y humillante aceptó seguir siendo «la otra» a los ojos del mundo. Pero en esta ocasión, la cantante impondría sus condiciones: mientras Onassis estuviera casado con Jackie Kennedy, Maria y él no volverían a mantener relaciones íntimas.

«Una parte de ella misma murió el día en que Onassis se casó con Jackie Kennedy y la otra permaneció teñida de tristeza para siempre», escribiría su biógrafa Anne Edwards. Maria quería arrancar a Onassis de su vida y la mejor manera era volver a trabajar. Aunque su miedo escénico le impedía cantar una ópera en público, aceptó protagonizar una película que le daría una nueva razón de ser. Se trataba de una versión del mito de Medea dirigida por su gran admirador, el cineasta Pier Paolo Pasolini. Durante el rodaje, Onassis no dejó de llamar a Maria aunque ésta se negaba a ponerse al teléfono. La película, extraña y desconcertante, fue un auténtico fracaso a pesar de su magnífica interpretación. La cantante, que necesitaba un éxito para poder renacer, asistió impotente al estreno de la que sería su primera y última película.

Mientras una nueva puerta se cerraba para Maria, Onassis —tras diez meses de matrimonio— se arrepentía de haberse casado con Jackie. El armador pronto descubriría que nada tenía en común con aquella «caprichosa, ambiciosa e interesada» mujer, como él la definía, que pasaba la mayor parte del tiempo en Nueva York donde estudiaban sus hijos. Aunque durante el primer año de matrimonio se los vio juntos bailando, de compras por Capri, cenando a la luz de las velas o nadando junto al yate Christina, con el paso de los meses hacían vidas separadas. Seguramente Onassis se aburría con la severa elegancia de su esposa y sus maneras demasiado sofisticadas. La que fuera primera dama de Estados Unidos no había abandonado su afición a las compras y a la decoración de interiores, y el armador se enfurecía al ver la forma en que despilfarraba su dinero. Echaba de menos el amor desinteresado de Maria, quien siempre le quiso por lo que era y no por su cuantiosa fortuna.

En febrero de 1970 salió a la luz que Jackie Kennedy Onassis —siempre conservaría los dos apellidos— tenía un amante llamado Roswell Kirkpatrick, con quien mantenía relaciones cuando se casó con el armador griego. Las cartas que la flamante esposa había escrito a su enamorado cayeron en manos de un coleccionista de autógrafos, y acabaron publicadas en todo el mundo. Para el armador fue un duro golpe a su hombría y orgullo. Aunque Jackie le pidió disculpas, dio por finalizado su matrimonio. En público guardarían la compostura pero él nunca la perdonó. En mayo, la relación de Onassis con Maria se hizo pública y una noche salieron juntos a cenar a Maxim’s. La foto de ambos cenando en el restaurante preferido de la cantante dio la vuelta al mundo. Cuando Jackie, que se encontraba en Nueva York, vio publicada la foto, voló rápidamente a París y exigió a Onassis que la llevara a cenar al mismo restaurante y se sentaran en la misma mesa. Era su manera de acallar los rumores sobre una posible crisis en su matrimonio y de decirle al mundo que la Callas sólo era una vieja amiga del naviero. Maria, que seguía enamorada de él y pensaba que su matrimonio tenía los días contados, al ver en la prensa francesa las fotografías de Jackie y el armador en «su restaurante», sufrió una gran decepción. Temía que Aristo nunca se separaría de su famosa esposa y que sólo seguiría engañándola.

Unos días después del enrevesado asunto de Maxim’s, Radio Luxemburgo emitía una noticia impactante: «Maria Callas ha intentado suicidarse con una sobredosis de barbitúricos. Ha sido llevada a Urgencias del Hospital Americano de Neuilly». La noticia era una bomba informativa; sin embargo, la Callas emitió un comunicado donde decía que había ingresado en el hospital para un reconocimiento médico rutinario. En realidad —y como ya ocurriera en otras ocasiones—, nunca pensó en quitarse la vida, simplemente intentaba calmar sus nervios a base de pastillas y en ocasiones calculaba mal la dosis que ingería. Le costaba mucho dormir, y según contaba su doncella Bruna, le tenía miedo a la oscuridad y acababa tomando somníferos para poder descansar.

