UN CORAZÓN ROTO

En mayo de 1953, Barbara acompañó a su hijo Lance a Deauville, donde tenía lugar uno de los campeonatos de polo más importantes del mundo. Esta pequeña ciudad francesa junto al canal de la Mancha, era un balneario de lujo frecuentado por estrellas de cine, aristócratas y millonarios desocupados. Sería allí donde la Hutton conocería al célebre Porfirio Rubirosa, capitán de uno de los equipos de polo que participaba en el campeonato. Este bronceado playboy dominicano, que se paseaba del brazo de la despampanante actriz Zsa Zsa Gabor, tenía tras de sí toda una leyenda de conquistador. Antes de llegar a lo más alto de la jet set internacional había sido boxeador, corredor de Fórmula 1, piloto de aviones, buscador de tesoros y embajador en varios países, siempre a la sombra del presidente dominicano Trujillo. Pero su carrera más conocida era la de seductor; entre su larga lista de conquistas figuraban Veronica Lake, Dolores del Río, Joan Crawford, Jayne Mansfield, Susan Hayward, Tina Onassis y Evita Perón.

Porfirio había nacido en una familia de la clase media en la República Dominicana y cuando su padre fue designado consejero de la embajada en París, en 1920, se llevó con él a su hijo. Tras cursar sus estudios en la capital francesa, Rubi —como se le conocía— regresó a su país y se alistó en el ejército; a los veinte años ya era capitán. El presidente Rafael Leónidas Trujillo lo conoció durante un campeonato de polo en 1932 y le contrató para formar parte de su guardia presidencial.

La leyenda de Porfirio comenzó el día que el dictador Trujillo le mandó al aeropuerto a recoger a su hija Flor de Oro, que llegaba de cursar sus estudios en Francia. La joven, de diecisiete años, se enamoró perdidamente del capitán Rubirosa y comenzó a salir con él. Tras un noviazgo de dos años, la pareja se casó con el consentimiento de Trujillo, quien declaró la fecha del enlace fiesta nacional del país. Unos días más tarde, los recién casados viajaron a Berlín, donde Porfirio fue designado embajador. «Es un excelente diplomático —diría de él Trujillo— porque las mujeres lo adoran y es un gran mentiroso».

La relación con la joven e inexperta hija del presidente dominicano acabó en el mismo instante en que ésta descubrió que Porfirio era un tarambana y coqueteaba abiertamente con otras mujeres. Tras cinco años de matrimonio y una vez instalados en París, llegó la ruptura. Trujillo no le perdonó la forma en que había tratado a su querida hija, y tras su divorcio Porfirio permaneció un tiempo en París donde para ganarse la vida se dedicó al tráfico de joyas, entre otros oscuros negocios. Sin embargo, el presidente dominicano acabó perdonando a su ex yerno y le ofreció el cargo de agregado comercial en la embajada de Francia.

Porfirio se casaría en segundas nupcias con una joven —y rica— actriz francesa de veintitrés años: Danielle Darrieux. Cuando la pasión acabó entre ellos, se separaron amigablemente. En 1947, Rubi contraía matrimonio de nuevo, esta vez con Doris Duke, la famosa heredera de la American Tobacco Company. Se casaron en la embajada dominicana en París y Trujillo, encantado con la nueva esposa de su ex yerno, le ofreció a Rubi el cargo de embajador en Buenos Aires. En los trece meses que duró su matrimonio, Porfirio recibió de su agradecida esposa magníficos regalos: una escudería de caballos para jugar al polo, varios coches de carreras, una avioneta y una mansión en París. La siguiente conquista era presa fácil: una frágil y enferma multimillonaria que necesitaba más que nunca el cariño de un hombre.

