HIJA ILEGÍTIMA

Oficialmente, Eva Duarte de Perón nació a las cinco de la mañana del 7 de mayo de 1919 en una ranchería en el campo de la hacienda La Unión —propiedad de su padre—, a veinte kilómetros del pueblo de Los Toldos, en Junín. Más adelante, y para poder casarse con Juan Domingo Perón, falsificaría su partida de nacimiento y de paso se quitaría un par de años. La pequeña vino al mundo asistida por una comadrona indígena, quien ya había ayudado a la madre en los anteriores partos caseros. Eva María Ibarguren —más conocida como Evita— era hija de Juana Ibarguren, una mujer de extracción humilde dedicada a las labores domésticas, y Juan Duarte Echegoyen, un terrateniente e influyente político conservador de Chivilcoy, ciudad cercana a Los Toldos. Ambos eran descendientes de vascos franceses y Evita heredaría su carácter fuerte y emprendedor. El señor Duarte, como era costumbre entre los hombres de la alta sociedad que habitaban en el campo, mantenía dos familias: una legítima en Chivilcoy con su esposa Estela Grisolía —con quien tenía tres hijas— y otra en Los Toldos, con su amante Juana.

A los quince años, Juana comenzó a trabajar como cocinera en la estancia La Unión donde preparaba la comida a los peones del campo. La diligente y hermosa muchacha pronto se convertiría en la amante del patrón Duarte, más conocido como «El Vasco». De esta relación extramatrimonial que duró doce años, nacieron cinco hijos: un varón y cuatro niñas. Eva era la pequeña de la familia y aunque todo el pueblo sabía quién era el verdadero padre de las cinco criaturas, Duarte no reconoció a ninguno de sus vástagos. Sin embargo, aceptó hacerse cargo de su manutención y los visitaba con frecuencia en el rancho cercano a la hacienda donde les permitía vivir. Juana, terca y arrogante, nunca se comportó como si fuera la querida del patrón; por el contrario, adoptó el apellido Duarte y cuando vivía en la aldea de Los Toldos se paseaba orgullosa con sus hijos bien vestida y perfumada.

Juan Duarte siempre trató con respeto a su amante y se preocupó de que a sus hijos no les faltara de nada. Pero todo cambió en los primeros meses de 1920; Eva tenía menos de un año cuando el estanciero decidió regresar con su familia legítima a Chivilcoy dejando a doña Juana en una difícil situación económica. Fue una época muy dura para esta mujer humilde y luchadora, que consiguió sacar adelante a su numerosa prole gracias a su inquebrantable fuerza de voluntad. Juana y los niños se trasladaron a una nueva vivienda a las afueras de Los Toldos, en la calle de Francia (hoy calle de Eva Perón), que tenía dos habitaciones y estaba cerca de la vía del tren. En la parte trasera disponían de un cobertizo mal aireado para cocinar y un pequeño patio. Para poder mantener a los suyos, doña Juana se dedicó a coser y arreglar prendas en su máquina Singer. Mientras, la gente del pueblo que conocía su pasado —y ahora que no tenía la protección de Juan Duarte—, la criticaba sin piedad; los vecinos no permitían a sus hijos que jugasen con los suyos porque los consideraban unos bastardos.

La experiencia más traumática en la infancia de Evita fue la repentina muerte de su padre. Aunque los cinco hermanos habían crecido privados del afecto paterno —y Eva apenas tuvo contacto con él—, sentían un gran respeto hacia la figura de Juan Duarte. Cuando en enero de 1926 doña Juana se enteró de que su amante había muerto en un accidente de coche, decidió acudir al entierro. Quería que sus hijos se despidieran de su padre aunque sabía que su presencia no iba a ser bien vista por la familia legal. Los vistió a todos de riguroso luto y se dirigió con ellos a la casa del fallecido en Chivilcoy. A Juana, las hijas del difunto le impidieron asistir al velatorio, pero a los chiquillos, tras llorar desconsolados frente a la puerta de la casa, se les permitió rezar unos minutos ante el féretro. También se los autorizó a seguir el cortejo fúnebre pero mezclados entre la multitud, no detrás del ataúd. Todas estas humillaciones quedarían grabadas en la memoria de Eva que sólo contaba seis años.

