A la señorita Jackie Bouvier no le resultó nada fácil adaptarse a la vida familiar del clan Kennedy. John Fitzgerald Kennedy procedía de una familia de origen irlandés instalada en Boston. Su bisabuelo, Patrick Kennedy, llegó a Estados Unidos a mediados del siglo XIX como miles de inmigrantes procedente de su Irlanda natal huyendo del hambre. Con tesón, olfato para los negocios y afán de superación, los Kennedy consiguieron prosperar hasta convertirse en ricos e influyentes miembros de la sociedad estadounidense. Joseph o Joe Kennedy, el padre de John, era un hombre emprendedor que se enriqueció con los negocios inmobiliarios. Seductor, bebedor y mujeriego empedernido, fue uno de los primeros productores de cine y distribuidor de alcohol de todo el país. Acabaría casándose con una devota y abnegada irlandesa llamada Rose Fitzgerald que le dio nueve hijos y viviría ciento cuatro años. La matriarca del clan —que siempre estuvo al tanto de las infidelidades de su esposo, incluida su relación con la actriz Gloria Swanson— era una ferviente católica. Hija de un legendario alcalde de Boston y educada en los mejores internados religiosos de Europa llevaba con mano firme las riendas de su numerosa familia. Joe, que en tiempos del presidente Roosevelt había sido embajador de Estados Unidos en Londres, volcó todas sus expectativas en su hijo primogénito llamado como él Joe. Pero al morir éste combatiendo durante la Segunda Guerra Mundial, su hermano John cargaría con la responsabilidad de cumplir los sueños de su padre y de no decepcionarle.
Cuando Jackie comenzó a frecuentar a los Kennedy encontró su mayor apoyo en el jefe del clan. Joe fue el único que desde el primer instante supo ver sus cualidades y el potencial que tenía. Su hijo era un brillante y carismático político soltero, pero necesitaba a su lado a una esposa —y formar una familia— si deseaba llegar lejos en su carrera. Cuando conoció a la señorita Bouvier, le pareció la candidata perfecta: era católica como ellos, de buena familia, atractiva y tenía grandes aptitudes. Además hablaba con soltura varios idiomas —francés, español e italiano—, y tenía un origen «aristocrático» del que carecían los Kennedy. Sería el viejo y astuto Joe Kennedy quien animó a John a dar el paso y pedir a Jackie matrimonio.
Mientras Joe se sentía cautivado por la señorita Bouvier, no toda la familia tenía la misma opinión de ella. La actitud silenciosa y prudente de Jackie era interpretada como un síntoma de orgullo y altanería por sus cuñadas, que no le mostraron ninguna simpatía. A su futura suegra, Rose, le resultaba una muchacha demasiado independiente, demasiado sofisticada en su manera de vestir y con unas opiniones poco ortodoxas. Jackie se negaba a comer los bocadillos de crema de cacahuete con mermelada de fresa que le ofrecían en los picnics, el aperitivo por excelencia norteamericano. Rose no salía de su asombro cuando sus hijas la invitaban a navegar y Jackie portaba su propia comida en una cesta de mimbre, a base de «terrina de paté, quiché de verduras, quesos franceses y una botella de vino de crianza». Pero con el tiempo, Jackie supo ganarse a la matriarca del clan e hizo todo lo posible para mejorar su relación con ella llamándola cariñosamente belle-mère (aunque en privado era El Dinosaurio). Cuando Joe les confesaba a sus amigos: «Estamos todos locos con Jackie», se refería sobre todo a sí mismo.
En realidad, Jackie no podía ser más distinta de los Kennedy. Ella, que amaba la tranquilidad, la lectura, los paseos a caballo, se encontró de repente en medio de una familia numerosa que destacaba por su febril actividad. Cuando todos los miembros de la familia se reunían en su feudo, una magnífica casa de cedro blanco, de quince habitaciones con amplias terrazas, frente a un brazo de mar en Hyannis Port, al sur de Boston, no había un momento de calma. Joseph obligaba a sus hijos —y nueras— a que compitieran entre ellos jugando al tenis, al fútbol americano o practicando el deporte de la vela. Eran habladores, ruidosos y competitivos entre ellos. La casa estaba siempre atestada de gente: nueve hermanos con sus respectivos esposos y esposas, hijos, amigos, abundante servicio doméstico y un buen número de animales de compañía. Jacques Lowe, el fotógrafo personal de los Kennedy, dijo en una ocasión que la casa de Hyannis Port era «una auténtica casa de locos».
Jackie, elegante, reservada y de modales educados, difícilmente podía encajar en aquel ambiente.
