En 1947, Juan Domingo Perón recibió una invitación del general Francisco Franco para visitar España. El presidente argentino se excusó al entonces embajador José María de Areilza, alegando que no podía abandonar el país, pero que en su lugar viajaría su esposa. En un primer momento, la primera dama se sintió feliz de poder hacer un viaje que, finalmente, se convirtió en una gira europea con escalas en Madrid, Roma, París y Suiza. Para una muchacha humilde como Evita que en sus tiempos de actriz no había podido viajar más allá de las playas de Punta del Este, aquel viaje era una oportunidad caída del cielo. Tras la euforia, vino el miedo; nunca antes se había separado de su esposo y nunca se había subido a un avión. A pesar de sus temores, Evita se preparó a conciencia para una gira, que inicialmente iba a ser de quince días y acabó prolongándose más de dos meses, donde pensaba llevar «un mensaje de paz» a una Europa que se recuperaba de las terribles secuelas de la guerra. Quería conocer de primera mano los sistemas de ayuda social allí instalados para a su regreso impulsar una gran reforma en este campo.
Eva Perón viajaría a lo grande y rodeada del máximo confort en un avión DC-4 de la compañía Iberia donde se le acondicionó un salón y un dormitorio. Se hizo acompañar de un séquito de once personas que incluía a sus doncellas, su peluquero personal Julio Alcaraz (responsable también de las joyas de Evita guardadas a buen recaudo en un cofre), su modista, un médico y varias secretarias. También irían con ella su inseparable Lilian de Guardo, su hermano Juancito, un periodista del diario Democracia (propiedad de Eva), una intérprete y su redactor de discursos Muñoz Azpiri. El multimillonario argentino Alberto Dodero se ofreció a sufragar los gastos del viaje y Evita le invitó a unirse a la comitiva. Su confesor, el padre jesuita Hernán Benítez, viajaría directamente a Roma para preparar su visita con el papa Pío XII en el Vaticano.
La noche anterior a su partida, Evita le escribió una carta a Perón —de las pocas que se conservan— donde le decía, entre otras cosas: «Te amo tanto que lo que siento por ti es una especie de idolatría. Te aseguro que he luchado muy duro en mi vida con la ambición de ser alguien y he sufrido mucho, pero entonces tú viniste y me hiciste tan feliz que pensé que era un sueño y como no tenía nada más para ofrecerte que mi corazón y mi alma te lo di a ti entero pero en estos tres años de felicidad, más grande cada día, nunca he dejado de adorarte ni una sola hora…». Cuando el 6 de junio, Evita fue despedida en el aeropuerto con todos los honores por el gobierno en pleno, nadie imaginaba lo que aquel viaje iba a transformar a la primera dama argentina. Ya nunca volvería a ser la misma.
El avión en el que viajaba Evita fue escoltado por cuarenta y un aviones de combate españoles hasta el mismo aeropuerto de Madrid. En la alfombra roja la esperaban el general Franco, su esposa Carmen Polo y el gobierno español al completo. Eran casi las nueve de la noche, y en los alrededores de Barajas, numeroso público esperaba poder ver, aunque fuera de manera fugaz, a una mujer cuya fama la había convertido en una leyenda. Evita, acompañada por Franco, hizo su entrada triunfal en Madrid por la calle Alcalá, donde la esperaban cientos de personas que coreaban su nombre. La comitiva pasó frente a la puerta de Alcalá, iluminada —al igual que todo el trayecto— para la ocasión a pesar de las restricciones eléctricas impuestas entonces en la capital. Evita, en su primera noche en España, se alojó en el palacio de El Pardo. Como no quería dormir sola porque temía que alguien pudiera entrar en su habitación, le pidió a Lilian que durmiera con ella.
