UNA INFANCIA ROBADA

El 2 de diciembre de 1923, cuando Maria vino al mundo en un hospital de la Quinta Avenida de Manhattan, en Nueva York, su madre, Evangelia, sintió una gran decepción. Estaba convencida de que traía al mundo a un niño —en aquel mismo año había fallecido, a la edad de tres años, su único hijo varón— y cuando la enfermera le mostró a aquella pequeña risueña, de casi cinco kilos de peso, morena y mofletuda, la rechazó. Durante cuatro días no quiso acercarse a ella e incluso se negó a darle un nombre. La relación entre la gran diva de la ópera y su madre sería, hasta el final de sus días, tan fría y conflictiva como lo fue en sus primeros meses de vida.

Evangelia Dimitriadis ya era una mujer triste y amargada antes de que su hija naciera. Pertenecía a una familia de la alta burguesía griega, y se enorgullecía de estar emparentada con destacados hombres de la política, oficiales de rango, músicos y poetas. Su padre, el general Petros Dimitriadis, era un veterano militar que tenía un gran talento musical y le apodaban el «comandante cantante». Amante de la ópera, transmitió a sus once hijos su amor por la música, y muy especialmente a la más pequeña, Evangelia, su predilecta. Pero Litza —como él la llamaba— aunque soñaba con ser actriz o cantante no tenía ni voz ni talento dramático. A los diecisiete años renunciaría a sus sueños adolescentes y buscaría un marido. El elegido fue un prometedor y atractivo farmacéutico, George Kalogeropoulos, quince años mayor que ella. Aunque todos parecían encantados con la elección de la joven, Petros, que conocía bien a su hija, le aconsejó que no se casara con un hombre tan distinto de ella. Pero Litza ya había tomado una decisión y no estaba dispuesta a cambiar de planes. El general moriría dos semanas antes de la boda, que se celebró de manera discreta en una iglesia ortodoxa de Atenas.

Tras el enlace, la pareja se estableció en Meligala, ciudad natal del marido. En esta pequeña localidad del Peloponeso, George abrió una farmacia que les daría dinero y prestigio social. Evangelia pronto descubriría que su vida de casada no iba a ser lo que esperaba. Acostumbrada a vivir en la capital, rodeada de gente refinada y cultivada, esa polvorienta y tranquila ciudad de provincias le ofrecía pocos alicientes. A los pocos meses se arrepentiría de haberse casado con aquel boticario, a quien no le interesaba, como a ella, el arte ni la música clásica, y mucho menos aún el lujo y la vida social. Es cierto que, a falta de competencia, George Kalogeropoulos acabó siendo uno de los hombres más ricos del pueblo y pudo comprarse una de las mejores casas de Meligana. Pero tal como le pronosticó su padre, un año después de su boda, su matrimonio estaba roto.

En 1917 nació en Atenas la primera hija del matrimonio Kalogeropoulos, Cynthia —llamada por todos Jackie—, y tres años más tarde llegaba al mundo un varón rubio y de ojos azules como los de la madre al que llamaron Vasily. Evangelia, ante el vacío que sentía en su matrimonio —y harta de soportar los devaneos amorosos de su esposo— volcó toda su atención en aquel niño que con sólo tres años de edad ya mostraba predisposición para la música y tocaba algunas canciones infantiles al piano. Pero la trágica muerte del pequeño en el verano de 1922, a causa de una meningitis, provocó entre ellos un mayor distanciamiento. Evangelia cayó en una profunda depresión y se volvió una mujer atormentada y de carácter muy inestable.

Fue en ese instante tan doloroso de sus vidas, cuando George le comunicó a su esposa que había vendido la farmacia y que pronto se irían a Estados Unidos, donde podría ganarse bien la vida. Evangelia, embarazada de cinco meses, no dio crédito a la inesperada noticia. Se negaba a aceptar que quisiera sacrificarlo todo para irse a vivir a un país lejano, cuyo idioma desconocían —ninguno de los dos hablaba inglés— y alejarse de sus familias y de sus amigos. Sus lágrimas y reproches no harían cambiar de idea a su marido, que estaba dispuesto a comenzar una nueva y próspera vida en aquella tierra de promisión.

