Jeanne Devolle tenía diecinueve años cuando dio a luz a la pequeña Gabrielle Bonheur Chanel —más conocida como Coco Chanel— en el hospicio de la ciudad de Saumur, en la región del Loira. El padre de la recién nacida, Albert Chanel, era un vendedor ambulante natural del pueblo de Ponteils, donde sus antepasados habían sido taberneros siguiendo una tradición que pasaba de padres a hijos y que se remontaba al siglo XVIII. Con fama de fanfarrón y embaucador, el apuesto joven recorría los mercados y ferias del sur de Francia ofreciendo sus productos. La pequeña que venía al mundo era la segunda hija de la pareja, que entonces no estaba casada. Albert nunca se responsabilizaría de sus hijos —tuvieron cinco en total— y tras cada nuevo alumbramiento desaparecía del lado de su esposa. Jeanne se pasó su corta vida dando a luz a un hijo tras otro, soportando las infidelidades de su marido y deambulando por plazas y mercados con su familia a cuestas.
La vida de la madre de Gabrielle, una modesta campesina, estuvo marcada por la pobreza y la humillación. Era apenas una muchacha cuando conoció al «señorito» Chanel, que estaba de visita en su pueblo natal, Courpière. El vendedor, de carácter alegre y de buena planta, la sedujo con facilidad y la dejó embarazada. Luego, desapareció sin dejar rastro. Corría el año 1882 y Jeanne se encontró sola y desamparada con un hijo en camino. Lejos de conformarse con ser una madre soltera, y embarazada de nueve meses, recorrió más de doscientos kilómetros hasta dar con él en una taberna en la población de Aubenas. A los pocos días nacería su primogénita, Julie. Aunque Albert dejó muy claro a la madre que no tenía dinero para mantenerlas, aceptó reconocer a la niña como hija suya pero se negó a casarse.
Jeanne, con su pequeña en brazos, acompañó a Albert a Saumur donde alquilaron una mísera buhardilla. A los tres meses del nacimiento de Julie, se encontraba de nuevo embarazada mientras él estaba casi siempre ausente, bebiendo en las tabernas o viajando con sus mercancías. El 19 de agosto de 1883, cuando dio a luz a Gabrielle, su compañero tampoco estaba con ella. El bebé nació con poco peso y su madre pensó que no sobreviviría. Jeanne, que no tenía previsto un nombre para su hija, eligió uno al azar, tal como recordaría Coco: «La monja que se ocupaba de mí se llamaba Gabrielle Bonheur. Como no tenía mucha imaginación, me bautizó con su nombre y su apellido. De modo que me llamo Gabrielle Bonheur Chanel. Yo no lo sabía. Lo ignoré durante mucho tiempo». La madre inscribió a la niña con el apellido Chanel, aunque no estaba casada con Albert. La diseñadora guardaría este secreto sobre su nacimiento hasta el final de sus días.
Cuando Gabrielle cumplió un año, sus padres se casaron. Aquella boda no cambiaría la relación fría y distante que tenían. Jeanne, una mujer sumisa y dulce, ya no soportaba aquella vida de sacrificios ni a su arrogante esposo. Al poco tiempo se quedaría de nuevo embarazada y Albert, con su numerosa prole, seguiría recorriendo los mercados y cortejando a jóvenes campesinas. Finalmente se instalaron en Issoire, cerca de la línea férrea donde tenía lugar a diario un gran mercado central. La familia Chanel se cambiaba a menudo de domicilio, pero como el dinero escaseaba siempre vivían en miserables habitaciones, húmedas y poco soleadas. Tras el nacimiento de Julie y de Gabrielle, le seguirían Alphonse, Antoinette —la hermana favorita de Coco— y por último Lucien. En 1887, la salud de Jeanne estaba muy deteriorada debido a los frecuentes embarazos y las duras condiciones de una vida errante. Trabajaba muchas horas en los puestos de los mercados, siempre a la intemperie, y estaba muy delgada y ojerosa. Fue entonces cuando decidió regresar con sus cinco hijos a su pueblo natal, Courpière, donde se instalaron en casa de unos parientes.
