HA NACIDO UNA ESTRELLA

El 14 de septiembre de 1945, la joven soprano zarpaba en el vapor Stockholm rumbo a Estados Unidos. Viajaba con cien dólares en el bolsillo, ligera de equipaje y sin saber la dirección exacta donde vivía su padre. Evangelia, furiosa ante la «traición» de su hija, se negó a facilitarle ninguna información sobre el paradero de sus familiares al otro lado del Atlántico. De ahí la emoción cuando desembarcó en el muelle de Nueva York y reconoció a George entre la multitud. Su padre se había enterado de su llegada por casualidad leyendo las páginas del periódico de la colonia griega donde se publicaban las listas de pasajeros de los barcos procedentes de Grecia. Maria ya tenía un sitio donde vivir: el pequeño apartamento de Washington Heights, en el mismo barrio en el que habían residido años atrás.

Tras la euforia inicial por reencontrarse con su padre, Maria descubrió que éste vivía con su antigua amante Alexandra Papajohn. Aunque comprendía que Evangelia le había abandonado ocho años atrás, le costaba compartir el afecto de su padre por quien sentía una oculta adoración. Alexandra, una mujer soltera de cuarenta años, discreta y sencilla —con la que George acabaría casándose en 1964 tras obtener el divorcio de su mujer— decidió que mientras Maria viviera en la casa ella se mudaría a la de sus padres para no interferir entre ellos.

Los primeros meses en Nueva York fueron para Maria como unas cortas vacaciones tras años de duro trabajo y privaciones en Grecia. Le gustaba pasear por las calles de esa ciudad próspera y dinámica, mientras no dejaba de comer hamburguesas y perritos calientes por lo que seguía ganando peso. Pronto tuvo que renovar todo su vestuario, pero además necesitaba un piano, contratar un profesor de canto y un agente artístico. Soñaba con independizarse y encontrar un pequeño apartamento en un barrio más elegante. Como su padre no podía ayudarla en sus gastos personales, recurrió a su padrino, el doctor Lantzounis, quien le prestó dinero y le permitió ensayar en su elegante casa de East Side en Manhattan.

El anhelado triunfo de Maria en Estados Unidos no iba a ser fácil ni mucho menos inmediato. Durante semanas visitó a los mejores agentes y empresarios sin demasiado éxito. Cuando les mostraba las reseñas y las buenas críticas de sus actuaciones en Grecia se encontraba con un problema insalvable: ninguno de los agentes hablaba griego, así que era como si su glorioso pasado no hubiera existido. Por fortuna, seis meses después de su llegada conseguiría una audición con el gerente del prestigioso Metropolitan. Tras cantar la «Casta Diva», el señor Edward Johnson le ofreció a aquella joven de veintidós años para él desconocida, los papeles principales de dos óperas: Madame Butterfly y Fidelio. Para su sorpresa, la respuesta de la Callas fue un no rotundo. Maria quería triunfar en ese templo de la ópera pero se negaba a hacer el ridículo. No quiso arriesgarse a interpretar Fidelio en inglés, y tampoco a encarnar a una delicada muchacha japonesa, siendo ella entonces una mujer robusta de noventa kilos de peso.

Aunque sus amigos pusieron el grito en el cielo al conocer su negativa a actuar en el Metropolitan, la cantante muy altiva, diría: «Idiotas, un día el Met vendrá a suplicarme de rodillas que cante». El ego de la Callas había crecido con sus tempranos éxitos en Grecia y cuando, tras una audición celebrada ante el director de la Ópera de San Francisco, éste le comentó que se marchara a Italia para formarse y que luego la contrataría, ella le respondió: «Gracias, pero cuando yo haya hecho carrera en Italia, ya no le necesitaré para nada». Estaba convencida de que había tomado la decisión adecuada —y el tiempo le daría la razón—, pero por el momento se acababa de cerrar las puertas de las dos compañías de ópera más importantes de Estados Unidos.