A principios de agosto de 1923, la familia Kalogeropoulos llegaba al puerto de Nueva York donde los esperaba el doctor Leonidas Lantzounis, un amigo de George de los tiempos de la universidad. Este cirujano ortopédico que había emigrado a Nueva York el año anterior, ayudaría a los recién llegados a instalarse en la ciudad. Con el paso del tiempo el doctor Lantzounis, padrino de Maria, sería uno de los hombres que más querría y ayudaría a la cantante a lo largo de su vida. Leo —como ella le llamaba cariñosamente—, buen amigo y confidente, mediaría en los interminables conflictos entre la diva y su madre. Maria, ya convertida en una estrella del bel canto, reconocía haber recibido de su padrino todo el afecto y el apoyo que nunca tuvo de su familia. En una de las muchas cartas que le escribió a su padrino, la Callas le abre su corazón y le confiesa con tristeza: «… Te quiero y te admiro Noné [padrino en griego] y eres para mí como parte de mi sangre. Es extraño notar cómo los parentescos que nos unen a nuestros consanguíneos no son realmente importantes. Los míos me han dado sólo infelicidad».

La colonia griega asentada en Nueva York recibió a sus nuevos miembros con los brazos abiertos, y pronto a Evangelia su nueva vida no le pareció tan terrible como imaginaba. La familia se instaló en el barrio de Queens, donde residía la mayor parte de los inmigrantes griegos. Cuatro meses después de su llegada, en la fría noche del 2 de diciembre, Evangelia daría a luz a su hija en un hospital de la Quinta Avenida. Como esperaba un varón tuvo que improvisar un nombre y la llamó Maria. A los tres años de edad la pequeña sería bautizada como Cecilia Sophia Anna Maria Kalogeopoulos. Al poco de nacer su segunda hija, y tras obtener la nacionalidad estadounidense, su padre cambiaría el apellido Kalogeopoulos por el de Callas. George, que por entonces ya podía ejercer su profesión, compró una farmacia en la esquina de la calle Treinta y ocho y la Octava Avenida en Manhattan; la familia viviría en un modesto piso encima de la tienda hasta que pudieran mudarse a un lugar más confortable.

Evangelia volcó todas sus frustraciones en sus dos hijas a las que impuso su amor por la música. Cuando Maria tenía apenas cinco años, su madre descubrió que aquella niña mofletuda y miope tenía una maravillosa voz. Entonces compró una pianola y empezó a enseñar a sus hijas canciones griegas y estadounidenses; más adelante trajo a casa un gramófono en el que Maria iba a escuchar sus primeras óperas de Bellini y de Verdi. Ya en su madurez y convertida en una estrella, la Callas confesaría: «Mi madre decidió que yo estaba preparada para cantar aunque entonces sólo tuviera cuatro años, y yo lo detestaba. Es por este motivo que siempre he tenido una relación de amor y de odio con el bel canto».

Maria creció falta de cariño y marcada por las desavenencias de sus padres. «Yo no tuve infancia —diría más tarde—, mi madre no me comprendía y mi padre estaba casi siempre ausente y no me podía ayudar». Era una niña introvertida y acomplejada ante la belleza de su hermana, que apenas tenía amigos y pasaba muchas horas sola en su casa. Evangelia siempre prestó más atención a su hija Jackie —seis años mayor—, una muchacha atractiva, rubia y esbelta, en la que depositó todas sus esperanzas de ascender socialmente gracias a un buen matrimonio. Con Maria se mostraba distante y exigente, imponiéndole una férrea disciplina más propia de una institutriz. Las dos hermanas, entonces muy bien avenidas, se reconfortaban mutuamente y trataban de sobrellevar los bruscos cambios de humor de una madre propensa a las depresiones.

