NACIDA PARA TRIUNFAR

En 1931, la foto de Jacqueline aparecía en la sección de ecos de sociedad del diario local The East Hampton, en Long Island, una elegante ciudad de veraneo de los ricos neoyorquinos. La pequeña —que ya definían como «una encantadora anfitriona»— celebraba su segundo cumpleaños y sus padres le organizaron una gran fiesta, digna de una princesa. Subida en su pony y vestida para la ocasión con un elegante traje de amazona, posaba con sorprendente aplomo para los fotógrafos. Su madre, Janet Lee, obsesionada por hacerse un hueco en la high society neoyorquina, no dudaba en llamar a los periodistas para que fueran testigos de los avances de su pequeña: cumpleaños, concursos caninos, demostraciones hípicas… todo valía con tal de que su nombre y el de su adorable hija aparecieran en la prensa. Nadie podía imaginar entonces el fulgurante destino de aquella niña morena de rostro sereno, ojos vivos y luminosos, pómulos redondos y espesa melena —rasgos que apenas cambiarían a lo largo de su vida— que durante décadas sería la reina indiscutible del papel cuché.

Jacqueline Lee Bouvier Kennedy —más conocida como Jackie— había nacido en Southampton, Nueva York, el 28 de julio de 1929. Su padre, John Bouvier III, era un apuesto y hábil corredor de bolsa de Wall Street más célebre entre los miembros de la clase alta neoyorquina por sus amoríos y excesos que por sus lucrativos negocios. Los Bouvier provenían de una modesta familia del sur de Francia aunque todos sus miembros se decían emparentados con la aristocracia francesa, lo que les permitió ascender con rapidez en el escalafón social. Fue el abuelo de Jackie, el excéntrico John Vernou Bouvier Jr. —que se hacía llamar «El Comandante»—, el que inventó la genealogía aristocrática de los Bouvier. En 1925 publicó un libro titulado Nuestros antepasados en el que sin ningún rubor demostraba los nobles orígenes de la familia y presumía de su amistad con los Bonaparte. La leyenda se transmitió entre sus hijos y nietos, y al final todos los Bouvier —incluida Jacqueline— se comportaban como si por sus venas corriera sangre azul. Su ostentosa forma de vida, sus gustos exquisitos, su manera de relacionarse y el refinamiento del que se rodeaban eran más propios de la corte de Luis XVI que de afortunados inversores de la costa Este.

En realidad, la fortuna de los Bouvier procedía de las inteligentes inversiones inmobiliarias realizadas por el bisabuelo de Jackie. Michel Bouvier era un emprendedor carpintero que llegó a Filadelfia donde residía una importante colonia francesa. En sus inicios le ayudó a establecerse en los negocios José Bonaparte, ex rey de España en el exilio, hombre rico e influyente que sentía debilidad por los muebles finos. En el verano de 1816, el joven Michel hizo algunos trabajos para Bonaparte en la mansión de verano que éste poseía en Point Breeze, junto al río Delaware, en Jersey. De carpintero Bouvier pasó a convertirse en un cotizado artesano ebanista. Con el tiempo abrió su propio taller, se casó en segundas nupcias con una hermosa dama, hija de un noble francés, con la que tuvo una caterva de hijos y acabó amasando una gran fortuna. En sus últimos treinta años de vida, Michel adquirió propiedades, ganó más dinero y tuvo cuatro hijos más, entre ellos un varón al que llamó John Vernou. Construyó una inmensa mansión y llevó a su numerosa familia de viaje por Europa, haciendo escala en su pueblo natal, Pont-Saint-Esprit, donde fue recibido con todos los honores.

La madre de Jackie, Janet Lee, era la hija de un importante banquero y avispado hombre de negocios de la ciudad de Nueva York. James Lee había construido algunas de las residencias más lujosas de la ciudad, entre ellas los apartamentos de catorce habitaciones del número 740 de Park Avenue que en 1910 se alquilaban por la increíble suma de 2 000 dólares al mes. La familia Lee era originaria de Inglaterra e Irlanda, al igual que los Kennedy con quien más tarde se emparentaría su hija. Su ambición, como la de todos los descendientes de irlandeses que habían conseguido prosperar económicamente desde la llegada de sus abuelos a Estados Unidos a mediados de 1800, era ser aceptados entre la buena sociedad de «viejos americanos» descendientes de los primeros colonos.

