Tengo la impresión de que me he convertido en propiedad pública. Es terrible perder el anonimato a los treinta y un años.
JACKIE KENNEDY
Aquella luminosa mañana del viernes 22 de noviembre de 1963 Jackie Kennedy ignoraba que una terrible tragedia marcaría para siempre su destino. Acababa de regresar a Estados Unidos, tras un placentero crucero en el yate de Onassis, para acompañar a su esposo en su visita oficial a Dallas (Texas). Hacia el mediodía, sentada junto a John Fitzgerald Kennedy en la parte trasera de una limusina descapotable, la sonriente pareja saludaba al numeroso público que los aguardaba. Pocos minutos después, el presidente caía abatido a tiros sobre el regazo de su esposa. Las dramáticas imágenes de su asesinato dieron la vuelta al mundo; Jackie, destrozada por el dolor y la impotencia, con su traje Chanel ensangrentado, acababa de entrar en los anales de la historia. «Bob —le dijo a su cuñado y amigo—, no creo que pueda superarlo». Su mayor consuelo fueron sus dos hijos, Caroline y el pequeño John Jr., a los que protegería como una leona del acoso de la prensa y los escándalos que salpicaron a la familia.
Jackie Kennedy, a sus treinta y tres años, se acababa de convertir en «la viuda de América». Esta mujer de origen francés, atractiva, culta, sofisticada y políglota, que aborrecía que la llamaran First Lady porque le parecía el nombre de un caballo, fue algo más que un icono de la moda y de la sociedad estadounidense del siglo XX. Con su encanto y carisma, ayudaría al entonces joven senador John F. Kennedy a ganar las elecciones presidenciales de 1960 frente a Nixon. En los dos años que duró el mandato de su esposo, Jackie supo ganarse el aprecio y la admiración del pueblo americano. Fue durante aquellos legendarios mil días la «reina» de Camelot, como los seguidores de Kennedy llamaron a su presidencia.
Jackie y John Kennedy encarnaron durante más de una década la pareja perfecta: jóvenes, fotogénicos —aunque odiaban que les hicieran fotos—, glamurosos y dinámicos, parecían estar hechos el uno para el otro, pero su vida en común fue un infierno. Jackie sufriría en silencio —y con una serenidad que sorprendía a todos— el desprecio de sus cuñadas, varios abortos que la sumieron en profundas depresiones y la angustia de vivir junto a un hombre enfermo que no por ello renunciaba a sus conquistas femeninas. La primera dama de Estados Unidos más famosa e imitada fue en realidad una mujer acomplejada, solitaria y falta de afecto a quien le desagradaba ser tratada por los medios como una estrella de Hollywood. Frívola, hermética y frágil para unos, inteligente y decidida para otros, la imagen que Jackie proyectaba era tan cambiante como contradictoria. Eleanor Roosevelt, tras conocerla en una recepción, dijo: «Hay más en ella de lo que se ve a simple vista».