La pequeña Coco pasó los mejores años de su triste infancia en Courpière. En aquel tiempo, su madre no podía ocuparse mucho de ella y se sentía muy sola. Con apenas cinco años solía visitar el viejo cementerio de la iglesia donde jugaba con sus muñecas de trapo entre las tumbas abandonadas cubiertas de hierbas. Así recordaba a Paul Morand este episodio de su vida: «Yo era la reina de aquel jardín secreto. Me encantaban sus habitantes subterráneos. “Los muertos no están muertos mientras pensemos en ellos”, me decía. Había cogido especial cariño a dos sepulturas anónimas; aquellas losas de granito y de basalto eran mi cuarto de jugar… Confiaba mis penas y alegrías a esos compañeros silenciosos cuyo último sueño no podía turbar una niña». Aunque sus padres intentaron alejarla de aquel lugar, siempre que podía se escapaba de casa y se refugiaba en el pequeño cementerio. Ya en su madurez, Coco le confesaría a una periodista de France-Soir que era cierto que de niña hablaba con los muertos quizá porque le faltó el cariño de unos padres, y reconocía que los primeros seres a los que abrió su corazón estaban enterrados bajo aquellas frías lápidas.
En 1889, Gabrielle recibió un duro golpe al perder a su madre, víctima de la tuberculosis. La encontraron muerta una mañana de invierno en su gélida habitación de Brive-la-Gaillarde. Tenía treinta y dos años y Albert, como de costumbre, se encontraba de viaje. Al conocer la noticia regresó junto a sus hijos y los dejó al cuidado de los abuelos, que entonces vivían en Vichy.
Gabrielle nunca superaría la prematura muerte de su madre y el abandono de su padre: «Quería suicidarme. Durante mi infancia sólo ansié ser amada. Todos los días pensaba en cómo quitarme la vida, aunque, en el fondo, ya estaba muerta. Sólo el orgullo me salvó». Un orgullo que, años más tarde, la llevaría a una particular venganza: vestiría a las damas de la alta sociedad transformando su uniforme negro del orfanato en símbolo de elegancia y buen gusto.
Cuando ya era un nombre importante en el mundo de la moda, Coco Chanel se empeñó en fantasear sobre su infancia e inventó una familia de provincias que sólo existió en su imaginación. Solía contar a los periodistas que tras la traumática muerte de su madre unas tías suyas se hicieron cargo de ella; jamás mencionó la palabra orfanato ni abandono. En realidad, las ficticias tías «que tenían una buena casa y abundante servicio doméstico» en la región de Auvergne, no eran otras que las monjas del orfanato religioso de Aubazine, cerca de Brive-la-Gaillarde. A fuerza de repetir la historia de sus bondadosas tías, ella misma acabó por creer que existieron: «Fui ingrata con las odiosas tías. A ellas se lo debo todo. Una niña rebelde se convierte en una persona fuerte y armada de coraza. Lo que aniquila a los niños son los besos, las caricias, los maestros y las vitaminas; eso los transforma en niños tristes y en adultos enclenques».
A la muerte de Jeanne, la abuela paterna, Virginie Fournier, tuvo que hacerse cargo de sus nietos. Esta mujer, proveniente de una buena familia de la región de Nimes y casada con un comerciante ambulante, acabaría llevando junto a él una vida bohemia y aventurera. La señora Fournier, célebre por su belleza —dicen que Coco era su vivo retrato—, tuvo una caterva de hijos y no podía ocuparse de los cinco hermanos Chanel. Como había trabajado de lavandera para las monjas de Moulins y mantenía buena relación con la madre superiora, no le fue difícil que sus tres nietas fueran aceptadas en el orfanato de Aubazine, regido por las hermanas de la Congregación del Sagrado Corazón de María. Allí pasarían los siguientes seis años de su vida, los más tristes y duros de toda su existencia. Los hermanos Alphonse y el pequeño Lucien fueron confiados a los dueños de una granja y trabajarían para ellos a cambio de techo y comida. «No hubo infancia menos tierna que la mía», se lamentaría Coco.