Al día siguiente, Evita recibía en el Salón del Trono del Palacio Real, la Gran Cruz de Isabel la Católica. Tras la ceremonia, Franco y su esposa la acompañaron al balcón para saludar a la multitud que se había congregado en la plaza de Oriente. Evita se dirigió entonces al general y le susurró: «Siempre que desee atraer a una multitud, lo único que tiene que hacer es llamarme». A pesar del calor sofocante, la señora Perón cubría sus hombros con una magnífica capa de visón que no se quitó en ningún momento. Había viajado a Europa con un voluminoso equipaje que incluía sesenta y cuatro trajes diferentes, varios abrigos y estolas de pieles, una colección de sombreros, zapatos y sus mejores joyas. Aunque los termómetros marcaran más de cuarenta grados a la sombra, Evita no pensaba dejar de lucir sus mejores galas. El corresponsal de The New York Times que cubría el viaje informaba en una de sus crónicas: «El guardarropa de la señora Perón continúa siendo una fuente inagotable de conversaciones. En todas sus múltiples apariciones en público no ha lucido dos veces el mismo traje, y muy a menudo se ha cambiado dos y tres veces en el mismo día […] Se viste con inteligencia, aunque con una cierta tendencia a las cosas un poco sobrecargadas, y las mujeres españolas están demostrando un gran interés en observar sus continuos cambios de vestuario».
Durante las dos semanas y cuatro días que pasó en España —con visitas relámpago a La Coruña, Zaragoza, Sevilla, Granada y Barcelona—, Evita cumplió con una apretada agenda. Visitó el Museo del Prado, asistió a una corrida de toros y recorrió el monasterio de El Escorial, ante el cual exclamó: «¡Qué pena, cuántas habitaciones! Acá se podría hacer un buen hogar de huérfanos». Y es que Evita, aunque se sentía halagada por el trato que recibía, no olvidaba lo que la gente humilde esperaba de ella. En un momento de su visita a Madrid, algo cansada de tanto monumento, le pidió a Carmen Polo que le enseñara los hospitales públicos y los barrios obreros de la capital. La esposa de Franco, ante la insistencia de su invitada, no tuvo más remedio que contentarla. Evita repartió sonrisas y billetes de cien pesetas entre los obreros y la gente pobre que habitaban la periferia de Madrid a los que llevó el mensaje de sus queridos «descamisados» argentinos. Cuando un periodista le preguntó si le habían emocionado las obras de arte que había visto en España, ella le respondió tajante: «No, me maravillan pero no me emocionan. A mí lo único que me emociona es el pueblo».
El 26 de junio, Evita abandonaba España tras haber recorrido medio país, y ponía rumbo a Italia. Cuando Eva llegó a Roma se sentía cansada y harta del estricto protocolo de su viaje oficial. Por las noches apenas dormía y hablaba horas y horas por teléfono con Perón contándole con detalle —y un entusiasmo casi colegial— los obsequios recibidos y las «maravillas» que había visto. El punto culminante de su gira italiana fue su encuentro con el papa Pío XII, quien la recibió con toda la pompa que el Vaticano prescribe para las esposas de los jefes de Estado. Vestida con un traje de manga larga de seda negra que la cubría por completo desde la garganta a los pies, lucía una sola joya en el cuerpo: la estrella azul y plateada de Isabel la Católica con la que Franco la había obsequiado. Evita confiaba en recibir de manos del Santo Padre el título de marquesa pontificia —una auténtica bofetada a las damas de la Sociedad de Beneficencia que tanto la despreciaban— por su trabajo a favor de los pobres en Argentina. Pero Su Santidad se limitó a agradecerle su piadosa labor y al finalizar la audiencia le obsequió con un rosario, el mismo que cinco años más tarde le colocaría Perón entre sus manos al poco de morir.
Una de las etapas más deseadas por Evita era su visita a París, la capital de la elegancia y el buen gusto. Había reservado sus mejores y más suntuosos trajes para lucirlos en las cenas y recepciones que ofrecerían en su honor. El calor era insoportable cuando llegó al aeropuerto de Orly vestida con un impoluto traje blanco, zapatos y bolso a juego, y un sombrero de paja de ala ancha. Llevaba un gran alfiler de rubíes en una de las solapas, además de los tres anillos que siempre usaba en el cuarto dedo de su mano izquierda: un ancho anillo de boda, un enorme diamante solitario (considerado el mejor del mundo después del de la esposa del Aga Khan) y un anillo de zafiros, esmeraldas y rubíes. La primera dama tuvo que sortear una nube de fotógrafos y periodistas que la esperaban en la place Vendôme, a la puerta del hotel Ritz donde se alojaba.
