Tras la muerte inesperada de Iribe, Coco no regresó a París hasta el mes de octubre. Por primera vez en su vida dejó la empresa en manos de sus empleados a los que daba órdenes diarias por teléfono. La temporada 1936 prometía ser crucial para Chanel que se enfrentaría a nuevos rivales. Sin embargo la situación política del país era delicada. En Francia, el Frente Popular había ganado las elecciones en abril de 1936 y los trabajadores exigían al nuevo gobierno socialista que cumpliera sus promesas electorales para mejorar su precaria situación laboral. Un mes más tarde comenzaron en todo el país una serie de huelgas que afectaron a la industria textil y a las tiendas Chanel. Coco no podía creer que sus empleadas se apuntaran a una huelga de brazos caídos porque consideraba que no tenían motivo para ello. Si bien la diseñadora siempre había sido generosa con sus amigos, sus trabajadoras tenían unos sueldos muy bajos. Finalmente, y tras el despido de trescientos empleados, llegó a un acuerdo con su personal pues peligraba su colección de otoño-invierno.
Pero los malos tiempos estaban aún por llegar. En el verano de 1937, Coco se refugió en La Pausa donde mantuvo un idilio pasajero con un rico estadounidense, diez años mayor que ella. Cuando regresó a París, Francia estaba sin gobierno y aunque la clase alta francesa seguía con su estilo de vida, la amenaza de Hitler era una realidad. El 2 de septiembre de 1939, instalada en su suite del hotel Ritz, la diseñadora se enteró de que Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Alemania. Unas semanas más tarde, cansada y desanimada, cerraba la Casa Chanel dejando en la calle al personal. Tan sólo su tienda de perfumes y accesorios en el 31 de la rue Cambon seguiría abierta durante la ocupación alemana.
«Los tiempos no estaban para la moda. Tenía la sensación de que terminaba una época y de que jamás volverían a hacerse vestidos. Pero me equivoqué», reconocería Coco. Al gobierno francés le hubiera gustado que Mademoiselle mantuviera abiertas sus puertas por razones de prestigio y patriotismo, pero la diseñadora no estaba dispuesta a hacer alta costura en tiempos de guerra. Aunque en la Gran Guerra había ganado una fortuna al no cerrar su negocio de Deauville, esta vez presentía que iba a ser diferente. Los que pudieron, como Coco, se refugiaron en las habitaciones del hotel Ritz que albergaban a políticos, artistas, aristócratas y a la rival de Coco, Elsa Schiaparelli y su hija. En el verano de 1940, la situación en París se volvió muy tensa, la ciudad se quedó prácticamente vacía a causa de los bombardeos y el 14 de julio los alemanes atravesaban la capital. Coco, en compañía de su chofer, puso rumbo hacia la frontera española donde pasó un tiempo en los alrededores de Pau. Desde allí visitó el pueblo de Lembeye donde se encontraba la casa que compró a su sobrino André Pallase —que había sido reclutado— y a su familia.
A finales de agosto de 1940, Coco, que no se sentía a gusto en el papel de refugiada, regresó a París. Durante la ocupación nazi, en el famoso hotel Ritz se alojaban los oficiales del Alto Mando alemán en París. Mademoiselle Chanel consiguió sin dificultad una pequeña habitación que daba a la parte trasera del edificio. Cuando unos días más tarde se personó en el 31 de la rue Cambon vio que una larga fila de soldados y oficiales alemanes hacían cola frente a su tienda de perfumes. Todos querían comprar el único artículo que estaba a la venta: el perfume N.º 5, el regalo más apreciado de la guerra y en el floreciente mercado negro.
