LA ACTRIZ Y EL CORONEL

Juan Domingo Perón, en un libro que escribió en 1956 durante su exilio madrileño, recordaba cómo conoció y se enamoró de su compañera: «Eva entró en mi vida como el destino […] entre las personas que en aquellos días pasaron por mi despacho, había una mujer de frágil presencia, pero de vigorosa voz, con una larga cabellera rubia que le caía suelta sobre la espalda, y de ojos ardientes. Dijo que se llamaba Eva Duarte, que trabajaba en la radio y que quería ayudar el pueblo de San Juan. La miré y sus palabras me impresionaron; la fuerza de su voz y su mirada me subyugaron totalmente. Eva tenía una tez blanca, pero cuando hablaba su rostro se inflamaba. Sus manos estaban enrojecidas por la tensión, sus dedos fuertemente entrelazados; toda ella era puro nervio». Evita, por su parte, llegó a adorarle de una manera enfermiza; más que amor lo suyo fue idolatría hacia el hombre que la había elegido para pasar a la historia. «Creo en Dios y lo adoro, y creo en Perón y lo adoro. Dios me dio la vida un día, Perón me la da todos los días», diría en una ocasión. A pesar de la diferencia de años —Perón tenía cuarenta y ocho, el doble que ella— ambos tenían mucho en común. Compartían un origen humilde y un agrio resentimiento hacia las clases altas dominantes.

Perón había nacido en 1895 en una pequeña granja de la ciudad de Lobos, al sur de la provincia de Buenos Aires. Su madre, doña Juana, era una «chinita» como se conocía a las humildes campesinas de sangre indígena. Su padre, Mario Tomás Perón —de origen italiano—, fue juez de paz de Lobos hasta que un buen día decidió irse a trabajar como granjero a la inhóspita Patagonia. Cuando el pequeño Juan tenía cinco años, la familia se trasladó primero a Santa Cruz y más tarde al norte de la provincia de Chubut donde Mario pudo comprar su propia finca. Perón pasó su infancia y parte de su adolescencia en esas tierras desoladas, frías y ventosas que curtirían su carácter. A los dieciséis años, el muchacho se marchó a Buenos Aires para estudiar en el colegio militar; fue el inicio de una vertiginosa carrera militar —salpicada de intentos de golpes de Estado y oscuras conspiraciones— que le llevaría a la presidencia de su país en tres ocasiones.

En 1930, Juan Domingo Perón se casó con una joven maestra llamada Aurelia Tizón, quien moriría ocho años después víctima de un cáncer de útero. Evita, que sabía el atractivo que ejercía el coronel viudo entre las mujeres, no estaba dispuesta a que «su hombre» cayera en los brazos de alguna de las actrices que pululaban a su alrededor. Tras el romántico fin de semana en el delta del Tigre, y viendo que Perón nunca la invitaba a su casa, a finales de enero decidió tomar cartas en el asunto. Sin consultárselo previamente a él, se presentó en el apartamento que compartía con su supuesta «hija». Evita ordenó a la muchacha que hiciera las maletas y volviera con sus padres a Mendoza. Cuando al día siguiente Perón regresó a su casa para echarse una siesta, descubrió divertido que Evita había echado a La Piraña. Poco después, la actriz convenció a Perón para que se trasladara a un apartamento contiguo al suyo en la calle Posadas. En los primeros días de febrero, el coronel se mudó a su nueva vivienda; la pareja ocupaba apartamentos distintos pero cada noche Evita cruzaba el pasillo y pasaba la noche con su amante. Ya nunca se separarían hasta la prematura muerte de ella.

Juan Domingo Perón —recién nombrado ministro de Guerra— no ocultaba su relación con Evita, quien en ocasiones ejercía de anfitriona en su apartamento. A los que le insinuaban que no estaba bien visto que se paseara públicamente con una «estrella de segunda categoría y mala reputación», Perón les contestaba con su habitual sentido del humor: «¿Me reprochan que ande con una actriz? Y qué quieren, ¿que ande con un actor?». En un principio, Evita se mostraba discreta, en un segundo plano, y sólo interrumpía las reuniones para servir un café o llevarse los ceniceros llenos de colillas. Su espontaneidad —llamaba a todos los presentes «muchachos»— y su forma descarada de hablar, divertían a Perón acostumbrado a que la gente se dirigiera a él con respeto.