A pesar de que Cary Grant y sus mejores amigos intentaron convencer a Barbara de que era un error que se casara con un vividor como Porfirio, ella siguió adelante con sus planes de boda. El matrimonio tuvo lugar en la embajada dominicana de Nueva York, en una ceremonia celebrada en español y a la que asistieron solamente su hijo Lance, su madrastra Irene y un par de íntimas amigas de la novia. Las fotos del enlace muestran a una mujer ausente, muy delgada y de aire cansado. De hecho, cuando la pareja llegó al hotel donde se había organizado una gran recepción para ellos, Barbara apenas pudo mantenerse en pie media hora y se retiró agotada a su suite. El matrimonio con Rubi comenzaba con malos presagios: al día siguiente, Barbara resbaló en la bañera y se rompió el tobillo. Ante estos contratiempos, la luna de miel tendría que posponerse una semana. La Hutton y su quinto marido partieron poco después a Palm Beach donde la millonaria había alquilado por tres meses una lujosa residencia propiedad del maharajá de Baroda.

Aunque desde el principio Rubi no ocultó su rechazo hacia ella y se instaló en una habitación situada en el ala opuesta de la mansión, Barbara fue muy comprensiva con su nuevo acompañante. El regalo de bodas fue un avión B-52 y cuando Rubi cumplió los cuarenta y cinco años le extendió un cheque para que pudiera adquirir una plantación en Santo Domingo que al playboy le parecía una buena inversión. A pesar de los magníficos regalos que Barbara le hacía a Rubi, éste no demostró la menor delicadeza hacia su esposa. Desde que llegaron a Palm Beach, Porfirio salía todas las noches y recorría las mejores salas de fiesta en busca de compañía femenina. Vivía del dinero de Barbara, que gastaba sin ningún miramiento en los clubes de polo o en las mejores tiendas de ropa.

Porfirio pronto regresó a los brazos de su amada Zsa Zsa Gabor, a la que visitó en Fénix, Arizona, donde rodaba una comedia con Dean Martin y Jerry Lewis. La prensa se hizo eco del reencuentro entre la actriz y el playboy, pero Barbara no se dio por aludida. A su regreso a casa lo recibió como si nada hubiera ocurrido. Unos días más tarde la millonaria invitó a un grupo de amigos a un conocido restaurante de la ciudad. El célebre cantante Chago Rodrigo, para amenizar la velada, eligió la canción titulada «Just a Gigolo». Porfirio no sólo se tomó con humor la insinuación de su amigo Chano sino que le pidió que repitiera el tema. Sentada a su lado, Barbara no hizo ningún comentario, pero cuando llegaron los postres, y delante de todos los invitados, le propinó un fuerte bofetón a su esposo y abandonó el restaurante.

Así puso fin a su quinto matrimonio, que había durado cincuenta y tres días. Porfirio, en tan sólo mes y medio, había amasado tres millones y medio de dólares entre regalos y cheques de su generosa esposa. Tras el divorcio, Rubi salió al encuentro de su amada Zsa Zsa Gabor que lo esperaba en París. Durante seis meses, la pareja se dedicó a gastar el dinero de Barbara y se dejó ver sin ningún pudor en las mejores fiestas nocturnas de la ciudad. En 1956, la actriz y Rubi se separaron definitivamente; ella regresó a Hollywood donde aún le esperaba una brillante carrera.

Barbara pasó parte del verano de 1954 en su casa de Tánger y después se reunió en Los Ángeles con su hijo, que había dejado la universidad y lo único que le interesaban eran las carreras de coches. Por aquel entonces cuidaba de él Dudley Malker, antiguo mayordomo de Cary Grant. En ausencia de su madre, y como le ocurriera a ella en su infancia, para Lance las personas del servicio doméstico eran su única y estable familia.

En primavera, la Hutton abandonó su casa de Los Ángeles y la compañía de su hijo, y se puso a viajar. Pasó unas semanas en París y luego en Madrid, antes de regresar a mediados del mes de julio a su residencia de Tánger. Instalada en su palacio de la medina, Barbara, que seguía sintiéndose muy sola, le envió una carta a un viejo amigo —y ex amante— suyo, el barón Gottfried von Cramm, en la que le pedía que se reuniera con ella. A los pocos días se presentaba en su casa este famoso campeón de tenis, del que Barbara hacía tiempo que estaba enamorada. Para agasajarlo, contrató a tres bailarinas de la danza del vientre, y al finalizar el espectáculo —en señal de agradecimiento— les lanzó piedras preciosas al escenario.

