El 24 de febrero de 1946, el general Juan Domingo Perón fue elegido presidente por un período de seis años. Evita, a sus veintiséis años, se convertía en la primera dama del país. Dispuesta a representar bien su papel y a estar a la altura de las circunstancias, se apresuró a elegir un vestido adecuado para la toma de posesión de su esposo. El 4 de junio, en el majestuoso Salón Blanco de la Casa Rosada, la señora María Eva Duarte de Perón lució un atrevido vestido gris de seda, con un hombro al descubierto, que ruborizó a su compañero de mesa, el cardenal Copello. Desde el primer momento, la clase alta argentina la acusaría de vestirse de manera vulgar como una estrella de cine y no con la discreción que se espera de la esposa de un presidente. Pero la gente sencilla del pueblo no opinaba lo mismo. Les gustaba el aspecto despampanante de Evita, las llamativas joyas que lucía y los lujosos vestidos que resaltaban su esbelta silueta. Solía llevar tacones altos, enormes pamelas y recargados peinados que sus entregadas seguidoras imitaban. Las jóvenes se teñían el cabello de rubio como ella y pedían a sus peluqueros «el moño en forma de rodete de Evita». Su foto aparecía en todos los rincones del país, desde la más humilde chabola hasta el balcón de la Casa Rosada. Su popularidad llego a ser tan grande que las niñas nacidas en las provincias del norte del país se llamaban con preferencia Eva o María Eva.
Evita iba a romper muchos moldes en un país donde se consideraba de mal gusto y «poco femenino» que una mujer se ocupara de asuntos políticos. Desde el principio tuvo muy claro que su papel no sería el de simple consorte y que trabajaría activamente junto a Perón: «Hubiera podido ser esposa del presidente como las otras. Era una labor fácil y agradable: sólo ocupada en organizar recepciones, recibir homenajes y someterme al protocolo… Los que me conocen desde que era una simple colegiala saben bien que yo nunca hubiera podido desempeñar ese ridículo papel. Además, mi marido no era sólo el más importante dignatario de Argentina, sino el jefe de su pueblo. Como él, yo también tenía un doble papel. Por una parte, era Eva Perón, la esposa del presidente, la que ofrecía brillantes recepciones y presidía las noches de gala. Por otra, yo era Evita, en la que el pueblo había puesto todas sus esperanzas…». En sus primeros discursos como primera dama alentó al público a que la llamara Evita, en un país donde los apodos sólo son utilizados por los amigos más íntimos.
Muchas cosas iban a cambiar en la vida de Eva Perón en aquel año de 1946. Su vivienda, antaño una cabaña de adobe y tejas en Los Toldos, era ahora la más lujosa residencia del país, el palacio Unzué. Esta fastuosa mansión del siglo XIX, situada en el exclusivo barrio de Palermo, contaba con 283 habitaciones y una magnífica escalinata de mármol con baranda de hierro forjado. Estaba rodeada de un cuidado parque, y era un oasis en el centro de la ruidosa y caótica ciudad. Perón y Eva pasarían allí más tiempo que en la residencia presidencial campestre de Olivos, a las afueras de la capital. El motivo principal era que ambos trabajaban de manera incansable y, a diferencia de otros presidentes, Perón madrugaba y era el primero en llegar a su despacho. Sin embargo, la finca del presidente en San Vicente seguía siendo el lugar preferido de Evita. En esa casa rústica, de estilo colonial, con techo de tejas rojas y fachada de piedra, era feliz montando a caballo, paseando con sus perros y preparando empanadas para los amigos que los visitaban.
La rutina de la Señora —como la llamaba el personal— comenzaba a las seis de la mañana cuando se despertaba. Media hora más tarde desayunaba con su esposo y luego atendía algunos asuntos urgentes mientras Julio, su peluquero, le recogía el cabello en un moño trenzado y Sara, la manicura, elegía los esmaltes de uñas —el rojo intenso de Helena Rubinstein o el blanco nacarado— según los compromisos que marcara su agenda. Después, salía a trabajar escoltada por policías motorizados. A los cuatro meses de la toma de posesión de su esposo, y por iniciativa de éste, Evita se puso a colaborar en el recién creado Ministerio de Trabajo. Allí, en un pequeño despacho que se le acondicionó en el cuarto piso, acudía tres días a la semana para recibir a todos aquellos que precisaran de su ayuda. Su secretaria Isabel Ernst, de pie detrás de ella, tomaba notas en una libreta y la aconsejaba sobre los problemas que le exponían los dirigentes sindicales. Hacia la una del mediodía, su chofer la conducía hasta la Casa Rosada donde recogía a Perón y almorzaban liviano en la residencia oficial. Cuando el general se retiraba a echarse la siesta, Eva regresaba a sus ocupaciones; no se volvían a ver hasta las ocho o nueve de la noche para cenar juntos.