En los días sucesivos, Eva se paseó por la ciudad en un coche que había pertenecido a De Gaulle y había utilizado el estadista Winston Churchill en sus visitas a la ciudad. A su llegada tuvo un almuerzo con el presidente francés Auriol en el castillo de Rambouillet, una cena de gala con el ministro de Asuntos Exteriores y una visita a Versalles. Se había hecho coincidir su visita con la firma de un importante tratado entre Argentina y Francia, a cuya ceremonia asistió radiante en el Quai d’Orsay. Evita podría añadir a la larga lista de importantes condecoraciones que recibió en su corta vida, la Legión de Honor que le impuso el ministro de Asuntos Exteriores francés.
Otra importante recepción tuvo lugar en el Círculo de América Latina, donde todo el cuerpo diplomático latinoamerica no acreditado en la capital francesa, desfiló para saludarla. Para esta ocasión, Eva Perón lució uno de sus modelos más controvertidos. Apareció enfundada en un vestido de lamé dorado, largo hasta los pies y sin tirantes, que se ajustaba a su cuerpo como la piel de una sirena. Un velo de lamé dorado le caía desde el cabello, peinado al estilo Pompadour, hasta el final de la cola de su vestido. Sus sandalias, también doradas, tenían altos tacones adornados con gemas que causaron gran sensación entre los presentes. Además, lucía como complemento magníficas joyas: un collar de piedras preciosas, largos pendientes a juego con las gemas y tres brazaletes de oro.
Antes de abandonar París, Evita, que sentía debilidad por la alta costura francesa, quiso salir de compras por la ciudad. A la esposa del embajador no le pareció buena idea y le recomendó que organizara un desfile privado en el hotel donde los mejores modistos pudieran mostrarle sus correspondientes colecciones. Fue el padre Benítez quien le aconsejó que no lo hiciera porque parecería una «frivolidad inaceptable». Finalmente mandó suspender el desfile privado en su hotel, lo que provocó el disgusto de mucha gente. La primera dama no compraría directamente en las tiendas de la place Vendôme y la avenue Montaigne —donde se encuentra la Casa Dior—, pero antes de abandonar París dejó sus medidas a los más grandes modistos que le enviarían sus encargos a través de la embajada argentina o directamente a Buenos Aires en avión.
Durante su estancia en Francia, un hecho inesperado quitó esplendor a su visita. Una poderosa familia de origen argentino, con residencia en París, aprovechó su visita para vengarse de ella.
Ofreció a la revista France Dimanche una imagen antigua de Eva Duarte donde anunciaba una marca de jabón. Envuelta en una toalla, la joven modelo mostraba toda su pierna al descubierto. La fotografía —un auténtico escándalo para la época— fue difundida por todo el país provocando airadas reacciones. Evita, indignada ante semejante ofensa —impensable en su país, donde la censura lo hubiera impedido—, decidió tomarse un descanso antes de proseguir con sus compromisos oficiales.
A estas alturas del viaje, Eva se sentía agotada y enferma en un país donde la temperatura no bajaba de los 35 grados. Aunque cada noche hablaba largo rato con Perón y le enviaba a diario un paquete con las imágenes que le había tomado su fotógrafo personal, así como los recortes de prensa, añoraba a su esposo. Estaba harta de hablar con «una foto» —todas las habitaciones donde dormía tenían retratos del general Perón colocados estratégicamente—, y de no poder participar en las conversaciones oficiales, pues no hablaba inglés ni francés. A menudo se sentía sola y desplazada. Fue entonces cuando su amigo Alberto Dodero, preocupado por su salud, la invitó a descansar unos días en la elegante Costa Azul.
Evita se hospedó con su séquito en el lujoso Hotel de Paris de Montecarlo, con magníficas vistas al mar. Durante su corta estancia conoció a Aristóteles Onassis y a su esposa, Tina, que se encontraban de vacaciones a bordo del yate Christina. Al parecer, el armador griego se quedó prendado de la primera dama argentina y le pidió a su amigo Dodero que le organizara un encuentro a solas. Según cuentan algunos biógrafos, Evita —tras la insistencia de Dodero— acabó aceptando verse a solas con Onassis en la residencia que el millonario argentino tenía en la Riviera italiana, en Santa Margherita Ligure. El armador llegó a la cita con un ramo de orquídeas en la mano y se fue con diez mil dólares menos. Antes de despedirse, Onassis, que era ciudadano argentino, le firmó un sustancioso cheque para sus obras de caridad. Años más tarde, el millonario naviero, muy dado a airear sus intimidades y a inventar romances, diría que tras mantener relaciones íntimas con Evita, ésta le cocinó una tortilla, «la más cara que había comido en su vida».