A Gabrielle la palabra huérfana le horrorizaba porque no aceptaba que su padre la hubiera abandonado. A sus compañeras les diría que la había dejado allí temporalmente porque se había ido a América a hacer fortuna y que regresaría pronto a por ella. En realidad no volvería a verlo, aunque no le guardaría ningún rencor. A él, le debía un apellido que con el tiempo se convertiría en una manera de vestir y en un signo del buen gusto. Quizá por ello siempre se mostraba benevolente hacia su padre, incluso contaba a los periodistas que el nombre de Coco se lo puso él, algo que no era cierto: «Siendo niña, me llamaba “Petit Coco”. A medida que fui creciendo desapareció el adjetivo y quedó sólo el sustantivo, Coco. Al fin y al cabo, Coco resultaba más efectista que Gabrielle, ¿o no?».
Aubazine, situado en lo alto de una meseta, entre una antigua abadía y las ruinas de un claustro medieval, era un lugar desolador. El edificio principal estaba rodeado de altos muros, y el patio central, protegido por una tapia. Ésa sería la prisión de su infancia, el lugar donde viviría la humillación de ser tratada como una huérfana. En aquel tiempo, en el orfanato había dos clases de niñas: las que tenían parientes cercanos que pudieran pagar una parte de su manutención, y las niñas que no pagaban nada porque no tenían familia o nadie próximo a ellas podía sufragar sus gastos. Las niñas abandonadas como las hermanas Chanel eran las que vivían en peores condiciones: comían en mesas aparte, estaban mal alimentadas, su dormitorio no tenía calefacción y realizaban los trabajos más pesados.
Del tiempo que Gabrielle pasó en el orfanato quedaron grabados en su memoria dos colores: el blanco y el negro. Los muros y las paredes interiores del edificio estaban encalados en contraste con las puertas que daban acceso a los dormitorios, pintadas de color negro. Las huérfanas iban vestidas con el mismo uniforme: una falda negra e impolutas blusas blancas. En Aubazine la enseñanza era muy básica y las niñas aprendían a coser y a confeccionar ropa para bebés. Los diseños de Coco, sobrios y elegantes, estarían marcados por esta estética austera de los escenarios de su infancia: «Siempre que añoraba la austeridad, la esencia de la limpieza, la cara restregada con jabón amarillo o sentía crecer en ella la nostalgia de lo blanco, lo sencillo y lo limpio, la ropa blanca amontonada en grandes armarios, las paredes encaladas… había que interpretar que hablaba en un código secreto, y que todas y cada una de las palabras que pronunciaba se reducían a una sola: “Aubazine”», escribiría su biógrafa Edmonde Charles-Roux.
Gabrielle era una niña orgullosa, atractiva y muy inquieta que se sabía diferente a las demás. De naturaleza rebelde, se consideraba víctima de una terrible injusticia al haber sido abandonada en aquel triste lugar por su padre y su abuela. El orfanato de Aubazine, con sus rígidas normas y disciplina, no era el lugar más adecuado para una niña difícil y arrogante como ella. Odiaba arrodillarse en misa, inclinar la cabeza y acatar las órdenes. «Yo era la peste, era ladrona, escuchaba detrás de las puertas. Hoy, como entonces, la arrogancia está en todo lo que hago: en mis gestos, en la aspereza de mi voz, en el fulgor de mi mirada y en mi rostro nervioso y atormentado, en toda mi persona», reconocía con franqueza.