Eva, ajena al revuelo que su relación provocaba, proseguía con su trabajo en la radio pero ahora se beneficiaba de ser la amante oficial del coronel. Gracias a la influencia de Perón, su carrera artística sufriría un inesperado impulso. En Radio Belgrano le ofrecieron, según sus propias palabras, «el más importante contrato hecho a una actriz en una emisora de radio», y en el cine actuaría en dos películas que pasaron sin pena ni gloria. En 1944 obtuvo su primer papel estelar en La cabalgata del circo, del director Mario Soffici, donde se tiñó el pelo de rubio. Acudía al rodaje en una limusina del Ministerio de Guerra conducida por un chofer de uniforme y tuvo más de una violenta discusión con su compañera de reparto, la atractiva actriz y cantante Libertad Lamarque. Esta famosa artista argentina, que se encontraba en la cúspide de su carrera, no toleraba los caprichos de la «protegida de Perón». Según ella, llegaba tarde a los estudios San Miguel, hablaba por teléfono cuanto quería e interrumpía el rodaje a su antojo, sin que el director se atreviera a abrir la boca.

La siguiente película fue La pródiga, una cinta que debía protagonizar la actriz Mecha Ortiz, pero que acabó representando Evita gracias, una vez más, a la intervención de su protector. Sus contratos habían subido considerablemente y ya no le pagaban en pesos sino en dólares. En La pródiga, firmó un contrato por cincuenta mil dólares —sólo la superaba en caché su rival Libertad Lamarque—, una importante suma de dinero para la época; fue su última película como actriz y nunca se estrenó. Cuando Eva se casó con Perón, prohibió que la cinta se exhibiera en los cines. Consideraba que no estaba bien que la esposa del presidente del país apareciera besando a otros hombres en la gran pantalla y además el director la había sacado «gorda y poco favorecida».

Desde que en 1935 Eva llegó a Buenos Aires había participado en veinticuatro obras teatrales, en cinco películas y en casi una treintena de seriales radiofónicos. A su confesor, el padre Hernán Benítez, le diría en una ocasión que sus interpretaciones habían sido «malas en el cine, mediocres en el teatro y pasables en la radio». Ahora Evita, la estrella de los culebrones radiofónicos, estaba a punto de representar el mejor papel de su vida junto al coronel Juan Domingo Perón.

Evita sabía que no despertaba ninguna simpatía entre los más estrechos colaboradores de Perón —quienes la consideraban una «intrusa»— y que las damas de la alta sociedad la despreciaban. Se envidiaba su juventud, su belleza, su determinación y el que hubiera conquistado el corazón del hombre más poderoso del país. Se temía su influencia, cada vez mayor, en el coronel, su injerencia en los asuntos de gobierno y su ambición. Sin embargo Evita —quizá porque se sabía en el «ojo del huracán»— hacía grandes esfuerzos por aprender e intentaba estar a la altura de las circunstancias. Su peluquero de toda la vida, Julio Alcaraz, le enseñó los buenos modales en la mesa —pues Perón solía presentarse en casa de manera imprevista con importantes personajes que se quedaban a comer o cenar— y a mejorar su vocabulario. Cada vez que alguien le corregía una palabra, la anotaba en una libreta para no volver a equivocarse. Estaba claro que la nueva relación amorosa de Perón no sólo no era bien vista entre los suyos sino que le iba a causar graves problemas.