Evita nunca aceptó el ser hija ilegítima, una condición que le resultaba injusta y contra la que lucharía cuando llegó al poder. Ya casada con el presidente Juan Domingo Perón, impulsaría algunas leyes que eliminarían la discriminación de los hijos nacidos fuera del matrimonio. En sus memorias nunca mencionó dónde transcurrió su infancia y tampoco las penurias económicas que atravesó su familia. Eva aprendió de su madre a no amilanarse frente a la adversidad y a salir siempre adelante. Desde muy temprana edad comenzó a sentir la necesidad de luchar contra la injusticia social. «De cada edad guardo el recuerdo de alguna injusticia que me sublevó desgarrándome íntimamente», escribiría en sus memorias.

Cuando falleció su padre, Eva María era una niña delgada y callada, de cabello moreno y abundante que contrastaba con una piel translúcida. Ya por entonces le gustaba más actuar y declamar en público que asistir a la escuela primaria donde la había inscrito su madre. Durante los dos años que siguieron a la muerte del señor Duarte, la vida para Juana y los niños fue muy dura. Aunque nunca les faltó comida, Eva y sus hermanas tuvieron que ayudar a su madre trabajando en las cocinas de algunas de las ricas fincas colindantes. Fue entonces cuando Eva descubrió por primera vez las terribles desigualdades sociales que existían en Argentina. Rememorando su infancia, escribiría: «Recuerdo muy bien que estuve muchos días triste cuando me enteré que en el mundo había pobres y había ricos; y lo extraño es que no me doliese tanto la existencia de los pobres como el saber que al mismo tiempo había ricos… Así comenzó mi rebeldía».

Cuando Eva tenía once años, su madre decidió trasladarse a vivir a Junín, una pequeña ciudad de provincias situada a treinta kilómetros de Los Toldos. Elisa, la primogénita, había encontrado allí un empleo en Correos y doña Juana pensó que sus otros hijos también conseguirían trabajo.

Se dice que los Duarte cargaron todas sus pertenencias en un camión y que salieron de noche porque debían dinero en el pueblo. Doña Juana no se equivocó y al poco tiempo de instalarse en la ciudad, sus hijos mayores ya se ganaban la vida. A principios de 1931, el único varón, Juan, locuaz y simpático, consiguió un empleo como viajante de «productos de tocador Guereño» y cobraba un buen sueldo. La familia fue prosperando y la madre de Evita pudo dejar de coser para dedicarse a un trabajo más rentable. La viuda de Duarte, como todos la conocían, abrió una modesta casa de huéspedes donde al mediodía, en el patio, ofrecía un suculento menú fijo. El negocio, a falta de competencia, funcionó mejor de lo que imaginaba y gracias a los ingresos de los que ahora disponían, en 1934 la familia pudo mudarse a una casa más amplia y vivir con un cierto desahogo.

A Eva, la tranquila y pulcra ciudad de Junín, con sus calles pavimentadas, tiendas bien iluminadas, edificios de varios pisos y una sala de cine, le pareció un sueño en comparación con el infierno de Los Toldos. Mientras completaba su educación primaria —siempre fue una alumna mediocre que faltaba mucho a clase—, ya tenía muy claro que no quería ser como su madre. Soñaba con ser actriz, y a escondidas recortaba las fotos de las estrellas de Hollywood de los años treinta que aparecían en las revistas Sintonía o Radiolandia. Eva era una adolescente poco atractiva, flacucha, de mirada triste, morena con el pelo cortado a lo paje y el rostro malhumorado. Nada hacía imaginar entonces que el «patito feo» de su clase se transformaría en una atractiva modelo, de larga melena rubia ondulada, que posaría para las mejores revistas de moda. Tampoco tenía un gran talento dramático, aunque según una de sus maestras, ponía una gran pasión cuando declamaba e incluso hacía llorar a los vecinos cuando recitaba poemas de Rubén Darío o de Bécquer.

A pesar de su juventud, Eva tenía ya muy claro que no quería ser la típica ama de casa como sus otras hermanas que habían encontrado marido entre los jóvenes solteros que desfilaban por la casa de huéspedes que regentaba su madre. A doña Juana le hubiera gustado que la menor de la familia se quedara con ella y la ayudara a llevar la pensión que tenían entonces en la calle San Martín. Pero su ambiciosa hija tenía otros planes de futuro. En la intimidad soñaba con ser como la actriz canadiense Norma Shearer, que había nacido pobre y acabó triunfando en la gran meca del cine: «Me había resignado a mi condición de víctima. Más aún: me había resignado a una existencia banal, monótona, que me parecía estéril pero inevitable. No tenía ninguna esperanza de poder escapar… Sin embargo, en el fondo de mí misma, no estaba realmente resignada. Y mi “gran día” llegó al fin».

