DÍAS DE VINO Y ROSAS

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Barbara donó su fabulosa mansión londinense de Winfield House al gobierno de Estados Unidos. La propiedad, que había quedado muy dañada a causa de los bombardeos, sería con el tiempo la residencia del embajador estadounidense en la capital inglesa. Fue en aquellos días cuando la multimillonaria oyó hablar de un palacio que estaba en venta en Tánger, Marruecos, y decidió ir a verlo en compañía de su amigo el conde Alain d’Éudeville. A finales de los cuarenta, la ciudad blanca se había convertido, en «zona internacional» libre de impuestos. Su privilegiado estatus atrajo como un imán a expatriados europeos y estadounidenses —entre ellos refugiados que huían de la Gestapo e intentaban comprar a cualquier precio un visado—, intelectuales, aventureros y miembros de la jet set. A Barbara, el exotismo de Tánger y su relajada moralidad le resultaron desde el primer instante muy atractivos.

El palacio era un enorme edificio de altos muros y almenas encaladas situado en pleno corazón de la medina. Se llamaba Sidi Hosni en honor a un santo del mismo nombre que lo habitó en el siglo XIX. Se trataba de un conjunto de siete casas en forma de cubo, comunicadas entre sí mediante laberínticos pasillos y terrazas situadas a diferentes niveles como una casbah en miniatura. En 1933, el palacio fue la residencia del representante de Estados Unidos en Tánger. Cuando éste decidió regresar a su país en 1946, puso la propiedad en venta. El general Franco, deseoso de tener un edificio en esa estratégica ciudad, ofreció a su propietario la cantidad nada desdeñable de cincuenta mil dólares. Barbara Hutton, tras visitar el inmueble, ofreció el doble por el palacio y se cerró el trato.

En los meses siguientes, la Hutton comenzó a gastar sumas considerables de dinero comprando tapices, alfombras, muebles y antigüedades para redecorar el palacio a su gusto. Mandó traer sedas de Tailandia, relojes de oro de Van Cliff & Arpels, además de su colección privada de obras de arte. Las paredes de Sidi Hosni se llenaron de cuadros de Braque, Manet, Kandinski, Dalí, El Greco y Paul Klee. Barbara era la primera extranjera rica que se instalaba en la medina, y no en las opulentas mansiones de la exclusiva zona del Monte Viejo. Allí vivían los residentes extranjeros, en su mayoría excéntricos millonarios como ella. Las autoridades mandaron ensanchar algunas de las estrechas y laberínticas callejuelas de la ciudad vieja para que la rica heredera de los almacenes Woolworth pudiera circular con su Rolls-Royce traído de Inglaterra.

Pero Barbara, aunque viviría en Sidi Hosni como una reina rodeada de su corte de sirvientes uniformados, no fue insensible a la pobreza que la rodeaba. Sin que la prensa se enterara, entregó cheques anónimos a un buen número de organizaciones de caridad que trabajaban en la ciudad. Asimismo creó una organización para alimentar y vestir a todos los habitantes de las montañas del Rif que habían llegado a la medina huyendo del hambre. En los años sesenta, Barbara firmaría un acuerdo con la Escuela Americana en Tánger para becar cada año a una docena de niños pobres.

Toda esta generosidad anónima quedaba empañada por las costosas y deslumbrantes fiestas que la dama organizaba en su palacio.

Las fiestas de Barbara Hutton en su fabuloso palacio de la medina atraían a un buen número de aristócratas y célebres personajes de la jet set del momento. Greta Garbo, Aristóteles Onassis y Maria Callas, los escritores Paul Bowles y Truman Capote, y el fotógrafo Cecil Beaton, entre otros muchos, disfrutaron de aquel escenario de Las mil y una noches. Fue David Herbert —el segundo hijo del conde de Pembroke que vivía en Tánger desde 1947—, y árbitro social de la vida tangerina, quien ayudó a la Hutton a confeccionar su lista de invitados que incluía a las personalidades de mayor relevancia del país. «Sidi Hosni, La Casbah, Tánger. Mrs. Barbara Woolworth Hutton solicita el placer de su compañía durante un baile en la azotea de su casa (si el tiempo no lo impide), a las 10.30 de la noche del 29 de agosto. Corbata negra. S. R. C. En caso de viento, su anfitriona les ruega que condesciendan a venir otra noche». Así rezaba la invitación que el escritor Paul Bowles recibió para asistir a uno de los bailes en Sidi Hosni. Tal era la expectación que despertaban las fiestas de la rica heredera, que existía un auténtico mercado negro donde se vendían las invitaciones a precio de oro.