En aquellos días se había barajado la posibilidad de que la primera dama argentina hiciera una escala en Londres, incluso que fuera recibida por Su Majestad la reina de Inglaterra. Pero Evita no vería realizado su sueño de conocer en persona a la soberana, ni de alojarse en el palacio de Buckingham. El Foreign Office no consideraba su viaje como una visita de Estado y la familia real se encontraba en aquellos días de vacaciones en Escocia. Ante lo que Evita consideró un desaire, decidió no acudir a Londres alegando motivos de salud. Se tuvo que conformar con una escapada a Suiza donde tampoco fue muy bien recibida; en Berna le lanzaron tomates y en Lucerna una piedra rompió el parabrisas del coche oficial en el que viajaba junto al presidente del país. Evita acortó su estancia en Suiza, voló a Dakar (Senegal) y allí embarcó en un buque de carga argentino, rumbo a Río de Janeiro donde asistió, completamente agotada, a la Conferencia Interamericana para el mantenimiento de la paz y la seguridad del continente.
El 23 de agosto de 1947, Evita regresaba a su país como una heroína. Miles de seguidores, llegados desde los lugares más remotos, la esperaban ansiosos en el muelle del puerto de Buenos Aires. Con lágrimas en los ojos, la primera dama, enfundada en un elegante abrigo de visón de mangas anchas, besaba a su esposo, el general Perón. «Con profunda emoción regreso a mi país, donde dejé a mis tres grandes amores: mi tierra, mis descamisados y mi amadísimo general Perón», diría al pisar suelo argentino. Nunca una mujer en América había sido recibida en su país de manera tan multitudinaria y bulliciosa. Las iglesias de la capital no dejaron de tocar sus campanas y desde el aire una flota de aviones dejaba caer ramas de olivo atadas con cintas de colores de todas las naciones.
Durante los dos meses y medio que había durado su gira europea, los medios de comunicación —controlados por el régimen— habían realizado una amplia cobertura del «exitoso y memorable» viaje de la primera dama, obviando las críticas y los desaires que también sufrió. En el extranjero, Eva Perón era ahora una figura muy conocida, tanto que hasta la revista Time le dedicó su portada del 14 de julio de 1947. No podía menos que sentirse orgullosa; había sido recibida en todos los países con honores de jefe de Estado, estrechado la mano de los más importantes dignatarios, besado el anillo del papa Pío XII y recibido las más importantes condecoraciones. Al verse aclamada por su pueblo, Evita se mostraba más eufórica y más segura de sí misma que nunca. Ahora sólo pensaba en llevar a cabo una tarea titánica que la obsesionaría hasta el día de su muerte: una fundación que llevara su nombre y concentrara toda la ayuda social del país.
A su regreso de Europa, como si tuviera el presentimiento de que le quedaba poco tiempo de vida, Evita se transformó. Se entregó de manera obsesiva a su trabajo en la Secretaría de Trabajo y Previsión dedicando cada vez más horas a su labor social. En sus discursos multitudinarios se mostraba crispada y su delirante lealtad y devoción a Perón caía en el fanatismo. A menudo, ella misma reconocía: «He dedicado mi ser entero fanáticamente a Perón y a sus ideales. Sin fanatismo uno no puede llegar a cumplir nada». En sus apariciones públicas cambió su manera de vestir y se mostraba más sobria y discreta. Seguía presentándose en los barrios pobres envuelta en pieles y valiosas joyas, pero en menor cantidad. A los más desfavorecidos les seguía repitiendo con vehemencia que algún día todas sus joyas serían para ellos. Atrás quedaban los complicados y extravagantes peinados a lo Pompadour que cambió por un discreto moño trenzado, a la altura de la nuca. En Argentina, donde es poco común que a una mujer se le conozca sólo por el apellido de su esposo, María Eva Duarte de Perón, se hacía llamar entonces Eva Perón. Estaba a punto de convertirse en una de las mujeres más poderosas de Argentina y del mundo entero.
