Aristóteles Onassis estaba considerado uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo cuando la Callas le conoció. De pequeña estatura, tez oscura y poco atractivo físico —tenía el aspecto de un gángster de película—, era un amante de la buena vida y las mujeres hermosas que se sentían atraídas por su fortuna. Vestido casi siempre de oscuro, con su cabello gris plateado, sus gruesas gafas oscuras y un puro en la boca, el armador griego ejercía un gran magnetismo entre las féminas que lo encontraban «un feo seductor». Onassis podía presumir de haberse casado con las dos mujeres más bellas y famosas de su tiempo: Tina Livanos y la viuda Jackie Kennedy. Maria Callas fue su gran y único amor pero nunca se casaría con ella. Los admiradores de la gran diva siempre le culparían de romper el corazón a la Callas y precipitar el fin de su extraordinaria carrera.
Onassis era un luchador nato, y también un vencedor para quien la palabra fracaso no existía en su vocabulario. Nacido en la ciudad turca de Esmirna, era hijo de un acomodado comerciante griego que amasó una gran fortuna con el comercio del tabaco y las pieles. En 1923, con apenas diecisiete años y cien dólares en el bolsillo, llegó como inmigrante a Buenos Aires dispuesto a hacer fortuna. Tras unos duros comienzos en los que trabajó como telefonista, se convertiría en millonario gracias al lucrativo negocio familiar de la importación de tabaco turco. A la edad de veinticinco años había ganado su primer millón de dólares con los que compró seis buques de carga. En 1932 ya era un importante armador y próspero hombre de negocios con proyección internacional que se movía siempre en el límite de la legalidad. Más adelante fundaría su propia compañía aérea, la Olympic Airways, la primera línea aérea de bandera griega, y se convertiría en el principal accionista de la Société des Bains de Mer que controlaba casi todo Montecarlo.
En 1946, Onassis contrajo matrimonio en Nueva York con Athina «Tina» Livanos, hija menor del gran patriarca de los navieros griegos, Stavros Livanos. Tina era una hermosa y risueña adolescente rubia que se enamoró locamente del seductor Onassis, que tenía cuarenta y dos años. Aunque era menor de edad, Stavros tuvo que aceptar a regañadientes la boda. Su otra hija, Eugenia Livanos, se casaría un año después con Niarchos, el armador multimillonario eterno rival de Onassis. Para Aristóteles, el matrimonio no tenía nada que ver con el amor; era un asunto de negocios y la posibilidad de escalar socialmente. El casarse con Tina le permitió entrar en el selecto club de los grandes armadores griegos.
Cuando los caminos de Maria Callas y Aristóteles Onassis se cruzaron, el naviero —con fama de implacable negociante y mala reputación— llevaba ya casado once años con Tina y la relación no pasaba por su mejor momento. Después de los primeros y felices años de matrimonio en los que se los veía asistiendo a fiestas, viajando por el mundo en su avión privado y alojándose en las suntuosas mansiones de su propiedad, Onassis comenzó a serle infiel y ella, al descubrirlo, le pagaría con la misma moneda. En el verano de 1956, Tina inició un romance con el apuesto venezolano Reinaldo Herrera —en la actualidad marido de la diseñadora Carolina Herrera—, hijo de una familia de terratenientes de Sudamérica. Aunque en un principio pareció que la relación de Tina Livanos con Herrera, de veintidós años, no podía ser más que una aventura pasajera, la realidad es que estaban muy enamorados. Aristóteles Onassis no estaba dispuesto a concederle el divorcio a su esposa, así que ésta continuó a escondidas su relación con Reinaldo.
