AMORES IMPOSIBLES

Tras la repentina muerte de Boy Capel, Gabrielle no se había interesado en serio por ningún hombre. Estaba demasiado ocupada en la gestión de su empresa, que en aquella época contaba con cerca de tres mil empleados y ocupaba los números 27, 29 y 31 de la rue Cambon. Pero en las Navidades de 1923 un encuentro casual con alguien fuera de lo común, cambiaría las cosas. Coco pasaba sus vacaciones navideñas en Montecarlo cuando fue invitada por el duque de Westminster a cenar a bordo de su yate el Flying Cloud. La diseñadora acudió en compañía de su amante ruso Dimitri, quien estaba deseoso de conocer en persona al aristócrata inglés. En aquella cena bajo las estrellas, amenizada por la música de los violines, Bendor —como los amigos llamaban al duque— conversó animadamente con Mademoiselle. Ya de madrugada, desembarcaron para ir a bailar y jugar al casino. Al despedirse, el duque, que se sintió muy atraído por la famosa diseñadora, le dijo que le gustaría verla de nuevo.

Cuando volvió a París, Coco se encontró su casa de la rue du Faubourg St. Honoré llena de flores. Durante los días siguientes no paró de recibir ramos de orquídeas y cestas de frutas que el duque había recogido con sus propias manos en el invernadero de su castillo de Eaton Hall. Coco, aunque se hallaba muy ocupada preparando sus colecciones, acabaría sucumbiendo a los encantos de Bendor. Con el paso del tiempo reconocería a los periodistas: «Mi verdadera vida comenzó con el duque de Westminster. Por fin había encontrado un hombro sobre el cual descansar mi cabeza, un árbol en el cual podía apoyarme». Alto, corpulento, inmensamente rico y con fama de conquistador, Bendor era un hombre al que querían dar «caza» muchas damas de la buena sociedad. Tenía un carácter tan excéntrico como campechano y era un gran deportista que practicaba el tiro y la caza, jugaba al polo y le gustaba navegar en sus yates. Coco se comportaba en su presencia como una niña tímida y dócil, dispuesta a seguirle a todas partes.

El duque de Westminster —cuyo verdadero nombre era Hugh Richard Arthur Grosnevor— era primo del rey Eduardo VII y uno de los hombres más ricos e importantes de Inglaterra. Poseía grandes extensiones de tierra y centenares de inmuebles en Londres, además de incontables mansiones alrededor del mundo, y dos castillos en Inglaterra y Francia. Era propietario de dos barcos, el Cutty Sark, con una tripulación de ciento ochenta hombres, y el Flying Cloud, que contaba con cuarenta marineros. Se había casado en dos ocasiones, y de su primer matrimonio con Constante Cornwallis-West, tenía dos hijas y un hijo que moriría de apendicitis a los catorce años. Su actual esposa, Violet Mary Nelson —de la que tardaría tres años en divorciarse—, no le había dado descendencia, por lo que el duque llevaba una vida relajada y disoluta a sus espaldas.

De todas las propiedades que tenía el duque de Westminster, Eaton Hall, cercana a Chester, era una de las preferidas de Coco. En esta señorial residencia campestre de estilo gótico que se levantaba sobre un terreno de más de cuatro mil hectáreas, la diseñadora pasaría largas temporadas disfrutando de una vida sana, al aire libre, tal como ella misma recordaba: «Montaba mucho a caballo. En invierno íbamos tres veces por semana a la caza del jabalí y del zorro. Yo prefería cazar jabalíes; el zorro me divertía menos. Aquello era muy sano. Jugábamos al tenis. A mí no me ha gustado nunca hacer las cosas a medias. Aprendí también a pescar el salmón…».

En la residencia familiar de los Westminster, los miembros de la familia real británica tenían la costumbre de presentarse sin previo aviso. Mientras mantuvo su relación con Bendor, Coco tuvo ocasión de codearse con la aristocracia y las personalidades más influyentes de Gran Bretaña, entre ellas el príncipe de Gales, asiduo a Eaton Hall, y Winston Churchill, quien al conocerla comentó en una carta a su esposa: «Ha aparecido la famosa Coco, que me ha encantado —una mujer muy inteligente y agradable—, la mujer con más personalidad de todas las que Bendor ha tratado. Se pasó todo el día cazando, después de cenar se marchó a París y hoy está ocupada en la revisión de los nuevos modelos. En unas tres semanas ha presentado un total de doscientos modelos. Algunos los ha modificado diez veces. Lo hace directamente con las manos, unos alfileres por aquí, un corte y un frunce por allí…».