Y es que la Hutton no reparaba en gastos a la hora de impactar a sus invitados. Las fiestas y los bailes de disfraces tenían lugar de noche y generalmente en la espléndida azotea del palacio. La decoración era fastuosa y Barbara era única a la hora de recrear ambientes íntimos y mágicos en las distintas dependencias de Sidi Hosni. En sus fiestas, que reunían a más de doscientos invitados, podían actuar a la vez varias orquestas, bailarinas de la danza del vientre, contorsionistas o gitanos traídos directamente de Granada para bailar fandangos. Solía instalar grandes tiendas marroquíes al aire libre donde sus huéspedes se sentaban sobre mullidos almohadones bordados con perlas y zafiros auténticos, mientras bebían una copa de champán o fumaban una pipa de kif. En una ocasión mandó traer treinta jinetes con sus tiendas y camellos desde el Sáhara tan sólo para que hicieran de guardia de honor a sus invitados.

La extravagante americana se convertiría en poco tiempo en toda una personalidad en Tánger y a la vez en una atracción turística. Los guías que enseñaban la ciudad a los visitantes cuando pasaban frente a su palacio decían: «Vean, aquí está Sidi Hosni, el palacio de Su Alteza Serenísima Barbara Hutton, la reina de la medina». En ocasiones, Barbara recibía a sus invitados sentada en un trono dorado, y luciendo la famosa tiara de diamantes y esmeraldas que había pertenecido a Catalina la Grande. Pero aparte de las opulentas fiestas, la señora Hutton adoraba la simplicidad de la vida en Marruecos, donde podía pasear con tranquilidad por sus calles o sentarse a tomar un té a la menta en uno de sus pequeños cafés sin que nadie la molestara. Por la noche le gustaba bajar sola a la playa y bañarse a la luz de la luna.

El cuarto marido de Barbara Hutton iba a ser un auténtico príncipe ruso llamado Igor Troubetzkoy. Este aristócrata de treinta y cinco años —la misma edad que ella—, de impresionantes ojos verdes, boca sensual y cuerpo atlético, había sido ciclista profesional. Cuando la dama le conoció, se dedicaba a otros negocios más lucrativos, entre ellos, el tráfico de divisas. Barbara sólo había visto una vez a Igor antes de viajar a Tánger pero le había gustado mucho físicamente y además tenía un título nobiliario. Su padre, el príncipe Nicolás Troubetzkoy de origen lituano, y su madre, la condesa Catherine Moussine Pouchkine, habían huido de Rusia en 1905, poco antes de la caída del último zar, Nicolás II. Se instalaron primero en Estados Unidos aunque con el tiempo acabaron fijando su residencia en Niza, en la elegante Costa Azul, donde Igor se había educado.

A su regreso a París averiguó más sobre él y le pidió a un amigo común su número de teléfono. Al día siguiente, Barbara, que siempre daba el primer paso, invitó a cenar al príncipe a su suite del Ritz. Después de la deliciosa cena le invitó sin preámbulos a pasar a su dormitorio. Hasta el propio príncipe se sorprendió de la reacción de Barbara. «Me llamó por teléfono —recordaría—, cenamos y, ¡Dios mío!, todo fue tan rápido e inesperado…». Tras aquella sorprendente velada, Igor se quedó fascinado no sólo por la fortuna de la dama americana y los espléndidos regalos que le hizo sin apenas conocerle, sino por su extraordinario carisma: «Era no sólo una persona muy inteligente, sensible, generosa y apasionada, con un gran sentido del humor, sino que tenía una gran personalidad. Cuando alguien tiene esta cualidad, nunca pasa desapercibido ante los demás… y esto no tiene nada que ver con la belleza. Maria Callas y Marilyn Monroe eran de ese tipo. Jackie Kennedy y Greta Garbo también. Y aunque Barbara no hiciera uso deliberadamente de este don, poseía un gran magnetismo».