Janet tenía veintiún años cuando dio a luz a su hija mayor, Jacqueline. Mujer mundana, brillante, de gustos refinados y una magnífica amazona, su desmedida ambición social la llevaría a casarse con Jack Bouvier, un rico heredero de buena familia. Al nacer su primogénita, y ante el notable parecido físico con su padre, la llamaron Jacqueline. Janet, obsesionada con las reglas de etiqueta y los convencionalismos sociales, educaría a sus dos hijas —Caroline, la pequeña, era cuatro años menor que Jackie— para ser unas chicas discretas, elegantes y recatadas. La futura señora Kennedy recibiría una excelente y completa educación que la ayudaría a convertirse en una mujer refinada y cosmopolita. Jackie crecería en un mundo de lujo y privilegios, a caballo entre la opulenta mansión colonial de Lasata en Long Island, donde los Bouvier pasaban los veranos, y el magnífico apartamento de Park Avenue, en Nueva York. Sin embargo, aunque en las fotos que se conservan de sus primeros años de vida aparece posando como una feliz niña rica con su gran danés King Phar en los jardines del club social de Long Island, sentada en las rodillas de su adorado padre o montando a su caballo Danzante, su infancia estaría marcada por las desavenencias y los escándalos de sus progenitores.

Durante un tiempo, el matrimonio Bouvier mantuvo en público las apariencias pero su vida conyugal era un tormento. El padre de Jackie, un auténtico playboy aficionado al juego, la bebida y las mujeres, no dudaba en gastar el dinero en juergas y regalos para sus conquistas. Apodado Black Jack —por la obsesión que tenía en estar bronceado—, tenía el aspecto de un galán a lo Clark Gable; moreno, de ojos azules y constitución musculosa, lucía un fino bigote y el cabello engominado. Janet, lejos de ocultar a sus hijas las debilidades de su padre, no sólo las mantuvo al corriente de sus escándalos sino que las pequeñas fueron testigos de las continuas peleas conyugales. Con la llegada de la Gran Depresión y el hundimiento de la Bolsa de Nueva York en 1929, el señor Bouvier sufrió importantes pérdidas económicas. Janet soportó las infidelidades de su esposo mientras éste le permitió mantener su tren de vida, pero cuando Jack cayó en desgracia, le pidió la separación por adulterio. A principios de 1940 y tras veintidós años de matrimonio, los periódicos se hacían eco del divorcio de los Bouvier. Para Jackie, que entonces contaba nueve años, fue un duro golpe pues se sentía muy unida a su padre. Educada para no demostrar jamás en público sus sentimientos, acostumbrada a las bofetadas —cada vez más frecuentes— de su madre, se refugió en su propio mundo.

Para Jack Bouvier la separación de sus hijas fue muy dolorosa. Las quería con locura y lo demostraba a cada instante colmándolas de regalos y caprichos. Se sentía orgulloso de «sus bellezas» y le gustaba exhibirlas en público. Tenía tres caballos para ellas, les permitía que cargasen a su cuenta en un almacén todo lo que desearan comprar y les daba una asignación mensual, más de lo que él podía permitirse. Las llevaba a menudo a casa de sus parientes Bouvier para contrarrestar la influencia de los Lee. Las niñas crecerían con el corazón divido entre ambas familias. Pero Jack sentía auténtica adoración por Jackie, su favorita. Caroline —a la que todos llamaban Lee— nunca podría competir con su hermana por el afecto de su padre. «Estaban tan unidos que durante años el único hueco en su relación fue su caballo Danzante. Mi padre, el caballo y Jackie, ésa es la imagen que guardo de aquellos años. De hecho, tengo un libro que mi hermana hizo para nosotras a la muerte de nuestro padre donde cada una de las cartas que nos escribe está dirigida a Jackie», confesó Lee en una ocasión.