Antes de que Eva hiciera realidad su sueño de emigrar a la gran capital, ocurrió un hecho que la marcaría profundamente. Según la historiadora argentina Lucía Gálvez, en 1934, Evita y una amiga fueron víctimas de una agresión sexual por parte de dos jóvenes que las invitaron a pasar un fin de semana con ellos en Mar del Plata. Al salir de Junín, el coche en el que viajaban se desvió de la ruta y los muchachos intentaron violarlas. Es probable que no lo consiguieran porque, como venganza, las dejaron completamente desnudas a las afueras de la ciudad. El conductor de un camión las encontró caminando desorientadas por la carretera y las llevó de regreso a Junín. Eva, al igual que otras humillaciones que sufriría en su adolescencia cuando intentaba triunfar como actriz en Buenos Aires, nunca mencionó este doloroso episodio de su vida.

El destino de Eva cambiaría a principios de enero de 1935 cuando un popular cantante de tangos cuarentón, Agustín Magaldi —conocido como «El Gardel interior»—, se alojó en la pensión Duarte. La leyenda cuenta que la joven aspirante a actriz al conocer a Magaldi le pidió que la llevara con él a Buenos Aires. La mayoría de los biógrafos señalan que tras convencer a su madre, Eva hizo las maletas y se marchó con él tras la segunda función. Fuera de esta manera, o acompañada por la propia doña Juana —como aseguran sus hermanas—, la realidad es que Eva María abandonó Junín en los primeros meses de aquel año dispuesta a conquistar la capital. No tenía dinero, su educación era más bien escasa —apenas sabía escribir correctamente— y su talento aún estaba por demostrar. El 2 de enero de 1935, Evita llegaba a la estación Retiro de Buenos Aires. Tenía quince años y llevaba por único equipaje una maleta de cartón y cien pesos en el bolsillo. No estaba del todo sola, su hermano Juan —o Juancito como ella le llamaba— se había instalado un año atrás en la ciudad para incorporarse al servicio militar.

Para una muchacha de provincias como Eva, la ciudad de Buenos Aires, en aquellos años treinta, era un auténtico espejismo. Situada a orillas del río de la Plata, era la capital artística y la meca cultural de todo el continente. La gran ciudad «que nunca dormía» tenía veinticinco teatros, casi una decena de emisoras de radio y tres productoras de películas. Para sus habitantes, llamados porteños, su capital era el París de América Latina; una ciudad de edificios elegantes, lujosas tiendas, amplias avenidas, cuidados jardines y coquetas cafeterías al aire libre. A su llegada, Eva alquiló una habitación en una pensión «Sólo para señoritas» en la calle Corrientes, donde se concentraba la mayoría de los teatros, cabarets y salas de fiesta de la ciudad. Pronto las luces de neón dieron paso a la cruda realidad: Eva no tenía experiencia artística, vestía mal y tenía un tosco acento propio de la gente del campo. Día tras día recorrió bares y confiterías donde los dueños de las compañías de teatro y productores entrevistaban a las aspirantes. Su físico no la ayudaba demasiado, era desgarbada, medía metro sesenta y cinco, estaba muy flaca y no tenía curvas (rellenaba su sujetador con medias viejas o papel de periódico).

Durante los siguientes meses, Eva tendría que sobrevivir malviviendo en pensiones baratas y alimentándose de bocadillos. Su hermano Juan, un joven vividor y con aires de galán al que estaba muy unida, trató de convencerla de que regresara a Junín. Pero Eva era muy terca y no dejaba de repetir que algún día llegaría a ser la actriz más importante de Argentina. Mientras ese día llegaba, tendría que conformarse con papeles de poca monta y más humillaciones que fortalecerían su carácter. El 28 de marzo de 1935 consiguió el papel de criada en la comedia La señora de los Pérez. Aunque sólo dijo cuatro palabras: «la mesa está servida», fue su debut profesional y a éste le siguieron pequeños papeles en obras que apenas duraban unas semanas en cartel. En el verano de 1936 salió por primera vez de gira por provincias con una pieza titulada El beso mortal. Los sueldos eran miserables —una actriz secundaria cobraba entre 60 y 100 pesos; un vestido sencillo costaba 50— y solían representarse dos funciones diarias y tres los domingos.