Evita solía acostarse siempre tarde, nunca antes de las tres de la madrugada como en sus tiempos de actriz. En aquellos meses había un tema que le obsesionaba y del que no dejaba de hablar con Perón: la aprobación de un proyecto de ley a favor de los derechos de la mujer. Ya en su primer discurso oficial hizo referencia a este tema con estas palabras: «… la mujer del presidente de la República, que os habla, no es más que una argentina más, la compañera Evita, que está luchando por la reivindicación de millones de mujeres injustamente pospuestas en aquello de mayor valor en toda conciencia: la voluntad de elegir, la voluntad de vigilar desde el sagrado recinto del hogar, la marcha maravillosa de su propio país». Estaba dispuesta a conseguir la emancipación de la mujer, aunque para ello tuviera que acudir a los pasillos del Congreso para convencer a los legisladores.
La primera dama dedicaba las tardes a visitar fábricas, escuelas y hospitales. En cada lugar donde se anunciaba su presencia se congregaban grandes multitudes que se peleaban por acercarse a ella y tocarla. Cuando recorría los barrios marginales llegaba en su Packard negro luciendo llamativos vestidos estampados de Dior o de Jacques Fath, y cubierta de joyas de gran valor. Maquillada siempre de manera impecable, con los labios de color rojo intenso a juego con sus uñas perfectas —su confesor le tenía prohibido el colorete en las mejillas—, las mujeres la contemplaban embelesadas como si fuera una aparición. A los más humildes, Evita, tan hermosa y deslumbrante, les recordaba a sus Vírgenes a las que encendían cirios y rezaban con devoción. A su muerte, estas mismas gentes erigirían en sus chabolas altares con su foto y se encomendarían a ella como a una santa, santa Evita.
Cuando se la criticaba porque vestía de manera demasiado ostentosa cuando visitaba a los obreros o a los más pobres, ella contestaba: «Mira, a mí me quieren ver hermosa. Los pobres no quieren que los proteja una persona vieja y desaliñada. Todos sueñan conmigo y no quiero defraudarlos». Aquellas gentes se emocionaban —y no era para menos— cuando escuchaban la oratoria populista de la primera dama: «Yo abrazaré la patria y me daré íntegramente, porque todavía existen en este país personas pobres y desdichadas, sin esperanza o enfermas. Mi alma lo sabe. Mi cuerpo lo ha sentido. Yo ofrezco todas mis energías para que mi cuerpo sea tendido como un puente para la felicidad y el bien común». Nunca antes un político, y mucho menos una mujer, les había hablado en aquellos términos.
Al principio la gente iba a visitar a Evita a su despacho para pedirle favores individuales o ayuda económica: una nueva vivienda, artículos de primera necesidad, una plaza en un hospital, una escuela en condiciones… Pero poco a poco —y al igual que hiciera Perón cuando estaba al frente de la Secretaría de Trabajo—, Eva hizo suya la causa de los trabajadores. No tenía ningún cargo oficial, ni nunca lo tuvo, pero encontró su verdadera vocación entre los humildes y los más desfavorecidos. La mujer «detrás del trono», como algunos medios pronto la apodarían, comenzó a desplegar una actividad febril —trabajaba una media de quince horas diarias— recibiendo a todo aquel que necesitara algo. Evita comenzaba a sembrar las bases de su propia popularidad, siempre al servicio de Perón. El embajador de España en Argentina, José María de Areilza, describía así el ambiente que rodeaba a la primera dama: «Había grupos de obreros, líderes sindicales, campesinas con sus niños, periodistas extranjeros, una familia gaucha con sus ponchos, había refugiados procedentes del telón de acero, intelectuales bálticos, sacerdotes y monjas, sudorosas mujeres de mediana edad, jóvenes funcionarios, futbolistas, actores y gente de circo, y en medio de este aparente caos Evita prestaba atención a todo lo que se le pedía, desde una simple demanda de aumento de salario hasta el emplazamiento de toda una industria y, de paso, la petición de una vivienda para una familia, mobiliario, permiso para hacer una película…».
