MATRIMONIOS FALLIDOS

Barbara Hutton no había podido olvidar al príncipe ruso Mdivani que se había casado con su amiga Louise Van Alen. Cuando en septiembre regresó a París y se instaló en el Ritz, supo que el matrimonio Mdivani también se encontraba en la ciudad. La pareja pasaba sus días gastando el dinero en caprichos, paseando en su Rolls-Royce y acudiendo a las tiendas de los grandes modistos o a las fiestas más lujosas. Barbara y Alexis se vieron a menudo en algunas de las extravagantes fiestas que el príncipe organizaba para sus amigos. A nadie —ni a la propia Louise— le pasó por alto la atracción que existía entre ellos. El padre de Barbara intentaría por todos los medios apartar a su hija de aquel conocido vividor, pero sería en vano. Alexis se divorciaría de su esposa a finales de noviembre de 1932 y ya estaba listo para casarse de nuevo con otra ingenua heredera.

Mientras los rumores del romance entre la multimillonaria y el príncipe ruso estaban en boca de todos, Barbara decidió alejarse un tiempo del escándalo. Presionada por su padre, que se negaba a que siguiera viendo a Alexis, e incapaz de hacer frente a los problemas que se avecinaban, se embarcó en un viaje alrededor del mundo en compañía de unos amigos. Alexis, que no estaba dispuesto a soltar a su «presa», la siguió hasta Java y de allí a Bangkok. Como era de imaginar, la enamoradiza señorita Hutton no pudo negarse a su petición de matrimonio, y aceptó encantada ser su esposa.

El 21 de abril de 1933 se anunció el compromiso oficial de la boda de la dama estadounidense y el príncipe Mdivani. A su regreso a París, Barbara comenzó los preparativos de un enlace que se convertiría en todo un acontecimiento social. En su suite del Ritz recibió a los modistos más importantes para elegir su traje de boda. Finalmente se inclinó por Jean Patou, quien diseñó para ella un elegante y romántico traje en seda de color marfil con mangas abombadas. La joven lucía una original tiara de estilo balinés —que le encargó a Cartier— hecha en carey y decorada con tréboles de diamantes, que le sujetaba el largo velo de encaje.

En la ceremonia civil, Barbara llevaría un vestido de seda color gris perla de Chanel, con una capa corta a juego y un original sombrero en organdí gris. Entre las joyas que eligió para la ocasión destacaban un collar de diamantes, un brazalete de oro y un anillo de compromiso con una llamativa perla negra, regalo de Alexis. La prensa se hizo eco de todos los detalles del enlace, dedicando un buen número de páginas a las críticas de aquellos que la acusaban de casarse con un extranjero y además de dilapidar el dinero de miles de pobres: los clientes de los almacenes Woolworth. Sólo en el año 1933, Barbara se gastaría 42 millones de dólares; en la lista de gastos figuraba la compra de tres Rolls-Royce.

La ceremonia religiosa se celebró el 22 de junio en la catedral rusa de Saint-Alexandre Nevsky de París, con todo el lujo y esplendor que se esperaba. Su interior se decoró en blanco y amarillo con crisantemos y azucenas; miles de velas blancas instaladas en enormes candelabros de bronce iluminaban el altar. Un coro de treinta jóvenes cantó el himno nupcial en una ceremonia que se celebró según el rito ortodoxo.

Los recién casados tendrían que alquilar otra suite para poner en ella los valiosos regalos de boda que les hicieron, entre ellos un péndulo de Cartier incrustado de diamantes y un neceser decorado con rubíes, además de porcelanas de Limoges, vasos de cristal de Baccarat y accesorios de aseo de oro. Franklyn Hutton estaría a la altura de estos presentes y le regalaría a su hija un magnífico collar de cincuenta y tres perlas de Cartier que había pertenecido a la reina María Antonieta. A su yerno le obsequiaría con un barco de diecinueve metros que los esperaba anclado en Venecia, donde se iniciaría su luna de miel.