Poco antes de las Navidades de 1946, Evangelia desembarcaba en Nueva York donde la esperaban Maria y su esposo George al que hacía nueve años que no veía. En un vano intento por reconciliar a sus padres, la cantante le había pagado el pasaje a su madre para que se reuniera con ellos. El reencuentro entre la pareja no fue como Maria imaginó. Cuando su madre descubrió que George mantenía una relación con su antigua amante Alexandra, se puso furiosa. A partir de ese momento la vida familiar sería un auténtico infierno. Maria, que en su ingenuidad había intentado salvar el matrimonio de sus padres, se encontraba de nuevo controlada por su posesiva madre y en medio de sus continuas disputas.

Por fortuna en aquellos días la Callas conoció al famoso tenor italiano Giovanni Zenatello, director artístico del Festival de Verona quien se encontraba en Nueva York buscando una soprano para una nueva producción de la ópera La Gioconda. Por mediación de su amiga la cantante Nicola Rossi-Lemeni, consiguió una audición en el apartamento de Zenatello donde el veterano tenor se quedó prendado de la voz de Maria. Sin dejar que finalizara su monólogo, la contrató convencido de que era lo que andaba buscando. Para Maria aquélla era su gran oportunidad de debutar en Italia con un papel a su medida y la posibilidad de alejarse de sus padres, cuya relación era cada día más tormentosa.

La carrera de Maria Callas comenzaría con buenos augurios en Italia, a donde llegó el 27 de junio dispuesta a triunfar en el prestigioso Festival de Verona. Con sólo veintitrés años actuaría en un anfiteatro ante veinticinco mil personas bajo la batuta de Tulio Serafin, antiguo director del Metropolitan, considerado «el gran maestro en la dirección de óperas». Tras despedirse de sus padres, Maria partiría rumbo a Italia, donde su profesora y mentora Elvira Hidalgo había soñado con verla actuar un día. Nada más llegar a Verona comenzó a trabajar y ensayar con el maestro Serafin, quien enseguida reconoció el enorme talento de la joven, y se prestó a darle todo su apoyo.

Una noche, la Callas acudió a una cena donde conocería al hombre que acabaría siendo su esposo y agente artístico, Giovanni Battista Meneghini. Eran muchos los que no entendían qué vio la cantante en un hombre como él, calvo, grueso y mayor, a quien todos confundían con su padre. Este acaudalado industrial italiano dedicado al negocio de la construcción, soltero y treinta años mayor que Maria, pertenecía a una familia tradicional de la burguesía de Verona. Gran amante de la lírica, Meneghini era conocido en toda la ciudad como mentor y protector de cantantes primerizas y uno de los mecenas del Festival de la Arena de Verona. Maria desde el primer momento se sintió atraída por él: «Me pareció un hombre honesto y sincero, me gustó enseguida».

Al día siguiente, Battista invitó a Maria a visitar Venecia, ciudad próxima a Verona. Al parecer los dos se gustaron desde el primer instante, aunque entonces el físico de Maria tampoco era muy agraciado debido a su sobrepeso. En su controvertido libro autobiográfico titulado Mi mujer Maria Callas, Meneghini recordaba así aquel primer encuentro: «Me dio lástima. Tenía deformadas las extremidades inferiores. Los tobillos estaban tan hinchados que parecían pantorrillas. Se movía con torpeza y esfuerzo». A ella le atraían las buenas maneras y la esmerada educación de su anfitrión; desde un principio Battista —quizá por su edad— le hacía sentirse protegida y segura de sí misma. Por primera vez en su vida un hombre la trataba con respeto y admiración. Desde aquella romántica excursión a Venecia, se convirtió en su asiduo e inseparable acompañante. A lo largo de aquel verano de 1947, la relación entre ambos se fue estrechando y lo que empezó siendo sólo una buena amistad, acabó en un discreto romance.