A mediados de junio, Eva quiso mejorar su imagen. La quinceañera morena de cabello corto rizado, que vestía blusas frívolas llenas de volantes y abundante carmín en los labios, poco antes de mudarse a la residencia presidencial en 1946 era una mujer rubia que vestía como una estrella de cine. Le gustaban los escotes exagerados, los tejidos brillantes, las joyas grandes y los peinados complicados. Tras consultárselo a Perón, llamó a Paco Jamandreu, el modisto de las estrellas en Argentina, y le citó en su casa. En sus memorias, el diseñador recordaría aquel día inolvidable: «Ella [Evita] misma me abrió la puerta. […] “¡Qué caché!”, pensé. Su apartamento me hizo recordar a las casas burguesas de mi pueblo. […] A los pocos minutos todo me pareció muy lindo. Hasta sus pantalones de satén que nada tenían que ver con sus sandalias de corcho». Desde un principio, y como actriz que era, Evita tenía muy claro que debía representar dos personajes: por un lado el de la deslumbrante estrella de la radio que seguía apareciendo en traje de baño en las portadas de las revistas, y por otro el de la compañera de un militar en ascenso, Juan Domingo Perón.

«A partir de ahora no pienses en mí como una de tus clientas; en mí habrá desde ahora una doble personalidad; por un lado la actriz de lamés, plumas y lentejuelas. Por otro lado, la figura política que Perón quiere ver en mí. Empecemos por aquí: para el primero de mayo tengo que ir con él a una gran concentración, la gente hablará hasta los codos, es la primera aparición de la pareja Duarte-Perón. ¿Qué me vas a hacer para esa ocasión?», le dijo Eva a Jamandreu. Para su primera aparición pública el modisto eligió un traje sastre príncipe de Gales con doble abotonadura y cuello de terciopelo. Aunque Evita era esbelta y tenía una figura bien proporcionada, Paco le recomendó endurecer el estómago porque tenía un poco de barriga. A los pocos días, Perón contrató un entrenador alemán de gimnasia para que le diera clases en casa. La muchacha antaño insulsa y vulgar comenzaba una extraordinaria transformación de su imagen pública.

A Perón no le debió de resultar fácil vivir con una mujer como Eva, propensa a las rabietas y que le exigía en público que se casara con ella. La joven no dudaba en demostrar su desprecio hacia los compañeros de Perón que no consideraba de fiar o que no eran lo suficientemente devotos hacia su persona. Pero a pesar de todo, Eva era la compañera ideal de Perón, le sacó de su apatía y le convirtió en el abanderado de los más desfavorecidos. El coronel no tardó mucho tiempo en darse cuenta del genio político de su nueva compañera y la reclutó para su campaña personal. «Me seguía como una sombra, me escuchaba con atención, asimilaba mis ideas y las ejercitaba en su mente extraordinariamente ágil y seguía mis directrices con gran precisión», diría Perón en sus memorias. Al convertirse en la amante del hombre más poderoso del gobierno argentino —y sentirse protegida por él—, Eva dejó de ser la tímida pueblerina y se convirtió en una mujer de carácter, ideas claras y una energía desbordante.

«Vi en Eva a una mujer excepcional, una auténtica “pasionaria” animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con la de los primeros creyentes. Eva debía hacer algo más que ayudar a las víctimas del terremoto de San Juan; debía trabajar con los desheredados argentinos […] Decidí, por tanto, que Eva se quedase en mi ministerio y abandonase sus actividades teatrales», escribió Perón. En realidad, durante el primer año y medio de relación, Eva sólo sería su amante y su colaboración se limitaría a apoyarle desde la radio. En mayo de 1944 fue elegida presidenta del sindicato de artistas de la industria radiofónica y añadió a su trabajo otro programa diario titulado «Hacia un futuro mejor», donde difundía las conquistas sociales y laborales de la Secretaría de Trabajo. Evita, apasionada también por la justicia social, se convirtió desde las ondas en la acérrima defensora de Perón. Antes de que se hubieran convocado oficialmente nuevas elecciones, la locutora no dudaba en hacer campaña a favor de su amante, a quien proclamaba «el Salvador de la Nación».