El 25 de agosto, y una vez recuperada del viaje, Evita reanudó sus actividades en la Secretaría de Trabajo y Previsión. Sentada de nuevo en su despacho, recibía más de diez mil cartas diarias pidiendo su ayuda. Comenzó el ritmo frenético de audiencias, visitas a barriadas obreras, fábricas, hospitales y colegios públicos. A su alrededor una corte de secretarias, libreta en mano, anotaba las peticiones de la gente. Eva, bien vestida, con un discreto traje sastre —su uniforme de funcionaria—, sentada detrás de un escritorio lleno de papeles y carpetas escuchaba, llamaba por teléfono, anotaba o repartía dinero que sacaba de un maletín. Frente a las personas que acudían a solicitar su ayuda, se mostraba no como un burócrata, sino como una «mujer del pueblo», cercana a ellos. Perón se emocionaba cuando le contaban que su esposa besaba a los leprosos, a los enfermos de tuberculosis o de sífilis, algo que presenció en más de una ocasión su confesor, el padre Benítez. Tampoco dudaba en abrazar a gente cubierta con harapos y llena de piojos que se acercaba a ella. A veces, ya entrada la noche, atendía descalza a la gente: «Discúlpenme, muchachos, es que estoy muy cansada… Tengo que descalzarme a veces… Es que llevo más de veinte horas de pie».
El 19 de junio de 1948, con un capital de diez mil pesos, la primera dama inauguró oficialmente la Fundación Eva Perón. Hasta ese momento la caridad había estado en manos de las familias aristocráticas y el clero, a través de la Sociedad de Beneficencia. Ahora los tiempos habían cambiado, las necesidades eran otras y la caridad —palabra que a Evita le resultaba humillante— se llamaba justicia social. La fundación nació para atender especialmente a las mujeres, los niños y los ancianos. Llegaría a contar con más de once mil empleados y los resultados, al poco tiempo de su creación, sorprendieron —por su rapidez y eficacia— incluso a sus detractores. A través de su fundación, Evita creó mil escuelas en las regiones más pobres del país —y tres ciudades universitarias para gente sin recursos—, más de mil orfanatos, sesenta hospitales, numerosas casas de retiro para ancianos y cerca de 350.000 nuevas viviendas. Concedió becas, creó hogares para madres adolescentes y para muchachas que —como ella en su día— llegaban del interior del país a la gran ciudad y no tenían ningún sitio donde alojarse. La fundación se financiaba gracias a las donaciones —no siempre voluntarias— de las empresas, y de los trabajadores que ofrecían gustosos un día de su sueldo para las obras sociales.
Pero Evita no se limitaría a ayudar a los que más lo necesitaban, también dedicaría sus esfuerzos a impulsar la ley que permitía el voto femenino. Poco tiempo después de regresar de su gira europea, se la veía con frecuencia en los pasillos del Congreso, presionando a los diputados para que aprobaran el proyecto de ley. En un país de tradición machista donde las mujeres no tenían derechos políticos y donde era mal visto que una mujer se ocupara de asuntos que no fueran los estrictamente domésticos, era una iniciativa histórica. Evita no olvidaría aquel 23 de septiembre de 1947, fecha en que finalmente se aprobó por unanimidad la ley que establecía «la igualdad de derechos políticos entre hombres y mujeres y el sufragio universal en Argentina». Dos años más tarde, en 1949, fundaba el Partido Peronista Femenino —y era nombrada presidenta del mismo— y nacieron filiales de esta institución a lo largo y ancho de todo el país. Cuando Perón llegó a la presidencia, le había dejado a su joven esposa un pequeño despacho para realizar algunas tareas en la Secretaría de Trabajo y Previsión; en menos de dos años, Eva Perón virtualmente manejaba el país, y cinco millones de trabajadores, «sus queridos descamisados», estaban dispuestos a dar su vida por ella.
