«Creía que estaba enamorada, pero ahora comprendo que lo que sentía por Battista no era amor, sino gratitud. Ignoraba qué era el amor hasta que conocí a Onassis», le confesaría Maria a una íntima amiga. La cantante había encontrado al fin al «hombre de su vida», pero la polémica por su nueva relación y las tensiones familiares —su madre seguía atacándola y Meneghini se negaba a aceptar que la había perdido para siempre— comenzaron a afectarla profundamente. Se sentía de nuevo muy insegura y su salud no era buena pues padecía una sinusitis crónica que le provocaba un terrible dolor de cabeza al cantar. Tras su última representación en Dallas, donde tuvo su primera crisis de voz en el escenario, decidió no volver a actuar hasta 1960. Tenía poderosas razones para querer estar tranquila en el yate de Onassis o descansando en su casa de Milán. A principios de agosto de 1959 la cantante estaba embarazada. La inesperada noticia la llenó de felicidad aunque Aristo no pareció alegrarse pues los dos aún estaban casados con sus respectivas parejas.
Aunque siempre se ha dicho que Maria Callas se sometió a un aborto, instigada por Onassis, la realidad fue muy distinta. La información parte de la propia cantante, quien tras la boda del armador con Jackie Kennedy, contó a algunos amigos íntimos que él la había obligado a abortar en contra de su voluntad. Los que conocían bien a la artista no acababan de creer este dramático episodio de su vida y dudaban de que Maria —por sus firmes convicciones religiosas y el gran deseo que tenía de ser madre— hubiera aceptado deshacerse de tan anhelado hijo. Con el paso del tiempo se descubriría que la historia del aborto era falsa, quizá inventada por una mujer herida en su orgullo al sentirse traicionada por el hombre que amaba.
En su documentada biografía Fuego griego, el escritor Nicholas Cage publicó las pruebas, hasta el momento inéditas, que demuestran que la soprano dio a luz en Milán. Fue el 30 de marzo de 1960 y el recién nacido falleció dos horas después por causas naturales. El autor tuvo acceso a los papeles personales de Maria y entre ellos descubrió una fotografía del bebé y los documentos milaneses que dan testimonio de su corta vida. Asimismo su leal sirvienta Bruna Lupoli, que estuvo al lado de la Callas desde que en 1954 entrara a su servicio hasta el día de su muerte, negaría al autor del libro el asunto del aborto, reconociendo el nacimiento del niño: «Madame no tuvo ningún aborto en 1966, ni en 1967 ni en ningún otro año. Únicamente estuvo encinta la vez en que el bebé nació al octavo mes de embarazo y sólo vivió un día. Ella tenía una cicatriz debajo del estómago porque el bebé nació mediante cesárea».
En una entrevista que concedió al periódico France-Soir en febrero de 1960, la cantante reconocía que a sus treinta y seis años su prioridad en la vida era formar una familia. Onassis, quien en un principio no deseaba más descendencia, empezó a buscar una casa en Suiza donde Maria pudiera vivir con su hijo alejada de los paparazzi y los curiosos. Entre ellos, se referían a este plan como «el proyecto suizo». Mientras la Callas intentaba hacer pocas apariciones públicas, el 8 de marzo el armador partía en otro largo crucero con Winston Churchill y su esposa, esta vez rumbo a Barbados y las islas Vírgenes. No debió de ser una etapa fácil para Maria que se sentía, como de costumbre, sola y abandonada por su amante. Para complicar la situación, su madre, Evangelia, que vivía en un sórdido hotel de Nueva York, acababa de publicar un libro de memorias, donde una vez más sacaba a la luz los trapos sucios de la familia y atacaba sin piedad a su hija.
Onassis telefoneaba cada día a Maria desde su yate pero el 30 de marzo no la encontró en su casa de la via Buonarroti. Por la mañana, acompañada de Bruna, la cantante llegaba de incógnito a una clínica milanesa donde le practicaron una cesárea a los ocho meses de su embarazo. Según su biógrafo Nicholas Cage, Maria quiso adelantar el nacimiento de su hijo para que el armador, a su regreso del crucero, pudiera verla más favorecida y con el hijo de ambos entre sus brazos. Pero las cosas se complicaron; el niño nació con poco peso y padecía problemas respiratorios. Aunque fue trasladado de urgencia a otro centro mejor equipado, murió de camino en la ambulancia. La enfermera que le acompañaba, consciente de que el pequeño iba a morir, lo bautizó con el nombre que Maria le contó que iba a ponerle si era un varón: Omero Lengrini.
