Tras resolver los asuntos domésticos, organizar la vida de los niños y reformar sus dependencias privadas, Jackie consagraría todas sus energías a restaurar el resto de las dependencias de la Casa Blanca. Quería convertir este edificio emblemático en un monumento nacional del que el pueblo americano se sintiera orgulloso. A Jackie le pareció que la mansión presidencial —todo un símbolo de la nación—, tal como ellos la encontraron, era un lugar inhabitable y sin personalidad. Desde el principio, Jackie dejó muy claro que su proyecto iba más allá de la renovación estética; era un asunto de Estado. «Quiero que la Casa Blanca tenga muebles originales de su época y no copias. Y hacer de este edificio un museo de la cultura estadounidense. Quiero que el arte estadounidense se pueda admirar, junto a muebles originales. La Casa Blanca fue construida en 1790, pero no hay apenas nada anterior a 1948», dijo en una rueda de prensa.
Con una energía desbordante comenzó la ardua tarea rodeándose de los mejores especialistas en arte e historia; incluso recurrió a paisajistas y horticultores. Desde enero de 1961, la primera dama encabezó un Comité de Bellas Artes de la Casa Blanca presidido por Henry Francis du Pont, uno de los mejores especialistas en antigüedades estadounidenses, y formado por importantes —y millonarios— coleccionistas de arte del país. Gracias a ellos, Jackie consiguió recaudar nueve millones de dólares en apenas tres años. Durante los meses siguientes se recuperaron de los sótanos de la Casa Blanca auténticos tesoros escondidos y objetos cargados de historia pertenecientes a los anteriores presidentes, como el tintero de Jefferson o la butaca de piel de Washington. Muebles, porcelanas y pinturas de distintas épocas fueran restauradas con sumo cuidado. El mobiliario se enriqueció con aportaciones de amigos influyentes de la pareja, pero también de regalos procedentes de ciudadanos de todo el país que al conocer el ambicioso proyecto no dudaron en colaborar.
Aunque en un principio John Kennedy temió que bajo la influencia de su esposa, la Casa Blanca fuera «demasiado francesa», al ver los primeros resultados respiró tranquilo. Incluso el despacho oval, cuyas paredes originales, según palabras de Jackie, eran «de un verde vomitivo», ganó en estilo y luminosidad al pintarlo en un color blanco roto. El propio Kennedy personalizó su lugar de trabajo con fotografías de sus hijos, recuerdos familiares, acuarelas y objetos que reflejaban su gran pasión por el mar. Finalmente, el 14 de febrero de 1962, la primera dama mostró al pueblo americano el resultado de la restauración del histórico edificio. En un recorrido televisado para la CBS, Jackie Kennedy, en su papel de anfitriona, descubría al público las principales dependencias de la Casa Blanca que la cámara iba mostrando al tiempo que explicaba los cambios que el equipo de restauración había llevado a cabo.
El programa fue seguido por cerca de cincuenta millones de espectadores y batió récords de audiencia. Era la primera vez que la señora Kennedy aparecía sola en pantalla y, aunque su voz seguía siendo un tanto aniñada y se mostraba algo cohibida ante la cámara, el resultado fue muy satisfactorio. Jackie también tenía sus detractores, y eran muchos los que no estaban de acuerdo con el costosísimo lavado de cara de la Casa Blanca. O los que creían que en el país había otras prioridades que dedicarse a «sacarle lustre» a la sede del gobierno. Sin embargo, la idea de que fuera un proyecto financiado con fondos privados fue muy aplaudida. The New York Times publicaba: «La señora Kennedy ha recurrido a métodos creativos para obtener los fondos necesarios para la renovación de la Casa Blanca y aliviar así los bolsillos de los contribuyentes…». Lo que nadie podía discutir es que la señora Jackie Kennedy se había convertido en la mejor relaciones públicas de la Casa Blanca.