Tras pasar el verano juntos en Tánger, a mediados de octubre de 1955 Barbara regresó a París y anunció a sus amigos que se casaba con Gottfried, convencida de que esta vez era la última. Se conocían desde hacía dieciocho años y ahora Barbara se encontraba feliz en su compañía y dispuesta a contraer su sexto matrimonio. Se casaron el 25 de noviembre, en Versalles, y en la más estricta intimidad, pero una vez más la felicidad daría la espalda a la rica heredera. Los primeros meses los pasaron en Cuernavaca, México, y allí fue donde Barbara se dio cuenta de que su marido nunca podría consumar su matrimonio. El barón apuesto y musculoso del que se había enamorado, aunque hacía muchos esfuerzos por agradar a su esposa, no podía ocultar su interés por los hombres. Para ella fue un duro golpe y en la primavera de 1956 comenzaron a vivir cada uno por separado, aunque no tenían prisa en divorciarse.

En 1957, Barbara seguía ahogando sus penas en alcohol y abusando de los somníferos. Los médicos le recomendaron que fuera a una clínica de desintoxicación, pero su esposo, que la conocía muy bien, sabía que se negaría. Fue entonces cuando sus amigos, preocupados seriamente por su estado, la animaron a hacer una selección de sus poemas para publicarlos. Finalmente, contenta con la idea, Barbara reunió cuarenta y dos poemas, sobre el amor y los viajes, en un libro que tituló La Viajera y dedicó a su hijo Lance.

En verano, la señora Hutton dejó a su esposo en París y viajó a Venecia donde aún tenía buenos amigos. La ciudad de los canales era un lugar frecuentado por ricos estadounidenses y célebres personalidades, que organizaban suntuosas fiestas en sus palacios de ensueño junto los canales. Barbara se alojó en el palacio de su amiga la condesa Volpi y aquel mes de agosto asistió a la mayoría de las fiestas y lujosas recepciones que se celebraban en la ciudad. Fue allí donde conoció a Jimmy Douglas, hijo de un alto funcionario del ejército americano que pasaba el verano en Venecia.

Tenía veintisiete años y, a pesar de la diferencia de edad, enseguida congeniaron. Jimmy se convertiría en su acompañante durante los tres años siguientes. Ambos compartían la pasión por los viajes y juntos recorrieron un buen número de países.

De la mano de su nueva conquista, Barbara recorrió durante varios meses Extremo Oriente. «No se detenía jamás; hicimos juntos miles de kilómetros. Barbara ha sido, quizá, una de las últimas grandes viajeras de la historia», diría Jimmy de ella. Entre febrero y junio de 1958 acompañó a la extravagante millonaria a Manila, Hong Kong y Bangkok. De allí partieron a la India donde fueron recibidos por un buen número de personalidades, entre ellas la maharaní de Jaipur. Tras un mes en Cachemira, regresaron a Europa haciendo una escala en Estambul. A principios de junio llegaban a Viena donde asistieron a incontables espectáculos artísticos y en el mes de septiembre regresaron de nuevo a Venecia. Tras este periplo, Barbara, que había cumplido cuarenta y seis años, parecía encontrarse mejor de ánimos. El viaje le había sentado bien y ahora, enamorada de Jimmy, quiso mejorar su aspecto físico para agradarle.

En octubre, Barbara ingresó en una clínica de estética donde le practicaron un lifting y una reducción de senos. Satisfecha con su aspecto, en noviembre regresó a Tánger en compañía de Jimmy. El problema es que al igual que su anterior esposo, el baron Gottfried von Cramm, su nuevo acompañante no parecía sentirse atraído físicamente por ella. Con ironía, Barbara reconocía que tenía una «rara propensión a atraer a hombres un tanto extraños». Esta situación, aunque intentara disimular, le producía un gran nerviosismo y angustia, porque ella sí estaba muy enamorada de Jimmy.