Tampoco era competitiva y desde el primer día tuvo muy claro que nunca sería como sus cuñadas: «No pienso ser un chicazo que se sube a los árboles y grita “¡vamos a ganar!”. Se pueden reír si quieren de mis faldas y de mis escarpines, pero mi cabeza funciona tan bien como la suya». Lo cierto es que la única vez que intentó unirse a ellos y jugó un partido de fútbol americano, acabó con un esguince de tobillo entre las sonrisas de algunos presentes.
En noviembre de 1952, John fue elegido senador de Massachusetts después de obtener una arrolladora victoria contra uno de los hombres fuertes del Partido Republicano, Henry Cabot Lodge. Ahora el prometedor senador tendría un poco más de tiempo para dedicarle a su novia Jackie Bouvier. El 20 de enero de 1953, la pareja realiza su primera salida oficial con motivo de la celebración del baile inaugural de investidura del presidente Eisenhower. Parecía que al fin John había sentado la cabeza, aunque en privado seguía acostándose con otras mujeres. Tras esta primera aparición juntos en público, cada uno volvería a su trabajo; él al Senado y ella a su puesto en el Washington Times-Herald.
Por entonces, Jackie dudaba que el apuesto senador Kennedy se sintiera atraído por ella cuando tenía a su alcance una interminable lista de «amigas». Desde muy joven, Jackie se había sentido acomplejada por su físico y lamentaba no haber nacido tan guapa como su hermana Lee. Nunca le gustó su cuerpo, al que veía un sinfín de defectos: pechos pequeños, manos grandes y varoniles con las uñas siempre comidas —que ocultaba con largos guantes—, y pies grandes del número 42. Unos años más tarde, ya convertida en la señora Kennedy, la insegura Jackie se las ingeniaría para cambiar su imagen y transformarse en la elegante —y admirada por todos— esposa del presidente de Estados Unidos.
En este compás de espera, Lee Bouvier, a sus veinte años, se casaba con Michael Temple Canfield, hijo de un editor miembro de la aristocracia inglesa. Su hermana Jackie fue testigo de la boda, que se celebró el 18 de abril de 1953 en la mansión familiar de Merrywood. Pero el matrimonio de Lee acabó el mismo día en que descubrió que las finanzas de su flamante esposo poco tenían que ver con la realidad. Michael le pidió consejo a su cuñada para poder recuperar el amor de su esposa, pero Jackie —siempre tan pragmática— le respondió secamente que para salvar su matrimonio lo único que tenía que hacer era «ganar dinero de verdad». Poco tiempo después, Lee, con la excusa de que su marido no había querido tener hijos, consiguió la anulación del Vaticano, y en un tiempo récord se convirtió en la esposa de un príncipe polaco, Stanislas Radziwill.
En la primavera de ese mismo año, el Washington Times-Herald envió a Jackie a Londres para cubrir como reportera la coronación de la reina Isabel II de Inglaterra que accedía al trono con sólo dieciséis años tras la muerte de su padre el rey Jorge VI. Antes de partir, John le pidió que se casara con ella, pero ella le respondió que lo pensaría durante su ausencia. A Jackie, como le confesaría a una amiga, le daba miedo perder su independencia, verse absorbida por la política y sobre todo pasar a formar parte del posesivo clan de los Kennedy. Una semana más tarde, tras haber leído sus artículos en la prensa, John le enviaría un breve telegrama que decía: «Artículos excelentes, pero te echo de menos. Jack». John no parecía dispuesto a dejar escapar a Jackie y no esperó una respuesta a su petición. A su regreso de Londres la fue a recoger al aeropuerto con un anillo de pedida de diamantes y esmeraldas, de la firma Van Cleef & Arpels, que aceptó encantada sin saber que era Joe —su futuro suegro— quien lo había elegido. Al día siguiente, la señorita Bouvier renunciaba a su trabajo en el periódico y se despedía de sus compañeros.
El 25 de julio de aquel mismo año se anunció oficialmente el compromiso de la señorita Jacqueline Bouvier con el senador John Fitzgerald Kennedy. La boda era la unión de dos poderosas familias de la costa Este de Estados Unidos. En su primera aparición en la prensa como prometida del senador Kennedy, la revista Vogue la describió como «una joven de belleza extravagante». A principios de julio, Life Magazine realizó un amplio reportaje del joven senador y su prometida en la residencia familiar de Hyannis Port, en Cape Cod. La pareja aparecía fotografiada en portada, sonriente y relajada, navegando en su velero por las aguas de la bahía. El público estadounidense comenzaba a mostrar interés por la que en los próximos diez años sería una de las parejas más célebres del mundo. Jackie y John estaban empezando a despuntar como el fenómeno mediático en el que acabarían convirtiéndose.