La diseñadora vivía rodeada de un gran lujo, aunque admiraba la educación y la sencillez del duque. Según Coco, ni él mismo conocía todas sus propiedades, que incluían un vagón privado unido al Orient Express en la estación Victoria de Londres: «Westminster tiene casas por todas partes. En cada viaje yo descubría una. Ni siquiera él las conoce todas: ya sea en Irlanda, en Dalmacia o en los Cárpatos, siempre hay una casa propiedad de Westminster, una casa completamente puesta, con la cena preparada y la cama hecha; con plata bruñida, coches (¡todavía puedo ver los diecisiete Rolls antiguos en el garaje de Eaton Hall!) a punto, lanchas listas en el puerto, criados con librea, mayordomos y, en la mesa de la entrada, en cualquier sitio, las revistas y periódicos de todo el mundo».

El prestigio de Coco Chanel como diseñadora y empresaria era cada vez mayor. Desde que abrió su tienda en Deauville, admiraba el estilo elegante y discreto de los aristócratas ingleses. Si con Étienne Balsan había montado en los bosques de Royallieu los mejores purasangres del país, si Dimitri le enseñó a apreciar las perlas finas y a profundizar en el alma eslava, de la mano de Bendor, Coco se impregnó del estilo y las costumbres de la campiña inglesa. Como siempre, sus relaciones personales influirían en sus creaciones. De 1926 a 1931, la moda Chanel sería inglesa. De Escocia se llevaría los estampados escoceses, los tejidos de tweed con los que confeccionaría elegantes y prácticos trajes de chaqueta; de Eaton Hall, los chalecos con mangas negras y parte delantera a rayas, idénticos a los que utilizaban los criados del castillo. De los cruceros por el cálido Mediterráneo en los barcos propiedad del duque, copiaría las boinas caladas hasta las cejas que llevaban los marineros del Cutty Sark y el Flying Cloud.

Las revistas ya se habían hecho eco del romance entre la diseñadora y el duque, e incluso algunas se atrevían a predecir que Coco Chanel podría convertirse en la tercera duquesa de Westminster. Pero aunque se los veía cada vez más en público juntos, y se hablaba de una boda inminente, Bendor nunca se pronunciaba al respecto. Los cronistas de sociedad hablaban sin pudor de las valiosísimas joyas —perlas, esmeraldas, collares de rubíes y diamantes— que le regalaba a su amante. Cuando a Coco le preguntaban por los magníficos obsequios del duque, respondía con ironía que, como no podía llevar sus perlas auténticas sin que todo el mundo la mirase por la calle, puso de moda las perlas falsas. Ella misma solía llevar largas ristras de perlas falsas, entre las que ensartaba deslumbrantes rubíes y esmeraldas. «Me gustan las joyas falsas porque las encuentro provocativas y pienso que es una vergüenza ir de aquí para allá con el cuerpo cargado de millones por la simple razón de que una es rica. La finalidad de las joyas no es hacer rica a la mujer que las lleva sino adornarla, lo que no tiene nada que ver».

Pero los exquisitos regalos que le hacía Bendor no podían acallar los rumores, cada vez más frecuentes, sobre sus infidelidades. Al igual que había ocurrido con Boy Capel, Coco estaba al tanto de sus devaneos amorosos. En aquellos días, cuando la relación con Bendor no pasaba por su mejor momento, comenzó un discreto romance con el poeta místico Pierre Reverdy. Este hombre solitario de origen humilde como ella, a quien no le interesaba ni la fama ni el dinero, se convertiría en un apoyo y un referente muy importante en su vida.

En 1927, una vez más se rumoreaba que el duque de Westminster pensaba casarse con la célebre Coco Chanel. Pero como alguien cercano a ella sentenció: «Hay muchas duquesas de Westminster, pero sólo una Coco Chanel». Aunque la diseñadora públicamente siempre dijo que rehusó ser su esposa porque no quería dejar su negocio, en realidad hubo otras razones. En 1925, Bendor había conseguido el divorcio de su segunda mujer, pero ahora su preocupación era su descendencia, necesitaba un hijo varón. Coco tenía entonces cuarenta y dos años y se sometió a un reconocimiento médico para saber si podía quedarse embarazada. Se impuso, incluso, una serie de ejercicios gimnásticos, que al parecer favorecían la maternidad. Para su biógrafo Marcel Haedrich, Coco parecía dispuesta a intentar darle un hijo al duque. No lo conseguiría; no pudo ser madre, algo que en su vejez lamentaría profundamente.