Y fue en aquellos días de confusión cuando Coco conoció al barón Hans Gunther von Dincklage, un oficial alemán —quince años más joven que ella— alto, rubio y de buen porte que hablaba perfecto el francés. Vivía en París desde 1928 en calidad de diplomático, y con el tiempo consiguió el cargo de agregado de la embajada alemana, lo que le permitió introducirse en los mejores círculos de la capital. En 1935 regresó a Berlín donde se divorció de su esposa y un año más tarde regresó a París. Cuando Coco le conoció, él le dijo: «Llámeme Spatz; así me llaman mis amigos. En alemán significa “gorrión”». La diseñadora comenzó a simpatizar con él cuando le ayudó a encontrar y a repatriar a su sobrino André Palasse, al que creía muerto pues no aparecía en las listas de los prisioneros de guerra que habían sido liberados. Coco había cumplido los cincuenta y ocho años, y aunque sabía que Spatz era mucho más joven que ella, se hicieron amantes. En aquel crudo invierno de 1940-1941 en París, la gente apenas salía de sus casas y la prioridad era encontrar alimentos. Coco seguía viendo a sus amigos, y pasaba muchas veladas en la casa de los Sert, en la rue Rivoli. Cuando trataban de advertirla sobre lo peligroso de su amistad con Spatz, Coco protestaba: «¡No es alemán, su madre es inglesa!».
Seguramente a Coco la compañía de Spatz le facilitó el llevar una vida tranquila y cómoda en París durante la ocupación. Sin embargo, en septiembre de 1944, cuando los habitantes de la ciudad celebraban la liberación y el general De Gaulle hacía su entrada triunfal en los Campos Elíseos, era detenida en el hotel Ritz. Se la acusaba de colaboracionista, y durante tres horas fue sometida a un interrogatorio. Mademoiselle Chanel corrió mejor suerte que algunas de sus compatriotas acusadas de colaborar con los alemanes. Las mujeres que durante la ocupación habían mantenido relaciones con soldados u oficiales germanos, eran castigadas públicamente: se les cortaba el pelo o se las paseaba desnudas por las calles de París. Coco no tendría que sufrir esa humillación y tras el interrogatorio fue puesta en libertad. Todo apunta a que el duque de Westminster, su querido Bendor, había intercedido por ella ante el mismísimo Winston Churchill.
Poco tiempo después de su detención, Coco Chanel se enteró de que Spatz estaba vivo en Hamburgo. Había sido internado en un campo de prisioneros de guerra, pero después fue liberado. El oficial alemán no podía trasladarse a Francia y Coco decidió entonces exiliarse voluntariamente a Suiza para reunirse con él. La pareja se encontró en Lausana donde se alojaron en el lujoso hotel Beau Rivage, frente al lago Leman, y más adelante pasarían una larga temporada en Saint-Moritz y en los Alpes de habla alemana. Coco se trajo a su sobrino André Palasse —enfermo de tuberculosis— y a su hija pequeña, convencida de que el clima de Suiza le sería beneficioso para su delicada salud. Eran los únicos parientes con los que la diseñadora se relacionaba, desde que su tía Adrienne vivía casi enclaustrada en el castillo de Nexon, propiedad de su marido.
A Coco aquella vida ociosa, rodeada de toda clase de exiliados —entre ellos varios monarcas destronados— le resultaba monótona y aburrida. Fue en aquel largo invierno de 1946 cuando el escritor Paul Morand se encontró con ella en un hotel de Saint-Moritz. Pasaron muchas horas juntos; ella nerviosa, atrapada en los recuerdos y dudando en volver algún día a la rue Cambon. Él, tomando notas de los pensamientos más íntimos y profundos que la diseñadora iba desgranando mientras fumaba compulsivamente sus inseparables cigarrillos Gauloises. Paul Morand recopiló aquellas conversaciones en su libro El aire de Chanel, donde escribió acerca de Coco: «La encontré apática, ociosa por primera vez en su vida, pronta a perder los estribos. Sus ojos chispeantes dejaban asomar la melancolía bajo la curva de las cejas, que el lápiz graso acentuaba formando unos arcos oscuros y vidriosos: volcanes de la Auvernia que París creía, erróneamente, extinguidos».