Cuando Onassis finalmente pudo localizar a Maria, ésta le confesó desolada que el recién nacido había vivido apenas unas horas y que ni siquiera lo había podido ver. Unos días después, Aristo —tras cenar con Tina en París en un intento por suavizar las condiciones impuestas por ella en el divorcio— se reunió con la cantante en Milán mostrándose muy atento y cariñoso con ella. La inesperada muerte de su «pequeño Omero», como se refería a él, atormentó a Maria Callas hasta el final de sus días. El recién nacido fue enterrado en el cementerio de Milán, en un lugar que sólo ella y Onassis conocían. Bruna confesaría a la muerte de la diva que su señora visitaba la tumba de su hijo siempre que se encontraba en Milán y que en ocasiones viajaba expresamente desde París para verla. La doncella nunca reveló el lugar exacto donde se encontraba enterrado el niño por «respeto a la memoria de Madame».
Tras la pérdida de su hijo, y viendo que Maria no atravesaba por su mejor momento, Onassis intentó apoyar su carrera animándola a actuar en su tierra natal. Aunque la soprano sentía pavor a fracasar frente a su amante, que quería lucirla en su país, cantaría dos Normas en el antiguo teatro griego de Epidauro. El público la recibió como a una auténtica diosa y, a pesar de estar enferma —en la segunda función tenía fiebre alta pero no quiso cancelarla—, se entregó de corazón en el escenario. Cuando abandonó Grecia había recuperado la confianza en sí misma y se sentía con fuerzas de proseguir su carrera. Tras unos días de descanso en el Christina, la cantante se animó por fin a volver a La Scala. El 7 de diciembre de 1960 reapareció en la ópera Poliuto de Donizetti ante un público que reunió a algunos de los miembros más distinguidos de la alta sociedad europea. Aunque la soprano triunfó una vez más en su debut, sus admiradores comenzaban a echarle en cara que sólo hubiera interpretado dos óperas en todo el año y que descuidara su voz.
En realidad Maria se refugiaba cada vez más en el yate Christina, un palacio flotante donde se sentía como en su casa. A bordo casi nunca ensayaba a pesar de que Onassis había acondicionado para ella un gran salón de música donde instaló un piano de cola. Tras años de intenso sacrificio y trabajo, sólo deseaba disfrutar al máximo de la dolce vita en compañía del hombre al que amaba ciegamente. Como le confesó a un periodista, «quería vivir y sentirme una mujer», algo que hasta ese momento le había sido negado. En el verano de 1963, el armador compraría la isla desierta de Skorpios, en Grecia, que transformó en su particular paraíso terrenal. Esta paradisíaca isla era el refugio que siempre había querido tener lejos de la mirada de los curiosos y los paparazzi. Tras cinco años de costosas obras y reparaciones, los amantes pudieron disfrutar de algunos momentos inolvidables de intimidad en sus playas de arena blanca.
Por primera vez Maria se sentía aliviada de dejar atrás a la Callas, un personaje que a estas alturas de la vida le resultaba una pesada carga. Quería olvidar los penosos ensayos, los agotadores ejercicios vocales y el miedo escénico que siempre la invadía antes de levantarse el telón. Pero no podía engañarse, y su vida con Onassis no era de color de rosa. Si cuando estaba casada con Meneghini su familia la despreciaba, ahora los dos hijos del armador, Alexander de doce años y Christina de ocho, mostraban una gran hostilidad hacia ella. Desde el primer momento se negaron a aceptarla porque la creían culpable de la ruptura del matrimonio de sus padres. Cuando Maria estaba en el barco, ellos preferían comer con la tripulación a compartir mesa con «la fea», como la llamaban. Aunque en 1961 Tina se casó en París con un aristócrata inglés —Sonny Blandford, primo de Winston Churchill—, sus hijos aún creían posible una reconciliación entre sus padres.