El esperado debut de Maria Callas en Italia no fue como ella soñaba. Unos días antes del estreno de La Gioconda, y durante un ensayo general, la cantante sufrió un accidente. Como Maria era miope y no podía llevar gafas durante su actuación, había memorizado cada movimiento en el escenario. Pero ocurrió que al final del segundo acto, tropezó y se torció un tobillo. El público asistente al ensayo nunca repararía en la fatal caída de la soprano, quien aprovechó el incidente para imprimir aún más dramatismo a su personaje. El día del estreno, Maria Callas estuvo soberbia y actuó como si nada hubiera pasado; llevaba el tobillo vendado y soportó como pudo el intenso dolor. Aunque las críticas fueron buenas, no consiguió el anhelado reconocimiento internacional.

A sus veinticuatro años, Maria se había enamorado de un hombre al que eligió «como padre y compañero». En las cartas que enviaba a su madre y a su hermana Jackie les contaba cómo era su nuevo acompañante y lo atento que se mostraba con ella. El 18 de agosto tuvo lugar la última representación de la Callas en Verona y la cantante dudaba en regresar a Nueva York. No tenía ningún contrato en perspectiva —y apenas 240 dólares que había cobrado por las cuatro funciones en el festival— y la idea de regresar junto a sus padres no le resultaba nada atrayente. Fue entonces cuando Battista se ofreció a ser su mentor y a financiar todos los gastos de su estancia en Italia. Aunque sus más cercanos le aconsejaron que no pusiera su carrera artística en manos de un hombre que no era empresario del sector, ella estaba encantada de que su nuevo amor se ocupara de sus asuntos profesionales.

A mediados de octubre de 1947, la pareja abandonaba Verona para instalarse en Milán. El industrial —al que Maria llamaba cariñosamente Titta— se sentía presionado por su anciana madre que se oponía a su relación con «una mujer del teatro» demasiado joven para él. Además le echaba en cara que desatendiera el negocio familiar, del que vivían tanto ella como sus hermanos, por seguir a una artista. Sin embargo, Meneghini se volcó en la carrera de Maria desde el primer día que la oyó cantar, y dedicaría su tiempo y dinero a facilitarle los mejores maestros y audiciones. Con la ayuda del maestro Serafin, la joven soprano fue contratada para cantar el papel principal en la gran ópera dramática Tristán e Isolda de Wagner en la célebre La Fenice de Venecia. Tras su tormentoso debut en Verona, la Callas obtendría su primer gran éxito en Italia interpretando a Isolda, uno de los papeles más difíciles del bel canto.

A lo largo del siguiente año, con una voz y un registro incomparables, se enfrentaría a óperas de gran envergadura y dificultad en distintas ciudades italianas. La Callas no sólo era capaz de aprender un papel a una velocidad increíble, sino que a lo largo de toda su carrera se haría famosa por dominar todos los géneros y enfrentarse a óperas que llevaban, por su dificultad, mucho tiempo sin cantarse. En noviembre debutaría en Florencia con la Norma de Bellini, un papel que la marcaría de por vida. Nadie como ella fue capaz de afrontar un personaje de tanta complejidad y exigencia vocal con el dramatismo y la dignidad que ella le impuso. El papel de Norma —que llegaría a interpretar hasta ochenta veces— le reportaría alguno de los momentos más dulces de su carrera.

En aquellos meses de tanta presión, Maria pasaba de la euforia a la tristeza, y no dejaba de ganar peso. Se sentía desdichada porque Battista no le había pedido matrimonio, y en el plano profesional lamentaba que a estas alturas La Scala o el Covent Garden no la hubieran invitado a actuar. Pero las críticas eran cada vez mejores y su reputación iba en aumento. No fue hasta julio de 1948 cuando Maria se enteró de que la familia de Meneghini estaba cada vez más en su contra. La culpaban de haber acaparado por completo a Battista, que por ella había dejado de lado el negocio familiar, y no dudaban en acusarla de haber ido a Verona a «cazar» un hombre rico y bien relacionado en el mundo artístico. Por su parte Evangelia, que todavía no conocía a Battista, tampoco veía con buenos ojos que su hija se casara con un hombre que «parecía su padre».