En aquellos días de exilio dorado, Coco pudo leer en la prensa la noticia de que el duque de Westminster, a sus sesenta y ocho años, se había divorciado de su esposa Loelia —con la que no había tenido el anhelado hijo varón—, y se casaba con Anne Sullivan, hija de un general de brigada. La diseñadora estaba muy al tanto, por la prensa y los amigos que encontró en Suiza, de todo lo que ocurría en París y, particularmente, en el mundo de la moda. Tras las privaciones de la guerra, la alta costura francesa vivía un nuevo momento de esplendor. El diseñador Christian Dior, un recién llegado, irrumpió fuerte con su colección de 1947 y provocó una revolución con su nuevo look: faldas largas y vaporosas que necesitaban varias enaguas para mantenerse erguidas, chaquetas cortas, vestidos con cinturas de avispa y pecho realzado que requerían de nuevo el uso de corsés. Era lo opuesto a la libertad de movimientos que siempre había defendido Chanel. En una ocasión, Coco le diría a Dior: «Me encanta lo que usted hace, pero viste a las mujeres como si fueran butacas».
Hacia 1950, Coco y Spatz se separaron, y la diseñadora comenzó a viajar, pasando largas temporadas en Francia, en su casa La Pausa y en su residencia privada de la rue Cambon en París. Por aquel entonces, un buen número de escritores y periodistas se acercaron a ella para escribir su biografía. Pero no dio resultado; Coco tenía muy buena memoria, pero le parecía que recordar era una pérdida de tiempo. Le gustaba jugar al despiste y confundir a quien intentaba profundizar en parcelas privadas de su vida. Solía decir: «Mi leyenda es tan variada, tan simple y complicada a la vez, que me pierdo en ella». A Coco le resultaba doloroso volver al pasado porque los amigos que la habían arropado, ya no estaban con ella. Los hombres que habían sido importantes en su vida habían fallecido, entre ellos el gran duque Dimitri, Étienne Balsan y Bendor —el duque de Westminster—, quien en 1953 murió de manera inesperada dejando viuda a su cuarta esposa, y sin ningún heredero varón. Colette, Misia y Vera Bates, sus mejores amigas, también habían muerto.
No fue hasta 1954, y tras pasar unos meses en Nueva York, cuando Coco decidió regresar a París. Tras quince años de inactividad, la noticia de que volvía para abrir su tienda de alta costura sorprendió a todos. Aparte de su famoso perfume, la Casa Chanel era ya historia. Casi nadie recordaba que antes de la Segunda Guerra Mundial, la diseñadora estaba en el apogeo de su fama y que sólo en la rue Cambon trabajaban cerca de cuatro mil empleados y vendía 28.000 modelos al año en todo el mundo.
Mademoiselle Chanel era una mujer rica y no necesitaba, a su edad, regresar a su tienda de la rue Cambon. Pero Coco odiaba el aburrimiento y toda su vida no había hecho otra cosa que trabajar. A los que la conocían bien no les debió de extrañar que estuviera dispuesta a recuperar su puesto en el mundo de la alta costura. Quería revolucionar de nuevo el mundo de la moda, y liberar a la mujer de los aparatosos vestidos que Dior había impuesto a las mujeres. Si antaño las casas de alta costura francesa estaban en manos de mujeres como Lanvin, Vionnet, Nina Ricci y Schiaparelli, ahora el diseño de la moda tenía nombres masculinos. Los más veteranos, como Jean Patou y Balenciaga, dejaban paso a Christian Dior, Hubert de Givenchy, Pierre Cardin o Pierre Balmain. Hombres que, según Coco, no entendían el cuerpo de la mujer y, mucho menos, sus necesidades prácticas.
