JACKIE, PRIMERA DAMA

El 20 de enero de 1960, a sus cuarenta y dos años, John Kennedy anunció oficialmente a la prensa que iba a optar a ser elegido candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos. Lejos de alegrarse, Jackie pensó que perdía para siempre a su esposo. De ganar las elecciones, John pertenecería al pueblo americano y su relación sería aún más fría y tensa. Aun así se mantuvo a su lado durante la última etapa de la frenética carrera de su esposo a la Casa Blanca. En el avión privado de John —bautizado Caroline en honor a su hija—, los Kennedy recorrerían juntos miles de kilómetros a través de todo el país. Fueron unos meses de auténtica locura, tal como recordaba Jacques Lowe, el fotógrafo oficial de los Kennedy: «Comenzábamos a las seis y media de la mañana en Nueva York, después íbamos a Boston, Chicago y aun a otras dos ciudades más, para terminar en California a las dos de la mañana. Habíamos asistido a tres comidas y tres cenas, donde Jack no había cesado de hablar, sin tener nunca tiempo para comer». Sólo en 1960, John haría más de cien mil kilómetros en avión para pronunciar cerca de quinientos discursos.

Durante aquellos maratonianos viajes presidenciales, muchos periodistas se preguntaban cómo Kennedy, con sus graves problemas de salud, podía soportar aquel ritmo tan frenético. La respuesta, de conocerse, hubiera acabado con las posibilidades del joven senador de llegar a la presidencia. Tal como afirma la mayoría de sus biógrafos —entre ellos Jean-Marc Simon y David Heymann—, John tenía una gran dependencia a las medicinas debido a sus dolores crónicos de espalda, pero también a los tratamientos del doctor Max Jacobson. Este polémico médico alemán que vivía en Nueva York —también conocido como Dr. Feeldgood (Doctor Bienestar)— era famoso en los años sesenta por sus inyecciones «milagrosas» de estimulantes —especialmente de anfetaminas— y sus cócteles vitamínicos. Entre sus clientes se encontraban importantes personajes del mundo del cine y de la política, entre ellos Marlene Dietrich, Tennessee Williams o el escritor Truman Capote.

El doctor Max Jacobson y su esposa Nina acompañarían de incógnito al presidente John Kennedy y a su esposa en la mayoría de sus viajes oficiales. Nadie se fijaría en ellos, viajarían en aviones distintos y se alojarían siempre cerca de la suite presidencial para estar disponibles a cualquier hora del día. John y Jackie utilizarían los servicios de este doctor durante todo el mandato presidencial: «No tenían elección. Sometidos a una brutal presión pública, víctimas de sus propias angustias, no tenían otra manera de enfrentarse a ello. Y John, que sufría terribles dolores crónicos, por primera vez en su vida se sentía aliviado. Cada vez dependían más de los medicamentos que les administraba Jacobson, pero entonces no eran conscientes de lo que aquello significaba clínicamente», escribe Christopher Andersen en su libro. Max Jacobson ayudaría también a Jackie —propensa a las depresiones— con sus controvertidos tratamientos a sobrellevar algunos de los trances más dolorosos de su vida como el brutal asesinato de su esposo en Dallas. En 1975, Max Jacobson se vio involucrado en un gran escándalo al ser acusado del envenenamiento de varios de sus pacientes y se le retiró la licencia.

Cuando Jackie, que estaba embarazada de nuevo, llegó a su quinto mes, abandonó discretamente la campaña. Quería evitar que se repitiera la tragedia ocurrida en 1956 y decidió, con el beneplácito de John, que esta vez no le acompañaría a la convención de Los Ángeles. En el mes de julio, relajada y feliz, se quedó en Hyannis Port y siguió la convención por televisión. Todo el clan Kennedy acompañó a John a Los Ángeles donde el senador tuvo tiempo de asistir a fiestas organizadas por sus amigos de Hollywood —Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y Toni Curtis— y verse a solas con Marilyn Monroe, entonces desesperada porque Yves Montand había decidido seguir con su esposa, la actriz Simone Signoret. Sin embargo, en la lejanía, Jackie estaba al tanto de todo lo que ocurría a través de su hermana Lee, que asistió a la convención demócrata con su segundo esposo, el príncipe polaco Stanislas Radziwill. Jackie no parecía molesta por la relación de John con la explosiva Marilyn, a quien consideraba una amante más, pero si hubiera trascendido a la prensa, habría montado en cólera. La idea de ser humillada en público le resultaba insoportable.