En agosto de aquel año de 1970, Maria, tras unos meses de continuos disgustos y tensiones, se animó a pasar unos días de vacaciones en la isla privada del naviero Perry Embiricos. La Callas aprovechó para recobrar fuerzas paseando por la playa, nadando y visitando el pueblo natal de su padre, Meligala. El 15 de agosto, mientras la cantante se encontraba recostada en una tumbona bajo una sombrilla, el helicóptero de Onassis aterrizó en la isla de Embiricos. Aristo salió del aparato y se dirigió hacia Maria para darle un apasionado beso en los labios. El armador, que no había olvidado que era su santo, le regaló unos pendientes antiguos, y pasaron un rato juntos paseando por la playa cogidos de la mano. Al atardecer, Onassis —a quien Jackie había prohibido que viera a la cantante— regresó de nuevo a Atenas. La romántica escena, captada por un fotógrafo desde una barca de pesca, daría la vuelta al mundo. Como siempre, Jackie regresaría a Grecia en el primer avión para acallar los rumores.

Tras la publicación de aquella comprometedora fotografía, Maria Callas regresó a su casa de París donde la esperaban los periodistas. Con una sonrisa y de manera evasiva, comentó: «Él [Onassis] es mi mejor amigo. Lo es, lo fue y siempre lo será… Cuando dos personas han estado juntas como nosotros, son muchas las cosas que las unen. Él sabe que siempre encontrará buen humor, amigos comunes y honestidad cuando me vea. El escándalo viene dado porque no conozco a su esposa». En los meses siguientes, el naviero recibiría un buen número de reveses, no sólo en los negocios sino en su vida personal, y Maria siempre estaría allí para escucharle y darle su cariño. Ante las desgracias que se avecinaban, los más allegados a Onassis —incluidos sus hijos— comenzaron a hablar del «maleficio de Jackie», culpando a la viuda de Kennedy de todos los males que golpearon a la familia.

Maria, que había pasado el invierno prácticamente recluida en su casa parisina, en la única compañía de Djedda y Pixie —dos caniches regalo de Aristo— y apenas recibía visitas, aceptó en 1971 convertirse en profesora y dar una serie de clases magistrales en el Teatro Juilliard de Nueva York. Aquellas clases fueron para ella un alivio y una gran ayuda psicológica en un momento en que la cantante era más consciente que nunca de su deterioro físico. Le acababan de diagnosticar un principio de glaucoma que podía dejarla ciega si no se cuidaba. A partir de ese momento, y durante el resto de su vida, tuvo que echarse gotas en los ojos cada dos horas. Mientras impartía sus clases, Maria trabajó con un preparador del Metropolitan para mejorar su propia voz. Una y otra vez, la gente le preguntaba si se había retirado definitivamente o si volvería a los escenarios. Una y otra vez ella respondía: «En cualquier momento volveré a cantar una ópera».

En aquel año de 1971 en el que la Callas parecía resurgir de sus cenizas y se ilusionaba con nuevos proyectos musicales, Onassis comenzaba su inevitable declive. En verano se enteró de que su hija Christina, de veinte años, se había casado en Las Vegas con el director de una inmobiliaria, divorciado y con cuatro hijos, que le doblaba la edad. Unos meses más tarde, el 22 de octubre, su ex esposa Tina —divorciada de Sonny Blandford— se casaba en secreto con Stavros Niarchos, su peor enemigo y el hombre sospechoso de haber asesinado a su primera esposa, Eugenia Livanos, hermana de Tina. Para Onassis la unión de la madre de sus hijos con Niarchos era más de lo que podía soportar. Su hijo Alexander, al conocer la abrumadora noticia, le retiró la palabra a su madre. Christina, de carácter más inestable, se enfrentó a la dolorosa realidad como era su costumbre: ingiriendo una sobredosis de pastillas. Por primera vez en su vida el poderoso naviero sentía que perdía el control de sus hijos, de su matrimonio, de sus negocios y de su primera esposa.