En agosto de 1961, Maria volvió al teatro griego de Epidauro para cantar Medea, pero para su desilusión Onassis no acudió a verla actuar. Aunque puso la excusa de que unos asuntos de negocios le retenían en su barco, la verdad es que el armador se había cansado de asistir a sus estrenos y de ser solo el acompañante de la gran diva. Por su parte a la Callas le resultaba cada vez más difícil enfrentarse al público entendido y a los críticos porque no sólo se sentía insegura sino que su salud no era buena. El dolor de cabeza que le provocaba su sinusitis crónica la obligó a soportar sobre el escenario situaciones límites en las que creyó que no podría seguir actuando. A los problemas de salud se sumaban las tribulaciones que le seguía causando su esposo Meneghini, quien pretendía anular el acuerdo mutuo de separación y llevar a juicio a su ex esposa. Meneghini no desaparecería nunca de su vida. En una carta que Maria le escribió a su padrino Leo Lantzounis le confesaba: «Mi esposo sigue molestándome, no ha tenido suficiente con quedarse con más de la mitad de mi dinero, porque lo había puesto todo a su nombre desde que nos casamos. Él ha creado y aprovechado este escándalo con el único fin de tenerme siempre en los juzgados, porque lo que pretende es quedarse con todo».
Maria sacó fuerzas para viajar en mayo de 1962 a Nueva York, donde fue invitada a actuar en el Madison Square Garden con motivo del cuarenta y cinco cumpleaños del presidente John F. Kennedy. La Callas, que lució un espléndido vestido rojo de muselina y un valioso collar de diamantes, cantó un fragmento de la ópera Carmen. Pero aquella noche la gran protagonista fue la actriz Marilyn Monroe. La rubia explosiva interpretó un sensual «Happy Birthday Mr. President» envuelta en un vestido de lentejuelas casi transparente. En aquella ocasión, Maria Callas no podría conocer en persona a la mujer que más odiaría en su vida por haberle arrebatado a su amado Aristo: Jackie Kennedy. La esposa del presidente declinó la invitación a la fiesta al saber que Marilyn Monroe —cuya relación con John Kennedy estaba en boca de todos— tenía un pequeño papel en la ceremonia.
El nuevo año comenzó para Maria con malos presagios. A sus problemas personales se unían de nuevo los conflictos con su madre. El Departamento de Bienestar Social de Nueva York reclamó a la cantante que se hiciera cargo de Evangelia, quien había pedido asistencia pública por encontrarse en la indigencia. Callas, indignada ante lo que consideraba un nuevo chantaje de su madre, aceptó enviarle mensualmente una cantidad de dinero a cambio de que guardara silencio y dejara de conceder entrevistas. Temía que aquel asunto pudiera salir a la luz y salpicara a Onassis, a quien no le hubiera gustado verse relacionado con un problema familiar tan turbio y desagradable.
A principios de 1963 no quedaba nada en la vida de la Callas salvo su apasionada y tormentosa relación con Onassis. El armador era su «única razón de existir» y cada día dependía más de él. Si Maria se cortó su larga melena, se quitó las gafas y empezó a utilizar lentillas fue porque Aristo se lo pidió. Cuando comían juntos, si a él no le gustaba el vestido o el sombrero que ella llevaba, se levantaba de inmediato para cambiarlo por otro. Sus deseos eran órdenes para una mujer, frágil e insegura, que había perdido el poco orgullo que le quedaba. A medida que se alejaba de los escenarios —sólo aceptaba interpretar papeles que no comprometían demasiado su voz—, se refugiaba más en su amante. Sin embargo, Maria ya no era la rutilante estrella que el armador había conocido en la cúspide de su carrera, y su interés por ella había decrecido.