A finales de año, Eva trabajaba en tres programas diarios y, sola o en compañía de Perón, acudía a galas, concesiones de premios y reuniones sindicales. Su salud, que nunca fue muy buena, se resintió en el mes de septiembre y su médico la obligó a tomarse un descanso. Por entonces aparecía en las portadas de las revistas de cine y de radio posando con su rubia melena en traje de baño o disfrazada de marinero. A los periodistas les contaba, entre otras mentiras, que hablaba francés, que le gustaba navegar y que leía a «los clásicos y a los contemporáneos». A principios de 1945, Perón seguía siendo el hombre fuerte del gobierno militar pero su popularidad iba en descenso. Las luchas por el poder eran muy grandes y la hostilidad hacia su persona, dentro y fuera del ejército, era cada vez mayor. La culpa, en parte, la tenía la mujer que ahora compartía su vida y que cada día ostentaba un mayor protagonismo. Para Evita, ajena al escándalo que despertaba su relación con el militar, aquél había sido un año magnífico: había conquistado el corazón de Perón y era propietaria de una casa en la calle de Teodoro García. Algunos biógrafos afirman que esta residencia situada en el elegante barrio de Belgrano, fue un obsequio del multimillonario argentino de origen alemán Ludwig Freude, el hombre que financiaría la campaña política del coronel como candidato a la presidencia.

La primera semana de octubre de 1945 fue crucial para Perón y puso a prueba la fidelidad de su compañera Evita. En aquellos días los militares que junto a él habían derrocado al gobierno civil, ahora le echaban en cara su excesivo protagonismo, sus tendencias populistas y sobre todo la intromisión de su amante en los asuntos del gobierno. El 8 de octubre se produjo un golpe de Estado dirigido por el general Ávalos que exigió la inmediata renuncia de Perón. Uno de los jóvenes oficiales que apoyaron el golpe militar reconocería más tarde: «Estábamos convencidos de que era nuestro deber impedir que la nación cayera en manos de aquella mujer [Eva], como finalmente ocurrió». Perón, que aquel día cumplía cincuenta años, firmó la dimisión de sus tres cargos en el gobierno y pidió al presidente Farrell que cursara su retirada del ejército.

El mismo día en que Perón era derrocado, Evita recibía la noticia de que su contrato en Radio Belgrano había sido cancelado. «Tu novio ha sido despedido, y tú también», le diría de malas maneras el director de la emisora. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, y temiendo por su vida, la pareja abandonó el apartamento que compartían en la calle Posadas y se escondieron hasta que los ánimos se calmaran. La noche del 11 de octubre, un amigo de coronel —el hijo del empresario Ludwig Freude— los llevó a la casa de veraneo de la familia en una isla del delta del Tigre, a escasos treinta kilómetros de Buenos Aires. Evita y Perón se internaron por el río con una lancha hasta llegar a la propiedad donde se levantaba una hermosa casa de madera y tejas de barro, rodeada de césped y árboles centenarios. Allí la pareja esperó el desarrollo de los acontecimientos con la única compañía de un sirviente llamado Otto, que no hablaba apenas español.

Tres días más tarde detuvieron a Perón cuando paseaba por el muelle de la isla del brazo de Evita. Desde su celda en el fuerte de Martín García, una isla húmeda y azotada por el viento en medio del río de la Plata, Perón le escribió la siguiente carta a Evita: «Mi adorable tesoro: Sólo cuando estamos apartados de quienes amamos sabemos cuánto los queremos. Desde el día que te dejé ahí, con el dolor más grande que se pueda imaginar, no he podido sosegar mi desdichado corazón. Ahora sé cuánto te amo y que no puedo vivir sin ti. Esta inmensa soledad está llena de tu presencia. Escribí hoy a Farrell [el presidente] pidiéndole acelerara mi excedencia y, tan pronto salga de aquí, nos casaremos y nos iremos a vivir en paz a cualquier sitio…».

Se dice que fue Evita, tras la detención de Juan Domingo Perón, quien buscó apoyo entre los sindicalistas y puso en pie de guerra a los «descamisados» —manera despectiva como la oposición llamaba a los seguidores de Perón— para conseguir el regreso del coronel. La realidad fue menos romántica, pues entonces Evita no conocía a los líderes sindicales y no tenía ningún apoyo en el círculo íntimo de Perón. Convertida ahora en la amante de un político caído en desgracia, ya no gozaba de protección policial y se encontraba sola y asustada. Cuando se llevaron a Perón, Evita tuvo una crisis de nervios y se refugió en la casa de su amiga Pierina Dealessi: «Vino a mi casa a contarme. Temblaba. No sabía si lo habían matado o si estaba preso. Me dijo que a ella también la habían amenazado. Venía todos los días a dormir. Durante el día, desaparecía». Eva, que podía haber huido porque su vida corría también peligro, decidió seguir al lado de su amante.