Nadie sabe con certeza de qué vivió Eva los primeros años que pasó en Buenos Aires. En una época en que las chicas decentes no trabajaban en el teatro y los empresarios abusaban de las jóvenes ingenuas aspirantes a actriz, es fácil imaginar que —tan joven e inexperta— sufriera en su propia piel más de una amarga experiencia. En una ocasión fue a visitar a un conocido productor teatral español, Pablo Suero, que le había dado un papel en la obra La hora de las niñas de Lillian Hellman. Al enterarse de que Suero preparaba una nueva producción se presentó en el teatro Astral para pedirle trabajo. El empresario, hombre hosco y agresivo, indignado ante su presencia, salió al vestíbulo donde la actriz le esperaba y delante de todo el mundo comenzó a insultarla. Cuando Eva le dijo que sólo deseaba saber si había algún papel para ella, Suero le respondió de malos modos: «Déjame en paz, el que me haya acostado contigo no significa nada».

Evita nunca hablaría de este amargo período de su vida, y en las entrevistas que le hicieron cuando ya era la esposa del presidente Perón, prohibía a los periodistas que le preguntaran sobre su pasado artístico. Sus detractores no dudaron en manchar su imagen pública asegurando que en sus inicios había trabajado como prostituta para no morirse de hambre. No existen pruebas de ello, pero a principios de 1937, Eva, a punto de cumplir los dieciocho años, había aprendido muy bien a manejar a los hombres en su provecho. A partir de ese momento se la relacionó con una larga lista de personajes influyentes —directores de revistas, escritores de seriales para la radio, empresarios y militares— que le abrieron las puertas del cerrado mundo artístico.

Su relación más conocida fue la que mantuvo con el director de la revista Sintonía, Emilio Karstulovic, de quien se enamoró como una colegiala. En aquel año de 1937, la revista que tantas veces había leído y recortado en Junín, organizaba un concurso de caras nuevas. Evita se presentó en la redacción bien vestida y maquillada, y al conocer a Emilio —un periodista treinta años mayor que ella, atractivo, rubio y de ojos azules— cayó rendida ante sus encantos. La relación duró poco tiempo porque Evita le perseguía a todas partes —incluso cuando él iba con sus amigas al delta del Tigre— y se presentaba a cualquier hora del día en su oficina sin avisar. Karstulovic se la quitó de encima al conseguirle un papelito en la que sería su primera película, Segundos afuera, donde debutó con el nombre artístico de Eva Durante.

Evita, que entonces contaba dieciocho años, guardaría siempre un buen recuerdo del director de Sintonía —según algunos biógrafos, Emilio Karstulovic fue, junto a Perón, uno de sus dos grandes amores—, aunque la pasión que ella sentía por él no fuera correspondida. Poco tiempo después de aquel desengaño amoroso, encontró a alguien que la protegería sin pedirle nada a cambio, Pierina Dealessi. En 1938, esta conocida actriz de cine y de teatro argentina, que tenía su propia compañía, sería como una hermana mayor para ella: «Una vez mi representante me dijo que había una chica que necesitaba trabajar. Me la hice traer. Eva era una cosita transparente. La contratamos por un salario de miseria. Trabajábamos los siete días de la semana y los domingos hacíamos cuatro representaciones seguidas […]. Evita tomaba mate pero como era delicada de salud, yo le agregaba un poco de leche. Era tan flaca que no sabía si iba o venía. Por el hambre, la miseria y la negligencia siempre tenía las manos húmedas y frías. Era una triste […] Comía muy poco. Creo que nunca comió en su vida», recordaría la señora Dealessi a un periodista.

A Eva la verdadera popularidad le llegó en junio de 1941 cuando firmó un contrato por el cual durante cinco años trabajaría en exclusividad en todos los folletines radiofónicos patrocinados por la firma Guereño, dueños del famoso «Jabón Radical». En los meses siguientes transmitiría melodramas radiofónicos en Radio Argentina y Radio El Mundo, con títulos tales como El amor nació cuando te conocí y Promesas de amor, que encandilaban a las amas de casa. A finales de 1943, Radio Belgrano la contrató para interpretar la serie radiofónica «Heroínas de la Historia» sobre mujeres célebres del pasado. Durante dos horas diarias, Eva Duarte —con un exceso de dramatización y una pésima dicción— daba vida a la emperatriz Josefina, a María Antonieta o a la reina Isabel I. La serie, escrita por el historiador Francisco Muñoz Azpiri —quien más adelante redactaría sus primeros discursos políticos—, se hizo muy popular en todo el país. Ahora se ganaba bien la vida y pudo alquilar un confortable apartamento en la calle Posadas 1567, frente a las oficinas de Radio Belgrano, en el exclusivo barrio de La Recoleta.