«Había perdido a mi esposa en todos los sentidos. Sólo nos veíamos ocasionalmente y aun entonces, muy brevemente, como si viviéramos en ciudades diferentes. Evita se pasaba muchas noches trabajando sin parar y regresaba de madrugada. Yo acostumbraba a salir de la residencia a las seis de la mañana para ir a la Casa Rosada y me la encontraba en la puerta de entrada, agotada pero satisfecha de su trabajo», se lamentaba Perón en sus memorias. Hacia 1950, Evita sólo vivía para su gran obra de ayuda social, y a ella se entregaba en cuerpo y alma. Ahora parecía otra persona, vestía casi siempre viriles trajes sastre —ella que había sido tan femenina—, de color oscuro, y se peinaba de forma austera con el cabello tirante y recogido en la nuca. Apenas se maquillaba y su rostro —debido a la incipiente enfermedad— era más anguloso, sus manos delgadas y el talle de avispa.
Si antes desayunaban juntos y al mediodía se escapaba a comer con su esposo a la residencia oficial, ahora sus compañeros tenían casi que obligarla a que abandonara unos minutos su oficina y tomara un tentempié. Eva solía llegar de madrugada a la residencia oficial y se quitaba los zapatos para no hacer ruido y despertar a Perón. No se veían en todo el día, porque dejó también de cenar con él. Empezaron a comunicarse a través de notitas que Perón acompañaba siempre con un ramito de flores. Sólo los jueves se rompía la rutina; aquel día se proyectaba cine en la residencia oficial y Evita dejaba su trabajo para ver una película junto a su esposo. Fue en aquel año de 1949 cuando comenzó a encontrarse mal y tuvo sus primeras hemorragias y mareos. Pero estaba tan absorbida por su trabajo que no le dio importancia y siguió con su frenético ritmo de vida.
La señal de alarma saltó a principios de 1950 cuando Eva Perón se desmayó en público durante la inauguración de una nueva sede del sindicato de taxistas. Su médico personal y a la vez ministro de Educación, Oscar Ivanissevich, decidió operarla de una apendicitis aguda, pero las pruebas médicas que le realizaron antes de la intervención revelaron que padecía un cáncer de útero en estado incipiente. Cuando el doctor le sugirió a Perón que su esposa debía someterse a una histerectomía, ésta se negó en rotundo a entrar en el quirófano. Evita, que nunca supo la verdadera naturaleza de la enfermedad que padecía, estaba convencida de que querían apartarla de la política y de que todo era un complot de sus enemigos contra ella. Para Perón, cuya primera esposa había fallecido a causa de un cáncer de útero, la noticia le causó un fuerte impacto.
Una semana después de su operación, Evita pareció recuperarse y volvió a su despacho donde trabajó hasta el mes de marzo, a pesar de las altas temperaturas estivales. Y entonces ocurrió lo que Perón tanto temía: volvieron las hemorragias, los ataques de fiebre alta y los terribles dolores abdominales. Evita había adelgazado mucho, estaba más pálida de lo habitual, tenía los tobillos muy hinchados y profundas ojeras. El doctor Ivanissevich rogó a su paciente que se dejara operar pero la señora Perón se negó en rotundo. Aquella misma tarde, y sabiendo que sin una nueva intervención la enfermedad que padecía la esposa del presidente sería fatal, Ivanissevich renunció a su cargo.
El 22 de agosto, más de un millón de trabajadores convocados por la CGT (Confederación General del Trabajo) —la gran central sindical peronista— pidieron a gritos en la gran avenida 9 de Julio, que Evita fuera la candidata a la vicepresidencia de la nación. Juan Domingo Perón no esperaba aquellas muestras de cariño tan entusiastas del pueblo hacia su esposa, que aquel día se había visto obligada a quedarse en cama a causa de los fuertes dolores que padecía. Finalmente, y como la multitud allí reunida amenazaba con una huelga general si no aparecía en público, Eva hizo un enorme esfuerzo y se presentó en el estrado. Emocionada como nunca antes se la había visto —y bajo dos enormes retratos de ella y Perón— se limitó a decir en voz baja que haría lo que el pueblo le pidiera. Tardó cuatro días en anunciar públicamente por la radio su renuncia «irrevocable y definitiva». Fue un momento muy difícil para ella; en la cumbre de su poder se veía obligada a renunciar a su carrera política. En realidad fue Perón quien la vetó porque sabía que las Fuerzas Armadas no querían a Evita en ese cargo.