El 13 de julio de 1960, John fue elegido por su partido para presentarse a las elecciones presidenciales frente al candidato republicano, Richard Nixon. Los debates televisivos fueron decisivos para el resultado final. La fotogenia de John, que aparecía frente a las cámaras bronceado, seductor y campechano, conquistó a los estadounidenses. A partir de ese instante, Jackie dejaría de estar en un segundo discreto plano, para saltar al ruedo de la arena política. Ya no sólo era su asesora en la intimidad, sino que se atrevió a dar discursos en público defendiendo los postulados de su marido. En un país de minorías, la joven y estilosa señora Kennedy, que hablaba italiano y español a la perfección, contentaba a la gente dirigiéndose en su propio idioma. El patriarca del clan Kennedy no se había equivocado; Jackie se había convertido en la perfecta esposa y compañera de un político que cada vez estaba más cerca de la Casa Blanca.

El 8 de noviembre de 1960, John Fitzgerald Kennedy se convertía en el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. A partir de ese momento la vida de Jackie iba a dar un vuelco de unas proporciones que aún ignoraba. Poco tiempo después, cuando era primera dama y con la prensa pendiente de todos sus movimientos, Jackie se lamentaría: «Tengo la impresión de que me he convertido en un pedazo de propiedad pública. Es terrible tener que perder el anonimato a los treinta y un años». En los siguientes dos meses y medio su casa familiar de Georgetown, en Washington, serviría como cuartel general para el joven y enérgico equipo del candidato. «La casa estaba siempre llena de gente, podía salir de mi baño y encontrarme con Pierre Salinger, portavoz de Kennedy, ofreciendo una rueda de prensa en mi dormitorio», diría Jackie.

Dos semanas más tarde, Jackie ingresaba de nuevo en urgencias a causa de una hemorragia. En contra de todo pronóstico dio a luz a su segundo hijo, llamado John Jr. El niño colmaba la felicidad de una madre que vivía con angustia y pánico cada uno de sus partos. John Kennedy se encontraba en Florida y se enteró de la noticia a bordo de su avión privado. «Nunca estoy a su lado cuando me necesita», comentaría a uno de sus colaboradores. John regresó al día siguiente junto a su esposa y pudo coger en brazos a su hijo. Debido a su poco peso —2,8 kg—, el recién nacido tuvo que pasar seis días en la incubadora. Jackie, que había estado al borde de la muerte, tardaría varios meses en recuperarse.

El mismo día que Jackie Kennedy abandonaba el hospital de la Universidad de Georgetown en silla de ruedas, la señora Eisenhower —la ya ex primera dama— le propuso visitar la Casa Blanca. Jackie quiso declinar la invitación pues no se encontraba con fuerzas para recorrer los interminables pasillos de la residencia presidencial, pero finalmente tuvo que aceptar. Sólo pidió que a su llegada a la Casa Blanca tuvieran una silla de ruedas a su disposición por si la necesitaba. Jackie, pálida y agotada, aguantó las dos horas que duró la visita a las dependencias de la Casa Blanca. Se mostró encantadora con su anfitriona, saludó al servicio doméstico y posó sonriente ante los fotógrafos. Más tarde reconocería que no se atrevió a reclamar a Mamie Eisenhower su silla de ruedas aunque le resultara un auténtico martirio permanecer de pie tanto tiempo. Las dos semanas siguientes las pasaría con su familia en la propiedad de los Kennedy en Palm Beach, recuperándose en la cama de su cesárea y pensando cómo convertir la mansión presidencial en un lugar habitable para ellos.

A sus cuarenta y seis años, John F. Kennedy era el presidente estadounidense más joven —y el primer católico— de la historia de Estados Unidos que llegaba a la Casa Blanca. Jackie no sería la esposa más joven de un presidente —esta distinción les pertenecía a las esposas de John Tyler y de Grover Cleveland—, pero sería la más bella y joven del siglo XX. Desde el instante en que se conoció la elección de John, la prensa se volcaría en la pareja presidencial y en sus adorables hijos pequeños. Muy pronto la nación más poderosa del mundo estaría representada por el matrimonio más atractivo y mediático de la historia. Jackie, siempre celosa de su intimidad, sabía que a partir de ahora todas las miradas estarían puestas en ella y no estaba dispuesta a defraudar a su marido.