Cuando Jackie entró en la adolescencia, su padre no dejaba de alabarla en público —que si era la mujer más hermosa del mundo, que si era la mejor amazona…— y si alguien la molestaba o la ofendía, reaccionaba de manera violenta. La joven se ruborizaba ante semejantes alabanzas pero en el fondo le gustaba sentirse admirada y protegida por él. Fue Jack Bouvier quien le inculcó el amor a la belleza, el sentido de la teatralidad y la importancia de cuidar las apariencias, algo en lo que él era un auténtico profesional. Durante los veranos, cuando disponía de más tiempo para sus hijas, no dudaba en enseñarles a llevar la ropa con distinción, como hacía él. También las aleccionaba sobre cómo tenían que comportarse para ser diferentes de las demás mujeres. Estas lecciones paternas quedarían bien grabadas en la memoria de Jackie: «Cuando estés en público, hija mía, mi amor, imagínate que estás en escena, que todo el mundo te mira. No dejes nunca adivinar tus pensamientos. Guarda tus secretos para ti. Sé misteriosa, ausente, lejana y de esta forma seguirás siendo un enigma, una luz hasta el final de tu vida, mi belleza, mi más que bella, mi reina, mi princesa».

Tras la separación, Jack Bouvier visitaba a sus hijas los fines de semana y se las llevaba de compras a los grandes almacenes de la Quinta Avenida o a pasear por Central Park. A los ojos de las niñas su padre, que se mostraba con ellas más divertido y relajado que su estricta esposa, era la víctima inocente. Jackie nunca le perdonaría a su madre el que la hubiera separado de él. Le reprochaban a Janet que hubiera pedido la separación y que por su culpa el sueño de una tranquila vida familiar se hubiera esfumado. Ella, por su parte, decepcionada de su primer matrimonio y dispuesta a mantener su estatus social se apresuró a encontrar un buen partido. El 21 de junio de 1942 se convertía en la tercera esposa del millonario banquero y abogado Hugh D. Auchincloss Jr., diez años mayor que ella y miembro de la élite social al igual que Jack Bouvier. Tras la boda, la madre de Jackie abandonó Nueva York llevándose con ella a sus dos hijas. Para Jackie fue una etapa muy difícil; ya no podría ver como antes a su padre y tendría que adaptarse a vivir con su nueva familia compuesta por los hijos habidos de los anteriores matrimonios de su padrastro. Janet y su flamante esposo tendrían dos hijos en común: Janet y Jamie.

La nueva vida de Jackie transcurriría entre las dos grandes mansiones propiedad de su padrastro: Merrywood, una fabulosa residencia georgiana en las proximidades de Washington, y Hammersmith Farm, una extensa propiedad con vistas a la bahía en el enclave veraniego más exclusivo de la costa Este, Newport. La mansión estaba rodeada de unos cuidados jardines diseñados por el paisajista de Central Park. Jackie tenía once años y pasaría sus días leyendo, escribiendo poemas, dibujando y montando a caballo, afición que heredaría de su madre. Sin embargo, a Jackie le resultaba aburrido y difícil vivir con su madre, que se mostraba siempre fría y distante, y a quien sólo parecía interesarle la vida social. La señorita Jackie Bouvier pasaría su adolescencia rodeada de lujos y privilegios pero sintiéndose muy sola, desplazada y falta de cariño. Si hasta entonces había sido una niña segura de sí misma, enérgica, que ganaba concursos hípicos y no le temía a nada, el divorcio de sus padres la volvió tímida e introvertida. Hasta los trece años, Jackie asistiría a la escuela de miss Chapin, considerada como «un pilar de la educación de las mujeres de la ciudad de Nueva York». A diferencia de otras escuelas de niñas bien de la época, en las clases de miss Chapin se preparaba a las muchachas no sólo para ser excelentes amas de casa y perfectas anfitrionas en las fiestas de sociedad, sino que se las formaba en materias tan variadas como historia, poesía, latín, aritmética y educación física. En septiembre de 1944, a los quince años, ingresó interna en la escuela más chic del momento, la de miss Porter en Connecticut, donde pasaría los siguientes tres años.