Tras la emisión del reportaje, y muy a su pesar, Jackie alcanzó una gran popularidad. La «Jackiemanía» no había hecho más que empezar pero ya era visible en los escaparates de algunas tiendas donde se podían ver maniquíes con sus rasgos idénticos y las peluquerías anunciaban a sus clientas el corte «Jackie». Las vitrinas de las tiendas prêt-à-porter mostraban sus vestidos sin mangas de cuello geométrico, ajustados al cuerpo, y sus abrigos de manga tres cuartos confeccionados en el mismo tejido y el sombrero «pastillero» a juego. Se fabricaron figuras de porcelana, adornos de Navidad y hasta juegos de mesa inspirados en ella. Jackie era una de las mujeres más famosas, admiradas y fotografiadas de Estados Unidos. Miles de mujeres en todo el mundo soñaban con parecerse a ella e imitaban su particular estilo de vestir —clásico y recatado con un toque de modernidad— al que aún hoy se rinde culto. Convertida en icono de la moda, revistas como People, Life, Vanity Fair, Vogue, entre otras, la sacaban continuamente en sus portadas como si se tratara de una estrella de Hollywood. A Jackie todo este protagonismo la desconcertaba: «¿Qué tiene que ver mi peinado con la capacidad de mi marido para servir a su país?», se lamentaba en privado.
El 31 de mayo de 1962, el matrimonio Kennedy realizaba su primera gira oficial europea que lo llevaría a las ciudades de París, Viena y Londres. Para Jackie, uno de los momentos más esperados era la visita a París, la ciudad que la cautivó siendo una adolescente. Para Oleg Cassini, encargado de diseñar y coordinar todo el vestuario de la primera dama para asistir a los múltiples actos de su apretada agenda —cenas de gala, recepciones y visitas culturales—, era su mayor reto. Estaba decidido a vestir a Jackie como «una princesa» y sin duda lo consiguió aunque para ello necesitara veinte maletas. La pareja presidencial llegó puntual al aeropuerto de Orly, donde fueron recibidos por el presidente Charles de Gaulle, que se dirigió a ellos en inglés.
Desde el mismo instante en que descendió la escalerilla del avión, la elegancia y el estilo de Jackie —envuelta en un coqueto abrigo azul pálido— acapararían todas las miradas. La limusina presidencial descapotable los condujo hasta el Quai d’Orsay, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde se alojarían durante su estancia. La calurosa acogida del público, que gritaba sus nombres y agitaba banderas estadounidenses, los impresionó vivamente. Jackie, junto a madame Ivonne de Gaulle, se sentía a sus anchas en su papel de primera dama del país más poderoso del mundo.
Ya en su primer almuerzo oficial, en el palacio del Elíseo, Jackie —que lucía un discreto conjunto de seda y lana amarillo pálido a juego con el sombrero—, sentada junto a De Gaulle, pudo demostrar su admiración hacia la cultura francesa y su gran conocimiento sobre la historia de ese país. El anciano De Gaulle, tras charlar animadamente en francés con ella y fascinado por su belleza y cultura, le diría a John Kennedy que su esposa sabía más sobre la historia de Francia que él mismo. «Mis abuelos eran franceses», diría Jackie modestamente al primer mandatario galo; «Los míos, señora, también», le respondió irónico De Gaulle. Mientras John departía con De Gaulle sobre asuntos de Estado, Jackie, acompañada por el ministro de Cultura francés —el célebre escritor André Malraux—, visitaría el castillo de Malmaison, residencia de la emperatriz Josefina, el museo del Louvre y el palacio de Versalles.
En la fastuosa cena, a la luz de las velas, que De Gaulle ofreció a los Kennedy en el Salón de los Espejos de Versalles, Jackie acaparó de nuevo todas las miradas. Cassini eligió para tan importante momento un traje de noche del diseñador francés Givenchy en seda de color marfil con el cuerpo bordado con flores y perlas inspirado en los trajes masculinos del reinado de Luis XVI. El original peinado, diseñado por su peluquero Alexander, estaba inspirado en la duquesa de Fontanges —una de las favoritas del rey Luis XIV—, y adornado con dos broches de brillantes de Van Cleef & Arpels. Jackie nunca olvidaría aquella velada en un marco tan suntuoso, ni el espléndido espectáculo de ballet de época que les ofrecieron tras la cena en el teatro Luis XV. Al día siguiente, John Kennedy, en una conferencia de prensa, comenzaría su discurso con una frase que daría la vuelta al mundo: «Creo que debo presentarme: soy el hombre que ha acompañado a Jacqueline Kennedy a París».