Eva Perón apenas sabía de política, era casi analfabeta, pero la lucha de clases la llevaba en las entrañas y la sentía como propia. Pronto se convertiría en abanderada de los descamisados y emprendería una auténtica cruzada en pos de la justicia social. Todas las cartas que recibía al día eran contestadas y atendía personalmente a la gente que hacía largas colas para contarle sus problemas, en ocasiones al oído. Siempre tenía a mano billetes de cincuenta pesos, la cantidad que muchas de las personas que acudían a verla necesitaban para poder regresar a sus hogares en la periferia. Cuando se le acababan los billetes pequeños, regalaba alguno de sus broches de diamantes o hacía una colecta entre los ministros y secretarios que andaban por el edificio del ministerio. En 1947 impulsaría la que ella misma denominó «Cruzada de Ayuda Social Eva Duarte de Perón» para asistir de manera inmediata a los más necesitados. Un año más tarde haría realidad su gran sueño y crearía su propia fundación de beneficencia. En ella volcaría todas sus energías, incluso cuando los estigmas de la enfermedad que la estaba matando ya eran bien visibles en su rostro.
En junio de 1946, la revista Newsweek, en un amplio reportaje sobre la primera dama argentina, se refería a ella como «la presidenta», y afirmaba que se estaba convirtiendo en «la mujer más importante entre bastidores» de la política de América Latina. El semanario no se equivocaba del todo, pues en el primer año de presidencia de su esposo, el poder de Evita ya era notable. A sus veintiséis años y con escasos conocimientos en el mundo de la política, Eva Perón era propietaria de cuatro radios y de dos de los periódicos —Democracia y El Mundo— de mayor circulación de Buenos Aires. Su habilidad y su astucia para manipular los medios de comunicación eran extraordinarias. Eva sabía muy bien cómo utilizar la radio y los periódicos de una forma totalmente desconocida hasta entonces en cualquier país latinoamericano. Los años en los que se dedicó a dramatizar culebrones en la radio le sirvieron para adquirir tablas y dar a sus apasionados discursos políticos un tono nunca antes visto.
No había ni un solo día en que en el periódico Democracia no se publicaran por lo menos cinco fotografías de «la señora presidenta», como se referían a ella en titulares. Todas las imágenes oficiales las realizaba un fotógrafo personal, quien nunca se apartaba de su lado desde muy temprano por la mañana hasta que regresaba exhausta a su casa por la noche. Nadie como ella supo conseguir la máxima publicidad en cualquiera de sus actos, incluso en aquellas situaciones marcadas por la burocracia, deslucidas y faltas de color. Aunque sus detractores continuaban acusándola de manipuladora y demagoga sin escrúpulos, Evita seguía cuidando el mínimo detalle de su aspecto en todas sus apariciones públicas. Frente al pueblo trabajador se presentaba como una mujer joven y de radiante belleza, vestida a la última moda de París, envuelta en pieles o cargada de diamantes, que les prometía: «Ustedes también, un día, tendrán ropas como éstas».
Si durante los primeros meses de mandato de Perón, Evita aún se mostraba tímida y en un segundo plano, a medida que crecía su influencia entre los trabajadores, adquirió más confianza en sí misma. Desde el balcón de la Casa Rosada —y con el mismo dramatismo que imprimía a sus famosos personajes femeninos de la radio— arengaba a las multitudes que caían rendidas ante sus encantos y parecían estar dispuestas a morir por ella si fuera necesario: «Yo les hablo en nombre de los humildes, de los que no tienen hogar, para gritar contra los antiguos días malditos». Su transformación había sido extraordinaria, ahora su voz era potente y vigorosa, y su filosofía política era simple: amor a los pobres y odio para los ricos. Ya en su primer año como primera dama de Argentina había millones de argentinos que creían en sus palabras, que creían sinceramente que ella les iba a dar lo que nunca antes habían tenido: respeto, dignidad y un lugar donde poder vivir.