Coco, a sus setenta años, le dijo a Paul Morand que la dureza del espejo le devolvía su propia dureza de carácter. En su vejez, se había convertido en una dama enjuta, de rostro demasiado maquillado y voz ronca, que fumaba sin cesar un cigarrillo tras otro mientras hablaba sin descanso… «Tengo unas cejas arqueadas de aspecto amenazante, unas narices abiertas como las de una yegua, un pelo más negro que el carbón, una boca que es como una grieta por donde se desahoga un alma colérica y generosa; coronándolo todo, un enorme lazo de colegiala sobre un rostro atormentado de mujer, ¡y que ya lo era en el colegio! Una piel negra de gitana sobre la que resalta el blanco de los dientes y las perlas; un cuerpo tan seco como una parra sin uvas; unas manos estropeadas como las de un boxeador». Así se veía la mujer que se disponía a recuperar su trono en la moda francesa.
Chanel regresó a París y se instaló de nuevo en su suite del hotel Ritz. Había vendido su hermosa finca La Pausa, y su único deseo era reabrir su tienda de la place Vendôme. Durante su ausencia muchas cosas habían cambiado; los tejidos, antes naturales como la lana, la seda o el algodón, eran sustituidos por los modernos tejidos sintéticos, lavables y que se secaban rápidamente. Para ponerse al día, la diseñadora rehabilitó el número 31 de la rue Cambon y adaptó la tienda a los tiempos modernos. Remodeló la boutique de la planta baja, que nunca cerró y donde sólo se vendían perfumes, y contrató a alguna de sus antiguas colaboradoras. Buscó a muchachas hermosas y de buena familia para que fueran sus maniquíes. Cuando un periodista le preguntó por qué había vuelto, ella respondió: «Pues porque me aburría, y prefiero el desastre, al vacío o la nada».
Aunque Coco vivía en el Ritz, en los meses siguientes a su llegada a París, rehabilitó su apartamento privado del tercer piso de la rue Cambon, donde comía y recibía a sus amigos y clientas preferidas. De nuevo se rodeó de sus tesoros particulares: sus biombos chinos de Coromandel, sus cornucopias, sus esculturas africanas, su pareja de ciervos de bronce y sus objetos más queridos. Coco se entregó con pasión al trabajo y con la única ayuda de sus inseparables tijeras y alfileres comenzó a «pelearse» con cada uno de sus nuevos vestidos. En ocasiones, y como las sisas eran su manía, podía montar un vestido hasta veinte veces antes de darle el visto bueno. Las sufridas modelos tenían que estar seis o siete horas de pie mientras Mademoiselle, infatigable y muy perfeccionista, clavaba una y otra aguja hasta conseguir el resultado deseado.
La prensa de la posguerra pronosticó que el regreso de Chanel sería un auténtico fracaso, y en un principio lo fue. Eran muchos los que creían que estaba pasada de moda y que sus creaciones, tan sobrias y clásicas, ya no tenían sentido en un mundo donde se imponían los colores estridentes, la minifalda y las jóvenes enseñaban el ombligo. Es cierto que su primera colección, de sesenta modelos, presentada el 5 de febrero de 1954 en su casa de modas de la rue Cambon, tuvo una fría acogida y las críticas fueron demoledoras, pero no se rindió. Aunque encajó la derrota con su habitual elegancia, se sentía cansada y disgustada por lo ocurrido pero al día siguiente se puso a trabajar en su próxima colección. «Reanudé mi vida de dictador: éxito y soledad», confesó en aquellos días.
Poco a poco, gracias a su talento y a su intuición, el estilo Chanel se impuso nuevamente y tanto en Francia como en Estados Unidos —donde su regreso fue muy aclamado— las críticas a sus nuevas colecciones fueron muy halagadoras. Su traje de chaqueta de tweed con ribetes, sus zapatos beis de talón abierto y puntera negra y su bolso acolchado con cadena dorada se habían convertido en el uniforme de las mujeres elegantes y bien vestidas de todo el mundo. En 1957 recogió en Dallas el Neiman Marcus Award —el Oscar a la Moda— por ser «la diseñadora más influyente del siglo XX» y en 1958 la revista Elle la proclamó «la mujer más escuchada por las mujeres». A sus setenta y cinco años seguía siendo una mujer llena de curiosidad por todo y tremendamente actual. Entre sus clientas se encontraban Marlene Dietrich —amiga personal de Coco—, Greta Garbo, la princesa Grace de Mónaco, la duquesa de Windsor, Lauren Bacall y Jacqueline Kennedy, de la que por cierto solía decir que era «la primera dama peor vestida del mundo».