En 1947, Jackie fue presentada en sociedad en el exclusivo club Clambake, en Newport, ante la presencia de cientos de invitados. Lucía un vestido de tul blanco que dejaba al descubierto sus hombros y unos largos guantes de satén. Jackie estaba feliz de tener que llevar los guantes blancos de rigor pues así podía ocultar sus dedos manchados de tabaco. Hasta el día de su muerte fumaría a escondidas dos paquetes diarios de cigarrillos. Una vez más, la joven no pasaría desapercibida para la prensa, que la elegiría Debutante del Año. «Este año la Reina de las Debutantes es Jacqueline Bouvier. Una morena con portes reales de trazos clásicos y la delicadeza de una porcelana de Dresde. Se expresa con dulzura e inteligencia… Bella como una princesa de cuento de hadas, la señorita Jacqueline desconoce el significado de la palabra esnob», destacaría en una reseña Igor Cassini, conocido cronista de sociedad y hermano del famoso diseñador Oleg Cassini. Aquel señalado día, Janet le dio un consejo a su hija que nunca olvidaría: «Vales tanto como tu matrimonio».

Jackie estudiaría en los colegios más elitistas del país y a los dieciocho años fue admitida en la selecta universidad femenina de Vassar, un centro en el que las jóvenes recibían el mismo nivel de educación que en las más reputadas universidades masculinas. Jackie destacaría sobre todo en arte, literatura, historia y en la asignatura de francés, la lengua de sus antepasados. A diferencia de otras chicas de su condición social, Jackie poseía una vasta educación que le permitía hablar con soltura de temas tan variados como filosofía, historia o religión. Tras su fugaz paso por el Vassar Collage —donde la consideraban demasiado reservada y sus compañeras la apodaban «princesa Borgia»—, en 1949 Jackie se marchó a París con una beca para estudiar en La Sorbona. Según confesaría en su madurez, aquél fue el mejor año de su vida. Por primera vez se sintió libre, lejos de la presencia de su estricta madre, en una ciudad que desde el primer instante la fascinó. Aunque en el París de la posguerra escaseaban algunos productos de primera necesidad —su familia le mandaba paquetes de azúcar y café— y vivía en la casa de una condesa que no tenía calefacción y disponía sólo de una bañera, no echaba de menos el lujo. La señorita Bouvier se sumergió en la rica vida cultural de la ciudad. Asistió a desfiles de alta costura, a la ópera, al ballet, visitó los más importantes museos de la ciudad y frecuentó los ambientes bohemios de los cafés de la Rive Gauche donde acudían escritores y artistas. Tenía muy claro que quería hacer algo interesante en la vida y que no se iba a contentar con ser la típica ama de casa norteamericana.

Cuando regresó a Estados Unidos, Jackie hablaba a la perfección el francés y el español. Mientras se preparaba para conseguir un título de Literatura Francesa en la Universidad George Washington, en Washington D. C., se inscribió en el XVI Premio Anual de la prestigiosa revista estadounidense de moda Vogue, un concurso literario para universitarios. El primer premio consistía en un año de prácticas en la delegación que la revista tenía en París. Aunque ganó y fue elegida entre más de mil doscientas estudiantes, sus padres acabaron por convencerla para que no regresara a Europa argumentando que no estaba lo suficientemente preparada para un puesto de tanto nivel. Para compensar su desilusión le regalaron un viaje de placer a Europa con su hermana Lee. Jackie acababa de decidir su destino. La perfecta debutante se imponía a la joven intelectual.

Jackie tenía ahora un dilema: casarse con un hombre que le permitiera seguir viviendo a lo grande, como estaba acostumbrada, o ponerse a trabajar. Durante un tiempo siguió coqueteando con el periodismo y a través de un contacto de su padrastro, al que llamaba tío Hughdie, entró en el Washington Times-Herald. Pero, como ella misma confesó a su director, ya no aspiraba a hacer carrera. Desde muy joven, la señorita Bouvier demostró tener gran facilidad para redactar y le atraía el mundo del periodismo. Tras pequeños trabajos —hizo de chica de los recados y recepcionista—, finalmente le ofrecieron una columna sin importancia que consistía en fotografiar a gente anónima de Washington y hacerles preguntas superficiales, del estilo «Una mujer alta, ¿puede casarse con un hombre bajo?». Aun así, Jackie se volcó con entusiasmo en su nueva profesión de reportera, y aunque nunca había manejado una cámara profesional, el primer día regresó a la redacción con unos retratos que impresionaron a sus superiores. Aquel trabajo le permitió ganar su primer sueldo —56,75 dólares a la semana— e instalarse sola en un pequeño apartamento en George town, un barrio de moda entre los políticos, artistas y periodistas. Gracias a este empleo, Jackie conocería a numerosos políticos, entre ellos a un joven y apuesto senador llamado John F. Kennedy.