A finales de marzo de 1949, Maria regresó a Verona para pasar unos días con Battista antes de emprender viaje a Buenos Aires donde comenzaría una gira que él le había organizado. En aquel año de grandes proyectos, tendría que separarse por primera vez de su prometido, algo que le desagradaba profundamente. Fue entonces, y de manera inesperada, cuando Battista Meneghini le pidió matrimonio, y ella aceptó al instante. El 21 de abril de 1949, Maria se convertía en su esposa aunque la boda no fue lo romántica que hubiera deseado. La Callas no era católica —estaba muy unida a la Iglesia ortodoxa griega— y el sacerdote los casó en la vieja sacristía que servía de almacén. La ceremonia se celebró en una pequeña iglesia de Verona y en presencia de sólo dos testigos. El esposo de Maria recordaba en sus memorias que se casaron a toda prisa «entre sillas rotas, estatuas sin cabeza, paños mortuorios polvorientos, palios y estandartes antiguos». La luna de miel tendría que aplazarse hasta que la cantante regresara de su gira argentina. Mientras, Meneghini la esperaría en Verona ocupado en encontrar y decorar una vivienda para ellos.

El 20 de mayo, Maria Callas actuaba por primera vez en el Teatro Colón de Buenos Aires, que a lo largo de su historia había acogido a las más grandes voces de la lírica. El público argentino se rindió ante su magnífica interpretación en la ópera Turandot y la crítica la elevó a la altura de una diosa. Pero a pesar de los éxitos que cosechaba en Argentina, Maria se sentía muy sola y echaba de menos a su esposo. Finalmente, el 9 de julio se reunió con él en Verona y pudo conocer el que sería su primer hogar estable, un luminoso y elegante ático en el centro de la ciudad. La Callas apenas tendría tiempo de disfrutar su flamante casa, pues a su regreso a Argentina los contratos se sucedieron sin interrupción y su vida transcurría de hotel en hotel. Se había convertido en una de las cantantes más prometedoras de la ópera mundial y en 1950 abría la temporada con Norma en Venecia.

Tras una agotadora gira por México donde fue recibida como una gran estrella, la soprano regresó a Italia. Durante la misma, Maria invitó a su madre a compartir con ella unos días en la capital mexicana. Evangelia, que llegó desde Nueva York donde seguía residiendo, fue tratada como una personalidad, agasajada por todos como si ella misma fuera una estrella. Ahora que estaba llegando a lo más alto de su popularidad, la Callas le quería demostrar a su madre que había conseguido triunfar sin su ayuda y tener su propia vida. De nuevo en su casa de Verona, la cantante decidió descansar tres meses junto a su esposo, quien no había podido acompañarla a México por estar muy ocupado en sus negocios. En aquellos días de reposo y escasa vida social, se preparó el papel protagonista de la ópera cómica Il turco in Italia, de Rossini, que le habían ofrecido a instancias del director Luchino Visconti.

Maria Callas era un «animal escénico», pero Visconti le ayudó a alcanzar su legendaria perfección dramática y a meterse de lleno en el alma de los personajes que encarnaba. El gran director italiano soñaba desde hacía tiempo con llevar una ópera a la escena. La primera vez que vio actuar a Maria en la Ópera de Roma fue en 1949 con Parsifal y se quedó tan impresionado que no se perdió ninguna de sus actuaciones. A partir de ese momento el director sólo pensó en trabajar junto a ella. Por su parte Maria admiraba la sensibilidad artística de este hombre de origen aristocrático, atractivo y culto, a quien solía visitar en su palacio de verano. La Callas y Visconti volverían a coincidir cuatro años más tarde en La Scala con dos óperas que pasarían a la historia, La Vestale y La Traviata. Luchino, que consideraba a Maria «un tipo de actriz dramática única y extraordinaria», la arropó en el escenario como nadie antes lo había hecho. Muy pocos sabían entonces que la cantante, a causa de su miopía, se movía por el escenario prácticamente ciega cuando se quitaba sus gruesas gafas. Maria aprendía siempre de memoria los pasos que tenía que dar, lo que le provocaba una indecisión en sus movimientos. Visconti consiguió darle tanta seguridad que nadie notaría en sus actuaciones este defecto que persistiría toda su vida.