Ésta era la situación personal que atravesaba Aristóteles Onassis cuando asistió con Tina al baile veneciano organizado por Elsa Maxwell. Más adelante, Onassis, que era un gran orador, le contaría a Maria en las veladas que compartieron en su yate, algunos capítulos de su novelesca existencia. La diva, que como él había logrado el éxito, podía entender muy bien a Ari. Los dos compartían una infancia difícil y solitaria, habían conocido las penurias económicas y el horror de la guerra. Los dos habían triunfado contra las adversidades y llegado a lo más alto aunque a costa de grandes sacrificios. Aristóteles había perdido a su madre con cinco años y creció al amparo de su abuela. Desde muy pequeño se tuvo que hacer cargo de su numerosa familia compuesta por la abuela Getsemaní y sus hermanas, dos de ellas nacidas del segundo matrimonio de su padre a quien los turcos recluyeron en un campo de concentración durante la invasión. Aristóteles, como Maria, era un superviviente que había salido a flote gracias a su fuerte determinación de vivir.
Onassis y la Callas tardarían más de un año en volver a encontrarse y mientras tanto la carrera artística de la gran diva sufrió algunos contratiempos. En enero de 1958, Maria tuvo que interpretar su papel estrella de protagonista en Norma a pesar de que su voz no estaba en condiciones. No pudo salir a escena en el segundo acto y se retiró a su hotel entre los abucheos del público. Fue para ella un trance muy duro pues era la primera vez en su vida que abandonaba una representación y que su público la rechazaba. Tras esta amarga experiencia la soprano actuó en Chicago y en el Metropolitan de Nueva York, donde una vez más causó sensación con dos de las óperas que la habían consagrado, Tosca y La Traviata.
A su regreso a Italia, a Maria todavía le esperaba otra desagradable sorpresa. El público milanés, que hasta ese momento la había adorado, ahora parecía haberse vuelto en su contra tras el escándalo de Roma. Cuando en abril representó Ana Bolena en La Scala, y a pesar de que su actuación fue brillante, el público se mostró muy hostil hacia ella. Maria, que hasta entonces había sido la «reina» de La Scala, comenzó a sufrir ataques e insultos de sus admiradores dentro y fuera de los escenarios. Hasta que los ánimos se calmaran el matrimonio Meneghini compró una villa en Sirmione, junto al lago de Garda, ya que en Milán no podían vivir. En su nueva residencia Maria preparó su próxima, y temida, actuación en La Scala en el mes de mayo. A pesar del éxito que obtuvo cantando El Pirata de Bellini, y de que el público la aplaudió durante más de media hora, la soprano decidió que aquélla sería su última función en el gran teatro milanés. «Cuando mis enemigos dejen de silbarme, es que habré fracasado», dijo la Callas en una ocasión, y ahora sabía que el fin estaba próximo.
El 19 de diciembre de 1958, y unos días después de cumplir treinta y cinco años, Maria debutaba en París en un concierto de ópera a beneficio de la Legión de Honor. Fue el acontecimiento social de la capital francesa y las entradas se pagaron a los precios más altos de toda la historia de aquel teatro. Todo París iba a estar allí, y entre los asistentes se encontraban los duques de Windsor, el príncipe Ali Khan y el matrimonio Onassis. Maria fue contratada por cinco millones de francos, los mayores honorarios de la historia de la ópera, y la gala fue, a decir de los asistentes, la fiesta más esplendorosa que se había celebrado en la capital francesa después de la guerra. Algunos biógrafos de la Callas aseguran que fue el éxito de aquella velada en el Palais Garnier lo que animó a Onassis a conquistarla.
El armador comenzó a cortejar a la prima donna el mismo día que París se rindió a su innegable talento. Le envió a su admirada compatriota tres enormes ramos de rosas rojas, uno por la mañana, otro a la hora de la comida y el tercero poco antes de la función. A partir de ese momento, el magnate le obsequiaría con sendos ramos de estas flores, antes de cada una de sus actuaciones. Ari, en una tarjeta, le deseaba suerte en griego y a la cantante le pareció un detalle de lo más romántico. No le veía desde la fiesta veneciana de la Maxwell y ahora volvían a coincidir en un concierto donde la soprano cautivaría con sus dotes dramáticas y espléndida voz al multimillonario.