En mayo de 1951, la señorita Jacqueline Bouvier y John Kennedy —sus amigos y familiares lo llamaban Jack— coincidieron en una cena en casa de unos amigos comunes. En realidad, el encuentro había sido estratégicamente preparado por sus anfitriones Charles Barlett, corresponsal en Washington del Chattanooga Times, y su esposa, Martha. Desde que Barlett había conocido a Jackie dos años atrás no tuvo otra idea que presentarle al único hombre que él consideraba que podía estar a la altura de una mujer como ella, y este hombre no era otro que el joven congresista demócrata John F. Kennedy. Aunque no ocurrió el esperado flechazo, John —doce años mayor que ella— se quedó gratamente impresionado con aquella joven veinteañera tan refinada y preparada. Tras este primer encuentro, el 7 de junio de 1951 Jackie y su hermana Lee embarcaron en el lujoso Queen Elizabeth para un tour europeo de tres semanas que las llevaría a Inglaterra, Francia, España e Italia. La pareja no volvería a verse hasta un año después, y de nuevo sería en casa de los Barlett.

Era el 8 de mayo de 1952 y Jackie, vestida con un elegante conjunto azul marino, escarpines negros y un broche que había pertenecido a su abuela materna, se presentó en la casa de los Barlett. Las veladas organizadas por su anfitriona Martha Barlett eran las más célebres de la ciudad. A ellas acudían todo tipo de personalidades, juristas, artistas, periodistas y por supuesto políticos. Para Jackie era una oportunidad de conocer a gente interesante e influyente. Al parecer John F. Kennedy se acercó a ella con un Martini en la mano y la saludó efusivamente: «Me encanta volver a verla». Según Ted, el hermano de John Kennedy, en esta ocasión John no sólo vio a una hermosa y elegante joven perteneciente a una familia de lejana ascendencia francesa que trabajaba como reportera, sino que se quedó impresionado por su inteligencia y amplia cultura. John valoraba mucho que hubiera cursado sus estudios en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos y que hubiera acudido a la célebre Sorbona de París. Sin duda, la señorita Bouvier no era como las demás chicas que John frecuentaba: hablaba varios idiomas, leía poesía, era una voraz lectora y se interesaba por la pintura.

Tras este segundo encuentro, y aunque al parecer la atracción fue mutua, la relación fue madurando lentamente. En aquel año de 1952, John pasaba la mitad de la semana en el vecino estado de Massachusetts preparando la campaña de elección al Senado. De vez en cuando quedaban para cenar o ir al cine; a veces se reunían con su hermano Bob y la esposa de éste, Ethel, para jugar al bridge o al Monopoly. Jackie sabía que el atractivo John era un codiciado «soltero de oro», que vivía sólo para la política y no tenía intención de casarse como había hecho el resto de sus hermanos. También sabía que disfrutaba de la constante compañía de hermosas mujeres, entre ellas conocidas actrices y modelos. En su ingenuidad, la señorita Bouvier pensó que quizá no había encontrado aún ninguna mujer que estuviese a su altura para ser su esposa.

Jackie Bouvier estaba por aquel entonces prometida con un corredor de bolsa llamado John Husted Jr., e incluso se había fijado ya una fecha para la boda, en junio de 1952. Sin embargo, y por causas que se desconocen —aunque todo apunta a que fue la madre de Jackie quien la presionó para que rompiera con él pues no le consideraba un buen partido—, a su regreso de Europa la joven le devolvió el anillo de compromiso. Libre de ataduras sentimentales, la señorita Bouvier comenzó a pasar algunos fines de semana en la propiedad que la familia Kennedy tenía en Hyannis Port, un exclusivo lugar de veraneo de la costa de Massachusetts. Se sentía atraída por aquel joven, alto, rubio, deportista y de carácter campechano. A sus ojos tenía una mezcla explosiva de «vitalidad, encanto y sentido del humor». Además, John tenía clase y mucho dinero. La fortuna de su padre, el influyente Joe Kennedy, se calculaba entonces en 500 millones de dólares. A partir de 1926, Joe Kennedy había asignado a cada uno de sus nueve hijos la cantidad de un millón de dólares, y en la sombra era él quien administraba la inmensa fortuna de un clan que pronto se convertiría en la más importante dinastía política del país.