A pesar de que su relación no era lo que ella esperaba, Jimmy la acompañó de nuevo a Cuernavaca, México, a finales de enero de 1959. La Hutton había incorporado una nueva mansión a su larga lista de propiedades inmobiliarias. En esta ocasión había mandado construir una auténtica casa japonesa en el valle del volcán Popocatépetl. Tanto los materiales de construcción, así como los árboles y las flores que se plantaron en el jardín, fueron traídos directamente de Japón. La casa demostraba el amor y la fascinación que la rica heredera sentía por la cultura del país nipón. Sumiya —como bautizó este lugar mágico— le costó tres millones y medio de dólares.

De regreso a París, Barbara Hutton se divorció oficialmente —y de manera amigable— de su último marido Von Cramm, quien recibió como compensación seiscientos mil dólares. Tras firmar los documentos, Barbara pasó unos días en Nueva York y después, en compañía de Jimmy, puso rumbo a San Francisco, donde se casaba su hijo Lance. El 24 de marzo, la Hutton asistía a regañadientes —y gracias a la insistencia de Jimmy— al enlace de su hijo con su novia Jill St. John. No le gustaba su futura nuera, y apenas intercambió unas palabras con ella. No volverían a verse hasta dos meses después, en París, cuando la tensión entre Barbara y Jill era bien patente. En lo único que parecían coincidir era en la necesidad de que Lance abandonara el mundo de las carreras.

En el verano de 1960, Barbara y Jimmy Douglas rompieron definitivamente su relación. «Sentía demasiada admiración por ella como para engrosar la lista de detractores. Pero sabía que todos, antes que yo, habían terminado por golpearse contra un muro. Con Barbara cualquier compromiso era imposible. Era imposible estar con ella y a la vez tener una vida propia. Era tan rica que no se había visto obligada a hacer ningún compromiso en la vida», declararía Jimmy tras la ruptura. Unos meses más tarde, la Hutton se retiró a Tánger donde celebró, en el mes de noviembre, su cuarenta y nueve cumpleaños. El famoso fotógrafo Cecil Beaton la retrató aquel día en su palacio de Sidi Hosni para la revista Life. En la foto, una de las más conocidas de la rica heredera Woolworth, posaba con su valiosa tiara de esmeraldas y lucía un espléndido sari de seda. Barbara no había perdido su porte distinguido pero su mirada era profundamente melancólica.

La multimillonaria había caído en uno de sus períodos sombríos y, en esta ocasión, la causa no era otra que su mala relación con su hijo. Lance no aprobaba la forma de vida de su madre, siempre a la búsqueda de compañía masculina, y se mostraba cruel con ella. En realidad, Lance —que al cumplir los veintiún años había heredado ocho millones de dólares— también atravesaba un mal momento personal pues acababa de separarse de su esposa Jill, quien dispuesta a triunfar en su carrera cinematográfica estaba saliendo con Frank Sinatra.

En el mes de agosto de 1961, Barbara, en compañía de su buen amigo David Herbert, hizo un recorrido por Marruecos en coche. Cuando llegaron a Marrakech fueron invitados a tomar el té en casa de Raymond Doan, un químico vietnamita que trabajaba en una compañía petrolera y en sus ratos libres se dedicaba a su auténtica vocación: la pintura. Casado con una francesa y padre de dos hijos, el artista consiguió vender a Barbara uno de su cuadros. Pocos días después de regresar a Tánger, la Hutton recibió un poema anónimo muy romántico; era de Raymond, que le declaraba su amor y rendida admiración. Cuando en enero de 1963 el artista expuso sus cuadros en Tánger, Barbara los compró todos y acto seguido le invitó a vivir con ella en su palacio. Raymond Doan hizo pronto las maletas y se trasladó a Sidi Hosni abandonando a su esposa Jacqueline y a sus hijos pequeños.

En noviembre de 1963, Barbara le compró un título nobiliario a su nuevo compañero sentimental. Se había enterado de que un príncipe de Indochina lo vendía —al módico precio de cincuenta mil dólares—, y Doan se convirtió en el príncipe Vinh Na Champassak. Ajena, como siempre, a los consejos de sus amigos y de su hijo, se casó con Raymond en Cuernavaca. Tras la boda, la feliz esposa declaró a los periodistas que «Raymond era un compendio de todos sus maridos, de los que tenía las mejores cualidades pero ninguno de sus defectos». De nuevo, a sus cincuenta y un años, trataba de convencer a la prensa —y quizá a sí misma— de que aquel matrimonio iba a ser el definitivo. Tras la ceremonia civil, a la que asistió su hijo Lance, se casaron por el rito budista en la magnífica casa japonesa de Barbara.