Durante la cena que siguió a la actuación, uno de los primeros en acercarse a su mesa para felicitarla fue Onassis. Vestida de rojo, su color preferido, y luciendo unos magníficos diamantes prestados por Van Cleef and Arpels, la Callas ya debía de intuir que el naviero intentaba conquistar su corazón. Pero por el momento, el 21 de abril de 1959, la Callas y Meneghini celebraron en Maxim’s su décimo aniversario de boda. Su matrimonio a esas alturas era un puro convencionalismo pero de cara a la galería se mostraban cordiales, como si nada entre ellos hubiera pasado.
Unos meses después de su triunfal concierto parisino, Maria coincidió de nuevo con Onassis en Venecia donde asistió a otro de los fabulosos bailes organizados en su honor. La Callas apareció del brazo de su esposo Meneghini, y Onassis asistió en compañía de Tina, considerada entonces una de las mujeres más bellas de la jet. En esta ocasión, el multimillonario los invitó a un crucero en el Christina que en verano recorrería las costas griega y turca. Maria lamentó no poder ir ya que tenía que cantar en junio en el Covent Garden. Ari le prometió entonces que acudiría a Londres para verla actuar. Si hasta el momento Tina Onassis pensaba que su esposo —a quien le gustaba seducir a mujeres famosas— intentaba añadir a su larga lista de conquistas a la gran diva de la ópera, aquel día descubrió que Maria era alguien importante para él. De todos era conocido que Onassis detestaba la ópera, «a mí me suena como un montón de cocineros italianos gritándose recetas de risotto», y sin embargo ahora estaba dispuesto a descubrir las delicias del bel canto.
La actuación de Maria Callas en el Covent Garden se convirtió en el acontecimiento cultural del año en Inglaterra. Las entradas se agotaron a las tres horas de abrirse las taquillas y el recital fue retransmitido por televisión a nueve países. Entre los ilustres invitados estaban lady Churchill, la duquesa de Kent con su hija la princesa Alejandra, lord Mountbatten, el fotógrafo Cecil Beaton, y los actores Gary Cooper, Vivien Leigh y Margot Fonteyn. Onassis se sentó entre el público al lado de su esposa y contempló fascinado la magnífica interpretación de la tragedia griega Medea que ofreció la Callas. Tras la función, el armador dio una gran fiesta en el hotel Dorchester para homenajear a la soprano. Ari no reparó en gastos para impresionar a su célebre compatriota —a quien envió como regalo a su camerino un magnífico abrigo de chinchilla—, y encargó que todo el salón de baile del hotel fuera decorado con rosas rojas y que no faltara el champán en las copas.
En un momento de aquella inolvidable velada en el Dorchester de Londres, Onassis se acercó a Maria y le preguntó qué música le gustaría escuchar. «Un tango», contestó pletórica ella. Entonces el naviero puso un billete de cincuenta libras en la mano del director de la orquesta húngara y le ordenó que no tocasen nada distinto a lo largo de toda la noche. A las tres de la madrugada, Maria se despidió de los presentes alegando que estaba muy cansada. La fotografía de Maria Callas, envuelta en su flamante abrigo de pieles, y abrazada entre su esposo y Onassis mientras salía del hotel, daría la vuelta al mundo. Estaba claro que el armador estaba dispuesto a conseguir a la Callas como fuera.
Antes de que apareciera Aristóteles Onassis en su vida, Maria ya tenía problemas en su matrimonio debido a la manera en que Meneghini administraba sus negocios. La cantante descubrió por casualidad que su esposo había transferido la casi totalidad de sus ingresos a una cuenta bancaria en Verona a la que ella no podía acceder. Battista le confesó que había puesto su dinero a su nombre y que había transferido una parte a su familia. Aunque le aseguró que sus ganancias también habían servido para sufragar gastos de publicidad y devolver antiguos préstamos, el desencanto de Maria fue tremendo. De nuevo se sentía explotada y utilizada como cuando era una niña. Daba por hecho que nadie la apreciaba por sí misma, que sólo les importaba su voz y enriquecerse a su costa. «Los únicos que no me traicionan son mis perros», exclamó indignada en una ocasión. A partir de ese momento daría las órdenes oportunas para que sus honorarios no fueran ingresados en la cuenta común del matrimonio.