A medida que pasaban los años, Coco aprovechaba cualquier entrevista para criticar a las actrices, a los modistos, al general De Gaulle y a la minifalda que le parecía «chabacana e indecente, dos cosas que odio». Su lengua, cada vez más afilada, y su empeño por cortar cabezas hacían las delicias de los periodistas que la entrevistaban. En aquellos días, un joven llamado Jacques Chazot, antiguo bailarín de ballet convertido en presentador de televisión, la entrevistó para una serie sobre mujeres famosas. El programa, emitido en agosto de 1969, permitió al gran público conocer a una mujer legendaria que muchos creían ya muerta. Frente a las cámaras, la diseñadora cautivó a todos con su locuacidad, su mordaz ironía y los recuerdos —reales o no— de una vida de novela. Le divertía desempeñar el papel de enfant terrible y tras la emisión de aquel programa Coco recibió una avalancha de cartas de los televidentes.
En agosto de 1963, mademoiselle Chanel cumplía ochenta años y con este motivo apareció en la portada de la revista Vogue con uno de sus sombreros de paja y sus eternas tijeras colgadas del cuello. Ya en vida era un personaje mítico. El 27 de diciembre de 1969 se estrenó en un teatro de Broadway, en Nueva York, el musical Coco, protagonizado por la actriz Katherine Hepburn. La diseñadora tenía previsto lucir en el estreno un elegante traje de lentejuelas pero, una semana antes del viaje, sufrió una apoplejía que le dejó el brazo derecho paralizado. Estaba furiosa porque necesitaba sus manos para trabajar pero gracias a su gran fuerza de voluntad, y después de tres meses de tratamiento y ejercicios de rehabilitación, regresaría al trabajo llevando la mano derecha envuelta en un vendaje negro.
Para paliar su tremenda soledad trabajaba de manera compulsiva. Odiaba los domingos porque ese día no podía cruzar la rue Cambon y sumergirse en sus pruebas o en los preparativos de una nueva colección. Para dormir, y aplacar su angustia, tomaba tranquilizantes que la ayudaban a sobrellevar una existencia vacía. En aquella época veía muy poco a los amigos que aún le quedaban y pasaba sus días recluida en su suite del Ritz. Se había convertido en la clienta más veterana y exigente del legendario hotel. Su amigo y confidente de los últimos años Marcel Haedrich escribiría: «En el Ritz reservaban una mesa para mademoiselle Chanel, en el hall, a la entrada del comedor. Así veía quién llegaba. Y también la veían. Eso no la desagradaba. La curiosidad que despertaba su presencia enriquecía a la casa. Ella aceptaba, por Chanel, convertirse en un monumento que los más curiosos miraban de cerca».
De vez en cuando le pedía a su chófer que le diera un paseo en su Cadillac por los Campos Elíseos o la llevara al hipódromo de Saint Cloud, a respirar el olor de las cuadras y la hierba que la trasladaban a los tiempos de Royallieu. Pero alguna tarde de domingo, después de comer, se hacía conducir al cementerio de Père Lachaise. Igual que cuando era una niña solitaria y huérfana, le gustaba pasear entre las tumbas y hablar con los muertos. En aquel cementerio, como ocurriera en el de Courpière, no estaba enterrado ningún familiar ni aquellas personas importantes en su vida que ya habían fallecido: Balsan, Misia, Boy Capel, Bendor, Iribe, Reverdy…
«La soledad me da horror y vivo en una soledad total. Pagaría por no estar sola. Sería capaz de hacer subir al policía de la esquina para no cenar sola. Y sin embargo sólo espero del mundo ingratitud». Coco había triunfado siendo ella misma, pero había pagado un alto precio por su independencia. François Mironnet, el nuevo criado que había contratado, llenaría sus noches de soledad y se convertiría en su confidente, su guardián y su amigo. Durante el día, François se encargaba de los asuntos domésticos, y le cocinaba deliciosas tortillas que le preparaba a su gusto. Cuando por la noche estaban solos, le pedía que se quitara su chaqueta y los guantes blancos y se sentara a su lado para charlar, ver la televisión o jugar a las cartas.