A medida que su poder aumentaba, sus opositores se cuidaban mucho de opinar sobre ella en público. En un tiempo en que la gente iba a la cárcel por criticar a Perón e incluso los teléfonos estaban intervenidos, una simple broma sobre la primera dama podía costar muy cara. En una ocasión unos cadetes de Marina fueron expulsados de la escuela por haber tosido al aparecer Evita en un noticiario cinematográfico. Eran muchos los que la adoraban y muchos los que la temían. Con fama de mujer rencorosa y vengativa, no perdonaba a los que se atrevían a criticarla, y menos a los que no profesaban la misma adoración que ella por el general. Sus detractores la acusaban de corrupta por instalar a miembros de su familia en puestos clave del gobierno de Perón. El nombramiento más sorprendente fue el de su hermano, Juan Duarte, como secretario particular del presidente. Este joven, soltero y con fama de mujeriego, que durante los últimos diez años había trabajado como vendedor de jabones, tenía ahora un importante cargo. Todo aquel que quisiera entrevistarse con el general Perón, tenía que pasar por él, con el beneplácito de Evita.
Evita, que solía mostrarse afable y paciente con la gente que reclamaba su ayuda, era intolerante y déspota con aquellos que no compartían sus ideas o consideraba sus enemigos. Encajaba muy mal los desaires de la clase alta argentina —«los oligarcas», como ella los llamaba— que nunca la respetó, ni siquiera ahora que era la primera dama del país. Durante el primer año, Eva Perón esperó con impaciencia que se le ofreciera la presidencia de la Sociedad de Beneficencia, la organización de caridad más exclusiva que manejaban las damas de la buena sociedad argentina, con el patronato de la Iglesia católica. Los meses pasaban y el ofrecimiento nunca llegó. Cuando Evita mandó averiguar el porqué se le negaba un cargo que habitualmente desempeñaba la primera dama del país, le respondieron: «Qué pena, Evita era demasiado joven, y las reglas de la caridad requerían una mujer más madura y entrada en años como presidenta de la sociedad». Con la misma diplomacia, Evita les respondió que si ella no podía acceder al cargo, su madre, doña Juana, sí estaba capacitada para hacerlo. La sola idea de que una vulgar campesina analfabeta, madre de cinco hijos ilegítimos, pudiera estar al frente de la sociedad, debió de producir escalofríos a las estiradas damas de la caridad. Eva, que no encajaba bien los desaires, esperó el momento para pagarles con la misma moneda. Dos años más tarde, el gobierno peronista cortaría el subsidio anual a las octogenarias damas de la Sociedad de Beneficencia y Evita fundaría su propia organización de Bienestar Social. Una vez más se saldría con la suya.
Cuando se convirtió en la nueva inquilina del palacio Unzué, Evita se rodeó de su propio equipo —Atilio, su secretario privado; Julio, su peluquero; Irma, su fiel ama de llaves, y Sara, su manicura—, pero necesitaba a su lado alguien de confianza que puliera sus modales y la ayudara a mejorar su imagen. Cuando era la amante oficial de Perón, apenas le importaba su aspecto y se arreglaba como lo que era: una joven estrella de la radio a la que le gustaba figurar. Entonces lucía una larga y salvaje melena rubia platino, al estilo de las estrellas de Hollywood de los años treinta. Le encantaban los brillos, las joyas grandes, las pamelas adornadas con flores o plumas, y los aparatosos peinados estilo Pompadour. Ahora quería cambiar su estilo y ser más elegante pero no estaba dispuesta a renunciar al lujo. Ajena a las críticas de sus enemigos, que tachaban su forma de vestir de «impactante y de un lujo casi inmoral» ante la pobreza del pueblo argentino, Evita no repararía en gastos a la hora de elegir su vestuario.
Así fue como entró en su vida Lilian de Guardo, la esposa de un cercano colaborador de Perón que se convertiría en su mejor amiga. En su libro de memorias, titulado Y ahora hablo yo, la señora de Guardo recordaba el día que acudió con su esposo a comer a la quinta de San Vicente invitados por Perón: «La primera vez que vi en persona a Eva estaba desconocida: iba sin maquillaje, con la cara limpia, tenía un cutis estupendo —su piel era de color marfil— y vestía con el pijama del general, arremangadas las piernas y los brazos y peinada con dos trencitas. En fin, completamente natural. Era una belleza».