Si finalmente Maria Callas aceptó la invitación de Aristóteles Onassis de acompañarle en un crucero por el Mediterráneo aquel verano de 1959, fue porque se sentía traicionada por su marido y necesitaba reflexionar sobre su futuro. Había pensado seriamente en retirarse de los escenarios porque su voz ya no era la misma y estaba agotada física y mentalmente. Pero Meneghini, que veía peligrar su fuente de ingresos, le desaconsejó que abandonara su carrera porque, entre otras cosas, necesitaba dinero. Unos días antes de la fecha prevista para la partida, Maria encargó a la diseñadora Biki que le confeccionara un vestuario adecuado para su estancia en el Christina. La Callas quería estar a la altura de sus ilustres compañeros de viaje, entre ellos, sir Winston Churchill y su esposa lady Clementina. En Milán, una semana antes del crucero, Maria se gastó varios millones de liras en trajes de baño, conjuntos playeros y ropa interior. Cuando el 22 de julio, la prima donna de la ópera y su inseparable esposo llegaron con su voluminoso equipaje a Montecarlo para embarcar en el lujoso yate, nadie podía imaginar que aquel viaje cambiaría para siempre sus vidas.
El yate de Onassis, donde la Callas pasaría las tres siguientes semanas, deslumbraba a todo aquel que tenía el privilegio de ser invitado por el magnate. El Christina, bautizado así en honor a la hija del naviero, además de sus enormes proporciones —cien metros de eslora y seiscientas toneladas de peso— ofrecía un lujo y un confort que impresionó al propio rey Faruk de Egipto, quien lo describió como «lo último en opulencia». Contaba con nueve camarotes de lujo, todos con baño privado y grifería chapada en oro, y una sala de estar decorada con valiosas antigüedades y cuadros. Tenía un cine, un bar con taburetes forrados con piel de escroto de ballena —según se jactaba Onassis—, peluquería y un jacuzzi en la cubierta central. En el espacioso salón de juegos destacaba una chimenea en lapislázuli, una gran biblioteca y un magnífico piano de cola. Su dueño no escatimó en gastos y mandó construir una piscina climatizada en el interior del barco cuyo suelo era una réplica de un mosaico del palacio de Cnosos en Creta, y que podía convertirse en pista de baile con sólo apretar un botón.
Maria y su esposo se alojaron en la suite de honor, la que en su día había ocupado la actriz Greta Garbo, y donde más adelante se instalaría Jackie Kennedy. Onassis dejó su fastuosa suite de cuatro estancias situada en la cubierta del puente —y provista de un baño de mármol de Siena— a su invitado más especial, Winston Churchill, que contaba noventa años. El barco tenía cuarenta y dos empleados a bordo, incluidos dos chefs de cocina —uno griego y otro francés—, ayudas de cámara, doncellas, masajistas, costureras y personal médico. Ari se trasladó encantado a un camarote no lejos del de la Callas, a quien no dejó de atender solícito desde su llegada. En el yate viajaban además de su esposa Tina, sus dos hijos —Alexander, de once años, y Christina, de ocho—; Diana Sandys, hija de Churchill, y el matrimonio Montague Browne, amigo de los Onassis. Todos ellos serían testigos del apasionado idilio entre la diva y el naviero al poco tiempo de levar anclas. El crucero recorrería los más bellos parajes del Mediterráneo y se detendría en la isla de Capri, las islas griegas, Esmirna y Estambul.
Mientras Meneghini, a quien el mar no le sentaba muy bien, se pasó los primeros días mareado sin apenas salir de su camarote, Maria estaba radiante. Aquellas imprevistas vacaciones le habían devuelto la alegría de vivir tal como reflejan las fotografías que se conservan de aquel crucero que pasaría a la historia. A sus treinta y seis años, la diva se dejaba agasajar por Aristo —como ella le llamaba—, y aunque desde un principio trataron de ser discretos y ocultaban sus sentimientos, era evidente la atracción que existía entre ellos. «Parecía como si el fuego los devorara a los dos», escribiría Meneghini en sus memorias. Durante aquellas tres semanas inolvidables de cenas románticas en cubierta, visitas a bordo de personalidades —entre ellas la del príncipe Juan Carlos y su padre el conde de Barcelona—, baños de mar, excursiones a pueblos costeros y compras en los puertos en los que el Christina atracaba, la Callas se sintió al fin una mujer libre.