A principios de diciembre, mientras se encontraba convaleciente en el hospital de Georgetown, Jackie hizo llamar al modisto Oleg Cassini para que le indicara algunos modelos de cara a sus próximos compromisos. Faltaba sólo un mes para la investidura de su esposo y para que ella se convirtiera en el centro de todas las miradas. Tras la ceremonia inaugural se sucederían las recepciones oficiales, los viajes de Estado y las cenas de gala. Jackie tenía muy poco tiempo para ocuparse de ella misma y necesitaba estar a la altura de las circunstancias. Oleg Cassini, nacido en París y afincado en Nueva York desde 1936, sería el creador del famoso look de la primera dama e introduciría un nuevo estilo de vida en la Casa Blanca.

En sus memorias, el modisto Oleg Cassini recordaba su primer encuentro con Jackie en la habitación del hospital. La señora Kennedy estaba rodeada de bocetos, dibujos y trajes de los mejores diseñadores del momento. Casi todos habían escogido modelos de sus colecciones para vestir a la atractiva primera dama de Estados Unidos. Pero Cassini, que había sido diseñador de grandes estrellas de Hollywood, tenía otra idea en mente: «No hice una selección de mi colección. Había creado un concepto para ella. Le hablé como si fuera una actriz de cine y le dije que necesitaba un guión. Le dije: “Quiero que seas la mujer más elegante del mundo. Creo que debes crear un estilo, un estilo propio que cree tendencia, y no tener que seguirla”». Para Cassini, Jackie Kennedy tenía la imagen perfecta para unos trajes «muy simples, casi arquitectónicos», que marcarían toda una época.

Cuando Jackie vio los veinte bocetos y algunas muestras de tela que le presentó el modisto, y escuchó sus indicaciones, comprendió que había encontrado al hombre capaz de renovar no sólo su imagen sino el estilo de la propia Casa Blanca. Antes de irse le dijo a Jackie: «Tienes una gran oportunidad: la de crear un nuevo Versalles en Estados Unidos». Oleg Cassini se convertiría en su diseñador personal durante los siguientes tres años, creando cada año para ella cien trajes exclusivos que serían imitados por miles de mujeres en todo el mundo. En menos de un mes, Cassini organizó un equipo compuesto por especialistas en telas y colores, y ocho costureras que trabajarían exclusivamente para Jackie. El modisto tendría siempre a su disposición una modelo con las medidas exactas de la primera dama «90-66-96 y una altura de 1,70 m». Sería el patriarca Joe Kennedy quien pagaría sin rechistar las elevadas facturas de ropa de su nuera.

Para Cassini, Jackie Kennedy sería una fuente constante de inspiración para sus creaciones: «Cuando pensaba en ella, veía una silueta de jeroglífico: la cabeza de perfil, los hombros anchos, las caderas estrechas y el cuello estilizado y el porte de una reina. Con sus ojos de esfinge parecía una princesa egipcia clásica: Nefertiti». Las cartas que se han conservado —dirigidas a Oleg Cassini durante los mil días que vivió en la Casa Blanca— muestran a una Jackie exigente y caprichosa para quien el tema de su vestuario se convirtió en una prioridad. «Asegúrate de que nadie tiene exactamente el mismo vestido que yo tengo… quiero que los míos sean originales y que ninguna señora bajita y gordita ande por ahí con un vestido igual al mío», le diría en una carta fechada el 13 de diciembre de 1960.

Oleg entendió perfectamente lo que Jackie deseaba y que se resumía en lo que le dijo tras su primera entrevista: «Vísteme como si John fuese el presidente de Francia». Y así el modisto no sólo diseñaría magníficos vestidos, abrigos y trajes de chaqueta, sino que coordinó todos sus complementos, pieles, sombreros, bolsos y zapatos. Cassini seleccionaba prendas de otros diseñadores famosos como Coco Chanel —quien por cierto solía decir que no había nadie peor vestido que Jackie Kennedy en todo el mundo—, Dior, Givenchy, Bergford Goodman, Pierre Cardin, Gustave Tassell o Donal Brooks. Las blusas y pantalones de Valentino, sus originales sombreros, los vestidos de Givenchy, los pañuelos Hermès, los trajes sastre de Chanel, las botas Vogel, las enormes gafas de sol, los collares de tres vueltas de perlas falsas Kenneth Jay Lane, las chaquetas Huntsman, unido a su corta melena natural, crearon un estilo que inspiró a las norteamericanas de los años sesenta.