Cuando en 1929 la grave crisis económica golpeó a la sociedad estadounidense, el padre de Maria se vio obligado a vender su negocio y tuvo que regresar a su antigua ocupación de representante de farmacia. Por entonces las desavenencias del matrimonio eran insalvables. George, que pasaba mucho tiempo lejos de casa debido a su nueva ocupación, inició una relación con Alexandra Papajohn, una joven de origen griego hija de unos amigos de la familia. Evangelia, que siempre estuvo al tanto de las infidelidades de su marido, estaba al límite de la desesperación. Se habían visto obligados a mudarse de casa y ahora vivían en un pequeño apartamento sin ascensor, a un paso del barrio negro de Harlem, uno de los más pobres de la ciudad. La única esperanza de la señora Callas era que Maria obtuviera el graduado escolar y regresar con sus dos hijas a Grecia donde podrían recibir una sólida formación musical.

Al cumplir los diez años, Maria empezó a recibir una rigurosa educación musical que le impediría disfrutar de una infancia como la de otros niños de su edad. A Evangelia no parecía importarle en absoluto la opinión de su hija, para quien la música entonces no era más que un divertido pasatiempo. Tampoco le inquietaba que a la pequeña le aterrorizara actuar en público y hacer el ridículo en un escenario. Acomplejada por su peso odiaba mirarse al espejo y sin embargo su madre la obligaba a exhibirse. Esta inseguridad se mantendría a lo largo de su vida y al convertirse en una estrella Maria inventaría el personaje de la gran diva Callas para esconderse tras él como una máscara.

La madre de Maria, una mujer de ambición ilimitada, había decidido explotar a su «niña prodigio» y en los meses siguientes la llevaría de audición en audición para intentar lanzarla al estrellato. Para la pequeña comenzaba una época muy dura, sometida a las continuas presiones de su madre y a un trabajo agotador marcado por las clases y los ensayos. Evangelia la acompañaba al piano y la obligaba a forzar la voz con piezas clásicas demasiado difíciles para su edad. La Callas siempre lamentó en público haber perdido su infancia: «Efectivamente yo poseía una gran voz, y mi madre me empujó a hacer una carrera musical. Yo también fui considerada una niña prodigio. Viendo las cosas como me han ido, no me puedo quejar. Pero debería existir una ley que prohibiera que una responsabilidad tan grande recayera sobre un niño tan pequeño. Siempre se priva a los niños prodigio de una verdadera infancia. Yo no recuerdo ningún juguete —ni siquiera una muñeca o un juego preferido—, sólo las arias que me hacían ensayar, en ocasiones hasta el agotamiento, para que pudiera lucirme en la fiesta de fin de curso del colegio».

A pesar de que Maria comenzó su educación musical sin demasiado entusiasmo —por entonces quería ser dentista— poco a poco mostró un gran interés por la música. Se dio cuenta de que aunque no era atractiva, gracias a su magnífica voz conseguía el cariño y la admiración de la gente. En ese instante su vida dio un profundo cambio, descubrió que ya no tenía sentido intentar ser como su hermana, sino que debía sacrificarse por llegar a ser alguien en el mundo artístico. Dejó de preocuparse por su aspecto físico, y se centró en lo único en lo que su hermana Jackie jamás podría vencerla: en el canto.

Cuando en enero de 1937 la señora Callas le dijo a su esposo que regresaba a Grecia con sus hijas, éste intentó sin éxito que Maria se quedara con él. Evangelia deseaba lanzar a su niña prodigio en su país natal y contaba con la generosidad de sus parientes para costear las clases de música. Le prometió que volverían a final del verano o a más tardar en Navidades. George aceptó enviarle ciento veinticinco dólares al mes para su manutención, la mitad de su exiguo salario. Las niñas siempre pensaron que aquélla iba a ser una separación temporal, pero la cantante —que físicamente se parecía mucho a su padre y estaba muy unida a él— tardaría ocho años en volver a verlo.

La vuelta a casa no fue tan fácil como Evangelia creía. Al llegar a Atenas se instalaron con la abuela materna que ahora residía en una modesta vivienda de apenas tres exiguas habitaciones.