En julio, mientras Jackie, su madre Janet y su suegra se hallaban inmersas en los preparativos de la boda, el senador Kennedy realizaba un imprevisto viaje de placer a la Costa Azul. En secreto, como de costumbre, se vería con una de sus amantes habituales, una joven y deslumbrante sueca de veintiún años llamada Gunilla von Post. A Jackie le desagradó que su novio despareciera pero pensaba que con el tiempo cambiaría su comportamiento. A su regreso, John, bronceado y relajado, asistiría a dos despedidas oficiales de soltero organizadas por su padre y por el señor Auchincloss, el padrastro de Jackie. Por su parte, Jack Bouvier no podía competir con aquellas fortunas y se quedaría al margen del acontecimiento más importante en la vida de su hija.
El sábado 12 de septiembre de 1953, en la iglesia católica de Saint Mary, en Newport, John y Jackie se convirtieron en marido y mujer ante ochocientos invitados. Joe Kennedy orquestaría el evento en la sombra para conseguir que la boda se convirtiera en un deslumbrante acto de promoción electoral en la carrera de su hijo hacia la Casa Blanca. Y sin duda fue el acontecimiento social más importante del año no sólo por la lista de insignes invitados, sino por la lujosa puesta en escena que recordaba las bodas reales europeas. La repercusión mediática del evento fue más propia de un estreno de cine —con la presencia de famosas estrellas de Hollywood—, que de una boda entre un político y una chica de la buena sociedad. Al día siguiente, las fotos de la pareja aparecieron publicadas en los más importantes periódicos estadounidenses, incluido The New York Times, que mostraba en su portada a John y a Jackie cortando la tarta nupcial de casi metro y medio de alto.
Jackie no era aún conocida por el gran público, y sin embargo cerca de tres mil personas se agolparon en las inmediaciones de la iglesia para ver a los novios. La policía tuvo que hacer grandes esfuerzos para frenar a la multitud que quería ver de cerca a la joven novia. Vestida con un elegante traje de tafetán de seda, color marfil, en cuya confección se emplearon cincuenta metros de tela, y con un largo velo antiguo, de fino encaje, estaba radiante. Nadie podía adivinar la profunda tristeza de la novia al enterarse, por su madre Janet, de que su adorado padre no podría llevarla del brazo hasta el altar por encontrarse ebrio en la habitación de su hotel. Sin mostrar un ápice de su desilusión, Jackie reprimió las lágrimas y avanzó con paso firme por el pasillo principal de la iglesia decorada con crisantemos blancos y gladiolos rosados, del brazo de su padrastro.
Tras la boda —calificada por la prensa como «el enlace del año»—, la recepción ofrecida en Hammersmith Farm reunió a cerca de mil quinientos invitados, a los que los novios saludaron de pie, uno por uno, durante más de dos horas. «Fue exactamente como una coronación», afirmó con entusiasmo uno de los asistentes. Para esta ocasión, Jackie lució un traje de Chanel, color gris perla. El regalo de bodas de John a su esposa fue un brazalete de diamantes valorado en diez mil dólares. Para el escritor estadounidense Gore Vidal, pariente de la madre de Jackie, aquél era un matrimonio al mejor estilo del siglo XVIII, «una unión donde se sumaban intereses». Al no conservarse cartas de amor —John era poco romántico; nunca le escribiría una ni tampoco le enviaría ramos de flores—, ni ningún tipo de correspondencia entre ellos, resulta difícil conocer cuáles eran entonces los verdaderos sentimientos de la pareja.
A la vuelta de su breve luna de miel en Acapulco, los Kennedy pasaron los dos primeros meses de vida en común entre Hyannis Port y la mansión de Merrywood. Jackie deseaba con todas sus fuerzas tener un hogar y poco antes de casarse, en una entrevista al Boston Globe, describió la casa de sus sueños: «Me muero de ganas de que tengamos una casa para nosotros, que pueda decorar a mi gusto y poder, al fin, desembalar los regalos de boda. Espero encontrar una pequeña casa en Georgetown. Me gustaría encontrar un nidito confortable y decorarlo mezclando muebles funcionales con algunas antigüedades». Finalmente, en el mes de noviembre, la pareja alquiló una casa de ladrillo rojo en Georgetown, el barrio chic donde había vivido Jackie de soltera.