Tras la semana que pasaron en Francia, Jackie y John continuaron viaje a Viena, donde el presidente se entrevistaría con su más temible enemigo: el dirigente soviético Kruschev. En plena guerra fría, la entrevista entre los dos jefes de Estado era un asunto muy delicado, pero una vez más el encanto de Jackie ayudaría a aplacar las tensiones. Cuando en la cena de gala que les ofrecieron en el palacio de Schönbrunn, residencia de verano de la emperatriz Sissí, Jackie hizo su aparición con un vestido de noche rosa ajustado al cuerpo y bordado con perlas, Kruschev se quedó perplejo. Cuando más tarde los fotógrafos insistieron en que ambos presidentes se dieran la mano, el mandatario soviético dijo que prefería dársela a la señora Kennedy, y Jackie sonriente, así lo hizo.
Antes de regresar a Estados Unidos, los Kennedy visitaron Londres donde cenaron con la reina Isabel II y el príncipe Felipe. Fue el colofón a un viaje donde destacó con luz propia Jackie. Había conseguido su propósito: dar la talla como la esposa del primer mandatario del mundo y demostrar a John que podía serle de gran ayuda en sus relaciones diplomáticas. Con su cultura y encanto, la señora Kennedy había cautivado a los más importantes jefes de Estado extranjeros. A partir de ese momento la relación con John se volvió más estrecha, y Jackie se convertiría en su «mejor aliado político». Convencido de sus capacidades, el presidente no dudaría en enviarla como embajadora y observadora extraoficial a distintos países que mantenían relaciones —a veces tensas— con su Administración. En marzo de 1962, su esposa emprendería su primer viaje «no oficial» a la India y Pakistán —en compañía de su hermana Lee—, dos países vecinos pero mal avenidos que la obligarían a ser muy diplomática.
Jackie no había olvidado lo que le dijo su amigo Oleg Cassini en su primera entrevista: «Tienes una gran oportunidad, la de crear un nuevo Versalles en Estados Unidos». Tras su triunfal gira europea, había perdido su timidez y se sentía más segura de sí misma. Adulada por la prensa europea que la había tratado con gran respeto y admiración, ahora era ella quien deseaba agasajar a los más importantes artistas y dignatarios del mundo. Inspirada por los fastuosos palacios que había visitado y las elegantes cenas parisinas a la luz de las velas servidas en porcelana antigua y cubertería de oro, decidió dar nuevos aires a las recepciones oficiales y aportar a la Casa Blanca un refinamiento propio de una monarquía. En menos de tres años, los Kennedy recibieron a setenta y cuatro jefes de Estado extranjeros y organizaron cerca de sesenta y seis cenas y recepciones de gala. Algunas fueron tan suntuosas que podían rivalizar con las que se ofrecían en la corte de Luis XIV.
En los meses siguientes, Jackie Kennedy se transformó en la anfitriona perfecta, aportando su personal toque de distinción a todas las veladas que organizaba. Con su habitual perfeccionismo ella misma se ocuparía de todos los detalles: desde la lista de invitados hasta los menús, arreglos florales y el protocolo de las mesas. Para crear una atmósfera menos rígida y formal, sustituyó las mesas en forma de «U» por otras redondas de ocho comensales decoradas con pequeños ramos de flores silvestres, manteles de hilo bordados y una sencilla cristalería. Jackie solía utilizar en las cenas de gala la vajilla de Abraham Lincoln y la cubertería de plata del presidente Madison. Después contrató a un renombrado chef francés, René Verdon, para que los invitados disfrutaran de la alta gastronomía. John, en voz baja, se quejaba porque los menús estaban sólo en francés y no sabía nunca lo que iba a cenar en realidad.
De la mano de Jackie, la Casa Blanca se convirtió en un centro cultural de primer orden; un lugar de puertas abiertas para intelectuales, músicos, actores, pintores y políticos. Se organizaron conciertos, ballets, representaciones teatrales y lectura de poemas. Pau Casals, Rudolf Nureyev, Leonard Bernstein, Igor Stravinski, entre otros renombrados artistas, fueron agasajados por los Kennedy. En la recepción ofrecida al ministro de Cultura francés, André Malraux, la primera dama consiguió reunir a Arthur Miller y su esposa Marilyn Monroe —quien acudió por expresa petición de John Kennedy—, Tennessee Williams, Elia Kazan, el coreógrafo George Balanchine y el aviador Charles Lindbergh. Impresionado por la acogida que le dispensaron, Malraux cedería el cuadro La Gioconda de Da Vinci a la National Gallery de Washington. En un país donde no existía un Ministerio de Cultura, la señora Kennedy ejercía a la perfección estas funciones.