Tras vender la casa de Georgetown para trasladarse a la mansión presidencial, los Kennedy alquilaron en Virginia una casa de campo como segunda residencia. Allí Jackie podría pasar los fines de semana con sus hijos y montar a caballo sin que una nube de periodistas siguiera todos sus movimientos. La casa, llamada Glen Ora, rodeada de ciento sesenta hectáreas de extensos campos y bosques, sería para Jackie un refugio al que escaparía de las presiones de Washington. Pagarían por ella la nada despreciable suma de 2 000 dólares al mes. En 1963, Jackie convencería a su esposo para construir no muy lejos de Glen Ora una nueva residencia llamada Wexford, donde poder montar a caballo y cazar. Apenas podrían disfrutarla antes del asesinato de Kennedy.

Después de Eleanor Roosevelt, ninguna primera dama había conseguido destacar en la escena pública. Jackie iba a crear un nuevo estilo y romper con la imagen tradicional de la esposa de un presidente dedicada a inaugurar hospitales y asistir a almuerzos sólo para damas. En realidad, la señora Kennedy era muy distinta de las anteriores inquilinas de la Casa Blanca. Era culta, refinada y moderna, sin dejar de ser una madre y esposa modélica. Bailaba el twist, jugaba al tenis, nadaba y era una excelente amazona. Además vestía con la elegancia y la sofisticación de una princesa europea. Ya entonces la revista Life hablaba de la influencia de Jackie en la moda estadounidense: «Poco a poco los adeptos a la moda creada por la tímida y bella primera dama están fomentando toda una revolución. Muy a su pesar, la señora Kennedy se ha convertido en la top-model estrella de todo el país».

El 20 de enero de 1961, el matrimonio Kennedy se convirtió en el centro de las miradas de millones de personas. Tras una copiosa nevada caída la noche anterior en las calles de Washington, John Kennedy prestaba juramento de su cargo en el Capitolio ante la atenta mirada de su esposa. Jackie, sentada entre la señora Eisenhower y lady Bird Johnson, destacaba por su aire juvenil entre las demás damas envueltas en gruesos y poco favorecedores abrigos de piel. Jackie, ajena a las bajas temperaturas, vestía un elegante y sencillo abrigo de lana en color beis con el cuello de marta cibelina, a juego con un manguito de piel. Los complementos: botines, guantes largos, y sombrero pill-box hat —llamado así por tener la forma de un pastillero— fueron meticulosamente elegidos para la ocasión. Para el baile inaugural de la toma de posesión de su esposo, Jackie deslumbraría con un espectacular vestido largo de satén blanco con mangas tres cuartos, corpiño estilo princesa y falda acampanada, diseño de Cassini, que causaría sensación entre los asistentes. Desde su primera aparición pública aquella gélida mañana en la toma de posesión de su esposo, tanto la prensa acreditada como el pueblo americano estuvieron de acuerdo en que estaban ante la primera dama más elegante del mundo.

Tras la ceremonia inaugural, John y Jackie se trasladaron a vivir a la Casa Blanca donde comenzaron los mil días «de vino y rosas» que harían correr ríos de tinta. La soledad y la falta de intimidad serían el alto precio que tendría que pagar por ser la esposa del presidente de Estados Unidos. Muchas cosas iban a cambiar en su vida, entre ellas, la presencia constante de los hombres del servicio secreto, que la seguirían, a ella y a sus pequeños, como una sombra alargada. Jackie se enteraría horrorizada de que los agentes secretos tenían un nombre clave para cada uno de los miembros de la familia presidencial: John era «Lancer», Jackie era «Lace», Carolina se llamaba «Lyric» y el pequeño de la casa, John-John, era «Lark».

Luego estaban los periodistas, con los que Jackie mantenía una relación de amor-odio. En una rueda de prensa, tras su llegada a la Casa Blanca, un reportero le preguntó qué daba de comer a su perro Clipper, a lo que ella contestó sin dudarlo: «carne de periodista». Jackie no podía soportar que desde la verja que rodeaba los jardines de la mansión presidencial, los periodistas la acecharan a todas horas con sus objetivos; o que la gente de la calle llamara a gritos a sus hijos que aún vivían ajenos al revuelo que su presencia despertaba. Era tan celosa de su intimidad que un estrecho colaborador de la Casa Blanca diría: «Si la hubieran dejado, habría mandado construir una muralla alrededor de la Casa Blanca y un foso lleno de cocodrilos».