El primer año de casados, Jackie apenas veía a su esposo, cuya carrera política le tenía totalmente absorbido. A sus veinticuatro años era una mujer inexperta, y aunque había viajado mucho, y estudiado en los más prestigiosos colegios, nadie la había preparado para ser la esposa de un ambicioso senador que aspiraba a ser el presidente del país. Se había casado con la ilusión de ser la perfecta esposa, tal como le confesaba ingenuamente a una periodista: «En esa época, mi ideal era llevar una vida normal, con un marido que llegase a casa todos los días a las cinco después de trabajar. Yo quería que pasara los fines de semana conmigo y los niños que íbamos a tener». Pero el sueño de Jackie nunca se haría realidad.
Pasaba sola los fines de semana, y apenas podía organizar su vida pues todo eran imprevistos: cenas hasta altas horas de la noche, comidas de trabajo. Jackie, como esposa de un senador, también se sentía desplazada y no encontraba su lugar. Tenía veinte años menos que la mayoría de las esposas de los colegas de su marido. Y si en alguna ocasión acudió a jugar al bridge con ellas o a algún almuerzo, no tenía tema de conversación. Todas ellas hablaban de sus hijos o de sus adorables nietos. Ella sólo podía hablar de su hermanastro, que entonces tenía seis años de edad. «Jackie detestaba el aspecto artificial de los encuentros programados entre las mujeres de los miembros del Congreso o el desayuno anual de las esposas de los senadores. Era una tradición heredara de la señora Truman y la señora Eisenhower, pero ella no lo soportaba. No tenía nada que ver con ellas…», comentó una periodista del Washington Evening Star.
No obstante, Jackie se entregó de lleno a su nuevo papel de esposa fiel y devota. Ella, que tanto había detestado convertirse en una típica y aburrida ama de casa, ahora lo era: «Llevé un poco de orden a su caótica vida. En casa se comía como Dios manda, no sólo productos que Jack tenía costumbre de consumir (sándwiches, café y cerveza), y ya no salía de casa con un calcetín de cada color». Jackie se ocuparía también del vestuario de John, que tenía una pierna casi dos centímetros más corta que la otra, y le encargó no sólo pantalones a medida sino calzado especial para que no cargara tanto la espalda que era su punto débil. El nuevo look de John Fitzgerald Kennedy, casual, elegante y deportivo, encarnaba a una nueva generación.
Había pasado sólo un año desde su boda de cuento de hadas y Jackie se mostraba irritable y nerviosa. Conocía las infidelidades de su esposo, quien en aquellos días tenía alquilado un piso de soltero en el hotel Mayflower donde se citaba con sus amantes, y apenas se veían. Jackie se mordía las uñas y fumaba de manera compulsiva dos paquetes diarios de cigarrillos. Las disputas entre la pareja eran cada vez más frecuentes, y Jackie para compensar su frustración se dedicaba a comprar vestidos y redecorar su casa. Se gastó auténticas fortunas en tapices y muebles franceses del XVIII que eran sus preferidos. John se escandalizaba al ver las facturas pero por miedo a discutir con ella aceptaba la situación. Decoró su casa con un gusto exquisito y obras de arte de gran valor que ni su esposo ni sus colaboradores llegaron nunca a apreciar.
Pronto Jackie se daría cuenta de que la única manera de estar más cerca de su esposo era colaborar en su carrera política. Ella, que nunca había votado y que por entonces no mostraba gran interés por el mundo de la política —venía de una familia de tradición republicana—, estaba ahora casada con un demócrata con ambiciones presidenciales. Aunque tenía grandes conocimientos de historia europea, sintió que como esposa de un senador debía estar más informada sobre la historia de su propio país. Se matriculó en un curso de historia estadounidense en la escuela diplomática de la Universidad de Georgetown, cercana a su residencia. Algunos periódicos sensacionalistas, al conocer la noticia titularon: «La esposa del senador regresa al colegio…». En ocasiones asistiría al Senado para escuchar los discursos de John y pasaría muchas horas en la Biblioteca del Congreso donde se sumergía en la lectura de obras históricas y temas de actualidad. Pero lo que más valoraba John era que su esposa le tradujera algunos pasajes de las obras de célebres filósofos franceses como Voltaire o Rousseau, con cuyas citas enriquecía sus discursos.
También Jackie aportaría autocontrol a la personalidad desbordante de John, puliría sus cualidades de orador y le haría cambiar el tono de su voz y su marcado acento nasal propio de Nueva Inglaterra. Le ayudó a hablar más pausadamente y a utilizar las manos —John hablaba en público siempre con ellas en los bolsillos— para subrayar los puntos importantes del discurso. Pero aun así la vida en pareja no era fácil y Jackie se lamentaba: «Estoy sola casi todos los fines de semana. No es normal. La política, de alguna manera, era mi peor enemiga y no teníamos ninguna vida familiar». Junto a las ausencias de su esposo estaban sus constantes y graves problemas de salud que la sumían en una gran angustia. En aquellos meses, la salud de John empeoró de manera alarmante. Su dolor de espalda se agravó y ya no era suficiente con que durmiera en una tabla de madera, tomara baños calientes, recurriera en ocasiones a un corsé o tuviera que utilizar muletas para poder caminar.