Mientras la prensa seguía informando que la enfermedad de Eva Perón era una «anemia de regular intensidad que estaba siendo tratada con transfusiones de sangre y reposo absoluto», su nuevo médico comenzaba las sesiones de radioterapia para intentar reducir la extensión del tumor. A pesar de la fatiga, y de la dificultad que tenía para caminar, el 17 de octubre Evita se empeñó en estar junto a Perón en el balcón de la Casa Rosada. Su marido la condecoró con la Gran Medalla Peronista y por primera vez dedicó su discurso —que sonó a despedida— a elogiar la absoluta entrega y abnegación de su compañera. Evita apareció vestida con un traje sastre de terciopelo oscuro y sin maquillar. Gracias a la morfina, pudo mantenerse en pie y dar, una vez más, las gracias a Perón por su vida: «Jamás podría pagarle, aún entregándole mi vida, para agradecerle lo bueno que siempre fue y sigue siendo conmigo. Nada de lo que tengo, nada de lo que soy, nada de lo que pienso es mío; todo pertenece a Perón». Tras estas palabras, y sollozando, se fundió en un abrazo con su esposo. La foto, que daría la vuelta al mundo, mostraba a una mujer aclamada por el pueblo pero derrotada por el ejército —que siempre la había cuestionado— y una cruel enfermedad.
Durante dos años, Evita intentó esquivar a los médicos pero los diez últimos meses fueron para ella un verdadero infierno. El 6 de noviembre fue intervenida quirúrgicamente por un prestigioso oncólogo estadounidense, el doctor George T. Pack, quien tras practicarle una histerectomía creyó que podría haber detenido el avance de la enfermedad. Pero ya era demasiado tarde, y aunque la paciente continuó con nuevas sesiones de radioterapia que le causaban dolorosas quemaduras en la piel, el cáncer ya estaba muy extendido. Seis días después de la operación, Eva votaba en una urna desde el lecho del hospital donde seguía ingresada. La foto que recoge este instante muestra a una mujer demacrada y de cuerpo esquelético, consumida por el dolor. Fuera, en la calle, cientos de mujeres arrodilladas rezaban por ella. Cuando la urna fue sacada del hospital, algunas de las presentes extendieron sus brazos para tocarla y besarla como si fuera una reliquia. El general Perón volvió a ganar las elecciones —en parte gracias al voto femenino por el que tanto había luchado Evita—, pero esta vez su compañera no podría compartir su éxito.
«El 1 de mayo de 1952 habló por última vez en público desde el balcón de la Casa Rosada. Le costó gran fatiga, tanto que al terminar el discurso se desvaneció entre mis brazos», recordaba Perón. Aquel día, Evita apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie y Perón, mientras su esposa se dirigía al público, tuvo que sujetarla por la cintura para que no se viniera abajo. En las semanas siguientes el estado de Evita empeoró. En la habitación que ocupaba en la residencia oficial de Olivos, acompañada por varias enfermeras que se turnaban para atenderla, le retiraron los espejos y se bloqueó la báscula en la que cada mañana se pesaba. Diez meses después de que se iniciara la enfermedad, se había quedado en los huesos. Su confesor el padre Benítez, que la acompañó hasta el final, recordaba: «Nadie le dijo nunca cuál era la causa de sus sufrimientos, pero ella sabía que las cosas no iban bien, que incluso empeoraban. Sufría los mismos agudos dolores, la misma inapetencia y tenía las mismas terribles pesadillas y ataques de desesperación». Eva yacía en su cama, en pijama, y con su caniche Canela a sus pies. Cada día llegaban a la residencia ramos de flores, estampitas de santos, amuletos y piedras con poderes curativos que la gente sencilla le enviaba esperando un milagro.
A pesar de que apenas podía sostenerse en pie, Eva Perón quiso estar presente en la ceremonia de toma de posesión de su esposo. Aquel 4 de julio de 1952 necesitó una gran dosis de sedantes para poder afrontar un largo y emotivo día que no estaba dispuesta a perderse por nada del mundo. Evita acompañó al general Perón en un coche descubierto por las frías calles de Buenos Aires y se despidió emocionada de la gente que la aclamaba a su paso. Su amplio abrigo de visón ocultaba un arnés especial que se fabricó para que pudiera apoyarse dentro del coche y permanecer de pie durante todo el trayecto hasta la Casa Rosada. Nadie se dio cuenta de que la primera dama, casi moribunda, estaba representando por última vez su papel más comprometido.