En aquellos días, una mujer hermosa y risueña de veintinueve años se convertiría en la nueva rival de Maria. Se trataba de Lee Radziwill, casada con un príncipe polaco y hermana de Jacqueline Kennedy, la primera dama de Estados Unidos. Los Radziwill formaban parte del grupo de amigos de Onassis y la Callas cuando en junio de 1963 el armador invitó a la pareja a un crucero organizado para su admirado Winston Churchill. Mientras la cantante realizaba una gira de conciertos por Europa, Onassis cortejaba discretamente a la señora Radziwill cuya relación con su esposo atravesaba una de sus habituales crisis. Tras el crucero por las islas griegas, comenzaron a circular rumores sobre el romance entre Onassis y Lee. Maria, que conocía algunas de las célebres conquistas del armador —a ella misma le había confesado sus aventuras amorosas con Eva Perón, Veronica Lake, Gloria Swanson y Paulette Godard—, no dio demasiada importancia a aquellos rumores. Sin embargo, cuando regresó al yate encontró un estuche vacío de Cartier con una nota de amor dirigida a Lee. Maria intentó mostrarse discreta frente a Aristo y mantener la compostura, pero en su apartamento de París se vino abajo. Su sirvienta Bruna fue testigo de lo mucho que le afectó a su señora descubrir que había otra mujer en la vida del hombre que lo era todo para ella.
A principios de agosto de 1963, Jacqueline Kennedy perdía a su hijo recién nacido y entraba en una profunda depresión. Su hermana Lee Radziwill, preocupada por su estado, le pidió a su amigo Onassis que la invitara a un crucero para reponerse de tan duro trance. El armador griego se mostró encantado con la idea de alojar en su barco al presidente —quien en principio también había sido invitado— y a la primera dama de Estados Unidos, pero le pidió a Maria que no estuviera presente en el crucero. A Aristo le parecía poco decoroso recibir a tan ilustres invitados en compañía de su «concubina». Fue ésta una de las muchas —y muy crueles— humillaciones que la Callas tendría que soportar en los siguientes meses, aunque lo peor estaba aún por llegar.
El 4 de octubre de 1963, el yate Christina partía desde el puerto del Pireo rumbo a Estambul y a la isla de Lesbos. Entre los pasajeros de aquel polémico crucero se encontraban Lee Radziwill y su esposo, Jackie Kennedy —quien acudió sola pues el presidente no quería comprometer su campaña electoral mostrándose en público junto a un hombre al que consideraba un «pirata internacional»— y Franklin D. Roosevelt, enviado por el presidente para dar respetabilidad al viaje. Cuando Maria Callas vio publicada en los periódicos parisinos la foto de Onassis guiando de la mano a Jackie por la ciudad natal del armador, Esmirna, no se sintió molesta. Seguía convencida de que Lee Radziwill —de quien se sentía muy celosa— era el verdadero peligro. Onassis aprovechó aquel crucero para deslumbrar a la esposa del presidente más carismático de la historia de Estados Unidos. Al finalizar la travesía obsequió a su invitada de honor con un magnífico collar de rubíes y brillantes valorado en cincuenta mil dólares. Lee enseguida descubrió que el interés de Onassis por ella no era comparable al que sentía por su hermana y trató de poner buena cara a una situación de lo más embarazosa.
Cuando el 22 de noviembre de aquel año, Maria se sobrecogió ante las imágenes del brutal asesinato de John F. Kennedy en Dallas, no imaginó la repercusión que aquella tragedia iba a tener en su vida personal. Jackie se convertía en la «viuda de América» y en una de las mujeres más admiradas del mundo por su entereza y elegancia. Onassis fue invitado a asistir al entierro y se alojó en las dependencias privadas de la Casa Blanca junto a los familiares más cercanos de la familia Kennedy. Cuando una semana más tarde la Callas y Aristo celebraban el cuarenta cumpleaños de la cantante en el restaurante Maxim’s de París, parecía que nada hubiera cambiado entre ellos. Sin embargo, el armador se mostraba mucho más distante con Maria, que aún molesta por haber sido excluida del crucero, intentaba por todos los medios salvar su relación. A partir de 1966, y al igual que hizo con su ex esposa Tina al conocer a la Callas, Onassis mantendría su romance con Maria pero a escondidas se vería con Jackie.