Fue en aquel año cuando Coco Chanel compró una hermosa propiedad —La Pausa— situada en lo alto de la ladera del monte Roquebrune, en el corazón de la Riviera francesa. La finca tenía unas vistas magníficas al mar, y estaba rodeada de un pequeño jardín de olivos centenarios y plantas aromáticas de lavanda. A Coco le pareció un lugar tranquilo y aislado para pasar allí los veranos con Bendor, lejos de todas las miradas. Era su primera casa de veraneo y la diseñadora se gastó un total de seis millones de francos en su rehabilitación, imprimiéndole un aire monacal no exento de confort. En esta villa de estilo mediterráneo, construida en torno a un patio interior, con los muros encalados y un tejado con tejas rojas de barro cocido, encontraría su auténtico refugio. La pareja disfrutaría de la compañía de amigos y celebridades que, como ellos, pasaban el verano en la Riviera, entre ellos Salvador Dalí —y su esposa Gala, que le echaba las cartas a Coco—, el matrimonio Churchill, Hemingway, los Vanderbild y los Rothschild. Mademoiselle, que había comprado la finca para estar más tiempo con el duque de Westminster, ignoraba que La Pausa sería el escenario de su definitiva ruptura.

A principios de 1928, el estado de ánimo de Coco oscilaba en entre la ilusión y el desengaño. Aunque Bendor le regalara magníficas joyas que escondía entre sus ramos de flores, conocía muy bien el final de la historia. En la primavera de 1930, el duque anunciaba oficialmente su compromiso con una joven de veintiocho años llamada Loelia Mary Ponsonby, hija del primer lord Sisonby. Pocos días después, Bendor se trasladó a París para presentar a su prometida a Coco y ver si ésta la aprobaba. La diseñadora nunca confesaría las verdaderas razones de la ruptura, porque quizá le resultaban muy dolorosas: «Pasé diez años de mi vida con Westminster […] Hay que ser hábil para retenerme diez años. Durante aquel tiempo mantuvimos una relación muy tierna y cariñosa. Seguimos siendo buenos amigos. Le he querido, o pensaba que le quería, lo cual viene a ser lo mismo». Su etapa inglesa había llegado a su fin pero Coco rentabilizaría las amistades que hizo gracias al duque: abriría una boutique en el barrio de Mayfair en Londres, y contaría con una selecta clientela, como la duquesa de York, esposa del futuro rey Jorge VI, además de las damas más elegantes de la alta sociedad.

A pesar de las largas temporadas que Coco había pasado en Inglaterra, nunca dejó de trabajar ni de sorprender al público. En 1925, coincidiendo con la Exposición Internacional de las Artes Decorativas de París, entendió el cambio que se avecinaba y su colección de aquel año mostró una clara inspiración oriental. Las modelos lucían largos chales, los ojos pintados con kohl, pero no renunció a moldear el cuerpo femenino con sus vestidos de punto. Fue en aquellos días cuando lanzó al mercado su famoso traje de chaqueta Chanel, sin cuello, con la manga larga y ajustada, y una falda recta ligeramente por debajo de la rodilla. Sería el traje más copiado de la historia y su estilo revelaba su influencia de la clase alta inglesa. Se convirtió en un clásico y el preferido de las mujeres ejecutivas, ya que estaba pensado para moverse «con libertad sin perder un ápice de elegancia».

Fiel a su lema «siempre quitar, nunca añadir», en 1926 Coco volvió a apostar fuerte. Un buen día, cuando asistió al estreno de un baile en la Ópera de París, sentada en el palco del teatro, al ver a todas las damas vestidas de rojo, verde y azul eléctrico —colores preferidos del modisto Poiret—, decidió imponerles el color negro. «En aquella época los colores eran horrendos. Después de haber mirado hacia la sala, le dije riendo a Flamant: “No es posible; esos colores son demasiado desastrosos, afean a las mujeres, creo que habría que vestirlas a todas de negro”». Y así lo hizo. Gabrielle creó un vestido negro, en crepé de China, con mangas largas y muy ajustadas. No tenía cuello, botones, ni pasamanería y tampoco drapeados ni flecos. Era la simplicidad extrema, la pureza absoluta. Había nacido su petit robe noire («su vestidito negro») que pronto se convertiría en signo de distinción y en una filosofía de vida. «Durante cuatro o cinco años sólo trabajé con el negro. Mis vestidos se vendían como panecillos y sólo llevaban un detallito, un cuellecito blanco y puños. Todo el mundo se los ponía: actrices, mujeres de mundo, sirvientas…».