En julio de 1961, Jackie organizó su primera gala oficial en honor del presidente de Pakistán, Ayub Khan, un amigo muy necesario para Estados Unidos en aquel tiempo. Para esta importante ocasión, a Jackie se le ocurrió celebrar una cena al aire libre, a la luz de las velas, en Mount Vernon. Este lugar simbólico, donde se alza una mansión de madera blanca rodeada de bellos jardines a orillas del río Potomac, fue propiedad del primer presidente de Estados Unidos, George Washington. La organización de la cena fue un tremendo esfuerzo de logística para Jackie y sus ayudantes. Sobre el césped se dispuso una gran carpa para alojar a los ciento cincuenta comensales y bajo ella se instalaron las mesas redondas y las sillas doradas traídas de los salones de la Casa Blanca. Hubo que construir una tarima para los setenta y cuatro músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional que amenizarían la velada. La comida se trasladó desde Washington en helicópteros, y la cubertería de plata y la vajilla de fina porcelana, en camiones del ejército. Fueron necesarios tres generadores eléctricos, y hubo que instalar cocinas móviles en el jardín donde el nuevo chef Verdon pudiera preparar al momento el menú elegido para la ocasión.
La cena en Mount Vernon fue un auténtico éxito y John estaba orgulloso de su esposa, pero tanta ostentación suscitó, por parte de la prensa, duras críticas: «Son muchos los que denuncian los aires de grandeza de la señora Kennedy e ironizan sobre su pretendida “ropa interior de marta cibelina”». Al día siguiente, Jackie, ajena a las críticas y agotada por el esfuerzo, volaba a Hyannis Port para descansar el resto del verano con sus hijos.
Pero si Jackie y John se mostraban en las recepciones oficiales como dos perfectos anfitriones, en la vida privada las cosas eran bien distintas. Si la primera dama se esforzaba en organizar cenas y reuniones entre amigos, era también para entretener a John, que cada día se mostraba más distante y encerrado en sí mismo. El modisto Oleg Cassini, que fue invitado en varias ocasiones a la Casa Blanca, fue testigo de la soledad en que ambos vivían. Jackie, en una carta a Oleg, le decía que se programara para quedarse a cenar cada vez que viniera a Washington con sus diseños, para «divertir al pobre presidente y a su mujer en esta triste Maison Blanche». Jackie le confesaba a su amigo y diseñador personal que vivir en la Casa Blanca no era fácil, pues apenas tenían privacidad rodeados siempre por alguien del servicio doméstico o agentes de los servicios secretos.
Desde su llegada a la Casa Blanca, John no había cambiado ni un ápice su conducta y seguía añadiendo hermosas actrices —entre ellas Angie Dickinson o la mismísima Jayne Mansfield— a su interminable lista de amantes. Jackie sabía que cuando ella se ausentaba algún fin de semana con los niños al campo, John aprovechaba para traer a la residencia presidencial a sus «amiguitas». Los hombres del servicio secreto estaban no sólo al tanto de sus actividades extraconyugales, sino que se encargaban de ocultar las pistas o encubrir al presidente. John seguía viendo a Marilyn en Nueva York o en California, y en ocasiones la actriz acompañaba al presidente a bordo de su avión Air Force One, camuflada con una peluca castaña y grandes gafas de sol.
El 19 de mayo de 1962, con motivo del cuarenta y cinco cumpleaños de John, el Partido Demócrata había organizado una gala en el Madison Square Garden de Nueva York para sus miles de simpatizantes. Cuando Jackie se enteró de que Marilyn Monroe actuaría en la fiesta, declinó la invitación. Lo que ocurrió aquella noche forma parte de la leyenda; la actriz, enfundada en un ajustado y brillante vestido de color carne transparente, cantó al presidente su inolvidable y sensual «Happy Birthday». Aquélla sería la última noche en que se verían. Nueve semanas después de la famosa fiesta de cumpleaños del presidente, las portadas de todos los periódicos del país se hacían eco de la inesperada muerte de la actriz. Cuando a Jackie le preguntaron los periodistas sobre su trágica desaparición, respondería: «Marilyn no morirá nunca». Todos los que conocían a Jackie sabían que ella estaba al tanto de las infidelidades de John, pero en aquella ocasión le comentó a una amiga que «la cosa había llegado demasiado lejos».