Al finalizar aquel año de 1950, Maria estaba agotada y tuvo que suspender algunas de las representaciones previstas en Nápoles y en Roma. El matrimonio Meneghini había cambiado su residencia y ahora vivía en Milán, en un elegante piso en la via Buonarroti, conocido por su recargada decoración como «el palacio de la reina de La Scala». En aquel momento dulce de su vida, cuando tras años de esfuerzos Maria comenzaba a saborear las mieles del éxito, su madre seguía siendo un escollo para su felicidad. Evangelia había decidido regresar a Grecia para reunirse con su hija Jackie y dejar atrás un matrimonio que llevaba mucho tiempo roto. Resentida con su marido, pero también con Maria, le escribió a su hija una serie de cartas muy duras, llenas de reproches y acusaciones, que afectaron profundamente a la soprano.

En 1951, restablecida por completo de su agotamiento, la Callas hizo realidad su sueño: actuar en La Scala con un contrato fabuloso y como primera figura. El director del gran teatro lírico, su enemigo acérrimo Ghiringhelli, no tuvo más remedio que humillarse ante ella y recibirla como lo que era: la mejor cantante de ópera del mundo. A esta oferta le siguió otra del Covent Garden de Londres, donde debido a las malas gestiones de su esposo Meneghini, a punto estuvo de no cantar Norma. El recibimiento en ambos teatros no pudo ser más espectacular. El público se entregó entusiasmado y la crítica destacaba sus magníficas dotes vocales y su talento dramático. A sus veintiocho años, Maria Callas había logrado su sueño, trabajar en grandes producciones a las órdenes de los mejores directores musicales y escénicos del mundo, entre ellos, Leonard Bernstein, Herbert von Karajan, Visconti y Zeffirelli. Había llegado a Italia en 1947, con muy poco dinero en el bolsillo y siendo casi una desconocida. Cuatro años después, cobraba cerca de treinta mil dólares actuales por actuación y era considerada la más grande en el mundo de la ópera.

La Callas estaba en su mejor momento profesional y no se daba cuenta de que su esposo y agente controlaba absolutamente su carrera como había hecho en el pasado su madre. Sin consultarle nunca, se permitía el lujo de rechazar a su antojo excelentes ofertas y de pedir honorarios elevadísimos por sus actuaciones. La actitud avara de Meneghini —que no contaba con las simpatías de nadie— sería muy perjudicial para su carrera. Pero aún tendrían que pasar unos años para que su enamorada y confiada esposa descubriera qué se escondía detrás de aquel hombre, «educado y paternal», que no se separaba de ella.

En 1953, la voluminosa soprano sufrió una transformación que ya forma parte de su leyenda. La gran diva, que ahora se sentía observada por todo el mundo al convertirse en una estrella operística, comenzó a preocuparse seriamente por su físico y decidió adelgazar. Las jaquecas, mareos y estados de agotamiento que padecía habitualmente se debían a su exceso de peso. En los meses siguientes —y mientras perdía kilos— siguió cosechando éxitos de nuevo en La Scala de Milán, y en el Covent Garden donde representó Norma, Il Trovadore y Aida, resucitando el gusto por la ópera para el público inglés. Algunos biógrafos apuntan a que Callas se sometió a un drástico régimen para parecerse a la actriz Audrey Hepburn. Cuentan que un día Visconti, a quien Maria pedía siempre consejo, fue a visitarla a su casa. La cantante acababa de ver la película Vacaciones en Roma y encontró en la encantadora y estilosa protagonista su modelo.

—Luchino, ¿si tuviera el cuerpo de Audrey Hepburn sería bella? —le preguntó.

—Estarías demasiado delgada.

—Pero… ¿sería atractiva?

—Serías una Traviata más verídica, no olvides que murió consumida —le respondió el director.