La Callas, llena de miedos y de dudas al ver la frialdad de su amante, decidió retornar con más fuerza que nunca a los escenarios. A finales de 1963, y después de dos años de inactividad, la soprano reapareció en el Covent Garden con Tosca y a las órdenes de su amigo Franco Zeffirelli. Para muchos aquélla fue la mejor creación dramática de la Callas en toda su carrera. El éxito le dio seguridad en sí misma y la animó a realizar en Londres una serie de grabaciones. En mayo del siguiente año debutó con Norma en la Ópera de París, de nuevo en una producción de Zeffirelli. En aquella inolvidable noche de gala a la que acudieron —además de Onassis— distinguidos miembros de la aristocracia y la cultura europea, ocurrió lo que hacía tiempo que muchos temían: a Maria se le quebró la voz cuando intentó un do mayor. La Callas reaccionó como sólo ella era capaz de hacerlo y ordenó al director que empezara de nuevo. Arriesgando al límite, consiguió alcanzar la nota perfecta y aunque al bajar el telón, una parte del público la ovacionó largo rato, otra la abucheó sin compasión. Por primera vez en su vida, pensó seriamente que quizá ya nunca podría finalizar una ópera completa.
En el verano de 1964, Maria paseaba tranquila por la isla de Skorpios en compañía de Onassis y se la veía relajada tomando el sol en la cubierta del Christina. Daba la impresión de que el naviero estaba más pendiente de ella y disfrutaban nadando juntos en alta mar y conversando hasta el amanecer como en los viejos tiempos. «Nada supera en importancia lo que siento por este hombre», confesaría la cantante a una amiga. Tras unos meses estivales en apariencia idílicos, en invierno la pareja viajó a Nueva York. En aquella ocasión Onassis fue invitado a una cena —sólo para caballeros— organizada por Jackie Kennedy en su apartamento neoyorquino de la Quinta Avenida. Para el armador era todo un reto conquistar el corazón de la viuda más codiciada del mundo. Por su parte, los que conocían bien a Jackie afirman que ésta ya tenía sus ojos puestos en el magnate y que estaba dispuesta a dejarse seducir por sus encantos.
Durante el año 1965, Maria estuvo muy ocupada intentando remontar su carrera. Aceptó ocho funciones de Tosca en la Ópera de París en febrero, dos en el Metropolitan en marzo, cinco representaciones de Norma de nuevo en París en mayo y una Tosca en el Covent Garden en el mes de julio. Los interminables ensayos la tenían totalmente absorbida y no parecía muy preocupada por Jackie Kennedy a la que de momento no veía como una competidora. La Tosca de Maria Callas en el Metropolitan, donde llevaba siete años sin cantar, fue un acontecimiento único en su carrera —con más de una hora de aplausos al finalizar la actuación— y el público se entregó desde el principio a la gran diva. Entre las personalidades que se acercaron a felicitarla tras la gala que se ofreció en su honor, se encontraba Jackie Kennedy, quien le dijo: «Señora Callas, acabo de asistir a una de las más hermosas veladas de ópera de mi vida». Maria y Jackie se dieron la mano cordialmente; fue la primera —y la única— vez que las dos mujeres se vieron cara a cara.
Maria luchaba, a pesar de sus problemas de salud y de voz, por cumplir con todos los compromisos adquiridos en aquel año. Pero aunque eran muchos los elogios y las buenas críticas que aún recibía, se sentía sola y lejos de Onassis cuyos negocios no iban como él deseaba. En aquellos días, el armador, que no estaba acostumbrado a las derrotas, había perdido el control de la Société des Bains de Mer en Montecarlo que quedaba en manos del príncipe Rainiero. Maria, ajena a los planes de su amante —que seguía cortejando a Jackie Kennedy—, soñaba con pasar más tiempo con él en la isla de Skorpios y dejar para siempre la ópera. Pero en realidad, el fin de su apasionado y mediático romance estaba muy próximo. Cuando debutó el 14 de mayo de 1965 con Norma en la Ópera de París, el público asistió conmovido al ocaso de la Divina. Enferma y agotada, atiborrada de tranquilizantes y vitaminas, la Callas se desplomó sobre el escenario cuando cayó el telón en el tercer acto de su última función. No pudo continuar el cuarto acto de Norma ni tampoco podría cumplir sus compromisos en el Covent Garden, donde sólo ofrecería una representación de Tosca en la función de gala a la que acudió la reina de Inglaterra. Sería la última vez que interpretara una ópera entera, y tardaría ocho años en volver a cantar en público.