Tras catorce años de ausencia, pudo constatar que la familia Dimitriadis ya no nadaba en la abundancia y su prestigio social no era el de antaño. Al poco tiempo de llegar y tras una intensa ronda de visitas a la familia y a los amigos, la señora Callas tuvo claro que nadie la ayudaría a financiar las carreras musicales de sus hijas. Durante ocho años madre e hijas se verían atrapadas en un país sometido al dolor y las penurias de la Segunda Guerra Mundial, y más tarde a la guerra civil griega. Sus problemas económicos se agravaron cuando a los dos meses de su llegada, su esposo George contrajo una neumonía y perdió su trabajo. Ya no podía enviarles dinero desde Estados Unidos y le pidió a Evangelia que regresaran a Nueva York. La madre de Maria no tenía ninguna intención de abandonar su país, y consiguieron salir adelante gracias al modesto salario que Jackie obtenía trabajando como secretaria, y a la ayuda de sus parientes. La familia se pudo mudar a un apartamento más amplio que Evangelia decoró con los escasos muebles que tenía. Maria, que no disponía de calefacción en su habitación, se ponía guantes y un grueso abrigo para estudiar durante la noche.

A Maria, Grecia le parecía un país pobre y atrasado, que no se correspondía en nada con las descripciones idílicas a las que la tenía acostumbrada su madre. Se sentía una intrusa entre su propia familia —sus primas la apodaban «la yanqui»— y añoraba mucho a su padre. Evangelia continuaba reprochando a su marido todas las incomodidades que sufrían y nunca le enseñaba a Maria las cartas donde éste le rogaba que volvieran a casa. La joven Callas, sin apenas tiempo para poder adaptarse a su nueva vida, y creyendo que su padre ya no la quería, se vio inmersa en un ritmo frenético de audiciones, recitales y actuaciones en los lugares más pintorescos. Aceptó con resignación las exigencias y humillaciones de su madre, y empezó a odiar que a todas horas le pidieran que «cantara algo».

A principios de septiembre de 1937, Evangelia descubrió que, con trece años, su hija era demasiado joven para matricularse en el Conservatorio de Atenas, el mejor del país. Sin embargo, consiguió una audición para su hija en el Conservatorio Nacional, considerado el segundo en categoría. Falsificó la edad de Maria, diciendo que tenía dieciséis años, algo que nadie dudó dada su corpulencia y altura. La audición ante Maria Trivella, una de las mejores profesoras de canto de la capital, no pudo ir mejor. La joven consiguió una beca para estudiar con la señora Trivella, quien se mostró entusiasmada ante las posibilidades vocales y la madurez interpretativa de su nueva pupila. Comenzaba para ella una época de arduo trabajo y mucho sacrificio personal.

Los días transcurrían entre cursos de voz, de arte dramático, de historia de la ópera, de piano, clases de dicción en francés y en italiano. No tenía amigas de su edad porque apenas disponía de tiempo libre y hablaba mal el griego. Su educación musical se convirtió en su prioridad, y a la vez en una obsesión. Trabajaba hasta el agotamiento —doce o catorce horas seguidas—, y su único aliciente entonces era la comida, algo poco beneficioso para su salud y para su imagen. Maria seguía siendo una muchacha de aspecto desgarbado y torpe, con gruesas gafas y excesivo peso. Su madre, en lugar de cuidar la dieta de su hija, le ofrecía grandes cantidades de comida como premio a tanto sacrificio. A sus catorce años —y en una época en que muy poco se sabía de esta enfermedad— la cantante padecía bulimia, un desorden alimentario causado por una preocupación excesiva por el peso corporal y el aspecto físico.

En aquel verano de 1939, su hermana Jackie se comprometía con el heredero de una importante familia de navieros, Miltos Embiricos. La joven había renunciado a una prometedora carrera musical por casarse con un buen partido. Evangelia se mostraba satisfecha porque había conseguido «colocar» a una de sus hijas y, de paso, ascender socialmente. Pero las cosas no iban a ser tan fáciles y Jackie pasaría de ser su prometida a su eterna amante. La adinerada familia Embiricos se opondría al matrimonio de su hijo con una muchacha de origen modesto y dudosa moralidad. A Maria la noticia del compromiso de su hermana no le sentó muy bien pues, a pesar de los celos y las desavenencias, seguía muy unida a ella. Sólo un tiempo más tarde descubriría las verdaderas razones por las que Jackie Callas no llegó a casarse con su prometido.