En octubre de 1954, Kennedy era ingresado en un hospital de Nueva York para realizarle una compleja y arriesgada intervención. El dolor de espalda, que tanto le atormentaba, podía llegar a dejarle parapléjico si no se le practicaba una operación de urgencia. El que John tuviera la enfermedad de Addison complicaba aún más las cosas. Tal y como se temía, tras la operación el paciente sufrió una grave infección urinaria y entró en coma. A sus veinticinco años, Jackie estuvo a punto de quedarse viuda; los médicos le informaron que la muerte de su esposo era inminente y el cardenal de Nueva York llegó a darle la extremaunción. Durante cerca de un mes, John se debatió entre la vida y la muerte. Jackie sorprendió a todos por su fortaleza y serenidad en tan difíciles momentos. A pesar de estar en coma, le leía poesía mientras le cogía de la mano y cuando recuperó la conciencia no se separaría de su lado ni un instante. Ya entonces, los que la criticaban vieron que tras su aparente fragilidad Jackie escondía una voluntad de hierro.
Durante su convalecencia en el hospital, las visitas se quedaban sorprendidas al ver que en la puerta de su habitación había colgado un póster de Marilyn Monroe, vestida con un minúsculo short azul y un polo blanco. John había conocido a la despampanante rubia a principios de 1954, en una recepción en la casa de un productor de Hollywood, en Beverly Hills. Al parecer, John no hizo nada por disimular su atracción hacia la actriz, entonces casada con Joe DiMaggio, y ésta le pasó su número de teléfono al senador sin pensar que la llamaría. Unos días antes de Navidad dieron el alta a John y el clan Kennedy se trasladó a la propiedad que tenían en Palm Beach, Florida, donde el clima benigno favorecería su recuperación.
Dos meses después de su operación, John volvió a sufrir terribles dolores. Los médicos decidieron intervenirle de nuevo en un hospital de Nueva York. El 15 de febrero de 1955 se encontró una vez más al borde de la muerte, aunque consiguió sobrevivir. Durante su larga convalecencia, y obligado a alejarse del Senado, Jackie asumió las relaciones públicas de su esposo. Se volvió imprescindible para él: le leía los periódicos, le mantenía al corriente de los sucesos más importantes de la actualidad e incluso aprendió a cambiarle los apósitos. Fue entonces cuando Jackie le animó a escribir un libro sobre algunos líderes políticos del país que hubieran luchado valientemente por defender sus ideales. John le hizo caso y el 2 de enero de 1956 aparecía publicado el libro Profiles in Courage, que tuvo un gran éxito de ventas e incluso obtuvo el premio Pulitzer en la categoría de biografías. El éxito de la obra vino acompañado de un buen número de críticas. Eran muchos los que decían que en el estado en que John se encontraba era imposible que hubiera escrito tan voluminosa y documentada obra. En voz baja se comentaba que Jackie le había encargado a un «negro literario» escribir la obra que firmaría su esposo.
En mayo de 1955, un bronceado John Kennedy regresaba al Senado caminando con la ayuda de unas muletas y soportando un terrible dolor de espalda que los médicos le trataban con inyecciones de novocaína. Una vez recuperado, y lejos de agradecer a su esposa el apoyo y la entrega de aquellos duros momentos, John volvió a sus conquistas. En el verano de 1955, los Kennedy hicieron un viaje de siete semanas por Europa donde fueron recibidos en audiencia privada por el papa Pío XII. Mientras John partía solo unos días antes y aprovechaba para verse con su amante Gunilla von Post en Suecia, Jackie buscaba una nueva casa para ellos. Finalmente, la pareja se reunió en Antibes para seguir su periplo que los llevaría a Italia, Polonia y París. Era su primer viaje por Europa y la presencia de Jackie no pasó desapercibida. En París, le serviría de intérprete a su esposo en las reuniones que tuvo con importantes dignatarios. «Tenía todo el encanto de una cortesana del siglo XVIII. Fundía literalmente a los hombres cuando los miraba con sus inmensos ojos. Los europeos no fueron insensibles; de hecho, creo que fueron mucho más sensibles a su clase que los estadounidenses», diría una periodista que los acompañó en la gira.