Durante su estancia en Nueva York, Maria se reencontró con Giuseppe Di Stefano, un famoso y egocéntrico tenor italiano con el que había cantado quince años atrás. Di Stefano, que atravesaba una situación parecida a la de la Callas —tenía un nombre pero su voz ya no era la de antaño—, le propuso una vuelta a los escenarios espectacular; el regreso de dos leyendas del bel canto, juntas de nuevo. Maria no estaba del todo convencida y tenía un miedo atroz al fracaso. Pero Di Stefano, que aún era un hombre atractivo y seductor, no sólo la animó a cantar de nuevo ante el público sino que inició un discreto romance con ella. Después de haber sido abandonada por Onassis, la Callas necesitaba sentirse amada como mujer y de paso demostrarle al armador que aún estaba en plena forma.

Antes de emprender la gira de conciertos por todo el mundo en compañía de Di Stefano, Maria y Onassis se volverían a encontrar unidos por el dolor. La Callas perdía a su padre, George, el 4 de diciembre de 1972, y aunque hacía mucho tiempo que no le veía ni hablaba con él se sintió culpable por haberle dado la espalda. Cuando Maria se enteró por su padrino Leo de que se había casado al fin con Alexandra Papajohn, rompió toda relación con él y ahora la cantante lamentaba el tiempo perdido. Por su parte Onassis, el 22 de enero, recibió una noticia que le dejó totalmente abatido: su hijo Alexander había muerto al estrellarse su avioneta al poco de despegar en el aeropuerto de Atenas. A pesar de su inmensa fortuna, el armador no podría devolverle la vida a su hijo de veinticinco años que había sufrido daños irreparables en el cerebro.

Unos días después del entierro de Alexander Onassis, celebrado en la isla de Skorpios, un Onassis completamente derrotado y envejecido llamaba a la puerta de la casa de Maria Callas. Bruna, la doncella, recordaba la conmovedora escena: «Maria le esperaba en el salón, Onassis se abrazó a ella y mientras las lágrimas le caían, dijo: “Mi hijo se ha ido. No me queda nada”. La señora, ahogada por la emoción, gritó: “¡Si no hubiera muerto nuestro hijo!”». Maria seguía amando a Aristo y el verle acabado y vencido, la dejó destrozada. Durante aquel año de 1973 que comenzaba de manera tan trágica, la Callas sería el único consuelo del armador cuyos negocios comenzaban a sufrir grandes pérdidas debido a la crisis petrolera mundial. Onassis, que pasaba largas horas ante la tumba de su hijo en Skorpios, se alejó aún más de Jackie, dejó de ver a los amigos y de organizar lujosos cruceros en su yate.

Ante el rumbo que tomaban los acontecimientos y aunque Onassis le suplicó que no lo hiciera, la Callas aceptó viajar con Di Stefano en una gira agotadora que los llevaría a ocho países en siete meses. Aristo, que la necesitaba más que nunca a su lado, le aseguró que estaba muy arrepentido y que se divorciaría de Jackie para casarse con ella. Esta vez seguramente hablaba en serio, pero la propuesta llegaba demasiado tarde para Maria que sólo deseaba olvidarle. «Me habla de divorcio, como antes me hablaba de matrimonio —le diría la cantante a una amiga—. No cometeré la estupidez de creerle mientras no tenga el papel firmado en mi mano».

Tras ocho años de ausencia, el debut de Maria Callas el 25 de octubre en Hamburgo causó una gran expectación, pero la gira fue el mayor fracaso artístico de toda su carrera. La Callas seguía siendo una gran actriz dramática pero su voz ya no estaba a la altura de las circunstancias, y su salud tampoco. La relación con Di Stefano fue turbulenta como antaño y la gira estuvo plagada de discusiones, anulaciones de última hora y contratiempos que enfurecían al público. Para poder soportar tanta tensión, Maria abusaba cada vez más de los fármacos y su angustia iba en aumento. El 11 de noviembre de 1974, en Sapporo (Japón), una Maria Callas extenuada y muy enferma a causa de una hernia que le provocaba terribles dolores, cantó por última vez en un escenario.