En abril de 1963, Jackie estaba de nuevo embarazada y, decidida a cuidarse, diminuyó sus actividades en la Casa Blanca y anuló los viajes programados. John, feliz ante la noticia, decidió pasar el verano con sus hijos en una casa que había alquilado cerca de Hyannis Port. Sin embargo, aquél iba a ser un verano muy doloroso para ambos. El 7 de agosto, la señora Kennedy —cinco semanas antes de lo previsto— tuvo que ser hospitalizada y dio a luz a un bebé prematuro. El pequeño Patrick fallecería al día siguiente y John le daría la triste noticia a su esposa. Fue la primera vez que el presidente se derrumbó en público y Jackie, a pesar de contar en esta ocasión con el apoyo de su esposo, se hundió en una fuerte depresión.
Tras una semana en el hospital, la señora Kennedy regresó a la Casa Blanca donde se refugió en los brazos de sus hijos. Su hermana Lee, que se encontraba en Atenas, dispuesta a levantarle la moral le pidió a su amigo Onassis que la invitara a un crucero por el Mediterráneo. En aquel tiempo, Lee deseaba divorciarse de su esposo Stanislas Radziwill y mantenía una relación íntima con Onassis. A pesar de las reticencias iniciales de John Kennedy —que ya estaba pensando en las elecciones presidenciales de 1964—, que no veía con buenos ojos que su esposa se relacionara con un hombre de la fama de Onassis, aceptó con la condición de que le acompañaran dos personas de su confianza. A principios de octubre, Jackie embarcaba en el lujoso yate Christina. Por primera vez en mucho tiempo se mostraba en público tranquila y relajada.
Durante los siguientes días disfrutaría de las atenciones de su anfitrión, que haría todo lo posible para que la señora Kennedy se sintiera como una reina en un palacio flotante. Magníficas puestas de sol, baños en el mar —la fotografía de Jackie en biquini en la cubierta del yate daría la vuelta al mundo—, cenas románticas, champán y abundante caviar, y como colofón un magnífico collar de diamantes y rubíes, consiguieron devolver a Jackie la alegría de vivir. El 17 de octubre, con sus maletas llenas de vestidos, regalos y antigüedades, regresaba bronceada y relajada dispuesta a cumplir, una vez más, con su papel de perfecta esposa del presidente de Estados Unidos. Fue entonces cuando John le pidió que lo acompañara en su gira oficial a Dallas, Texas. Los Kennedy llevaban diez años casados y juntos habían pasado pruebas muy duras. Sus más allegados ahora los veían más unidos que nunca; habían conseguido formar un buen equipo.
El 22 de noviembre de 1963, John y Jackie llegaban al aeropuerto de Dallas dispuestos a enamorar al electorado texano. Lo que ocurrió a continuación forma ya parte de la historia. Los Kennedy recorrían las calles de la ciudad en su limusina descapotable, saludando con la mano a los miles de personas que habían acudido a verlos. A las doce y media, tres disparos acababan con la vida de John, que caía abatido sobre el regazo de su esposa. El mundo entero presenció en directo el brutal asesinato del presidente más carismático de Estados Unidos. Jackie, que en un primer momento intentó huir del coche, siempre se culparía de no haber podido cubrir a su esposo con su cuerpo y evitar así su muerte. Destrozada por el dolor y la impotencia, no quiso separarse ni un instante del cuerpo sin vida de John. Su entereza y valor en los días posteriores al brutal asesinato le granjearon la admiración de todo el país.