Maria se tomó muy en serio las palabras de Visconti y en apenas dos años perdería treinta y cinco kilos. En una sesión de fotos, realizada en Nueva York en 1959 para su casa discográfica, posaría muy sofisticada imitando el estilo de su admirada Audrey en la película Desayuno con diamantes. Por aquella época se alimentaba casi exclusivamente de ensaladas y carne casi cruda, mientras continuaba con su apretada agenda. Debido a su estricto régimen, y su frenético ritmo de trabajo, se mostraba muy irritable y descontenta con todo. En menos de un año había perdido cerca de veintiocho kilos y en los escenarios se movía con naturalidad, sin fatigarse como antes. Algunos biógrafos y el propio Meneghi ni en sus memorias, apuntan a que la verdadera transformación de su esposa fue debida a un parásito intestinal —conocido como la solitaria— que la cantante pudo contraer a través de los alimentos. Ella en público nunca reconoció haber padecido esta enfermedad y achacaba su repentino cambio físico a una dieta milagrosa y la férrea disciplina que se había impuesto.

En octubre de 1954, Maria Callas, tras una primavera y un verano dedicada casi por entero a grabar discos de sus óperas más famosas, actuaba por primera vez en Estados Unidos. Cuando llegó al país para su debut en el Chicago Lyric, la prensa se quedó asombrada ante el aspecto casi irreconocible de la soprano. La «nueva» Callas era una mujer radiante y esbelta que lucía con clase elegantes vestidos entallados de Dior, Givenchy o Balmain. Se había convertido en una belleza de rasgos exóticos, de gran magnetismo y personalidad. Le gustaba cambiar el color de su cabello y lucir originales peinados. Ya no le importaba enseñar sus piernas y sus tobillos hinchados —que ninguna dieta consiguió cambiar—, de los que antaño se avergonzaba. Ahora usaba tacones de aguja que aún la hacían más alta y acudía a las fiestas con deslumbrantes vestidos de noche y luciendo joyas de esmeraldas y diamantes. En las fotografías que se conservan de aquellos años parece una glamurosa actriz de cine. Si Maria consiguió ser una estrella dentro y fuera de los escenarios, fue gracias a madame Biki, nieta de Puccini y una de las más importantes diseñadoras de moda de Milán. Ella —con la ayuda de su socio Alain Reynaud— se encargó de su imagen y la transformaría en la cantante estilosa y atractiva que seduciría al mundo entero.

La Callas era ya considerada por muchos una auténtica diva, algo que la halagaba especialmente pues ella misma pensaba que «una diva, además de cantar e interpretar, tiene que ser una diosa en la vida cotidiana». Gracias a su nuevo aspecto la soprano podía dar más veracidad a las heroínas que encarnaba e incluso en el segundo acto de la ópera Alceste en La Scala, tres hombres la izaron en lo alto, algo impensable cuando pesaba cien kilos. Sus profundos ojos negros bizantinos, sus cejas bien delineadas, sus labios carnosos y su nariz aguileña destacaban ahora en su rostro anguloso y lleno de fuerza. En su gira por Chicago debutó con Norma y el éxito fue apabullante. Los medios de comunicación seguían sus pasos a todas horas, y la artista sacaba tiempo para conceder entrevistas, y posar para las mejores revistas estadounidenses luciendo orgullosa su nueva silueta. Era la cantante de ópera más mediática del momento y la mejor pagada.

En el otoño de 1956, Callas llegaba a Nueva York dispuesta a triunfar en el Metropolitan, que abría la temporada con «la más importante soprano dramática del mundo». Once años después de haber rechazado actuar en este mítico teatro, su director Rudolf Bing —tras unos años resistiéndose debido al elevado caché que pedía su esposo— llegó a un acuerdo con Meneghini. El esperado debut neoyorquino de Maria se produjo el 29 de octubre de 1956, y desde un principio estuvo rodeado de polémica. Dos días antes de su estreno en Norma, la revista Time publicó un reportaje que afectó mucho a la gran diva. En el mismo se recogía una entrevista con su madre Evangelia que se presentaba a sí misma como una pobre víctima de la gran cantante, a la que retrataba como una mujer ambiciosa y sin escrúpulos que se negaba a ayudar económicamente a su familia. Las mentiras y difamaciones que vertió sobre ella hicieron peligrar su debut. Sin embargo, la Callas consiguió meterse al público y a la crítica en el bolsillo. Al final de la primera función tuvo que salir a saludar dieciséis veces antes de poder retirarse al hotel.