Barbara tenía veinte años y, como más tarde reconocería, no se casaba enamorada sino para escapar de su dominante padre. Pronto descubriría que para Alexis sólo existía el dinero y el polo, su gran pasión. «Si hubiera sabido que el polo era tan importante para mi esposo, habría hecho mejor en nacer yegua», comentaría con su habitual sentido del humor. Influida por su esposo, la joven, que no se sentía a gusto con su físico, comenzó una dieta de adelgazamiento para estar más seductora a sus ojos. Aunque era atractiva y lucía unas piernas estilizadas, Barbara era un poco gruesa para su altura. Medía un metro sesenta y ocho y pesaba cerca de setenta y cuatro kilos. A base de un régimen draconiano que consistía en beber tres tazas de café al día, consiguió perder en apenas unas semanas cerca de veinte kilos. Las fotografías de aquella época dan fe de su transformación. En poco tiempo lucía una estilizada figura y un rostro seductor —con el cabello rubio corto ondulado y las cejas pintadas a la moda— que recordaba al de una estrella de cine. Elsa Maxwell, que coincidió con ella en París, dijo: «Barbara se ha convertido en una belleza increíble, exótica y fascinante. Por el contrario, su marido sigue siendo el personaje extraño, ambicioso y temerario que fue con Louise Van Alen».

Al cumplir los veintiún años, Barbara era una de las mujeres más ricas del mundo. En noviembre de 1933 pasó a disponer de la herencia de su madre, que ascendía a cuarenta y dos millones de dólares. Siempre generosa con los suyos, le entregaría como regalo a su padre cinco millones de dólares en agradecimiento por su habilidad en las finanzas: Franklyn había convertido los veintiséis millones de la herencia de su hija en treinta y nueve, y además había liquidado todas las operaciones poco antes del hundimiento de la Bolsa en 1929. A su esposo, Alexis, le regalaría otro millón de dólares. En un editorial de The New York Times se podía leer: «Debe de estar muy contenta con su esposo, ya que por lo visto no tiene ninguna intención en que se convierta en un hombre de negocios».

Barbara y Alexis continuarían con su interminable luna de miel, y a principios de 1934 pusieron rumbo a Extremo Oriente. Tokio, Shanghái y Pekín fueron algunas de las ciudades donde recalaron en las siguientes semanas, alojándose en palacios de ensueño y hoteles de lujo. Barbara se sumergió de lleno en la vida cultural de China, un país que le fascinaba. Durante su estancia contrató a la princesa Der Ling, esposa del antiguo embajador estadounidense en China —y ex dama de compañía de la última emperatriz regente—, como profesora de chino. Pero su esposo detestaba Pekín porque no había vida nocturna, ni casinos donde jugar, ni fiestas donde beber hasta al amanecer. Mientras Alexis se desesperaba y añoraba el ambiente más cosmopolita de Shanghái, su esposa se dedicaba a comprar magníficas porcelanas chinas de los siglos XVII y XVIII. Después de pasar dos meses en Pekín, llegaron a Bombay donde Alexis pareció revivir. Allí coincidieron con el maharajá de Kapurthala, a la sazón casado con la bailarina española Anita Delgado, y fueron invitados a visitar los suntuosos palacios de la región del Rajastán.

Antes de regresar a Estados Unidos, el matrimonio Mdivani hizo una larga escala en Londres para recuperarse de su agotador periplo asiático. Para Barbara había sido una experiencia fascinante y enriquecedora; para Alexis, semanas de aburrimiento. El distanciamiento entre ellos era evidente y cuando se alojaron en el Claridge de Londres pidieron dos habitaciones separadas. Barbara quería espacio y estar sola. La pasión que pudo sentir al principio cuando conoció a Alexis se había esfumado durante aquel viaje. Estaba cansada de su príncipe ruso con quien apenas compartía intereses ni gustos: «Me aburro con Alexis. De toda la fascinación por él, y de todo el placer que me ha proporcionado su manera extravagante de hacerme la corte, ya no queda nada. No siento ni siquiera ternura por él. Y aunque las mujeres se vuelvan locas con sus encantos, eso no cambia nada mi nuevo sentimiento». Alex, herido en su orgullo y ante el desplante de su esposa, se dedicó a beber y a frecuentar los clubes nocturnos londinenses. Barbara abandonaría Londres sin su marido a mediados de junio, y Alexis se quedaría en Inglaterra para la temporada de polo.