El romance entre la diva de la ópera y Onassis empezó en las largas noches que compartieron conversando hasta el amanecer en la cubierta del barco. Los dos padecían insomnio y cuando los demás invitados se retiraban, dejaban pasar las horas desgranando recuerdos y confidencias bajo las estrellas. En aquellos momentos de intimidad, Maria le abrió su corazón a Aristo y le contó los problemas económicos que atravesaba debido a la mala gestión de su esposo. Le confesó su dificultad para controlar su voz y la angustia de no poder cumplir con su habitual —y muy estresante— programa operístico. Onassis, en tono paternal, le pidió a Maria que le dejara a él ocuparse de sus negocios y le comentó su idea de crear una compañía de ópera propia en Montecarlo donde ella podría actuar siempre que quisiera eligiendo los papeles a su gusto.
Al armador le conmovieron las historias que Maria recordaba de su infancia y las penurias que sufrió en la Atenas ocupada durante la guerra. Los dos tenían mucho en común; además de ser famosos e importantes, creían en el destino —eran muy supersticiosos—, y se sentían profundamente griegos. Hasta el momento, Ari y Maria se habían limitado a cogerse de las manos cuando estaban solos y a intercambiarse miradas llenas de complicidad. Pero cuando llegaron a Estambul, etapa final del viaje, la pareja se dejó llevar por la pasión y se hicieron amantes. Las malas lenguas dicen que acabaron haciendo el amor en una de las barcas auxiliares del yate. Artemis, hermana de Aristo y a quien la Callas nunca le simpatizó, diría más tarde: «Ella nunca le hará feliz. Se parecen demasiado. Los dos son personas importantes. ¿Cómo podrían vivir juntos sin matarse?». Cuando el 13 de agosto el Christina atracó en Montecarlo, la Callas, tras once años de matrimonio, estaba decidida a pedir el divorcio.
La relación de los dos griegos más famosos del momento no pasaría desapercibida para la nube de fotógrafos que habían seguido al yate Christina. A los ojos del mundo —y sobre todo de la prensa del corazón— había nacido «el romance del siglo» y desde ese mismo instante la pareja sufriría el constante acoso de los paparazzi. Unos días después de haber finalizado el crucero, Onassis y la Callas visitaron a Meneghini en su mansión de Sirmione. El armador no se anduvo con rodeos y según contaba el marido de la soprano en sus memorias, Onassis, además de ofrecerle una cuantiosa suma de dinero por la cantante, le dijo con prepotencia: «Soy un desgraciado, soy un asesino, soy un ladrón, soy un impío, soy el ser más repugnante de la tierra… pero soy millonario y déspota, así que no renuncio a Maria». Aristóteles, a quien su padre le enseñó a no tomarse demasiado en serio a las mujeres, cuando se encaprichó de la diva no tenía intención de divorciarse de su esposa Tina y de perder a sus dos hijos.
El 8 de septiembre de aquel tumultuoso año de 1959, Maria Callas anunció oficialmente la ruptura de su matrimonio con Battista Meneghini. Se limitó a comentar que a partir de ese momento no haría más declaraciones y que el caso estaba en manos de los abogados. A diferencia de Maria, que siempre se mantuvo discreta en este asunto, su esposo no dejaría de conceder entrevistas a los medios aireando las intimidades de su matrimonio y presentándose ante el público como una víctima. Despechado y humillado, Battista Meneghini acusaría de ingratitud a Maria, llegando a decir: «Yo creé a la Callas y ella me ha pagado con una puñalada en la espalda. Cuando la conocí era una mujer gorda y mal vestida, una refugiada, una gitana. No tenía ni un céntimo ni la menor posibilidad de hacer carrera».