El 25 de julio, Eva, sintiendo que llegaba el fin, mandó llamar a su esposo: «Quiso permanecer a solas conmigo, recuerdo que su voz era apenas un susurro y que me dijo: “No abandones a la gente pobre, es la única que sabe ser fiel”», escribiría Perón recordando aquel triste día. Al día siguiente, por la noche, Evita fallecía en la residencia presidencial de Olivos, en aquella cama ortopédica donde había pasado los últimos meses de su espantosa agonía. Acababa de cumplir treinta y tres años y pesaba tan sólo treinta y cinco kilos. La radio comunicó la noticia con estas solemnes palabras: «La señora Eva Perón, jefa espiritual de la nación, pasó a la inmortalidad». En la residencia comenzó entonces un largo y minucioso ritual. Primero, el doctor Pedro Ara, un reconocido patólogo español, preparó el cuerpo para que pudiera ser exhibido al día siguiente en la capilla ardiente del Ministerio de Trabajo. Al amanecer, su fiel modista Asunta se encargó de convertir en mortaja uno de los vestidos más espléndidos de Evita, un Christian Dior blanco encargado por la primera dama para la gala del 9 de julio y que no llegó a estrenar. Después Sara, la manicura, cumpliendo órdenes de la Señora, le retiró el esmalte rojo de sus uñas y lo reemplazó por un tono transparente. Julio, el peluquero, como todos los días, la peinó y le arregló el cabello por última vez. En la calle, comenzaba un duelo popular nunca antes visto en Argentina.
Tras la muerte de Eva Perón, su cuerpo fue velado en una gran sala del Ministerio de Trabajo y Previsión donde miles de personas pudieron darle su último adiós. Las flores cubrían las aceras y las calles adyacentes, formando una tupida alfombra. El 9 de agosto, el féretro fue llevado al edificio del Congreso de la Nación donde recibió honores militares. En menos de quince días, más de dos millones de personas, llegadas desde los puntos más remotos del país, desfilaron bajo la lluvia ante su ataúd, cuya parte superior tenía una tapa de cristal y estaba adornado con incrustaciones de plata. Los funerales por su muerte estuvieron a la altura de los de un jefe de Estado y el dolor —y la histeria— por su pérdida se adueñó de sus más fieles seguidores, aquellos que tras su prematura muerte la elevaron a los altares y pedirían su canonización. Los restos mortales de Evita tardarían más de dos décadas en regresar a su país.
Durante tres años, el cadáver embalsamado de la primera dama esperó en una sala del edificio de la CGT en Buenos Aires a que se construyera un mausoleo faraónico —del tamaño de la pirámide de Keops— que Perón quería levantar en su memoria. Pero en 1955 un golpe militar derrocó al general y los nuevos dirigentes hicieron desaparecer el cuerpo incorrupto de su esposa durante catorce años. En este tiempo, el culto a Evita siguió creciendo y sus más fieles acólitos reclamaban su regreso a casa. En su macabro peregrinaje, el cadáver permaneció enterrado en un cementerio de Milán con una falsa identidad. En 1972, fue desenterrado y devuelto a Perón —entonces casado con María Estela Martínez, más conocida como Isabelita—, que vivía exiliado en su chalet de Puerta de Hierro, en Madrid. Cuatro años más tarde, durante el gobierno militar del general Videla, la familia Duarte recuperó al fin su cuerpo. Doña Juana, su madre, ya había fallecido y no pudo asistir al entierro de su hija pródiga. Hoy sus restos descansan en una cámara acorazada para evitar su profanación —al cadáver le fue amputado un dedo—, en el panteón de la familia Duarte en el exclusivo cementerio de La Recoleta. Evita, ironías del destino, comparte su inmortalidad con aquellos «oligarcas» y políticos que tanto despreciaba. Cada día hay ramos de flores frescas delante de una placa que recuerda a una mujer que, aún hoy, a nadie deja indiferente.