La caída de la Bolsa de Wall Street, el martes 29 de octubre de 1929, marcaría el destino de Chanel. La crisis económica iba a afectar muy especialmente al comercio de lujo y la alta costura francesa, y Coco era la más cara de París. La diseñadora se tuvo que adaptar a los difíciles tiempos que se avecinaban rebajando a la mitad los precios de sus creaciones, y despidiendo a una parte de sus empleados. Pero aun así no atraía a una clientela que ahora vestía con sencillez porque parecer rico se consideraba de mal gusto. Se acabaron los tejidos lujosos, las pieles y las joyas; la alta costura había entrado en una de sus peores crisis. Y fue entonces cuando mademoiselle Chanel se embarcó en una nueva y emocionante aventura. En 1931 hizo las maletas y puso rumbo a Estados Unidos para trabajar en la meca del cine.

A través de unos amigos, Coco entró en contacto con Samuel Goldwyn, el gran magnate de la industria cinematográfica. Este sagaz y egocéntrico empresario, dueño de la productora Metro Goldwyn Mayer y creador de los grandes musicales de Hollywood, llamó a Chanel para dar un toque de glamour a sus producciones. En plena Depresión, cuando el país contaba con trece millones de personas sin trabajo, Goldwyn quería que el público olvidara las penurias y se evadiera de sus problemas con los deslumbrantes musicales que tenía en marcha. En concreto, le pedía a Coco que diseñara el vestuario de sus películas para que las mujeres acudieran al cine para ver en la gran pantalla «el último grito de la moda».

Aunque a Coco, el señor Goldwyn le pareció un hombre vulgar y sin encanto, que le recordaba a los buhoneros de los mercados que recorría en su infancia, no pudo rechazar su oferta. Mademoiselle vestiría a las grandes estrellas de Hollywood —entre ellas a Gloria Swanson o Norma Talmadge—, no sólo en la pantalla sino fuera de ella a cambio de un millón de dólares al año. La diseñadora no tendría que abandonar sus negocios en París, pues su contrato la obligaba a viajar sólo dos veces al año a California para poner a punto el vestuario de sus actrices. A pesar de sus reticencias iniciales, Coco, acompañada de su inseparable Misia, desembarcó en Nueva York a bordo del vapor Europa a finales de 1931. A la puerta de su suite del hotel Pierre, la esperaban un buen número de periodistas y fotógrafos ansiosos por entrevistarla. Unos días más tarde, llegaba en tren a Los Ángeles donde el propio Samuel Goldwyn le dio la bienvenida.

Coco, de nuevo absorta en su trabajo, trataba de olvidar su infelicidad. Tras la ruptura con el duque de Westminster había pasado aquel verano en su refugio de La Pausa, donde todo le recordaba a él. Su viaje a Estados Unidos era una huida en toda regla, y a la vez un reto: el de convertirse en la primera diseñadora de moda contratada para confeccionar el vestuario de las grandes producciones de Hollywood. El matrimonio Goldwyn dio a Coco una gran recepción a la que asistieron, entre otras estrellas, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Claudette Colbert, y los directores George Cukor y Erich von Stroheim. De todas las actrices que conoció sólo le interesó una joven huesuda y pecosa que Cukor acababa de descubrir: Katherine Hepburn. Tenía entonces veintidós años y su manera de vestir, desenfadada y masculina, y el desdén que manifestaba a casi todo el mundo, provocaron en Coco una simpatía inmediata. En 1969, la Hepburn interpretaría a la diseñadora en el musical Coco, inspirado en su vida.

En los meses siguientes, Mademoiselle tendría que lidiar con las caprichosas actrices que siempre querían imponer su voluntad y además diseñar un vestuario que no pasara de moda, ya que las películas tardaban al menos dos años desde su estreno en Estados Unidos hasta su exhibición en Europa. Coco vestiría a Gloria Swanson —que entonces contaba treinta y dos años y era una actriz acabada— en el deslumbrante musical Esta noche o nunca; sería la primera colaboración de Chanel en una película. La relación de la diseñadora con la legendaria actriz no fue fácil. En el verano de 1931, la Swanson viajó a París para realizar las pruebas preliminares de vestuario. Coco se enfadó con ella al comprobar que la actriz había ganado peso. En realidad, estaba embarazada y tendría que diseñar unas recias fajas elásticas para disimular su estado durante el rodaje de la película.