Ajena a todo el revuelo que se había levantado a su alrededor, Maria Callas, tras grabar una ópera en La Scala, se reunió con Ari en el Christina. La cantante parecía feliz y despreocupada, pendiente en todo momento de su nuevo amor. A estas alturas de su vida, estaba dispuesta a sacrificarlo todo por esta inesperada pasión que había nacido entre ella y el naviero. «He pasado tanto tiempo prisionera en una jaula, que cuando me encontré con Aristo y sus amigos, tan llenos de vida, cambié por completo. Mi vida hasta ese momento con un hombre mucho mayor que yo, me había vuelto siniestra», declararía a los periodistas. En aquellos días Maria lucía orgullosa un brazalete que le había regalado Ari y que llevaba inscritas las letras TMWL, «To Maria With Love». Pronto descubriría que Tina tenía uno idéntico con sus correspondientes siglas, y años más tarde Jackie Kennedy llevaría otro igual.
Ante la sorpresa y el desconcierto de Onassis, que siempre creyó que podría reconciliarse con su esposa, el 25 de noviembre Tina, en una rueda de prensa, pidió el divorcio al armador, alegando adulterio. Tras trece años de matrimonio, la señora Onassis —que en ningún momento mencionó a su ahora rival Maria Callas— deseaba comenzar una nueva vida y pedía a la prensa respeto para ella y sus hijos. La noticia fue un duro golpe para el armador, que lejos de alegrarse sabía que aquel divorcio no sólo le costaría una fortuna, sino que le enfrentaba directamente con un hombre tan poderoso e influyente como él: su suegro, Stavros Livanos. Maria ignoraba entonces que Aristo, a pesar de estar con ella, a sus espaldas intentaría por todos los medios reconquistar el corazón de su esposa.
Maria empezó a vivir cuando se enamoró de Onassis. En los siguientes diez años él sería su única fuente de felicidad; alguien que la apreciaba no sólo por su voz sino como mujer, al menos eso pensaba ella. La Callas se mostraba satisfecha ante la prensa porque había conseguido la separación legal de su esposo. Pero al naviero, mucho menos romántico que Maria y más pragmático, no le ocurría lo mismo. Aristo intentaba evitar las muestras de afecto a Maria en público y trataba de esquivar a los paparazzi que le seguían a todas partes. Durante aquellas tensas semanas de diciembre, la cantante pasó mucho tiempo sola, sin saber dónde estaba su amante, quien nunca le daba explicaciones de lo que hacía. De repente, Onassis la mandaba a buscar y pasaban juntos unos días maravillosos para después desaparecer otra vez. La Callas, que disfrutaba por primera vez de los placeres de la vida, aceptó resignada su caprichoso comportamiento. Pero aún tendría que soportar otras humillaciones, entre ellas, el verse rechazada por algunos personajes importantes —como el príncipe Rainiero de Mónaco y su esposa Grace que se negaban a invitarla a palacio, o el propio Churchill, buen amigo de Tina Livanos—, que no veían con buenos ojos su apasionada relación con el armador.
Los primeros meses de 1960, Maria Callas los pasó sin trabajar, descansando en el Christina y sin apenas pisar su casa de Milán donde vivía sola con su fiel doncella Bruna y su caniche Toy, regalo de Visconti. Onassis tuvo que aceptar a regañadientes el divorcio de su esposa y comenzó a dedicar más tiempo a su solícita amante. La Callas tenía por delante un año lleno de incertidumbres en que tendría que afrontar nuevas derrotas y humillaciones. Mientras encontraba un agente que llevara su carrera artística, se veía obligada a decidir sobre su futuro profesional. No tenía ningún contrato importante en perspectiva pues eran muchos los que creían que vivía retirada desde que había conocido a Onassis. En su ausencia, su rival Renata Tebaldi había regresado con gran éxito a La Scala tras cinco años sin actuar allí, recuperando el trono que le había arrebatado Maria. La prensa comenzaba a insinuar que la Divina había perdido la voz y que su ocaso estaba cerca.