El verano de 1965 fue para la Callas el peor de cuantos compartió con su amante. El armador se mostraba distante y autoritario con ella y era evidente la indiferencia que sentía hacia la cantante. Los amigos, como el cineasta italiano Franco Zeffirelli, que los visitaron durante las vacaciones en el yate Christina fueron testigos del trato humillante que le daba. Onassis, consciente de que la cantante había tocado fondo, odiaba tener a su lado a una mujer derrotada y no dudaba en mostrarle su desprecio públicamente con comentarios del tipo: «¿Qué eres tú? ¡Nada! Tienes en la garganta un silbato que ya no funciona». Las discusiones y peleas entre la pareja eran cada vez más frecuentes y violentas, llegando incluso a las manos.
Aunque la relación de Maria y Onassis hacía aguas, la soprano estaba más dispuesta que nunca a acabar con los trámites de su divorcio con Meneghini. En abril de 1966 decidió renunciar a la ciudadanía estadounidense porque de esta manera —conservando únicamente la nacionalidad griega— su matrimonio sólo era válido en Italia. A sus cuarenta y tres años, y tras un proceso que había durado diez años, conseguía su anhelada libertad. A pesar de que la relación con Aristo era cada vez más fría y tormentosa, seguía deseando casarse con él y dejar de ser su eterna amante. Pero Onassis, más pragmático y ambicioso, tenía otros planes de futuro en mente y Maria no estaba entre ellos.
Desde un principio, aunque la diva aceptó encantada los regalos que Aristo le hizo —nunca comparables a los que le hiciera después a la señora Kennedy—, siempre se negó a que éste la mantuviera o se hiciera cargo de sus gastos personales. Cuando finalmente, en aquel año de 1966, Onassis le compró el elegante apartamento de la avenue Georges Mandel, en París, aceptó encantada, convencida de que sería el hogar que iban a compartir. Por fin la cantante tenía su propia residencia en París, una casa donde pasaría el resto de sus días y que decoraría a su gusto llenándola de recuerdos, cuadros, antigüedades, muebles Luis XV y un gran piano de cola en el salón. Onassis nunca compartiría con ella esta vivienda pues cuando se encontraba en París siempre se alojaba en su piso de la avenue Foch. Los que pudieron visitar la nueva casa de la Callas coincidían en que parecía más la tumba de una leyenda que un verdadero hogar.
Maria se dedicó con esmero a decorar su apartamento, mientras su carrera seguía paralizada y Onassis viajaba cada vez más a Estados Unidos. Durante los años 1966 y 1967 el armador griego había cruzado bastantes veces el Atlántico para verse con Jackie Kennedy. Eran escapadas muy discretas y Ari aprovechaba sus viajes de negocios para visitar a la viuda en su ático neoyorquino donde entraba por la puerta de servicio. A Maria, ajena a lo que Onassis planeaba, le preocupaba el tiempo que su amante pasaba en Nueva York, pero aún albergaba la esperanza de que se casara con ella. Finalmente, cuando en el mes de mayo de 1968, la Callas se enteró de que Jackie Kennedy había sido invitada por Onassis a hacer un crucero por el Caribe en el yate Christina, fue el principio del fin de su relación. Sólo dos meses atrás, Maria y Aristo habían sido fotografiados juntos en Nassau, en la cubierta del Christina, durante el crucero anual que realizaron por aguas caribeñas. Bronceados, luciendo gafas de sol y posando relajados —ella en traje de baño y él con el torso desnudo y una toalla enrollada a la cintura— aún parecían la pareja perfecta.
A mediados de mayo, mientras Aristo y Jackie navegaban rumbo a St. Thomas a bordo del Christina, Maria se recluyó en su casa parisina deprimida, enfurecida y al borde de una crisis nerviosa. Según su doncella Bruna fue entonces cuando comenzó a ingerir pastillas para dormir. En una carta a su maestra Elvira Hidalgo, con quien mantenía una buena amistad, le decía en el mes de junio: «Estoy bastante bien dadas las circunstancias, pero me siento como si me hubieran dado un tremendo golpe y todavía no me hubiera recuperado. […] Durante estos meses sólo intento sobrevivir. No me exijo demasiado porque no estoy muy fuerte mental y psicológicamente. Me siento tan perdida después de tantos años de trabajo y sacrificio por él que ni siquiera sé adónde ir».