Algunos años más tarde, Evita, recordando aquellos funestos días en los que Perón fue privado de libertad, escribiría: «Aquellos ocho días me duelen todavía; y más, mucho más, que si los hubiera podido pasar en su compañía, compartiendo su angustia… Me largué a la calle buscando a los amigos que podían hacer todavía alguna cosa por él… Nunca me sentí, lo digo de verdad, tan pequeña, tan poca cosa…». Evita no desempeñó el papel estelar que los peronistas le adjudicaron en la movilización de los trabajadores que ocuparon la plaza de Mayo, pero sí intentó, sin éxito, obtener de un abogado amigo de Perón un documento para liberarlo. Lo más probable es que durante aquella semana se limitara a esperar, tal como el mismo Perón le aconsejó en una carta. Quien sí se movió con rapidez fue otra mujer rubia y desconocida, Isabel Ernst, secretaria y amante del teniente coronel Domingo Mercante —hombre de confianza de Perón— que mantenía excelentes relaciones con los líderes sindicales.

El 15 de octubre, los sindicatos comenzaron a movilizarse; miles de obreros en huelga procedentes de las afueras de la ciudad fueron ocupando de forma pacífica la céntrica plaza de Mayo, pidiendo que liberaran a Perón. Esta multitudinaria manifestación, espontánea y sin incidentes, cambió el curso de la historia argentina. Tres días más tarde, los enemigos del coronel, temiendo que se produjera un alzamiento popular en contra del ejército, decidieron liberar al detenido. Perón, con aspecto cansado y enfermo, reapareció ya entrada la noche en el balcón de la Casa Rosada junto al presidente Farrell, el mismo que había dado la orden de que lo encarcelaran. Tras hablar a la multitud que lo aclamaba como a un héroe, prometió presentarse como candidato a las elecciones que tendrían lugar en febrero de 1946. Aquella noche histórica del 17 de octubre, Juan Domingo Perón acababa de demostrar el poder que tenía sobre el pueblo. Ahora sólo pensaba en la promesa que le había hecho a Evita: casarse cuanto antes con ella.

Cuatro días después de su comparecencia en el balcón de la Casa Rosada, Perón se casaba con su amante Evita en Junín. «Pensábamos con el mismo cerebro, sentíamos con el mismo corazón. Era natural por tanto que en tanta comunión de ideas y de sentimientos naciese aquel afecto que nos llevó al matrimonio. Nos casamos en el otoño de 1945 en la iglesia de San Francisco en La Plata», recordaría el coronel. Los preparativos del enlace no habían sido fáciles. Eva era hija ilegítima —un detalle que Perón ignoraba— y se las tuvo que arreglar para destruir su partida de nacimiento original y falsificar una nueva. Consiguió cambiar su nombre verdadero —Eva Ibarguren— por el de María Eva Duarte y la fecha de su nacimiento tres años más tarde, en 1922. De esta manera Evita, que contaba en realidad veintiséis años, borraba de un plumazo su «oscuro pasado» y podía contraer matrimonio con el coronel Perón.

La versión oficial dice que se casaron por lo civil en Junín el 22 de octubre de 1945; tras la ceremonia «austera y solemne», la pareja en compañía de los testigos —su amigo Domingo Mercante y el hermano de ella, Juan Duarte— lo celebraron en la pensión de doña Juana Ibarguren.

