ENTRE EL PODER Y LA GLORIA

Creo en Dios y lo adoro, y creo en Perón y lo adoro. Dios me dio la vida un día, Perón me la da todos los días.

EVA PERÓN

«Hubo, al lado de Perón, una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo, que luego Perón convertiría en realidades. […] De aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita». Cuando Eva Perón escribió estas grandilocuentes palabras en su autobiografía —titulada La razón de mi vida— le quedaban pocos meses de vida. Su única y gran ambición era que el nombre de Evita figurase en la historia de Argentina. Nunca imaginó, ni en sus sueños adolescentes, que este diminutivo con el que el pueblo la llamaba, la convertiría en un mito universal. De todos los papeles que representó, fue éste, el de Evita, la «abanderada de los pobres», la «dama de la esperanza», el que la catapultó a la inmortalidad. El resentimiento feroz que sentía hacia la «oligarquía» —la clase alta argentina— y su particular cruzada por la justicia social, cautivaron a un pueblo que a su muerte la elevaría a los altares.

La historia de la que sin duda fue la mujer argentina más influyente e importante del siglo XX, es la de una auténtica Cenicienta que llegó a lo más alto del poder. La niña pobre y casi analfabeta nacida en un mísero rancho, la actriz mediocre que intentó triunfar en la gran pantalla, la despampanante locutora de lacrimógenos seriales de radio, acabó ejerciendo de todopoderosa primera dama junto a su esposo, el general Perón. Un cuento de hadas difícil de hilvanar por la cantidad de mentiras e invenciones que se han vertido sobre su protagonista. Los que la odian la representan como una mujer sin escrúpulos, demagoga, fanática, implacable y temida por sus enemigos; los que la adoran sólo ven en ella un cúmulo de virtudes: su extraordinaria capacidad de trabajo, su amor a los pobres, su misticismo y sus audaces reformas sociales. Idolatrada por sus seguidores de la clase trabajadora, despreciada por la clase acomodada argentina y el ejército —que la consideraba una intrusa—, nada ni nadie pudo evitar la popularidad que alcanzó en una época y en un país donde las mujeres no se dedicaban a la política.

Evita se inventó a sí misma desde que llegó a Buenos Aires dispuesta a triunfar en la gran ciudad como actriz. Lo que sigue es un destino tan fulgurante como inesperado. Ella, que conoció en carne propia el desprecio de ser hija ilegítima, el hambre y la explotación, acabaría sentándose en su propio trono y repartiendo billetes y sonrisas entre los desheredados de la tierra. El poder ilimitado que alcanzó durante los años de presidencia de Perón, la embriagó y le dio fuerzas para emprender una obra titánica de mejoras sociales en todo el país a través de su propia fundación de beneficencia. Para esta moderna reencarnación de Robin Hood, su filosofía era bien simple: dar a los pobres, quitar a los ricos. Mientras, ella nunca ocultó su gusto por los abrigos de visón, los vestidos caros y los diamantes. A su temprana muerte —con treinta y tres años— y tras una terrible agonía, el pueblo salió a la calle para llorar a la que muchos consideraban «su guía y madre espiritual».