Los recién casados partieron de luna de miel a las islas Hawai y a Tahití. Los problemas entre la pareja comenzaron pronto, pues Raymond había decidido viajar sin servicio doméstico y con poco equipaje. Pero su esposo no tuvo en cuenta que esa medida iba a representar para ella un gran esfuerzo. Barbara a estas alturas de su vida no podía vivir sin la ayuda de su doncella, mayordomo y dama de compañía. La discusión estaba servida y como ella no estaba dispuesta a renunciar a sus caprichos, dejó a Raymond en Tahití y regresó sola a Tánger. Unos días más tarde, su esposo regresó junto a ella y Barbara, para recompensar su paciencia, le regaló una hermosa casa de dos plantas en Tánger y le encargó un nuevo guardarropa.

A medida que pasaban los años, el comportamiento de Barbara era cada vez más extravagante. El escritor Paul Bowles, afincado en Tánger, escribió a propósito de una visita que hizo en aquellos años a Sidi Hosni: «Estaba sentada en un trono, que en realidad era una pila de varios cojines superpuestos, bebiendo Coca-Cola con Colacao. Llevaba una tiara sobre la cabeza y maquillaje en el rostro. Sus brazos eran delgados como cerillas. Había perdido tanto la vista, que necesitaba a su alrededor un batallón de empleados domésticos para que le leyeran. Y uno de ellos me comentó que a veces pedía que le cantaran en vez de leer». En ocasiones, contaban que la Hutton invitaba a gente a cenar a su palacio, y cuando llegaban no los recibía.

Siete meses después de que Barbara contrajera matrimonio con su príncipe vietnamita, su hijo, Lance, se casaba de nuevo con una conocida actriz de Hollywood, la simpática rubia Cheryl Holdridge. La ceremonia, a la que asistieron seiscientos invitados —entre los que se encontraba Cary Grant—, se celebró en una iglesia metodista de Hollywood. Barbara, en el último momento, no pudo asistir porque se encontraba hospitalizada a causa de una dolencia estomacal. El médico que la trató le aconsejó que abandonara las bebidas alcohólicas y por primera vez le hizo caso. A partir de entonces se convertiría en una adicta a la Coca-Cola, llegando a beber al día hasta veinte botellas.

La relación con su séptimo marido hacía tiempo que se había roto y llevaban vidas separadas. A finales de abril de 1971, Barbara ya pensaba seriamente en divorciarse de Raymond, y viajó con él a Roma dispuesta a regalarle un palacio como obsequio de despedida. Fue en ese momento cuando se rompió el cuello del fémur y tuvo que ser hospitalizada durante dos meses. Doan tendría que olvidarse de su palacio romano; a cambio, su espléndida esposa le regaló una de sus joyas más preciadas: la magnífica tiara de diamantes y esmeraldas.

En mayo de 1972, tras pasar unos meses en Palm Beach donde se dedicó a nadar, a ver a sus amigos e ir de compras, Barbara viajó a España. En Plasencia conocería al célebre matador de toros Ángel Teruel. Este joven apuesto y valiente, con fama de conquistador, no pasaría desapercibido para la rica millonaria que había cumplido los sesenta años. Atraída por el encanto del torero le acompañó a la Feria de Sevilla y después le invitó a pasar unos días con ella en Marbella. La prensa los seguía a todas partes y muchos la acusaban de «corromper» a una joven promesa del toreo con su dinero. A finales de junio la pareja se separó; Teruel regresó a Madrid y Barbara volvió triste y deprimida a su casa de Tánger.

Pero la auténtica tragedia en la vida de Barbara Hutton estaba aún por llegar. En el mes de julio de 1972, su hijo viajaba en una avioneta privada con unos amigos cuando el aparato se estrelló tras el despegue en las cercanías de Aspen, Colorado. Al conocer la noticia de su muerte, Barbara se hundió en la desesperación. En un primer momento se negó a que enterraran a su hijo y llegó a pedir que trasladaran su cuerpo a Tánger. Finalmente dejó a su esposa Cheryl que se ocupara de la inhumación. Se sentía tan enferma y deprimida que no asistió al entierro. Lance tenía treinta y seis años.