Su única evasión era la lectura de los folletines que se publicaban por entregas en los periódicos de provincias, y que escondía en el desván. En ellos se narraban historias de muchachas osadas pero elegantes que se convertían en heroínas. Estas novelas románticas y sensibleras, que leían las clases modestas, describían con todo lujo de detalles la indumentaria de sus protagonistas y los fastuosos decorados donde sucedían sus hazañas. En aquellas lecturas prohibidas de su infancia, Gabrielle encontraría un referente para forjar una imagen de sí misma de mujer audaz y triunfadora: «Ante todo, no quería pasar por una pequeña provinciana. Mentía para que me tomaran en serio. Me identificaba con las heroínas de mis novelas. Pierre Decourcelle escribía muchos folletines que me eran de enorme utilidad. Para no mostrarme tal cual era, me convertía en una de mis heroínas».
Las hermanas Chanel pasaban sus vacaciones escolares con los abuelos en Moulins, a orillas del río Allier, donde tenían un puesto en el mercado de abastos. A Gabrielle lo que más le gustaba de la temporada estival era encontrarse con Adrienne, la hija pequeña de la abuela Virginie, apenas dos años mayor que ella. Las dos parecían hermanas y eran inseparables; además de atractivas, eran muy estilosas y compartían gustos comunes. En ocasiones iban de visita a casa de su tía Louise, hermana de su padre, que vivía junto a la estación de tren de Varennes-sur-Allier, no muy lejos de Moulins. Fue Louise quien enseñó a coser con imaginación a la joven Coco, y sería su fuente de inspiración. En la cocina de su casa, las tres pasaban largas horas cosiendo elegantes manteles y juegos de sábanas. La señorita Chanel aprendería a renovar las viejas camisas con cuellos hechos con retales y pliegues rectos, y a embellecer los sombreros que su tía compraba en la ciudad de Vichy.
Cuando Gabrielle cumplió los dieciocho años abandonó el orfanato de Aubazine, donde sólo se quedaban las muchachas que querían ingresar como novicias. La abuela Virginie, con ayuda de las monjas, consiguió que su nieta fuera acogida en régimen de beneficencia en un centro religioso de Moulins. En el internado de Notre Dame, una estricta escuela de señoritas donde se las preparaba para ser buenas amas de casa y esposas ejemplares, pasó dos años más de reclusión. Las monjas no solían permitir que sus pupilas salieran solas a pasear y cuando lo hacían estaban siempre vigiladas. A los veinte años, dejaron a la joven a cargo de una honrada familia propietaria de una conocida mercería en Moulins, la antigua Casa Grampayre. Las muchachas que como Gabrielle y Adrienne llegaban recomendadas de Notre Dame, además de atender al público como dependientas, trabajaban en el taller como costureras. Coco, que tenía gran habilidad con la aguja, aunque nunca se reconoció una buena costurera, se encargaba de hacer los arreglos de confección en la tienda.
Tras pasar un año y medio en Casa Grampayre, Gabrielle se instaló con Adrienne en una habitación de alquiler, en el barrio más pobre de Moulins. Cuando corrió la voz de que las hermanas Chanel —todos creían que lo eran por su gran parecido físico y ellas no se molestaron en negarlo— se habían instalado por su cuenta en la rue du Pont Guinguet, fueron muchas las distinguidas clientas de la Casa Grampayre que acudían directamente a ellas para realizar sus vestidos. En poco tiempo, Coco se había convertido en una apreciada y solicitada costurera. Los domingos por la mañana, y para sacarse un dinero extra, trabajaba en un taller de sastre arreglando los llamativos uniformes de los oficiales del regimiento de caballería.
En las primeras fotos que se conservan de Gabrielle se ve a una muchacha de belleza salvaje, profundos ojos castaños, cejas muy pobladas y nariz respingona. Lucía una larga y espesa melena que solía recoger en un moño a la altura de la nuca. Era delgada, de pequeña estatura pero bien proporcionada; tenía un porte elegante —algo altivo— y fuerte personalidad. Ya entonces Gabrielle y Adrienne se diseñaban sus propios vestidos y trajes sastre de dos piezas, cómodos y de corte sencillo. Sus camisas con pliegues centrales y originales cuellos alzados y sus sombreros de paja decorados con flores, llamaban la atención en un tiempo en que las mujeres de aquel fin de siglo vestían de manera poco favorecedora y nada femenina.