En aquellos difíciles días, Barbara, triste y desencantada, se refugió en la poesía, su único medio de expresión. Sus poemas reflejan su estado de ánimo y aunque no tienen una gran calidad literaria llegan directos al corazón. El 14 de noviembre de 1934 cumplía veintidós años y a pesar de que su matrimonio no atravesaba su mejor momento, Alexis le organizó una fiesta por todo lo alto en los salones del hotel Ritz de París. El príncipe en persona se ocupó de todos los detalles: contrató a la orquesta para amenizar el baile, eligió el menú de la cena —para ciento cincuenta invitados— y seleccionó los mejores vinos. Un decorador francés transformó el salón de baile en un auténtico zoco recreando una calle marroquí. Coco Chanel, Jean Patou, el duque de Westminster, el príncipe Ali Khan, entre otros nombres ilustres, asistieron a la fiesta. Pero hubo un invitado que no pasó desapercibido para Barbara: el conde Court Haugwitz-Reventlow. Este atractivo y deportista aristócrata danés de origen prusiano, tenía treinta y nueve años y hablaba cinco idiomas a la perfección. Alexis se lo había presentado en Londres y luego había coincidido con él en otras ocasiones. Barbara no se contentó con sentarlo a su lado, en la mesa de honor, sino que bailó toda la noche con él. Aunque la homenajeada agradeció a su esposo una velada tan inolvidable —que costó cuarenta mil dólares y pagó ella de su bolsillo—, su matrimonio estaba roto.

A principios de 1935, el padre de Barbara contrató los servicios de un detective privado londinense para conocer los antecedentes del nuevo pretendiente de su voluble hija. El señor Hutton respiró más tranquilo al saber que el conde Court Haugwitz-Reventlow no era un cazafortunas como el príncipe Mdivani y que su vida no estaba salpicada de escándalos. Los Reventlow eran terratenientes que vivían en Dinamarca donde poseían varias propiedades y granjas lecheras. Sus vastos dominios en la isla danesa de Lolland comprendían ocho mil hectáreas de tierras y el inmenso castillo de Hardenberg.

A finales de marzo de 1935, Barbara se alojaba con su esposo en una suite del Claridge y su amante el conde danés en otra suite del Berkeley Hotel. La situación resultaba humillante para el príncipe Alexis, que sabía que la pareja se veía a diario. Finalmente, y tras dos años de vida en común, ella le pidió el divorcio. El príncipe ruso apenas pudo reaccionar, aunque esperaba la noticia desde hacía unos meses. Como la mayoría de sus ex maridos, Alexis Mdivani, además de una buena suma de dinero, recibiría valiosos obsequios de su generosa esposa: un palacio en Venecia, joyas, caballos de polo y uno de sus famosos Rolls-Royce.

Tras el anuncio de su divorcio, Barbara embarcó hacia Nueva York dispuesta a comenzar una nueva relación. A su llegada a la ciudad de los rascacielos, el acoso de la prensa era insufrible. Barbara se subió a una limusina que la esperaba para llevarla al apartamento de unos amigos. Al día siguiente, en un avión privado y en compañía de su abogado, ponía rumbo a la ciudad de Reno, la capital de los divorcios rápidos. Mientras tanto, su prometido Court Reventlow se encontraba en Copenhague para solicitar un permiso al rey Christian X que le autorizase a contraer matrimonio. Según la ley de ese país, todos los propietarios de tierras debían obtener la aprobación real antes de casarse.

Apenas veinticuatro horas después de haber conseguido su divorcio, Barbara Hutton contraía matrimonio con el conde Reventlow. La boda tuvo lugar en la iglesia presbiteriana de Reno y apenas duró diez minutos. Fue una ceremonia íntima, sencilla y polémica. La rapidez con la que la señora Hutton se había divorciado y vuelto a casar no contribuía a mejorar su ya deteriorada imagen pública. El titular de un artículo sobre el enlace, aparecido en un periódico de San Francisco, era de lo más explícito: «¡El príncipe ha muerto! ¡Larga vida al conde!». Como un mal presagio, este titular se adelantaba a los acontecimientos: el príncipe Alexis, con veintiséis años, moriría el 1 de agosto de aquel mismo año en un accidente de automóvil.

Tras pasar unos días en un hotel de San Francisco perseguidos por una nube de fotógrafos, Barbara y Court llegaron a Nueva York donde los esperaba una desagradable sorpresa. En la estación de tren, un grupo de empleados de la compañía de los grandes almacenes Five and Dime, los siguieron hasta la casa de Barbara en el 1020 de la Quinta Avenida, reclamando unos salarios más justos. Su nuevo esposo tuvo que aceptar que por el hecho de contraer matrimonio con Barbara ya no tendría vida privada. Si el conde detestaba la publicidad, a su esposa —que desde el suicidio de su madre era un personaje asiduo de la prensa del corazón— no parecía disgustarle que hablaran de ella.