Los diseños de Chanel tuvieron una tibia acogida en la industria del cine. Su estilo minimalista resultaba demasiado discreto para el gusto exagerado de Hollywood. La prensa del cine comentaría: «Chanel, la famosa modista de París, hace que una mujer parezca una mujer, pero lo que Hollywood quiere es que una mujer parezca dos mujeres». A esas alturas de la vida, mademoiselle Chanel no estaba dispuesta a supeditar su trabajo a los caprichos de las actrices que no se dejaban vestir por ella. Sin embargo, su estancia en Estados Unidos contó con la admiración de la prensa y fue una oportunidad única de conocer a los editores de las dos revistas de moda más prestigiosas del mundo, Vogue y Harper’s Bazaar, que la proclamó «mejor diseñadora de todos los tiempos». La meca del cine dejó indiferente a Coco aunque criticó duramente el implacable sistema de los estudios de cine, que, según ella, convertía a las actrices en «criadas de los productores».

Coco había cumplido cincuenta años, aunque como siempre aparentaba menos edad. Una vez finalizado su contrato sólo deseaba regresar a su tienda de París. Hollywood la había tratado muy bien, pero le pareció un lugar bastante superficial y aburrido. El millón de dólares que tuvo de sueldo durante el año que trabajó para Goldwyn, le permitió —a diferencia de otros grandes modistos que se vieron obligados a cerrar sus puertas tras la crisis del 29 que azotó Estados Unidos, perdiendo a su clientela estadounidense— mantener a flote su negocio que contaba con dos mil empleados. Los años treinta fueron años de esplendor para Chanel. Sus colecciones eran muy aplaudidas y recibía las mejores críticas de las revistas de moda. Sin embargo, ahora tenía una nueva rival: la diseñadora italiana Elsa Schiaparelli. Las dos damas de la alta costura tenían gustos opuestos; si Chanel era clásica, Schiaparelli —doce años menor que Coco y procedente de una familia de la nobleza de Roma— era barroca. Pero ambas vestían al mismo tipo de mujer, fuerte y decidida, de mediados de los años treinta.

Coco, ya convertida en una celebridad, no había podido olvidar al duque de Westminster. Cuando regresó de Estados Unidos viajó a Inglaterra para pedirle a su antiguo amante que le prestara su residencia londinense para organizar una gala benéfica de moda. Bendor se había convertido en un hombre muy posesivo y celoso con su joven y hermosa esposa Loelia, y le pareció muy infeliz. Bebía mucho y según le diría Coco a su amigo Paul Morand, el duque se lamentó de haberla perdido porque no podía vivir sin ella. Coco, a diferencia de lo que ocurrió con Boy Capel, no iba a continuar su relación con Bendor: «Seguramente no obedece al azar que esté sola. Nací bajo el signo de Leo, los astrólogos saben qué significa. Tiene que ser muy duro para un hombre vivir conmigo, a menos que sea muy fuerte. Y si fuera más fuerte que yo, entonces sería yo la que no podría vivir con él…».

En su madurez, Coco seguía siendo una mujer muy atractiva y de fuerte personalidad. La diseñadora se había convertido en una figura de la sociedad parisina; a su alrededor revoloteaban artistas, músicos, poetas, cautivados por su ingenio y buen gusto. Fue entonces cuando conoció a Pablo Iribarnegaray —que firmaba como Paul Iribe—, un genial artista y diseñador polifacético de origen vasco, con el que mantendría un apasionado idilio. Decorador de interiores, escenógrafo y estilista de talento, Iribe era además un extraordinario caricaturista y dibujante de cómics, fundador en 1908 de su propia revista Le Témoin («El testigo»), donde colaboraban como ilustradores Juan Gris y Cocteau. «Paul Iribe era el hombre más complicado que he conocido en mi vida», diría Coco de alguien que sería importante en su vida y del que acabaría enamorándose.