En aquel año de 1900, Moulins albergaba una importante guarnición militar y contaba con numerosas salas de baile donde los soldados acuartelados pasaban sus ratos de ocio. Entre todos los regimientos allí destacados, el Décimo de Caballería Ligera, integrado en su mayoría por jóvenes de familias aristocráticas, era el más admirado. Estos soldados, ataviados con sus pantalones de color escarlata y sus gorros puntiagudos ladeados sobre la oreja, frecuentaban los cafés concierto donde actuaban hermosas muchachas. Gabrielle, descarada y coqueta, pronto se convertiría en la preferida de los apuestos oficiales que visitaban su taller de costura para hacerse algunos arreglos en sus uniformes. Tras años de reclusión, se dejaba cortejar y aceptaba gustosa la invitación de los apuestos tenientes que la solían llevar —siempre acompañada de su inseparable Adrienne— a La Rotonde, un café concierto muy popular en Moulins.
Un buen día Gabrielle, animada quizá por sus amigos del Décimo Regimiento, aceptó subirse al escenario de La Rotonde para actuar como figurante detrás de las artistas invitadas y llenar los entreactos cantando canciones populares. No tenía una gran voz y su repertorio era muy reducido, pero al parecer le ponía mucha pasión y recibía buenas propinas. Una de las canciones que más ovaciones levantaba era una célebre canción de cabaret titulada «Qui qu’a vu à Coco?» y otra que Gabrielle representaba con especial gracia, «Ko ko ri ko». Como en ambas aparecía en el estribillo la palabra Coco, el público y sus amigos de la guarnición acabaron llamándola «la petite Coco».
De todos los jóvenes del Décimo Regimiento que rondaban a Gabrielle, hubo uno por el que se sentía especialmente atraída, Étienne Balsan. Este oficial de infantería, que acababa de regresar de Argelia donde había cumplido parte de su servicio militar, tenía veinticuatro años cuando conoció a Coco y al parecer la atracción fue mutua. Divertido, seductor y un hábil jinete, Étienne provenía de una acomodada familia burguesa que había hecho fortuna con la industria textil. Cuando finalizó su servicio en el Regimiento de Cazadores de Moulins, se dedicó al negocio de la cría de caballos e instaló un campo de entrenamiento en Croix-Saint-Ouen, cerca de Compiègne. No muy lejos de allí, se levantaba el castillo familiar de Royallieu, una antigua fortaleza de muros de piedra cubiertos de hiedra, a una hora en tren de París.
Al conocer a Étienne supo enseguida que de la mano de aquel hombre despreocupado y liberal, podría escalar socialmente. Él la introduciría en el exclusivo mundo de la alta sociedad, aunque para ello tuviera que convertirse en su amante. Coco deseaba a toda costa abandonar Moulins; no quería para ella la vida miserable que había llevado su pobre madre. Aunque sabía que Balsan ya tenía una amante oficial —una conocida belleza de la época llamada Émilienne d’Alençon—, cuando él la invitó a ver cómo entrenaba a sus caballos de carreras, aceptó encantada. En la primavera de 1903 Gabrielle se instalaría en la Croix-Saint-Ouen, donde Étienne tenía sus cuadras y su amante jamás ponía el pie. Más adelante la llevaría a vivir al castillo de Royallieu y le presentaría a la seductora Émilienne, que no debió de sentirse amenazada ni celosa por aquella muchacha delgaducha que vestía como una colegiala.
Pese a sus orígenes humildes, Gabrielle era una mujer ambiciosa, emprendedora y nada convencional. A diferencia de su tía Adrienne, para quien la seguridad sólo se conseguía con el matrimonio, ella soñaba con ser independiente y eso sólo se lograba si se ganaba dinero: «Cuando me analizo un poco, compruebo enseguida que mi necesidad de independencia se desarrolló en mí cuando era todavía una niña. Oía con frecuencia hablar de dinero, sobre todo a las criadas de mis tías, que decían: “Cuando tengamos dinero, nos iremos”». El señorito Balsan, que se había encaprichado de ella, le ofrecía la posibilidad de ser alguien en la vida, y no estaba dispuesta a dejar escapar una oportunidad como aquélla. Coco había encontrado un protector.