En realidad, Jackie y John tenían mucho en común: los dos provenían de modestas familias de inmigrantes que encarnaban el «sueño americano»; los dos habían vivido rodeados de lujo y privilegios pero con unos padres ausentes que apenas cuidaron de ellos. John y Jackie sabían muy bien lo que era el dolor, la soledad y una infancia sin el amor de unos padres. Pero lo que de verdad Jackie admiraba en él era su coraje y entereza. Cuando le conoció tenía treinta y cuatro años, era un héroe de guerra que había perdido trágicamente a dos de sus hermanos y sus problemas de salud le habían llevado, en más de una ocasión, al borde de la muerte. «Parecía un muchacho enfermo y solitario; viéndole te decías que tenía necesidad de un buen corte de pelo y de una comida equilibrada», diría Jackie. A pesar de su aspecto sano y deportista, John F. Kennedy —que por tercer año representaba a Massachusetts en el Congreso— era un hombre enfermo. Durante la guerra sufrió graves lesiones en la columna vertebral que se agravaron con un accidente deportivo en Harvard. John, que padecía terribles dolores, sería sometido a varias intervenciones quirúrgicas y temió quedarse inválido el resto de su vida. A su larga lista de dolencias se sumaba el conocido como mal de Addison, una deficiencia en el funcionamiento de las glándulas suprarrenales que destruye el sistema inmunológico y deja sin defensas al individuo frente a una infección. Si a eso le añadimos que sufría dolor de estómago, que oía mal por un oído y que en privado usaba gafas, no es de extrañar que Jackie admirara su capacidad de trabajo.

Para John, la señorita Bouvier, tan especial, distinguida, culta e independiente, era todo un reto, como le dijo a un íntimo amigo. Sin embargo, a pesar de tomarse en serio su relación con ella, durante su corto noviazgo no dejaría de verse con otras mujeres. La infidelidad era una costumbre muy arraigada entre los miembros del clan Kennedy, y John, siguiendo la tradición familiar, no renunciaría a sus conquistas ni al casarse con Jackie. Ésta ignoraba que, a finales de los años cuarenta, el seductor John Kennedy había salido con famosas estrellas del mundo del cine, entre ellas Lana Turner, Joan Crawford y Susan Hayward. Aunque su relación sentimental hollywoodiense más duradera fue con la actriz Gene Tierney, que por entonces se encontraba en trámites de divorcio con el diseñador Oleg Cassini, quien más adelante se convertiría en el modisto oficial de Jackie.

Durante el breve noviazgo que mantendría con la señorita Bouvier, John se vería en secreto con otra mujer fascinante y hermosa, de la misma edad que su prometida, pero entonces mucho más célebre y querida por el público: la actriz Audrey Hepburn. Así lo afirma el escritor, y gran especialista en la saga de los Kennedy, Christopher Andersen, en su polémica biografía sobre John y Jackie. Dice el autor que John Kennedy pensaba que «Audrey era una mujer exquisita, extremadamente inteligente, culta, divertida, pero también muy sexy». John disfrutaba de su compañía cuando coincidían en Washington, pero siendo una mujer extranjera, no católica y perteneciente al mundo del espectáculo, el patriarca Joe nunca habría aceptado que la encantadora protagonista de Sabrina se hubiera casado con su prometedor hijo. Finalmente John se decidiría por Jackie, la única que parecía ser la compañera ideal para impulsar su carrera política. Ella, por su parte, sabía bien que John nunca sería el marido ideal. Un amigo común le advirtió ya entonces no sólo de la «adicción» de John por las mujeres sino de la hostilidad con la que le darían la bienvenida las mujeres del clan Kennedy. Pero Jackie no se dejó amedrentar y aun así se casaría con él. Para algunos biógrafos, el motivo estaba claro: le atraía el dinero de los Kennedy y la perspectiva de una vida de lujo y confort con un hombre sumamente atractivo. A lo largo de su vida, Jackie se sentiría atraída por hombres muy parecidos a su adorado padre: dominantes, despreocupados y poderosos para los que las mujeres tenían un papel secundario o eran simples trofeos.