En ningún momento Jackie se derrumbó en público. En el avión Air Force One de regreso a Washington, permaneció sentada junto al féretro de su marido con su traje Chanel y los guantes blancos manchados de sangre. Cuando la azafata le preguntó si deseaba cambiarse de ropa, Jackie respondió tajante: «No, quiero que el mundo vea lo que le han hecho». A su llegada a la Casa Blanca comenzó a preparar los funerales de su esposo, con el mismo gusto por el detalle y rigor histórico que siempre la caracterizaron. Decidió que los restos mortales de John Fitzgerald Kennedy descansaran en el cementerio de Arlington, donde reposan los héroes de guerra. Al día siguiente, el mundo entero contemplaba en directo el solemne funeral inspirado en el entierro de Lincoln. Jackie, vestida de riguroso negro y con un velo cubriéndole el rostro, encabezaba erguida el cortejo de la mano de sus dos hijos. Caminó tras el ataúd desde la Casa Blanca hasta la catedral de St. Matthew donde la esperaban sesenta y dos jefes de Estado y de gobierno, entre ellos De Gaulle. La imagen del pequeño John Jr. saludando militarmente ante el féretro de su padre quedaría para siempre grabada en la memoria del público. Aquella misma tarde, sin alterar su rutina, Jackie celebraría el tercer cumpleaños de su pequeño.
Tras los actos oficiales, Jackie decidió desaparecer un tiempo de la vida pública. El 6 de diciembre abandonó definitivamente la residencia oficial y durante un tiempo vivió en una casa prestada rodeada de sus Van Gogh, Matisse, Cézanne y sus objetos de arte más apreciados que le recordaban los buenos tiempos. A principios de 1964, la ex primera dama compró una mansión de catorce habitaciones, repartidas en tres niveles, que le costó una fortuna para la época. Intentó en su nuevo hogar recrear el ambiente de las habitaciones que sus hijos tenían en la Casa Blanca, quizá para contrarrestar la enorme nostalgia que sentía. Durante un año guardaría un discreto luto y se dejaría ver en contadas ocasiones. Tenía sólo treinta y cuatro años y sus dos hijos pequeños eran ahora su máxima prioridad. En los meses siguientes se dedicaría a defender la memoria de su esposo, implicándose en una exposición itinerante y en la creación de la biblioteca Memorial John F. Kennedy en Boston, para la que consiguió recaudar diez millones de dólares. Acosada por la prensa y pensando en la seguridad de sus hijos decidió trasladarse a Nueva York donde compró un lujoso ático en el 1040 de la Quinta Avenida. En este enorme apartamento de quince habitaciones frente a Central Park viviría durante treinta años, hasta el día de su muerte.
Con el paso del tiempo y ya instalada en Nueva York, Jackie fue reconstruyendo los pedazos de su vida. Poco a poco fue superando la profunda depresión en la que se sumió tras la muerte de John. El polémico doctor Jacobson —que Bob Kennedy detestaba— seguía acudiendo en su auxilio con sus recetas milagrosas. Pero Jackie se había acostumbrado demasiado a los sedantes y otros medicamentos y su cuerpo ya no respondía a los tratamientos a base de anfetaminas y esteroides. Caroline y John iban a dos prestigiosas escuelas católicas y empezaban a tener una vida «normal» tal y como siempre había deseado su madre para ellos. «Son el centro de mi universo, espero yo también ser el centro del suyo. Tengo la intención de estar junto a ellos y no fallarles», diría Jackie. Y así, cuando comenzaba a reponerse, otra nueva desgracia la golpearía con fuerza. En la madrugada del 6 de junio de 1968, el senador Robert Kennedy era asesinado apenas una hora después de haber sido elegido candidato a la presidencia. Fue en ese instante cuando Jackie empezó a temer seriamente por su seguridad y la de sus hijos. «Desprecio este país y no quiero que mis hijos sigan viviendo aquí. Si han decidido matar a los Kennedy, mis hijos son el principal blanco. Quiero irme de aquí», diría totalmente desbordada por la muerte de Bob, su fiel amigo y confidente. La esperanza de una vida tranquila y la posibilidad de un regreso de los Kennedy a la Casa Blanca se esfumaron con la muerte de Bob.