La ceremonia religiosa tuvo lugar el 10 de diciembre en la parroquia de San Francisco en la ciudad de La Plata, en la provincia de Buenos Aires. A la boda, íntima y sencilla, asistieron la madre de Evita y sus hermanos Blanca y Juan, junto a unos cuantos amigos de Perón. El jesuita Hernán Benítez, antiguo conocido del militar y futuro confesor de Evita, celebró el oficio religioso. Sólo se conserva una foto de aquel día: Perón viste uniforme militar a pesar de estar retirado del ejército, y la flamante señora María Eva Duarte de Perón luce un llamativo vestido estampado y una gran pamela adornada con flores.

No hubo tiempo para una romántica luna de miel. La pareja descansó en la finca de un amigo en San Nicolás, a doscientos cincuenta kilómetros de Buenos Aires, y en la quinta (finca) que Perón tenía en San Vicente. Eva recordaría con especial emoción aquellos días en los que pudieron disfrutar de una intimidad que tardarían mucho en volver a tener: «Estábamos solos, sin visitas. Nos levantábamos temprano, tomábamos el desayuno y salíamos a caminar por la quinta. Nunca me maquillé en esos días, andaba a pura cara lavada, el pelo suelto, una camisa de él y un par de pantalones. Era mi atuendo favorito y a él le gustaba que estuviéramos así. Algunas veces me metía en la cocina y preparaba una ensalada para acompañar un buen bife [bistec] que preferíamos los dos. Lo que sí hacía era cebar mate por las tardes mientras charlábamos, mejor dicho mientras él charlaba. Porque él pensaba en voz alta y yo escuchaba y aprendía».

La partida de nacimiento no fue lo único que Evita mandó destruir de su pasado. Cuando se hizo público su compromiso con Perón, mandó eliminar todo rastro de su anterior carrera de actriz. Reclamó a las emisoras de radio y a las revistas todas las fotografías publicitarias que obraban en su poder; también pidió los negativos a los fotógrafos que la habían retratado cuando era una rubia aspirante a actriz con ganas de triunfar en la capital. Su última película, La pródiga, fue exhibida en sesión privada para Perón y Evita; luego la cinta le fue entregada por su propietario como obsequio. Evita dejaba atrás sus aspiraciones artísticas para dedicarse de lleno a la causa de Perón. Acompañaría a su esposo en su agotadora gira electoral que los llevaría a las regiones del interior más pobres y olvidadas. La señora de Perón sólo mantendría su puesto en Radio Belgrano, donde fue recibida de manera muy efusiva por su director, Jaime Yankelevich, el mismo que la había puesto de patitas en la calle unos meses atrás. Éste le dobló el sueldo y le pagó una indemnización por los días en los que no había trabajado. Eva utilizaría la radio para promocionar la candidatura de su esposo a la presidencia y, poco después, compraría la emisora.

Tras la boda, el matrimonio Perón se mudó a la casa de Evita en Teodoro García. «Trabajábamos día y noche; con frecuencia, durante semanas no nos veíamos y cada encuentro, desde el punto de vista sentimental, era una novedad, una sorpresa. El 4 de junio de 1946 fui nombrado presidente. Los primeros seis meses fueron los únicos que pasamos tranquilos, en una casa verdaderamente nuestra. Habitábamos en la calle Teodoro García, en la casa de Evita, pequeña, aislada, hecha a propósito para pasar una luna de miel que nos habíamos visto obligados a aplazar», recordaba el coronel en sus memorias. La entonces esposa del candidato recibía a las visitas en bata o en ocasiones en camisón y participaba abiertamente en las actividades dando su opinión ante la mirada despreciativa de los colaboradores de su marido.

El 26 de diciembre de 1945, el coronel se subió a un tren al que llamó El Descamisado para recorrer el país en campaña. Se dirigió hacia el norte, a las regiones más pobres y atrasadas, y en la localidad de Santiago del Estero se le unió Evita. Todavía aparecía junto a él tímida y callada, pero repartía besos y abrazos a las gentes que se acercaban a conocer al nuevo «líder de los humildes». Era la primera vez en la historia argentina que la esposa de un candidato acompañaba a su marido en los actos públicos de una campaña electoral. Evita se haría famosa no sólo por esta razón, sino por su popularidad en las provincias del interior donde era una conocida actriz radiofónica.