Barbara nunca se recuperaría de la muerte de su hijo, de la que se sentía culpable. Según contaba su secretaria privada: «Siempre hablaba de Lance en presente y en futuro, nunca en pasado como si esperara verlo entrar en la habitación de un momento a otro». Para ella la vida ya no tenía ningún interés y podía permanecer varias semanas sin salir de su dormitorio. Había dejado de ser aquella dama curiosa y elegante, siempre vestida a la última por los mejores modistos y que en las fiestas lucía deslumbrantes joyas. Ahora, en las escasas ocasiones que pisaba la calle, lo hacía en los brazos de su guardaespaldas australiano —sufría una atrofia de los músculos de las piernas y una inflamación crónica de los tendones que le impedía caminar— y con el rostro oculto tras unas grandes gafas negras, vestida con trajes de los años veinte y los brazos llenos de joyas.

Barbara era una sombra de sí misma y para tratar de animarla, su amiga la condesa Marina Volpi la invitó a pasar una temporada en Venecia. Pero los buenos tiempos habían quedado atrás y la Hutton se había convertido en un personaje decadente del que todos huían. El periodista y crítico musical Lanfranco Rasponi recordaba así a la heredera caída en desgracia: «La Hutton había sido un objeto de culto entre los ricos, y ahora no era más que un cadáver ambulante. Todavía la puedo ver, delgadísima en su traje Chanel, paseando sola por la playa del Lido o intentando convencer a sus viejos amigos para que tomaran un té con ella. Pero Barbara era una antigüedad, había pasado de moda, pertenecía al pasado y ofrecía a los ojos del público al igual que para sus antiguos amigos, tan poco interés como un monarca desposeído de su trono».

Barbara regresó a California el día de su sesenta y dos cumpleaños que celebró sola en su suite del hotel Beverly Wilshire. Apenas comía ni dormía. Por las tardes se cubría de joyas y se vestía de manera extravagante para tomar una copa en un club cercano al hotel frecuentado por gigolós. La que fuera una de las mujeres más ricas del mundo se encontraba en su vejez llena de deudas, en parte, por culpa de su administrador, Graham Mattison. Este hombre ambicioso y sin escrúpulos que vendió algunas de sus propiedades sin su permiso, y que se hizo rico a su costa, se convirtió en su peor enemigo. Mattison, aprovechando que Barbara cada vez tenía las facultades más mermadas y que su fin no estaba lejos, fue adquiriendo más control sobre ella. No permitía que nadie se le acercara y menos aún algunos de los habituales cazafortunas que antaño tanto la atraían.

A finales de 1978, su amigo el diseñador Hubert de Givenchy la visitó en su hotel y trató de convencerla para que regresara a Tánger. Aunque al principio se negó, poco tiempo después comenzó a ilusionarse con volver a su tranquilo palacio de la medina. Incluso llamó a su amigo Jimmy Douglas para que la acompañara a la única casa que todavía le pertenecía. Pero Barbara no podría cumplir su sueño. El 11 de mayo de 1979 fallecía en la cama del hospital, víctima de un ataque al corazón. Tenía sesenta y seis años, y pesaba cuarenta kilos. Fue enterrada quince días más tarde junto a su madre Edna y su hijo Lance en el panteón familiar construido por su abuelo en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, Nueva York. Siguiendo sus deseos no se dio ningún comunicado oficial a la prensa ni hubo oficio religioso. Sólo diez personas asistieron a su entierro. A su muerte, la mujer que llegó a poseer la más valiosa colección de esmeraldas del mundo, tenía en su cuenta corriente apenas tres mil dólares. En la cripta donde reposan sus restos se puede leer, en letras elegantes, Barbara Woolworth Hutton: 1912-1979. Ni una placa, ni un epitafio recuerda a la rica heredera que dilapidó su fortuna para llenar su insoportable soledad.