En la residencia de Royallieu, una mansión de tres plantas rodeada de un extenso jardín de árboles centenarios, la vida transcurría feliz y sin preocupaciones: fiestas hasta el amanecer, cacerías y excursiones a caballo por el bosque de Compiègne. Los amigos de Balsan eran en su mayoría aristócratas deportistas, jugadores de polo, terratenientes de noble linaje y amantes de la equitación. Hombres jóvenes, ricos y vividores que traían a sus amigas —nunca a sus esposas— para pasarlo bien en aquella magnífica finca campestre. En las fotos que se conservan de su estancia en Royallieu, Gabrielle parece una chiquilla rodeada siempre de adultos. Nunca sonreía, quizá porque se sentía fuera de su ambiente rodeada de mujeres liberales y de un lujo que no conocía: «Me aburría mucho. Siempre estaba llorando… Los únicos ratos buenos los pasaba a caballo, en el bosque. Aprendí a montar, ya que hasta entonces no había tenido ni la más mínima idea de lo que era la equitación».
Los primeros meses en Royallieu apenas salió de la casa; pasaba los días durmiendo y leyendo en su habitación. Coco era distinta de las demás mujeres que frecuentaban la mansión —cocottes y actrices desinhibidas— y los invitados se divertían con sus ocurrencias y opiniones. Para ellos era una ruda campesina, de lengua afilada, que decía siempre lo que pensaba sin importarle las consecuencias: «Se entretenían conmigo y lo pasaban en grande. Habían encontrado a una persona íntegra. Eran hombres ricos que no tenían la menor idea de quién era aquella muchachita que había entrado en sus vidas». Cuando un invitado venía acompañado de su mujer, Coco debía comer en la cocina para no ofender con su presencia a la dama.
Como la vida de Étienne eran los caballos y sus días transcurrían de hipódromo en hipódromo, Gabrielle se empeñó en tomar clases de equitación y aprendió a montar como una amazona. Vestía con pantalones ajustados a las pantorrillas, botas altas, camisas con corbata y un sombrero hongo que dejaba al descubierto —algo insólito para la época— su larga cabellera trenzada como una cola de pony. Cuando acudía a las carreras su presencia no pasaba desapercibida. Todos sabían que era una de las «mantenidas» de Balsan y, para no parecer lo que era, se vestía de manera discreta y a la vez muy original. «Llevaba un canotié muy calado —recordaba Coco—, un trajecito sastre provinciano y seguía atentamente las pruebas con unos gemelos. Estaba convencida de que nadie se fijaba en mí; pero eso era conocer mal la vida provinciana. En realidad aquella pequeña salvaje absurda y mal vestida, con tres grandes trenzas y una cinta en el pelo, intrigaba a todo el mundo».
Ya entonces daba muestras de una imaginación desbordante. Gabrielle iba siempre con zapatos planos, y cómodas prendas masculinas —abrigos, chaquetas sport y corbatas— del propio Balsan. Sin ella saberlo, estaba poniendo en práctica una nueva manera de entender la moda: liberar el cuerpo de la mujer utilizando ropa de hombre. No dudaba, ya entonces, en criticar la moda imperante en aquel tiempo: «Todas aquellas mujeres iban mal vestidas, embutidas en fajas Parabère, que hacían resaltar su figura, con la cintura tan apretada que parecía que fueran a partirse por la mitad. Cargadas de adornos. Las actrices y las cocottes eran quienes marcaban la moda, y las pobres damas del gran mundo la seguían, con pájaros en los cabellos, postizos por todas partes y con vestidos que arrastraban por el suelo para recoger el fango».