A sus ochenta y siete años, y sin haber perdido un ápice de lucidez, Chanel confesaba: «Sólo tengo ya una curiosidad: la muerte». Comenzó a pensar en su despedida y dio instrucciones a su mayordomo y a su secretaria de prensa, Lilou Grumbach, de cómo quería que se hicieran las cosas: «Si muero —les dijo un día— llevadme a Suiza. Colocadme entre ambos, en el fondo del coche. Si os preguntan en la frontera, responded: es mademoiselle Chanel, está muy chocha, no hagan caso de ella». Deseaba ser enterrada en una parcela que había comprado en el cementerio de Lausana. Pidió que cuando ella muriera la dejaran en paz, que nadie la viera muerta y que su desaparición no se rodeara de innecesaria publicidad. Su salud, a pesar de su avanzada edad, no era del todo mala, padecía reuma y artrosis pero su humor dejaba mucho que desear. Aquel primero de año de 1971, Coco lo pasaría sola en el hotel Ritz y disgustada porque hasta el lunes no podría volver a la tienda y acabar los detalles de su colección de otoño que iba a presentarse el 5 de febrero.
La fría noche del domingo 10 de enero, Coco se metió en la cama más pronto de lo habitual porque se sentía muy cansada. Como era el día libre de su mayordomo, fue su doncella personal Céline quien la ayudó a desvestirse. Cuando la diseñadora se disponía a acostarse, sintió que no podía respirar y pidió ayuda. Sus últimas palabras, entre lágrimas, fueron: «Mira, así se muere» y su doncella le cerró los ojos. Al día siguiente, el mundo entero conocía la noticia de su desaparición y los periódicos anunciaban su muerte en portada. Hasta el último minuto de vida, mademoiselle Chanel se mostró rebelde y orgullosa: «Detesto rebajarme, doblegarme, humillarme, disimular lo que pienso, someterme, no hacer lo que me da la gana. Hoy como entonces, el orgullo se manifiesta en mi voz, en el fuego de mi mirada, en mi rostro musculoso y atormentado, en toda mi persona. Soy el único volcán de Auvernia que todavía no se ha apagado».
Tras los funerales que se celebraron en la iglesia de la Madeleine, Coco Chanel fue enterrada como era su deseo en Lausana. Su cuerpo reposa en una tumba de mármol decorada con cinco cabezas de león, su número de la suerte y su signo del zodíaco. El 25 de enero tuvo lugar el desfile de su colección primavera-verano que se convirtió en un homenaje póstumo a la gran creadora. Madame Claude Pompidou, la primera dama de Francia, presidió el desfile donde las modelos lucían en su pelo recogido un discreto lazo negro en señal de luto. El prolongado aplauso final hubiera emocionado a Mademoiselle, que en esta ocasión no pudo presenciarlo, como era su costumbre, desde lo alto de la escalera de los espejos, con su inseparable cigarrillo en los labios.
«Contrariamente a lo que decía Sert, seré una mala muerta, ya que una vez que esté bajo tierra, me agitaré, sólo pensaré en regresar a la tierra para volver a empezar». No cumplió esta última voluntad, pero su espíritu libre e indómito sigue inspirando a su heredero, el modisto Karl Lagerfeld, quien ha conseguido que el estilo Chanel sobreviva a su genial creadora.