A final de año, Maria obtuvo su anhelada plaza en el prestigioso Conservatorio de Atenas tras una audición con una mujer que impulsaría definitivamente su carrera e influiría como nadie en su transformación, Elvira Hidalgo. Esta famosa soprano española, que había cantado en los más importantes teatros de ópera del mundo como La Scala de Milán o el Covent Garden de Londres, se quedó atrapada en Grecia cuando estalló la Guerra Civil española. Perteneciente a la alta sociedad, Elvira no sólo era una prestigiosa profesora del conservatorio sino una mujer culta y estilosa, muy bien relacionada en el mundo artístico.

El primer encuentro entre Elvira y su futura pupila no pudo ser más descorazonador para ambas. La Hidalgo se encontró frente a una adolescente descuidada, con el rostro cubierto por el acné y unas gruesas gafas, que a sus quince años pesaba noventa kilos, y no paraba de morderse las uñas a causa de los nervios. Le parecía ridículo que aquella joven quisiera ser cantante, pero cuando la escuchó al instante supo que sería una extraordinaria intérprete. «Su técnica vocal estaba lejos de ser perfecta pero su voz poseía un sentido dramático innato, un sentido de la musicalidad y una individualidad que me emocionaron. Derramé un par de lágrimas y me di la vuelta para que ella no me viera. Enseguida supe que sería su profesora y cuando miré en sus magníficos ojos, me dije que a pesar de todo lo demás, era muy bella», recordaría Elvira Hidalgo a propósito de aquella primera audición.

A partir de ese instante, la señora Hidalgo pasó a ser la profesora, la amiga y la mentora de Maria, al igual que lo fuera su primera maestra Trivella. El día que la Callas falleció en su piso de París, la fotografía de su admirada mentora ocupaba un lugar destacado entre sus recuerdos. En una ocasión la soprano diría: «Debo toda mi preparación y mi formación artística, escénica y musical a esta ilustre artista española». Elvira no sólo se ocuparía de la voz de Maria sino también insistiría en su aspecto físico, hasta el punto de amenazarla con dejar de darle clases si no adelgazaba y cuidaba más su imagen. «Una futura prima donna debe ser elegante tanto por su voz como por su físico», le recordaría en una ocasión.

Nadie había captado las auténticas cualidades de la voz de Maria Callas hasta que Elvira Hidalgo entró en su vida. Trivella la había considerado una mezzosoprano, pero ella la ayudaría a alcanzar las notas más altas de las sopranos. Y de la mano de la que sería su primer «pigmalión», la joven comenzó con entusiasmo una nueva etapa, un período de intensa formación que abarcaba de las diez de la mañana a las ocho de la noche. Sólo vivía para la música y poco a poco el trabajo de Elvira sobre Maria se fue dejando ver. A medida que pasaban los meses se sentía mejor consigo misma, y el sentimiento de soledad que siempre la invadía comenzó a disiparse. Aprendió a vestirse con trajes que disimulaban su obesidad, a andar con elegancia, a moverse con naturalidad sobre el escenario y a cuidar cada uno de sus gestos.

El 28 de octubre de 1940, Grecia entraba en una guerra que había querido evitar a toda costa. El ejército de Mussolini había invadido Albania y cuando las tropas italianas pretendieron cruzar la frontera griega, el país se movilizó y obligó a los hombres del Duce a retroceder. Las penurias de la guerra llegaron de manera casi imprevista al país donde Maria Callas se preparaba para debutar en el Teatro Lírico Nacional de Atenas interpretando un pequeño papel en la opereta Boccaccio, de Suppé. El reconocimiento del público fue unánime y por primera vez se sintió una cantante profesional y no una simple aficionada. Toda su familia asistió orgullosa al estreno, aplaudiéndola en primera fila. El éxito de aquella noche inolvidable la ayudaría a madurar y sentirse más segura de sí misma. El arduo trabajo junto a Elvira había dado al fin sus frutos.