Pero lo que más llamaba la atención del vestuario de Gabrielle era el pequeño sombrero canotié de paja, que ella misma se confeccionaba. En aquel año de 1910 en que las damas usaban recargados sombreros de plumas y enormes flores, que a su parecer recordaban tartas, sus sombreros de paja ligeros y sencillos causaban sensación entre las amigas de Étienne. «Todas aquellas damas querían saber quién me vestía y, sobre todo, quién hacía mis sombreros. Pues bien, simplemente compraba una horma en las Galerías Lafayette y le ponía encima cualquier cosa», diría Coco. En poco tiempo, las cortesanas y actrices que frecuentaban la mansión de Royallieu se convertirían en sus primeras clientas y lucirían unos sombreros que llamaban la atención por su sobriedad y original diseño.
En agosto de 1908, Gabrielle cumplió veinticinco años y estaba harta de ser la mantenida de Balsan. Durante el tiempo que pasó con él había aprendido a desenvolverse en el mundo de la alta sociedad, a comer con refinamiento —incluso ostras, algo que detestaba—, a viajar en lujosos coches y a codearse con personas distinguidas que la miraban por encima del hombro. Todo lo tuvo que aprender por sí misma, nadie le enseñó y en silencio sufrió la humillación de no estar a la altura de aquellas gentes mundanas y frívolas que ahora frecuentaba. Étienne no estaba enamorado de ella —ni Coco de él— pero le había ayudado a descubrir un mundo nuevo. Ambos continuaron siendo amigos y hasta el último día de su vida Coco llevó colgado en el cuello con una cadena un anillo con un topacio regalo de Balsan. Ahora ya conocía las reglas del juego y estaba lista para partir. A pesar de su juventud tenía las ideas muy claras: «Ser una mujer mantenida no tiene porvenir alguno».
En un tiempo en que las mujeres de su condición sólo aspiraban a que los hombres les regalasen joyas y vestidos, Coco le pidió a su protector que le financiara una tienda de sombreros en París. A Balsan, a quien sólo le interesaban los caballos y la diversión, aquella propuesta le pareció un capricho pasajero. Pero, ante su insistencia, decidió contentarla y le cedió su apartamento de soltero en el boulevard Malesherbes de París. En aquellos días, Étienne tenía que viajar a la Argentina por asuntos de negocios, pero antes le pidió a Gabrielle que le acompañara a una cacería que organizaban unos amigos en Pau. Se alojarían en un espléndido castillo del siglo XIII, en el idílico paisaje de los Pirineos, y allí Coco conocería al gran amor de su vida.
«Era joven, embriagador y en absoluto vulgar. Un muchacho muy guapo, de pelo oscuro, atractivo. Era más que guapo, maravilloso. Yo admiraba su indolencia, sus ojos verdes. Montaba caballos soberbios, y muy bien. Me enamoré de él…». Aquel inglés, alto, moreno, bronceado y de cabello engominado que tenía un aire a Rodolfo Valentino había irrumpido en la vida de Gabrielle en el momento más oportuno. Se llamaba Arthur Capel —Boy para los amigos— y era un excelente jugador de polo además de gran conquistador de mujeres. Heredero de importantes minas de carbón en Newcastle, a diferencia de Balsan era un hombre ambicioso y muy trabajador como ella. Desde el primer momento se sintió interesado por aquella atractiva muchacha que acompañaba a su amigo Balsan. Cuando Gabrielle le confesó a Boy su deseo de abrir una tienda de sombreros en París no sólo le pareció una excelente idea, sino que se ofreció a ayudarla.