Paul Iribe tenía la misma edad que Coco y era un hombre con fama de conquistador y de carácter difícil; un seductor como casi todos los hombres importantes en la vida de la diseñadora. Paul estaba casado en segundas nupcias con una rica heredera neoyorquina llamada Maybelle Hogan, lo que no impedía que tuviera aventuras con otras mujeres. Por entonces residía en Estados Unidos y trabajaba en Hollywood, donde fue director artístico de la Paramount Pictures. Iribe colaboró como escenógrafo para el gran Cecil B. De Mille en películas míticas como Los Diez Mandamientos y Rey de reyes. En 1926, Paul, que no era un colaborador fácil, acabó peleándose con De Mille y regresó a Francia con su esposa. Con el dinero de Maybelle abrió una tienda en la misma calle donde Coco tenía su residencia privada, en la rue du Faubourg St. Honoré. Allí se dedicaba al diseño de muebles y joyas para una clientela rica y excéntrica.

Coco le diría a Paul Morand durante su exilio en Suiza en el invierno de 1946: «Mis relaciones con Iribe fueron pasionales. Cómo detesto la pasión. Qué espantosa enfermedad. El apasionado es un atleta, no conoce el hambre ni el frío, vive de milagro». Iribe no era atractivo ni caballeroso como Boy Capel, pero era elegante, tenía estilo y un aire intelectual. Mademoiselle se dejó seducir por aquel torbellino de hombre que irrumpió en su vida cuando menos lo imaginaba. Aunque Iribe no pensaba divorciarse de su esposa, pronto comenzaron a oírse rumores sobre el deseo de Coco de contraer matrimonio con él. En agosto de 1933, la esposa de Iribe estaba al tanto de la relación que Paul tenía con la célebre diseñadora, y decidió poner tierra de por medio. Maybelle dejó el apartamento donde vivían juntos y se marchó a Estados Unidos con los hijos que habían tenido en común.

Para estar más cerca de Coco, Paul se trasladó a vivir al número 16 de la place Vendôme. La diseñadora, que cumplía los veinte años de la apertura de su primera tienda en Deauville, se apoyaba cada vez más en su nuevo compañero al que incluso le dio poderes para actuar en su nombre en asuntos financieros de la empresa. Con Paul, Coco hizo bastante vida social, y se los veía con frecuencia juntos en estrenos teatrales o cenando en algún restaurante de moda parisino. A petición de Iribe, la diseñadora financiaría la reaparición —tras veintitrés años de silencio— de la revista Le Témoin. Paul seguía siendo un magnífico dibujante y Coco le serviría de modelo para ilustrar la situación que atravesaba Francia.

En aquel verano de 1933 la pareja pasó sus vacaciones en su finca La Pausa. Los amigos de Coco la veían feliz y parecía estar muy enamorada de Iribe. Corría el rumor de que pronto la pareja daría la noticia de que pensaban contraer matrimonio. A Colette, buena amiga de Coco, no le gustaba Iribe, le parecía falso y muy astuto. En aquellos días la diseñadora abandonó su palacete de la rue du Faubourg St. Honoré y se mudó a una suite de dos habitaciones en el hotel Ritz —a un paso de su tienda de la rue Cambon—, que sería su verdadero hogar hasta el día de su muerte.

Coco trasladó una parte de sus pertenencias a su finca de La Pausa en cuyo jardín había construido una pista de tenis y renovado el mobiliario del interior de la casa principal. En 1935 decidió pasar todo el verano allí aunque estaba al tanto de todo lo que ocurría en París. Sabía, por ejemplo, que su rival Schiaparelli estaba preparando una nueva colección de aires militares. Aunque toda la Riviera francesa estaba llena de mujeres que lucían los célebres pijamas de playa Chanel, la diseñadora comenzó a tomarse en serio a su nueva competidora. Entre los visitantes de aquellos días a La Pausa se encontraba el director de cine Luchino Visconti, entonces un joven prometedor, muy atractivo y de origen aristocrático, que sentía una gran atracción hacia Coco.

Mientras tanto Iribe, que aún estaba en París, acababa de obtener la separación de su esposa. En breve se reuniría con Coco para pasar con ella el verano. Iban a ser aquéllos unos meses maravillosos, con plácidos cruceros por el Mediterráneo en el yate de algún amigo, cenas a la luz de las velas en la terraza de La Pausa y todo el tiempo por delante para hacer planes. Todo se truncó el 21 de septiembre por la mañana, al día siguiente de la llegada de Iribe a la finca. Coco se animó a jugar un partido de tenis con él, y a los pocos minutos de comenzar, Paul se desplomó en medio de la pista. Había sufrido un infarto y moriría en una clínica de Menton sin recobrar la conciencia. Tenía cincuenta y dos años y mademoiselle Chanel estaba de nuevo sola.