Pero una vez más Jackie Kennedy resurgiría de sus cenizas. A sus treinta y nueve años, no estaba dispuesta a asumir el resto de sus días el papel de «viuda de América» y el 20 de octubre de 1968 se casó con otro hombre poderoso, rico y muy influyente: Aristóteles Onassis. El público estadounidense, que antes la adoraba, ahora criticaba esta unión que muchos tachaban de interesada y sin un ápice de amor. «Te bajarán de tu pedestal», le advirtió un amigo. «Mejor eso que morirme sobre él», fue su respuesta. Jackie, ajena al revuelo que provocó su decisión, comenzó una nueva etapa de la mano de un hombre —veintitrés años mayor que ella— que le aportó el consuelo y la seguridad que en esos momentos necesitaba. Su matrimonio de conveniencia no fue un lecho de rosas. Jackie se casaba con un hombre con el que no compartía ni gustos ni aficiones, pero que pagaba sus abultadas facturas —por entonces era una compradora compulsiva que podía adquirir doscientos pares de zapatos en un día— y le regalaba magníficas joyas. Como esposa de Onassis contaba con una asignación anual de 20.000 dólares, y sin embargo todos los meses enviaba facturas a la secretaria de Ari para cubrir gastos imprevistos. Cuando el magnate murió el 15 de marzo de 1975 a causa de una neumonía bronquial, Jackie se quedó de nuevo viuda —y con una cuantiosa herencia en el banco—, pero esta vez comenzó a vivir a su manera, sin depender de los hombres.
Sus últimos años fueron quizá los más felices porque finalmente hizo lo que le gustaba sin tener que dar cuentas a nadie. Tras años sin trabajar, dedicada en cuerpo y alma a sus caprichos, y a gozar de todos los privilegios, regresó a su antigua vocación literaria. Instalada en su ático neoyorquino se dedicó a viajar por todo el mundo, a editar libros exquisitos y cuentos infantiles para Doubleday —hasta su muerte trabajó tres días a la semana como editora de libros ilustrados— y a disfrutar de sus nietos. Encontró en Maurice Tempelsman, un conocido asesor financiero y propietario de un negocio de diamantes, al mejor compañero para recorrer el último tramo de su turbulenta vida. Cuando en noviembre de 1993, tras una caída de caballo en una exhibición hípica, descubrió que padecía un cáncer linfático, organizó una magnífica comida de Navidad y se marchó de vacaciones al Caribe. Cinco meses después, Jackie ingresaba de urgencia en un hospital de Nueva York. Al saber que el cáncer había ganado la batalla, les pidió a sus hijos que la dejaran morir tranquila en casa. Previsora y meticulosa como siempre, redactó un largo testamento —su fortuna se calculaba en torno a los 200 millones de dólares—, y preparó los detalles de su entierro en la iglesia de San Ignacio de Loyola. Eligió un canto gregoriano, la camisa que quería lucir en su funeral y redactó una lista de las personas que podían acercarse a su lecho y despedirse de ella. Un tiempo atrás había decidido que quería ser enterrada junto a John F. Kennedy y sus dos hijos Arabella y Patrick, en el Cementerio Nacional de Arlington.
El 19 de mayo, a sus sesenta y cuatro años, Jackie murió en su lecho rodeada de sus hijos sin entender por qué su vida privada aún importaba a la gente. Su adorado hijo John Jr. —un atractivo periodista y abogado que moriría a los treinta y ocho años en un extraño accidente aéreo— fue el encargado de leer un breve y emotivo comunicado a los periodistas que hacían guardia frente a la casa: «Anoche, a las diez y cuarto, mi madre se apagó rodeada de sus amigos, de su familia, de sus libros, de las personas y objetos que más quería. Murió como ella había deseado, y por eso estamos felices. Está ahora en manos de Dios. Han sido enviados un número incalculable de mensajes, provenientes de Nueva York y del mundo entero. En nombre de mi familia, agradezco sinceramente a todos los que se han manifestado de esa manera. Ahora que lo sabéis todo, confío en que nos daréis dos o tres días de paz».
Jackie Kennedy Onassis, que toda su vida intentó preservar su intimidad, no podría evitar que tras su muerte su imagen se convirtiera en un icono de su tiempo y su vida en una leyenda plagada de luces y sombras. «El público jamás se cansaba de leer cosas, por triviales que éstas fuesen, sobre ella y sobre sus hermosos hijos. Se convirtió en una estrella, en un ídolo. Parecía la perfecta esposa, la perfecta madre, la perfecta amante, realmente la mujer perfecta», diría uno de sus biógrafos. La que en su día fuera la mujer más fotografiada y admirada del mundo, la sofisticada y enigmática dama que compartió su corazón con dos hombres poderosos, seguiría interesando a un público que nunca la olvidó.