LA HEREDERA DE LA TRISTE MIRADA

Nadie me amará nunca. Por mi dinero sí pero no por mí misma. Estoy condenada a la soledad.

BARBARA HUTTON

Cuando Barbara Hutton tenía catorce años, su fortuna ascendía a veintiséis millones de dólares. Era la niña más rica del mundo, pero también la más triste y solitaria. Su fama de multimillonaria provocaba el rechazo y la antipatía de sus amigas. A medida que cumplía años descubriría que el dinero que heredó de su abuelo, el magnate de los almacenes Woolworth, era una maldición. Nunca conseguiría ser feliz ni ser realmente amada; los que se acercaban a ella lo hacían atraídos por su riqueza y su extremada generosidad. Barbara lo sabía, y llenó su soledad con una larga lista de maridos, fabulosas joyas, mansiones de ensueño y viajes alrededor del mundo. También con grandes dosis de alcohol y medicamentos que la ayudaron a sobrellevar la pesada carga de su apellido.

La extraordinaria historia de esta mujer considerada una de las más ricas y extravagantes herederas del siglo XX, es la de una niña nacida en una jaula de oro y marcada por un trágico destino. Desde los cuatro años, cuando descubrió el cuerpo sin vida de su madre en la suite de su hotel, Barbara se convirtió en un personaje de leyenda. Había nacido «la pobre niña rica» —título profético de una canción de Noël Coward inspirada en ella— y los periodistas la seguirían por todo el mundo, dando fe de sus excesos y sus sonados matrimonios, que acabaron en costosos divorcios.

Barbara, que sentía debilidad por los hombres con título nobiliario y buen físico, se casó siete veces: con dos príncipes rusos, un conde danés, un playboy de fama internacional —el célebre Porfirio Rubirosa—, un barón campeón de tenis y una estrella de cine. Cary Grant fue su tercer marido y el que mejor la trató sin importarle su cuenta corriente. Tras su ruptura, el actor se lamentaba de que los periodistas se ensañaran con una mujer tan frágil, sensible y generosa, que no había podido elegir su destino.

La prensa, que siempre fue ingrata con ella, sólo mostraba al mundo su ostentosa y disoluta vida. Hablaban de la mujer que regalaba diamantes a sus sirvientas, que hizo ensanchar las calles de la medina de Tánger para que pudieran pasar sus Rolls-Royce y que recibía a sus visitas en su palacio de Sidi Hosni sentada en un trono dorado de terciopelo rojo. Pero la millonaria anoréxica era en realidad una mujer vulnerable de un corazón generoso. Toda su vida colaboró, siempre de manera anónima, con fundaciones benéficas y organismos humanitarios. Sus buenas obras no interesaban a la prensa sensacionalista que la persiguió sin piedad hasta su lecho de muerte, cuando era apenas una sombra de sí misma y su fortuna se había reducido a tres mil dólares.

La conocida como «la chica del millón de dólares» —cantidad que cobraban sus maridos tras divorciarse de ella—, en su día la mujer más envidiada de Estados Unidos, murió enferma, sola y arruinada. Incapaz de conseguir la felicidad, y tras perder a su único hijo en un accidente de aviación, comenzó su terrible declive. Bebía mucho, se atiborraba de somníferos, despilfarraba el dinero y acabó pagando por tener compañía masculina. «Soy como esos puentes de Venecia que parecen no alcanzar nunca la otra orilla», se lamentaría en su vejez. Al final sólo quedó la sombra enjuta de una mujer esquelética, de rostro apergaminado, que ocultaba sus tristes ojos azules tras grandes gafas de sol y que no pudo cumplir su último deseo: ser enterrada en su amada Tánger.