Al finalizar la cacería, Gabrielle se enteró de que Boy Capel regresaba a París y, sin dudarlo un instante, hizo la maleta y fue a la estación a su encuentro. Según Coco —que siempre contó diferentes versiones de cómo conoció al único hombre que amó en su vida—, él la estaba esperando con los brazos abiertos, y los dos subieron al tren. A Étienne le dejó escrita una nota antes de partir: «Me voy con Boy Capel. Perdóname, pero le amo». Apenas habían estado una semana juntos pero creían que estaban hechos el uno para el otro. En París, Boy vivía solo en un elegante apartamento en la avenue Gabriel, y la invitó a quedarse con él. Se sentía realmente atraído y cautivado por la espontaneidad, franqueza y vitalidad de aquella muchacha de la que apenas sabía nada. En su madurez, Coco recordaba con nostalgia aquellos comienzos: «Balsan y Capel tuvieron piedad de mí; me creían un pobre gorrión abandonado; en realidad, era una fiera. Iba aprendiendo poco a poco de la vida, quiero decir a defenderme de ella. Era muy inteligente, mucho más inteligente que ahora. No me parecía a nadie, ni físicamente ni en la forma de ser. Me gustaba la soledad; por naturaleza admiraba lo bello y detestaba lo bonito. Siempre decía la verdad. Tenía un juicio muy seguro para mi edad».
En 1910, Gabrielle comenzó a vender sombreros en el apartamento que le había dejado Étienne mientras Boy atendía sus negocios en Londres y París. El éxito fue inmediato; los sombreros de paja que compraba por docenas en las Galerías Lafayette y que decoraba a su gusto, los vendía a las atractivas amigas de Étienne —actrices y maniquíes convertidas en estrellas del espectáculo— que frecuentaban Royallieu. En 1912, la actriz Gabrielle Dorziat lució, en la obra Bel Ami de Maupassant, trajes de Jacques Doucet, el gran modisto de la rue de la Paix, y sombreros de la firma Chanel. La revista Les Modes —la publicación femenina más influyente de París— consagraría a Coco como la nueva modista revelación al publicar fotografías de la actriz Dorziat luciendo sus originales sombreros diseñados por ella. Gabrielle no tenía la formación de los grandes modistos que triunfaban en París como Worth, Doucet y Poiret, pero intuición no le faltaba. Sabía que a pesar de su inexperiencia tenía un hueco en el mundo de la moda.
Un buen día, el taller de Gabrielle en el boulevard Malesherbes se quedó pequeño para atender todos los pedidos que recibía. Animada por Boy, quien la ayudaría económicamente, abrió su primera tienda en el entresuelo del número 21 de la rue Cambon, en el corazón de la zona elegante de París, junto al Ritz. Corría el año 1910 y aquel local que Coco bautizó como «Modas Chanel» sería —y aún hoy lo es— una de sus tiendas más emblemáticas. Poco a poco, las revistas comenzaron a hablar de sus originales sombreros «tan secos, tan sobrios y a la vez elegantes», y muchas clientas se acercaban hasta su tienda arrastradas por la curiosidad: querían conocerla a ella.
Coco ya tenía una tienda pero no sabía cómo llevar un negocio ni tampoco cómo tratar a las exigentes clientas que frecuentaban las casas de moda más elegantes de Worth y Doucet. Necesitaba rodearse de dependientas competentes y de buenas costureras; al poco tiempo consiguió contratar a tres de las mejores empleadas de la famosa boutique Maison Lewis. Tan sólo tres años después de su apertura, la tienda de la rue Cambon ya daba beneficios y Coco le devolvió a Boy el dinero que le había prestado. Al fin era independiente: «El secreto de mi éxito es que he trabajado muchísimo. Nada sustituye al trabajo: ni los títulos, ni el aplomo, ni la suerte».
Gabrielle encontró en Boy al compañero ideal, un hombre que la ayudaba y creía en ella. Siempre se sintió muy afortunada por haberle conocido, porque, como ella misma decía, nunca la desmoralizaba, ni quiso cambiarla. A lo largo de su azarosa vida, en lo único que Coco Chanel no solía mentir a los periodistas era sobre lo importante que fue Boy Capel para ella: «Yo sabía que podía contar con él en cualquier circunstancia; era un verdadero compañero, mi hermano, mi padre, toda mi familia. El único hombre al que realmente he amado en toda mi vida».