Si Maria, en la cumbre de su carrera, seguía sufriendo los ataques de su problemática madre —a quien nunca dejó de pasar una renta mensual—, la relación con Meneghini tampoco atravesaba por su mejor momento. A la ausencia de pasión entre ellos —motivada también por su diferencia de edad pues él tenía sesenta años y ella apenas treinta—, se unía la antipatía y el desprecio que la gente del mundo artístico sentía hacia él. En realidad, Maria había cambiado mucho y no sólo físicamente. Si antes se mostraba tímida y le incomodaban las reuniones sociales, ahora con su nuevo aspecto sentía una gran seguridad en sí misma. En la cima de la gloria, soñaba con abrirse paso en la alta sociedad internacional, y su marido no era el mejor acompañante. Meneghini, que parecía un tipo gris y poco interesante al lado de su espléndida esposa —se hablaba de él como de «un palurdo de provincias»—, se aburría en las esferas mundanas y no parecía interesarle la vida social.

Fue la célebre cronista de sociedad Elsa Maxwell quien introdujo a la Callas en el mundo de la jet set aunque en un principio se dedicara a criticar sin piedad a la diva. Elsa, a sus setenta y cuatro años, era una conocida —y temida— periodista que desde su columna de cotilleos sobre la alta sociedad, adulaba o despellejaba a sus elegidos. En aquella época la Maxwell era buena amiga y admiradora de Renata Tebaldi —eterna rival de la Callas— por lo que desde su sección se dedicó a criticar todas las actuaciones de la soprano griega. Durante las nueve semanas que la Callas pasó en la ciudad de Nueva York, se dieron un buen número de fiestas en su honor, donde la diva brillaba con luz propia. Maria trataba de poner buena cara ante los dardos envenenados que le lanzaba la periodista, hasta el día en que se conocieron en el transcurso de una fiesta celebrada en el Waldorf-Astoria. Tras un breve intercambio de palabras, la Maxwell cayó rendida ante los encantos de La Divina —como la prensa apodaba a la Callas— y desde ese instante se convirtió en su amiga y mentora.

En aquel año de 1957, Maria Callas era no sólo la cantante de ópera más famosa del mundo, sino un personaje asiduo de la jet set. En verano, la Maxwell organizó en honor de la estrella un baile de máscaras que tendría lugar en el hotel Danieli de Venecia. Para poder asistir al compromiso de su amiga, Maria canceló una función en Edimburgo, lo que ocasionó un enorme escándalo. En aquella fiesta, donde los ciento cincuenta invitados debían llevar un tocado en la cabeza que los identificase, la Callas conoció al multimillonario Aristóteles Onassis. Maria se presentó en el baile luciendo un body negro ajustado, una faja de raso blanco y una falda del mismo tejido con lunares y mucho volumen. Llevaba cubiertos los brazos con unos largos guantes de color negro y en el cuello un magnífico collar de esmeraldas en forma de lágrimas. El magnate acudió a la fiesta con su atractiva esposa Tina Livanos, que lucía para la ocasión un llamativo tocado de plumas blancas de más de medio metro de altura.

En aquella velada del 3 de septiembre de 1957 en el hotel Danieli, Elsa Maxwell —famosa también como celestina de la alta sociedad— presentó entre sí a «los dos griegos más famosos del mundo», convencida de que tenían mucho en común. La Callas, a sus treinta y tres espléndidos años, y Onassis —veinte años mayor que ella— charlaron animadamente en griego y, a decir de los presentes, dio la impresión de que se cayeron bien desde el primer instante. Ya muy entrada la madrugada, el naviero invitó al matrimonio Meneghini a desayunar en su fabuloso yate Christina que estaba atracado en la desembocadura del Gran Canal. Ari —como le llamaban sus amigos— puso a disposición de Maria su motora y dos tripulantes para el resto de su estancia en Venecia. El multimillonario y la diva de la ópera tardarían un año en volver a verse y entonces sus vidas darían un giro inesperado.