El matrimonio Kennedy regresó a Nueva York el 11 de octubre de 1955 y compraron un hermoso edificio histórico llamado Hickory Hill, con piscina y amplios establos, no lejos de Merrywood, en Virginia. Jackie soñaba con tener un hogar espacioso y tranquilo donde poder finalmente ampliar la familia. Según su biógrafo Christopher, a los pocos días de instalarse en su nuevo hogar, la joven señora Kennedy, embarazada de tres meses, sufrió un aborto espontáneo que no llegó a trascender a la prensa. En enero de 1956, Jackie estaba embarazada de nuevo y aunque la noticia devolvió la ilusión a la pareja, iba a ser un año muy duro para ella. John estaba siempre ausente, dedicado a la promoción de su libro, con entrevistas y conferencias por todo el país; por otro lado se preparaba para presentarse como candidato presidencial en la Convención Nacional del Partido Demócrata. Dolida por tantas ausencias, pero ilusionada con la llegada de su bebé, Jackie se puso a decorar su mansión de Hickory Hill dedicando especial atención a la habitación de los niños. Mientras, John alquilaba la suite 812 del Mayflower Hotel, donde comenzó a dar grandes fiestas para sus amigos y se citaba con sus amantes.
Embarazada de ocho meses y en contra de las indicaciones del médico, en el mes de agosto Jackie acudió a la convención demócrata en Chicago. Requerida por las hermanas y cuñadas de John, quienes le dijeron que su presencia era importante, no pensó en el esfuerzo físico que le supondría un viaje tan precipitado y agotador. Para Jackie fue frustrante e ingrato pues durante la semana que pasó en Chicago apenas pudo hablar con su esposo. Ella se hospedó en la casa de su cuñada Eunice mientras John instalaba sus cuarteles en el Conrad Hilton. Pero a pesar del apoyo de su esposa, Kennedy no consiguió la anhelada nominación a la presidencia. Por primera vez se sentía derrotado y fue un duro golpe para un hombre acostumbrado como él al triunfo. Cuando el matrimonio regresó al día siguiente a Nueva York, Jackie —a quien sólo le faltaban tres semanas para dar a luz— se refugió en la casa familiar de Hammersmith Farm. Debido a su avanzado estado de gestación estaba muy vulnerable y le pidió a John que la acompañara. Pero su esposo tenía planeado reunirse con sus padres, que se encontraban descansando en la Costa Azul, antes de fletar un velero y navegar durante una semana por el Mediterráneo.
El 23 de agosto, Jackie se despertó pidiendo ayuda y con unos terribles dolores. Su madre Janet, alarmada por su estado, la acompañó al hospital de Newport donde ingresó de urgencias. Tres semanas antes de la fecha prevista, Jackie había sufrido una hemorragia interna y los médicos le practicaron una cesárea para intentar salvar a su bebe. La niña, que debería llamarse Arabella, nacería muerta, y durante unas horas la vida de la madre también estuvo en peligro. Cuando se despertó de la anestesia y abrió los ojos, fue Bob, el hermano de John, quien le daría la triste noticia. A lo largo de su matrimonio con Kennedy, Bob sería su gran apoyo y consuelo, en ausencia de su marido.
John se enteraría de lo ocurrido mientras navegaba en alta mar en compañía de su hermano Teddy y una amiga común. No pudo ver entonces la portada del Washington Post, que en su primera página decía en un titular: «El senador Kennedy, en crucero por el Mediterráneo, ignora que su esposa ha perdido su bebé». Tres días después de la muerte de su hija, John llamó a casa y Jackie le informó sobre lo ocurrido. Tras hablar por teléfono con su esposa, que estaba muy afectada, aún tardaría dos días más en reunirse con ella. De nuevo Jackie se sentiría traicionada y abandonada por su esposo. La pérdida de su segundo hijo hizo creer a la pareja que quizá no podrían tener descendencia. De espaldas a ella, los Kennedy no dudaban en afirmar que la señorita Bouvier tenía una constitución demasiado delicada para ser madre. La prueba fue más cruel para Jackie pues, pocos días después de su aborto, su cuñada Patricia Kennedy daba a luz una preciosa niña y unas semanas más tarde Ethel, la esposa de Bob, daba a luz a su quinto hijo. Tras perder a su bebé, Jackie no quiso regresar a su hogar de Hickory Hill donde le esperaba una habitación vacía para los niños. La pareja vendería la casa a Bobby y Ethel, que llegarían a tener once hijos, y ellos alquilaron de nuevo una casa en Georgetown.