A Eva, desde el primer instante, Lilian le pareció una mujer educada, culta y muy distinguida. Madre de cuatro hijos, llevaba la vida tradicional de la mujer casada argentina de la buena sociedad. De ahí su sorpresa cuando unos días más tarde Evita la mandó llamar con urgencia a su despacho. Aunque no de manera directa, le dio a entender que lo que quería de ella era que fuera su asesora personal y dama de compañía; que estuviera a su lado para aconsejarla en todo momento sobre temas variopintos como las reglas del protocolo, la elección de un vestuario adecuado para cada ocasión o las piedras preciosas más favorecedoras. Lilian no pudo negarse, aunque sabía que Evita le absorbería todo su tiempo: «A partir de entonces, ella misma me despertaba todos los días a las seis de la mañana y a las siete me mandaba un coche a recogerme». Junto a su confesor, el padre Hernán Benítez, Lilian fue la persona que mejor la conoció, y durante tres años no se separaría de ella.
Evita, a diferencia de Jackie Kennedy, no creó un estilo propio y argentino, porque en su afán por competir con la clase alta compraba lo mejor y lo más caro. A las dos semanas de la investidura de su esposo, en compañía de su inseparable Lilian, Eva «asaltó» las mejores casas de moda y joyerías de Buenos Aires. Sentía debilidad por los abrigos y estolas de piel, las joyas más valiosas, los sombreros —que le hacían a medida al igual que los zapatos— y los perfumes caros que mezclaba a su antojo hasta conseguir la fragancia deseada. A mediados de los años cuarenta, en Buenos Aires la alta costura tenía nombres como Henriette, Paula Naletoff, Emma de Saint Felix y el sastre Luis D’Agostino que le confeccionó sus clásicos trajes sastre. Aunque Lilian le abrió las puertas al mundo de la alta costura, Evita aún no era conocida por estas prestigiosas firmas y recibió más de un desdén: «Una mañana llegó a la casa de Paula Naletoff y fue recibida por la dueña con un pañuelo en la cabeza, un plumero en la mano y la negativa de atenderla. Cuando se marchaba, una de las acompañantes de Eva Perón le dijo: “¿Sabe a quién está despidiendo? A la mujer del presidente electo”. Inmediatamente fue llamada con las disculpas del caso. Tampoco fue reconocida la primera vez que entró en Henriette, cuando se equivocó de piso y apareció en el taller». En poco tiempo, las más prestigiosas casas de moda que vestían a la primera dama le asignaron una empleada fija para que la acompañara en sus compras. A Evita lo que más le gustaban eran los trajes de noche con escotes pronunciados, halter o palabra de honor. Con ellos se sentía admirada y podía representar a la perfección el papel de gran dama, ella que en el teatro sólo había hecho de criada.
Gracias a Lilian, Eva Perón comenzó a vestir de manera más elegante y a tener caprichos más caros. Con el tiempo, encargaba su vestuario personal y exclusivo a los mejores diseñadores de la época como Christian Dior y Balenciaga; las joyas se las proveía la casa Van Cleef & Arpels y las pagaba el magnate Alberto Dodero, cuya esposa era una de las damas de compañía de Eva. Durante su visita a París, en su famosa y controvertida gira europea, Evita dejó sus medidas a Dior, a Rochas y a Jacques Fath para que hicieran un maniquí que serviría de ahí en adelante para confeccionar sus vestidos a medida. Desde ese momento, los espectaculares vestidos que Evita lucía en las recepciones del palacio Unzué o en las galas del Teatro Colón —y cuya foto aparecía al día siguiente en casi todos los periódicos del país— llegaban directamente de París en las bodegas de los barcos o en un compartimiento especial diseñado en el fondo de los aviones de Aerolíneas Argentinas, donde viajaban de pie, sin arrugarse.
En una ocasión, el avión que traía un espléndido vestido de noche de seda natural y plumas de avestruz de Jacques Fath que la primera dama debía lucir en una gala del Teatro Colón, se atrasó. Aquel inolvidable 25 de mayo de 1948, Evita, sin inmutarse, llegó dos horas tarde al teatro donde esperaban el público y los artistas. La primera dama gastaría una auténtica fortuna en ropa, y quizá uno de sus vestidos más suntuosos —valorado en más de medio millón de dólares— fue el que encargó a Dior y que tenía la falda adornada con decenas de brillantes de un quilate. No en vano el propio diseñador francés llegó a decir en una ocasión: «A la única reina a la que vestí es a Eva Perón». Cuando Evita murió tenía en sus armarios más de cien abrigos de pieles, cuatrocientos vestidos y ochocientos pares de zapatos, sin contar su fabulosa colección de joyas.