Sin embargo, la tristeza de su mirada y su cada vez más alarmante delgadez dejaban claro que su esposa sufría un desequilibrio nervioso. Court pronto descubriría las causas de la anorexia que a todas luces padecía su esposa. Barbara, propensa a engordar, vivía obsesionada por perder peso. Sin consultar a ningún médico dietista se aplicaba a sí misma severas dietas que alteraban su organismo y le provocaban constantes cambios de humor. Cuando Court quiso intervenir, alarmado por lo poco que comía su esposa —apenas un plato de verdura cada tres días y grandes dosis de café diarias—, ella le dejó muy claro que era asunto suyo.

Poco tiempo después de su boda, Barbara viajó con el conde Reventlow al castillo de Hardenberg en Dinamarca para ser presentada a su familia. Su llegada coincidió con la noticia de la muerte de Alexis, que la sumió en una profunda tristeza. La rica heredera sólo volvió a sonreír cuando, tras una elegante cena organizada en su honor, su cuñado Heinrich le regaló un magnífico brazalete de esmeraldas que había pertenecido a su bisabuela. Barbara, conmovida por el obsequio, diría: «Es la primera vez que recibo un regalo que no he tenido que pagar yo».

A principios de septiembre, Barbara y Court pasaron una temporada en París alojándose como era su costumbre en el hotel Ritz. Los principales periódicos tenían asignado un periodista y un fotógrafo exclusivamente para seguir todos los pasos de la Hutton. El público leía con interés todo lo que concernía a la adinerada dama americana, como si su vida fuera una serie por entregas. En aquellos días, Barbara se sentía feliz porque estaba embarazada. Una de las primeras visitas fue a la casa de modas Chanel, donde fue recibida por la propia Coco en su apartamento privado de la rue Cambon. La modista le tomó las medidas para realizar su guardarropa de futura mamá.

Por recomendación de una amiga, Barbara decidió dar a luz en la ciudad de Londres. Alquiló una hermosa y solariega mansión junto a los jardines de Hyde Park y allí, en una habitación equipada con los más modernos aparatos, daría a luz por cesárea a un hermoso niño rubio de ojos azules al que llamarían Lance. Pero la felicidad de la madre duraría poco. Tras el nacimiento de su hijo, Barbara tuvo un fuerte acceso de fiebre que hizo que los médicos temieran por su vida. Finalmente se decidió extirparle un ovario y lentamente comenzó a mejorar. A los diez días se encontraba totalmente recuperada y Lance pudo ser bautizado cuando contaba tres meses y medio.

El matrimonio había decidido fijar su residencia en Inglaterra por miedo a que en Estados Unidos el hijo de la multimillonaria Hutton pudiera ser raptado. Adquirieron una propiedad rodeada de seis hectáreas de fresnos, tilos y nogales junto a Regent’s Park. Era el mayor jardín privado de Londres después del palacio de Buckingham. Sobre las ruinas de una casa llamada St. Dunstan’s, del siglo XIX, la Hutton decidió construir una fastuosa mansión de estilo regencia. Éste sería su hogar en los siguientes años. Barbara se gastó siete millones de dólares en su remodelación y decoró sus dependencias con valiosas antigüedades. La bautizó como Winfield House en recuerdo de su abuelo. La casa disponía de sala de música y de baile, biblioteca, sala de billar, gimnasio, piscina interior climatizada y exterior y diez baños modernos —el de ella tenía toda la grifería de oro macizo—, además de campo de tenis, caballerizas y tres invernaderos. Hoy es la embajada de Estados Unidos en Reino Unido.

La opinión pública no daba crédito al tren de vida que llevaba la multimillonaria en su mansión londinense. Aquélla fue una época en la que Barbara gastó mucho dinero comprando una colección de joyas de un valor incalculable. Siendo la condesa de Haugwitz-Reventlow, hizo una de sus más famosas adquisiciones en Cartier: las esmeraldas de los Romanov que habían pertenecido a la gran duquesa Vladimir. En 1936 pagaría alrededor de un millón de dólares por estas magníficas gemas. Barbara encargó entonces a Cartier que le diseñara un anillo, dos pendientes y una gargantilla a juego con la mayor esmeralda engastada en el centro. En 1947, mientras estaba casada con el príncipe Troubetzkoy, le pidió de nuevo a Cartier que con las mismas esmeraldas le diseñara una original tiara de estilo oriental convertible en gargantilla. La tiara de esmeraldas fue una de las joyas más famosas de la señora Hutton, junto al diamante Pasha de cuarenta quilates que había pertenecido al virrey de Egipto, Ismail Pasha. Barbara lo compró a Bulgari y como no le gustaba la forma octogonal que tenía le pidió que se lo montara en un anillo espectacular. La excéntrica heredera también llegaría a poseer un buen número de valiosas joyas de jade —una de sus piedras preciosas preferidas—, en especial un espléndido collar de veintisiete cuentas con un broche de rubíes y diamantes que fue subastado en Ginebra en 1988.