La vida de Evangelia y sus hijas no se vio muy afectada en los primeros meses de la contienda, pero lo peor estaba por llegar. El 27 de abril de 1941, tras la huida del rey Jorge y su familia a Egipto, Grecia cayó en manos de los alemanes. Algunas semanas después, la cruz gamada ondeaba en lo alto de la Acrópolis, y los griegos comenzaron a vivir el horror que ya sufrían millones de personas en Europa. Los víveres empezaron a escasear, los servicios públicos estaban en manos del ejército invasor y se impuso el toque de queda desde media tarde. Pero los nazis no iban a conseguir que Maria interrumpiera su trabajo y cada mañana caminaba sola hasta la casa de la señora Hidalgo donde permanecía todo el día. Regresaba al anochecer tras los agotadores ensayos, a veces desafiando el toque de queda y con el riesgo de ser detenida por alguna patrulla alemana.

A pesar de la ocupación, la situación de Maria y de su madre no era del todo mala ya que Miltos Embiricos, el rico prometido de su hermana Jackie, les conseguía ropa de abrigo y víveres. La hermana de Maria, en sus reveladoras memorias publicadas en 1989, confesaba que la razón por la que durante la guerra nunca les faltó comida ni dinero, era un secreto bien guardado por su madre. Cuando Evangelia se enteró de que Jackie se había comprometido con el rico heredero no dudó en entrevistarse con él para ofrecerle un trato: si las ayudaba económicamente, ella permitiría que su hija Jackie fuera su amante. Aquel acuerdo acabaría con las esperanzas de que un día Jackie pudiera convertirse en su esposa. Cuando un año más tarde Maria, que siempre pensó que era su padre quien las ayudaba económicamente, descubrió la verdad, odió aún más a su madre.

Maria nunca olvidaría el invierno de 1941, cuando una ola de frío invadió la ciudad causando muchas bajas, y había que ir caminando hasta las montañas para comprar alimentos en el mercado negro. «La ocupación de Atenas fue el período más doloroso de mi vida. Recuerdo muy bien el invierno de 1941, el invierno más frío que haya padecido jamás, durante el cual nevó por primera vez en más de veinte años. Durante todo el verano siguiente, comí tomates y coles que conseguía tras caminar durante kilómetros y suplicar a los granjeros que me dieran algunas verduras», contaría la Callas años más tarde. Maria tampoco olvidaría los sufrimientos que padecieron durante la ocupación alemana. Años de hambre, pobreza y mucho miedo que la marcarían para siempre.

En aquellos días dramáticos, Maria supo que Elvira le había conseguido un puesto en la Ópera de Atenas. Tenía sólo diecisiete años y el hecho de haber entrado por la puerta grande gracias a las influencias de su maestra, la convirtieron en el blanco de las envidias de sus compañeros. Maria, que había comenzado a sentirse segura y a perder el miedo a los demás, se volvió de nuevo desconfiada y se encerró en sí misma. En el verano de 1942, cuando los alemanes permitieron que se reanudara en Atenas la vida cultural, tuvo la oportunidad de interpretar un papel que marcaría su lanzamiento. En la Ópera de Atenas se iba a representar Tosca y al caer enferma la protagonista le ofrecieron sustituirla. Maria, apenas una adolescente, salió al escenario y triunfó cantando en griego junto al tenor más famoso del país: Antonio Dhellentas. Un mes después lo haría en italiano. En una Grecia desgarrada por la guerra, aquella muchacha hasta entonces casi desconocida había conseguido, una vez más, ganarse el respeto unánime del público.

A partir de su primera representación de Tosca como suplente, Maria fue considerada una de las mejores cantantes de ópera del país. Hacía ocho años que había abandonado Estados Unidos —siendo la única de la familia que tenía la nacionalidad estadounidense— y aunque en Grecia era una celebridad, deseaba regresar a ese país y reunirse con su padre. Los alemanes habían abandonado Atenas y tras un período de euforia, el país se vio inmerso en una sangrienta guerra civil. La situación era aún más delicada que durante la guerra mundial y Maria, cuyo contrato en la Ópera de Atenas había finalizado, tenía muy pocas posibilidades de continuar su ascendente carrera.

A punto de cumplir los veintiún años, y cuando menos lo esperaba, recibió una carta de George Callas dirigida a ella. Era el 5 de diciembre de 1944 y dentro del sobre su padre le metió cien dólares como regalo de cumpleaños. La cantante estaba convencida de que tras sus éxitos en Grecia, en Nueva York se le abrirían muchas puertas, incluidas las del mítico Metropolitan Opera House.