Cuando Jackie Kennedy visitó en compañía de su anfitriona, la señora Eisenhower, la Casa Blanca en Pennsylvania Avenue, sintió que el mundo se hundía a sus pies. Con su habitual ironía, la primera dama le diría a su secretaria personal: «¡Dios mío, es el lugar más horrible del mundo! Tan frío y lúgubre como la fortaleza de Lubianka [la prisión rusa]… No puedo soportar la idea de tener que mudarme con mis hijos a este horrible lugar». La señora Eisenhower debió de darse cuenta de la reacción de Jackie y declaró más tarde a los periodistas: «Es extremadamente joven, y tiene la intención de cambiar cada una de las dependencias de esta casa. Estoy segura de que con su llegada va a haber muchos cambios en la Casa Blanca». La ex primera dama, que había vivido ocho años en la solariega residencia presidencial, no imaginaba la remodelación que iba a llevar a cabo la señora Kennedy. Jackie deseaba convertir su nuevo hogar en un lugar más cálido, elegante y distinguido aunque para ello tuviera que gastar una fortuna.

Mientras Jackie Kennedy reposaba en Palm Beach con su familia comenzó a estudiar cuidadosamente planos y fotos de la Casa Blanca, memorizando cada una de las habitaciones y salones hasta en los más mínimos detalles. También se documentó sobre la historia de la Casa Blanca y los ilustres inquilinos que los habían precedido. Para Jackie la familia era una prioridad y lo primero que hizo fue transformar las dependencias privadas de la segunda planta en un lugar confortable y moderno para vivir. En apenas tres meses y con la ayuda de la célebre decoradora neoyorquina Helen Parish, consiguió que aquellas habitaciones «oscuras, incómodas y horribles» fueran irreconocibles. Juntas estudiarían los planos de cada estancia y repasarían el interminable inventario de muebles, cuadros y objetos antiguos —que se remontaban a la construcción del edificio en 1790— que descansaban en los sótanos cubiertos de polvo. Jackie quería aportar luz y calidez a todas las estancias, y lo consiguió gracias a los colores claros, los ramos de flores frescas en mesas y rincones, las mullidas moquetas y el fuego en las chimeneas. Convirtió las paredes en una galería de arte donde colgó paisajes originales de Cézanne, acuarelas de célebres pintores estadounidenses y cuadros indígenas. El salón privado de los Kennedy era una mezcla de estilo francés y estadounidense. Una estancia luminosa con amplios ventanales y los muros tapizados en tela de color crema. Los muebles antiguos, un sofá de dos plazas bajo un tapiz oriental, dos veladores en madera de cerezo, una lámpara de cabecera de porcelana, dos quinqués Luis XV y una biblioteca en madera de pino blanco daban a este salón un ambiente íntimo y cálido. Era allí donde la pareja recibía a sus amigos y miembros de la familia. Era, como decía Jackie, «nuestro particular Georgetown».

Para evitar el impersonal comedor situado un piso más arriba de la cocina —todos los platos llegaban fríos a la mesa—, Jackie mandó construir una cocina —equipada con la última tecnologí a— en las nuevas dependencias y un comedor más práctico y luminoso. La Casa Blanca, antes un edificio meramente administrativo, se había convertido, gracias al empeño y el gusto refinado de Jackie, en un hogar moderno de los años sesenta. Ante la prensa no se cansaría de repetir: «Todo en la Casa Blanca debe tener una razón de ser. Hubiera sido un sacrilegio simplemente redecorar sus interiores, una palabra que odio. Debe ser restaurada y esto no tiene nada que ver con la decoración».

Una de las mayores obsesiones de Jackie desde su llegada a la Casa Blanca fue preservar la infancia de sus hijos. «No quiero que mis hijos sean educados por un ejército de niñeras y de hombres del servicio secreto», diría en una ocasión. Era la primera vez, en el siglo XX, que dos niños habitaban en la mansión presidencial y Jackie quería que se sintieran a sus anchas. En el tercer piso del edificio, organizó una escuela para que pudieran asistir Caroline y otros dieciséis niños, hijos de empleados y amigos. Cerca del despacho oval mandó construir una zona de juegos al aire libre con columpios, toboganes, túneles y balancines de madera. La pequeña Caroline sólo tenía que subir una escalera después de desayunar para reunirse con sus compañeros de colegio y de juegos. De esta manera también John —cuya apretada agenda no le permitía estar todo el tiempo que deseaba con sus hijos— podía escaparse de una reunión y ver un rato a los pequeños. Al presidente no parecía incomodarle en absoluto que los niños jugaran a su alrededor mientras él redactaba un discurso o dirigía una reunión. Las fotografías de los niños gateando sobre la alfombra del despacho oval, ante la mirada tierna del presidente, mostraban al mundo que a la Casa Blanca habían llegado aires nuevos.