Hacia 1943, la humilde campesina de Los Toldos se había convertido en una de las actrices radiofónicas mejor pagadas del momento. Aunque seguía pareciendo una muchacha tímida y sencilla —y todos coincidían en que era una mala actriz— tenía buenos y poderosos amigos en las altas esferas. El 4 de julio, un golpe de Estado militar en Argentina había colocado en el poder a un grupo de generales del ejército. Eva por entonces era amiga del coronel Aníbal Imbert, el nuevo ministro de Comunicaciones. Cuando el dueño de Radio Belgrano se enteró de este rumor, no dudó en aumentar considerablemente los honorarios a su locutora estrella. Las otras actrices, indignadas, sólo esperaban que Imbert se cansara pronto de ella y asistir a la estrepitosa caída de su compañera de ondas. Sin embargo, la popular y ambiciosa actriz de folletines estaba a punto de conocer al hombre que la encumbraría a lo más alto y le otorgaría un poder con el que jamás soñó.

Eva conoció a Perón —uno de los cerebros del golpe militar— en un acto benéfico a favor de las víctimas del terremoto de San Juan, celebrado en el estadio Luna Park de Buenos Aires. Aquella noche del 22 de enero de 1944, asistió al acto en compañía de Rita Molina, una cantante amiga suya. Lucía un elegante y discreto vestido negro a juego con sus guantes largos y un llamativo sombrero blanco con plumas. No se sabe muy bien cómo se las ingenió para colarse en el palco de la presidencia donde se encontraba Perón y ocupar un asiento vacío contiguo al de él. Eva, que conocía muy bien el poder que tenía aquel oficial campechano y de imponente figura, no perdió el tiempo. Al finalizar la gala, Perón la invitó a cenar y anuló otros compromisos que tenía con los organizadores de la misma. «Hablamos sin parar, de cualquier cosa… era como si nos conociéramos de toda la vida. Él [Perón] me dijo que le gustaban las mujeres decididas. De eso no me olvidaré nunca», recordaría más tarde Evita. La cena duró hasta el lunes por la mañana cuando Eva regresó a su apartamento de la calle Posadas en un coche oficial; habían pasado juntos el fin de semana en una casa de madera en el delta del Tigre.

En su libro autobiográfico La razón de mi vida (frase con la que se refería a Perón en todos sus discursos), Eva describe de esta manera su primer encuentro con el militar: «Me puse a su lado. Quizá ello le llamó la atención y cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: “Si es, como usted dice, la causa del pueblo su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado, hasta desfallecer”». Aunque no le dirigiera estas grandilocuentes palabras, más propias de las novelas baratas que tanto le gustaba leer, lo cierto es que aquel día su vida cambió para siempre. En aquel año de 1944, Juan Domingo Perón estaba al frente de dos importantes carteras —la Secretaría de Guerra y la Secretaría de Trabajo y de la Seguridad Social— y era el hombre fuerte del gobierno militar. Eva se mostró encantadora con él y no le dejó escapar.

Para un buen número de damas argentinas, Juan Domingo Perón estaba considerado el «mejor partido del país». Era viudo, sin hijos, y siempre iba bien vestido y perfumado; tenía una sonrisa de galán de cine, una voz profunda y llevaba el cabello peinado hacia atrás con fijador. Perón era un hombre varonil, de aspecto atlético y buena planta —medía un metro ochenta de estatura—, que no pasaba desapercibido. Aunque desde el fallecimiento de su esposa no se le conocía ninguna relación estable, nunca disimuló su debilidad por las jovencitas de aspecto aniñado. Cuando Eva le conoció vivía con una adolescente, María Cecilia Yurbel —apodada «La Piraña»—, una aspirante a actriz como ella, a la que el militar presentaba como su hija, pero que en realidad era su amante. Tras la muerte de Evita en 1952, Perón convivió en la residencia de Olivos con una chiquilla llamada Nelly Rivas, de trece años.

Eva confesaba que el coronel la cautivó a través de sus discursos radiofónicos en defensa de los más desfavorecidos y en pro de la justicia social. «Sólo soy un humilde soldado al que le ha cabido el honor de proteger a la masa trabajadora argentina», repetía una y otra vez Perón. Y Evita, que se sentía identificada con aquella masa de gentes pobres y desamparadas a las que defendía el militar, no tardaría en convertirse en su más fiel defensora. Perón, por su parte, menos apasionado que ella, contaría en sus memorias que cayó rendido ante la bondad y la absoluta lealtad —una virtud muy rara en el entorno en el que él se movía— de aquella joven desconocida. Los biógrafos coinciden en que la suya fue una relación de mutuo interés marcada por la desmedida ambición de ambos. Sin embargo, Evita consiguió —quizá porque se entregó a él con devoción religiosa— que Perón se enamorara de ella como nunca antes lo había hecho.