En la primavera de 1948, la Hutton contrajo matrimonio con su príncipe ruso en Coire, un pintoresco pueblo suizo, y la pareja pasó su luna de miel en Zurich y Berna. Habían conseguido despistar a los periodistas pero a su regreso a París una nube de fotógrafos los esperaba a la puerta del hotel. En la rueda de prensa que dieron nada más llegar, la recién casada, exultante, declaraba: «Nunca he sido más feliz. Presiento que nuestra luna de miel durará cuarenta años más». En realidad, Barbara decía públicamente no lo que ella sentía sino lo que los demás deseaban oír. Como en anteriores ocasiones tras la pasión inicial, muy pronto llegaría el desencanto, y un nuevo y sonado divorcio.

Cuando Barbara y su flamante esposo se instalaron en el Ritz, ella pidió dos suites separadas, algo que sorprendió a Igor, que había compartido lecho con ella desde el día mismo en que la conoció. Al príncipe también le extrañó, como a sus anteriores maridos, su actitud con la comida. Barbara seguía obsesionada en perder peso —entonces pesaba cincuenta y ocho kilos y quería quedarse en cincuenta— y durante la opípara cena que ofreció en el Ritz en honor de su esposo, no probó bocado. La Hutton vivía a base de café e ingería grandes cantidades de tranquilizantes y otros medicamentos. Padecía insomnio y por las noches, encerrada en su habitación, se dedicaba a escribir románticos poemas. Su desequilibrio era cada vez más notorio. Pasaba de la euforia a la depresión en cuestión de segundos y su marido se mostraba realmente preocupado por su salud: «Tomaba anfetaminas por la mañana, y calmantes por la noche. Todo ello le alteraba el sueño, modificaba su apetito y disminuía su libido». El príncipe Igor era joven y lleno de energía, y no estaba dispuesto a pasar el resto de sus días cuidando de una enferma.

En el verano de 1949, la salud de Barbara se resintió al sufrir una inflamación en los riñones que la obligó a estar hospitalizada en distintas clínicas suizas. A finales de año se encontraba aún convaleciente en Gstaad y su estado de salud mejoraba poco a poco, incluso se animó a esquiar. Pero una mañana volvió a recaer y fue ingresada de nuevo en un hospital de Berna. El diagnóstico en esta ocasión era alarmante: Barbara sufría una oclusión intestinal y un tumor en el ovario derecho. Tuvo que ser operada dos veces, y le extirparon el segundo ovario. Aunque las intervenciones fueron un éxito, y a todos sorprendió la rapidez con la que Barbara se recuperó, para ella fue un golpe muy doloroso porque se había quedado estéril.

Cuando regresó a París unos meses más tarde, Barbara siguió con sus malos hábitos. Comenzó a salir de noche, a beber y a abusar de medicamentos. Por entonces el interés por su esposo ya se había esfumado. Igor, en su ausencia, había comprado y rehabilitado un viejo caserón en el municipio francés de Gif-sur-Yvette con la idea de que fuera su definitivo hogar. Barbara nunca puso el pie en él ni demostró el más mínimo interés por vivir allí.

Los únicos momentos felices se los daba su hijo Lance —que ya había cumplido los catorce años— cuando se quedaba algunas temporadas con ella. Barbara y su ex marido, el conde Reventlow, habían firmado un convenio por el cual su hijo pasaría la mitad del año con uno y la mitad con el otro. A Barbara la ausencia de su hijo se le hacía cada vez más difícil, y le pidió al conde que cambiara el acuerdo, pero Court se negó en rotundo. Durante aquellas vacaciones que pasaron juntos en Venecia, Barbara le pidió a su ex marido que el niño se quedara unas semanas más con ella. Reventlow, indignado porque su esposa no cumplía lo acordado, llevó el caso a los tribunales, que acabaron dándole a él la razón. Lance tuvo que regresar junto a su padre, que ahora vivía con su nueva esposa y su segundo hijo en una gran casa en Newport. Esta decisión afectó mucho a Barbara, ya que su hijo padecía fuertes crisis de asma y el ambiente húmedo y frío de Newport no era el más apropiado para su enfermedad.