Tras cuatro años de matrimonio insatisfactorio, y ante la imposibilidad de dar a luz un hijo sano y salvo, Jackie se recluyó en sí misma. Durante un tiempo tomó la decisión de distanciarse de su marido pasando sus días entre la propiedad de su padrastro en Hammersmith Farm y Nueva York, mientras John seguía en Washington. Por primera vez, la prensa se hacía eco de los rumores de un posible divorcio entre la pareja. Según la revista Time, fue entonces cuando Joe Kennedy, viendo peligrar la brillante carrera política de su hijo, le ofreció a Jackie un millón de dólares a cambio de reconciliarse. No sabemos si la señora Kennedy llegó a recibir esa cantidad pero la esposa engañada regresaría a su hogar dispuesta a salvar su matrimonio.
A finales de aquel año horrible para Jackie, su esposo anunció a su familia que a partir de ese momento todos sus esfuerzos se dirigirían a conseguir ganar las próximas elecciones y llegar a la Casa Blanca. En marzo de 1957, Jackie estaba de nuevo embarazada y animada por la noticia se sintió con fuerzas de comprar y decorar una nueva casa. Poco antes de Navidad, los Kennedy se trasladaron a una elegante y luminosa mansión de ladrillo rojo en el 3307 N Street de Georgetown. Con la ayuda de una famosa decoradora neoyorquina, Jackie transformó su nueva residencia en un sofisticado hogar —con muebles estilo Luis XV y Luis XVI, sus preferidos— pero sobre todo muy acogedor. Esta vez, Jackie pensó también en las necesidades de su esposo y en que la casa fuera cómoda y práctica para él y sus colaboradores. «Debe tener sillones grandes muy confortables y mesas donde los políticos puedan poner sus papeles, sus tazas de café y sus ceniceros. Y sobre todo no quiero una casa donde le tenga que decir constantemente a mis hijos: “No toques esto”», le diría a la decoradora. Para Jackie éste fue su primer hogar de verdad.
Pero la señora Kennedy no sólo gastaba fortunas en decoración, también lo hacía en ropa. Los opositores a John pretendieron usar el «despilfarro de la señora Kennedy» como arma política contra su esposo. Cuando un periodista en una ocasión le preguntó a la entonces primera dama si era cierto —y lo era— que había gastado cerca de 30.000 dólares sólo en ropa ese año, ella, sin inmutarse, le respondió: «¡No podría gastar todo ese dinero a menos que llevara ropa interior de marta cibelina!». La realidad es que John montaba en cólera cuando llegaban las facturas de su caprichosa esposa, pero ella justificaba sus gastos diciendo que tenía que vestirse de manera elegante para no avergonzarle: «Como hombre público, te sentirías humillado si me vieras fotografiada con un vestido viejo. Todo el mundo diría que tu mujer es una pueblerina y nadie te votaría». John nunca la contradecía, quizá porque en el fondo se sentía culpable por sus constantes ausencias e infidelidades.
El día anterior a su veintiocho cumpleaños, Jackie recibiría una llamada que la sumiría en una profunda tristeza. Su padre, Jack Bouvier, moría en Nueva York víctima de un cáncer de hígado, sin que Jackie pudiera despedirse de él. Cuando ella llegó al hospital adonde había sido ingresado, hacía una hora que había fallecido. Jackie, que llevaba un año sin verle, se sintió culpable por no haberse ocupado de él y permitir que muriera solo en una fría sala de hospital. La enfermera que estuvo a su lado en sus últimos momentos, le comentó a Jackie que antes de cerrar los ojos había pronunciado su nombre. Fue un golpe muy duro para ella y todos temían que de nuevo pudiera perder al bebé que esperaba. Para colmar aquel año, John se vio aquejado de unas fiebres muy altas provocadas por una infección y fue ingresado en el hospital. Salió de la crisis gracias a una dosis elevada de antibióticos pero su salud seguía siendo muy frágil.
El 27 de noviembre de 1957, el sueño de Jackie de ser madre se hizo al fin realidad. El nacimiento de su hija Caroline, una hermosa niña de tres kilos ochocientos gramos, emocionó sinceramente a su marido que esta vez sí estuvo junto a ella: «Nunca olvidaré la cara de John, cuando el médico entró en la sala de espera para anunciar que el bebé había nacido y que la madre y la hija se encontraban bien. Siempre recordaré la dulzura de su expresión y su sonrisa», dijo Janet Lee, la madre de Jackie, a los periodistas. Tras dos abortos, y varios meses de angustia creyendo que no podría tener más hijos, aquél fue para Jackie «el día más feliz e importante de toda mi vida».