En plena gira japonesa, Maria Callas se enteró por la prensa de que Tina Livanos había muerto en su mansión de París. Al igual que Onassis, no pudo recuperarse de la trágica muerte de su hijo Alexander y su dependencia a los fármacos y al alcohol acabaron con su vida. El armador, tras esta nueva tragedia familiar, regresó abatido a Nueva York donde ingresó en un hospital para tratarse una miastenia grave, una enfermedad degenerativa que le destruía los músculos faciales obligándole a sujetarse los párpados con cinta adhesiva para mantenerlos abiertos. La Callas ignoraba entonces que los abogados de Onassis estaban preparando la demanda de divorcio mientras el magnate encajaba como podía la pérdida de su compañía aérea, Olympic Airways. Tras seis años y medio de matrimonio, el naviero, enfermo y consumido, sólo deseaba divorciarse de la mujer a la que culpaba de todas sus desgracias. Onassis, viendo que el fin estaba próximo, redactó un nuevo testamento en el que Jackie sólo heredaba lo dictado en el acuerdo prematrimonial, intentando salvaguardar así su imperio naviero para su hija Christina.

A principios de febrero de 1975, Aristóteles Onassis ingresaba de nuevo en el Hospital Americano de París aquejado de una piedra en la vesícula. Llevaba consigo una manta roja de cachemir de Hermès que Maria le había regalado el día de su setenta y un cumpleaños. La noche anterior, desde su casa de la avenue Foch, el armador telefoneó en secreto a la Callas para informarle sobre su inminente ingreso. Cuando Maria se enteró de que su estado había empeorado tras la intervención, la cantante se las ingenió para poder verle. «Vi a Ari en el hospital, en su lecho de muerte, y parecía sereno y en paz consigo mismo. Se encontraba muy enfermo y sabía que el final estaba cerca, aunque trataba de ignorarlo. No hablamos de los viejos tiempos, ni apenas de otras cosas, sino que nos comunicamos en silencio. Cuando me iba, hizo un esfuerzo y me dijo: “Te amé, no siempre bien, pero lo mejor que supe. Lo intenté”».

Nadie sabe si esta conmovedora despedida fue real o producto de la imaginación de una mujer que veía cómo la vida del hombre que aún amaba se apagaba lentamente. A principios de marzo, la Callas alquiló una casa en Palm Beach (Florida) para huir del infierno que estaba viviendo en París. Unos días más tarde, el 15 de marzo de 1975, se enteraría de la muerte de Aristo y profundamente afectada le diría a una amiga: «De repente, me he quedado viuda». Maria no podría asistir al entierro de su amante en la isla de Skorpios, donde su cuerpo descansa junto al de su querido hijo Alexander. «Oficialmente, Jackie era la viuda, pero los que llevábamos largo tiempo con Onassis, era por Maria por quien lo sentíamos. Fue ella quien más le amó y con quien él parecía disfrutar más de la vida», declaró el capitán del yate Christina.

La cantante regresó a París en el mes de mayo y se recluyó en su apartamento de la avenue Georges Mandel. En los meses siguientes, la muerte de algunos de sus buenos amigos, como Visconti y Pasolini, la afectaron terriblemente. Apenas abandonaba su piso donde se sentía protegida de un mundo que sin la presencia de su amante no tenía ya ningún aliciente. Rodeada de sus recuerdos del pasado, dejaba transcurrir los días viendo películas del lejano Oeste, jugando a las cartas con sus sirvientes y abusando cada vez más de los somníferos para conseguir conciliar el sueño. Era una sombra de sí misma y se contentaba con ver pasar la vida a través de los grandes ventanales del salón de su casa, como la captó un fotógrafo en una imagen que tras su muerte daría la vuelta al mundo.

Maria, que siempre fue muy coqueta y nunca salía de casa sin maquillar, empezó a engordar y se transformó en la mujer torpe y poco agraciada que había sido en su adolescencia. La gran Callas, en el ocaso de su vida, volvió a ser aquella muchacha solitaria y acomplejada llamada Maria Kalogeropoulos que sólo se sentía amada por su voz. Ahora había perdido su don divino y al único hombre que amó hasta la desesperación. Y así, en la mañana del 16 de septiembre de 1977, la diva decidió que había llegado al final de la representación. Tal como contó su doncella Bruna, la cantante, tras desayunar en la cama, se desplomó en el suelo como sus trágicas heroínas operísticas. Tenía cincuenta y tres años, y había perdido las ganas de vivir. Caía el telón de una vida marcada por una pasión tan intensa como letal que la encumbró al Olimpo de la lírica, pero que destrozó su corazón.