A su regreso a Nueva York, Barbara Hutton acudió a un psiquiatra quien le diagnosticó anorexia nerviosa. Durante varios días se encerró en su suite del hotel Pierre y se negó a ver a nadie, incluido a Igor. A principios de 1950 ya pensaba en su próximo divorcio, pero antes necesitaba iniciar una nueva relación. Comenzó a salir con otro aristócrata, el príncipe francés Henri de La Tour d’Auvergne, un joven de treinta años, galante y cultivado. Cuando la noticia llegó a los oídos de Igor, éste hizo las maletas y se marchó de la casa que aún compartían. Contrató a uno de los mejores abogados de Nueva York dispuesto a sacar el máximo provecho de su separación, pero sólo consiguió novecientos mil dólares —de los que un veinte por ciento eran para pagar la minuta de su abogado—, cantidad que rechazó. Finalmente, Barbara y el príncipe llegaron a un acuerdo por el cual Igor obtendría una casa en Francia, un coche nuevo y la cantidad de mil dólares mensuales en concepto de pensión durante toda su vida.

A principios de 1951, Barbara, dispuesta a pasar más tiempo junto a su hijo, se trasladó a vivir a un hotel en Tucson, una pequeña ciudad del sur de Arizona, cerca del colegio de Lance. Su amante Henri de La Tour d’Auvergne la visitaba los fines de semana pero se sentía muy sola cuando éste la abandonaba. La vida en el árido desierto, lejos de sus amigos y rodeada «del triste espectáculo de cactus y conejos famélicos» no era el lugar más apropiado para una mujer mundana como ella. A finales de año dejó Arizona y regresó a París donde se instaló de nuevo en su suite del Ritz.

En aquella época, Barbara no dejaba de viajar. Su vida parecía una continua peregrinación. En menos de un año residió en Tucson, México, Acapulco, Cuernavaca y San Francisco, donde se instaló de nuevo en Hillsborough, el barrio donde transcurrió parte de su infancia. Sólo aguantó dos meses seguidos y luego se marchó a Honolulú acompañada de su pequeño séquito compuesto por su hijo Lance, su inseparable Ticki y dos personas de servicio. Un mes más tarde se encontraba de nuevo en Los Ángeles. Su amiga de infancia, Cobina Wright, famosa cronista de sociedad, organizó una gran fiesta para celebrar su regreso a Hollywood, pero la Hutton no asistió porque atravesaba una de sus frecuentes crisis autodestructivas.

El estado mental de Barbara era cada vez más inestable. Seguía tomando medicamentos a su antojo y, una noche que no podía dormir, ingirió una dosis elevada de tranquilizantes. Un lavado de estómago realizado a tiempo en un hospital la salvó de una muerte segura. Pero aunque la tendencia autodestructiva de Barbara era evidente, ella siempre lo negaba diciendo que «sólo quería dormir». De nuevo sus amigos más cercanos le aconsejaron que viera a un psicoanalista, pero a quien visitó fue a un maestro de la meditación recién llegado de la India. Fue su amiga de infancia, la también rica heredera Doris Duke, quien le recomendó que se pusiera en sus manos. Al parecer, el yogui le dio cincuenta clases magistrales —a mil dólares la sesión— y regresó a la India con los bolsillos llenos y sin haberla curado.

A sus problemas psicológicos y su dependencia a los fármacos, Barbara tenía que añadir su preocupación por Lance. Su hijo se comportaba como un niño mimado y, aunque era buen estudiante, llevaba un tren de vida desenfrenado. Aunque había intentado ser una buena madre para él, sus continuas ausencias no ayudaban a que los dos pudieran entenderse. Lance era un muchacho atractivo, tenía el cabello castaño claro y un cuerpo atlético como su padre, el conde Reventlow, y el rostro de un chiquillo, con unos rasgos delicados como su madre. Bebía bastante, conducía coches caros y deportivos —una de sus grandes pasiones— y salía mucho por las noches. La relación con su madre en aquel tiempo era fría y tensa. Lance no comprendía sus excentricidades ni su forma de derrochar el dinero. «Lance se mostraba protector con su madre —recordaba una amiga de Barbara— pero nunca se había sentido demasiado próximo a ella. Si bien es cierto que Lance gastaba fortunas en coches no tenía esa obsesión de su madre por gastar dinero continuamente. Ypor otro lado no entendía la manía de Barbara de tener que viajar de un lugar a otro continuamente y de cambiar de maridos y de amantes con tanta facilidad».