Jackie tenía veintiocho años cuando fue madre por primera vez y aquel nacimiento pareció unir más al matrimonio. Ese año, John estaba muy ocupado en su reelección como senador y apenas se veían pues viajaba por todo el estado. Pero a diferencia de antes, intentaba regresar a casa en cuanto podía. «Cuando llegaba a casa, subía directamente a la habitación de los niños. La niña le sonreía como no lo hacía con nadie. Desde el principio, él la amaba y ella le adoraba. Para ella su padre era la persona más importante», diría Maud Shaw, la niñera de Caroline.
A todos sorprendió la transformación de John al ser padre por primera vez. Parecía radiante y rejuvenecido, orgulloso de su nuevo papel. Los medios de comunicación se disputaron la exclusiva del nacimiento de la niña de los Kennedy y finalmente fue Life quien publicó el esperado reportaje. «Después de Shirley Temple, ningún niño estadounidense ha estado tan solicitado por la prensa mundial en un lapso de tiempo tan corto», dijo un periodista. Jackie, que no deseaba que su hija se convirtiera en una «mascota electoral», accedió al reportaje de Life a condición de que John interrumpiera en verano su campaña y fueran juntos a París.
Tres semanas después del nacimiento de Caroline, los Kennedy se instalaban en su acogedora mansión de ladrillos rojos y un patio de magnolias en N Street donde los esperaba el servicio doméstico contratado por Jackie: una niñera inglesa, una doncella, una cocinera, el sirviente personal de John, un chofer a tiempo completo y una secretaria particular que llevaba su agenda. Por primera vez desde su boda, tenía la sensación de tener un hogar propio y una familia que cuidar. En los meses siguientes apenas recibiría visitas y se dedicaría de manera obsesiva a redecorar la casa. Tal como confesaría su madre Janet, al menos en tres ocasiones Jackie cambiaría el mobiliario y la pintura del salón principal.
La señora Kennedy tenía al fin su propio hogar y una hermosa niña a la que dedicaba todo su tiempo, pero no podía soportar las constantes ausencias de su marido, que sólo vivía para la política. Se mostraba lunática y muy irritable en presencia de John, que no sabía cómo encajar los bruscos cambios de humor de su esposa. Por exigencias de Joe Kennedy, que temía que la prensa se hiciera eco de los escándalos sexuales de su hijo, le pidió que abandonara su nido de amor en el Mayflower y que, al menos hasta la investidura, se mantuviera fiel a Jackie. Joe no se equivocaba, y si durante su matrimonio Jackie soportó en silencio las continuas infidelidades de su marido, fue —como ella misma reconoció a una amiga— porque nunca salieron a la luz pública.
Pero John no estaba dispuesto a cambiar de vida y a pesar de su maltrecha salud seguiría cortejando modelos, azafatas, secretarias y estrellas de Hollywood. Algunos biógrafos lo tachan de adúltero compulsivo y relacionan su enloquecida actividad amatoria con una patología vinculada a sus múltiples dolencias y al abuso de fármacos. En verano de 1958, según el biógrafo Christopher Andersen, comenzó con entusiasmo su relación con Marilyn Monroe. Un año después de su divorcio con el famoso jugador de béisbol Joe DiMaggio, la actriz se había casado con Arthur Miller pero pronto comenzaron entre ellos las desavenencias. Marilyn se veía a escondidas con Kennedy en su pequeño apartamento de Manhattan o en una lujosa suite del Carlyle Hotel. Para ella, John era sólo una diversión, pues entonces estaba muy enamorada del actor Yves Montand.
A su regreso del viaje a París que le había prometido a Jackie, Kennedy continuó con sus compromisos políticos. Pero en esta ocasión su esposa, decidida a controlarle más de cerca, le propuso acompañarle en su gira electoral. Por primera vez se dejó fotografiar sonriente, atendió con amabilidad a la prensa, saludó a la gente que se acercaba para conocerla y escuchó embelesada los discursos de su esposo. No estaba acostumbrada a las multitudes, ni a tener que estrechar la mano a gente que no conocía y la abordaba por la calle, pero supo estar a la altura de las circunstancias. Vestida de manera elegante pero sobria, sin apenas maquillaje ni joyas, aunque luciera un magnífico sastre Chanel, su presencia despertaba un enorme interés en la gente que asistía a los mítines de su esposo. Los asesores del senador pronto descubrieron que cuando se anunciaba la presencia de Jackie en algún acto electoral de su esposo, acudía mucha más gente. Sus aires de princesa tímida enamoraron a los estadounidenses. En vista de los resultados, los asesores de John insistían cada vez más en que Jackie estuviera presente en los actos públicos. The New York Times destacaba en titulares: «La esposa de Kennedy encanta a los electores».