Mientras derrochaba el dinero comprando joyas a su antojo, en Estados Unidos los trabajadores de los almacenes Woolworth se pusieron en huelga reclamando un salario digno. La dirección se negó a aumentarles el sueldo a veinte dólares a la semana y decidieron salir a la calle. Barbara, que por entonces se encontraba de viaje en Egipto con su esposo y no se había enterado de la huelga, seguiría disfrutando de la buena vida en el hotel Mena House, frente a las pirámides de Giza. La prensa en aquella ocasión se ensañó con ella y a su regreso de vacaciones decidió conceder una entrevista a un periódico estadounidense. En un intento por lavar su deteriorada imagen, Barbara aseguró: «Alguien dijo en una ocasión que los ricos eran diferentes. Y puede que sea cierto. Pero en lo que a mí respecta, sólo soy la representante de la primera generación de mujeres en mi familia que no tienen necesidad de fregar los platos o de coser sus propios vestidos. Y tengo la intuición de que si alguna vez tuviera que hacerlo, lo haría muy bien. Además, yo adoro a mis amigos, pero mi posición social me da igual».

En el verano de 1937 la relación entre Barbara y Court comenzó a ser más tensa. Discutían a menudo, y el conde se mostraba violento con su esposa a la que llegó a pegar en un ataque de cólera. Solía tratar mal a los sirvientes o los despedía sin la autorización de ella. Durante unos meses, y de cara a la galería, viajaron juntos y se los pudo ver en Venecia asistiendo a fiestas y bailes. Pero cuando Court le pidió que renunciase a su nacionalidad estadounidense y mantuviera la danesa, Barbara se quedó perpleja. Su hábil y maquiavélico marido la acabaría convenciendo de las ventajas fiscales de renunciar a su nacionalidad. Al conde Reventlow, por supuesto, le movían otros intereses, pero la ingenua millonaria cedió a sus presiones.

La noticia de la renuncia de Barbara Hutton a su nacionalidad estadounidense creó un gran malestar en Estados Unidos. Barbara era la hija de un magnate del comercio que había conseguido hacerse rico gracias al trabajo y al esfuerzo de sus trabajadores. La acusaron de traidora y hubo manifestaciones de los empleados de las tiendas en cuyas pancartas se podía leer: «Barbara renuncia a su ciudadanía pero no a sus beneficios».

Con su temperamento autoritario y el poco sentido que Barbara tenía para los negocios, Court había conseguido sus propósitos, pero el matrimonio había tocado fondo. En enero de 1938, harta de sentirse manipulada, y dolida porque su marido la obligara a renunciar a su ciudadanía en contra de su voluntad, comenzó a hacer su vida sin contar con él. El 28 de julio la pareja firmó un acuerdo de divorcio en Londres. El conde Court Reventlow recibiría dos millones de dólares tras la separación. Su suegro —que desconocía los malos tratos físicos y psicológicos que Court infligió a su esposa— le regaló un Hispano-Suiza en reconocimiento a su buen comportamiento durante los trámites legales. Tras el divorcio, el hermano pequeño de Court le escribió una carta a Barbara reclamando el brazalete que la familia le había obsequiado como regalo de boda: «Las esmeraldas son piedras de la familia y ya que no formas parte de ella, deberías devolverlas», le decía de manera muy poco elegante.

A mediados de 1938, Barbara recibió una llamada del entonces embajador de Estados Unidos en Londres, Joseph Kennedy, comunicándole que la situación en Europa era muy delicada y la guerra podía estallar en cualquier momento. Ante esta alarmante noticia, la señora Hutton cerró las puertas de su mansión de Winfield House y mandó embalar todas sus pertenencias. A su regreso a Nueva York fue recibida por los empleados de las tiendas Woolworth, de nuevo en huelga, quienes además de insultarla, le lanzaron huevos y tomates.

Tras una corta estancia en Nueva York, Barbara decidió viajar en coche a California para presentar a su hijo a unos viejos amigos que vivían en la costa Oeste del país. Su precipitado viaje tenía otro oculto propósito: reunirse con el que era su amante desde hacía unos meses: el famoso actor Cary Grant. La primera aparición pública de la pareja no pasó desapercibida para la prensa: la elegante heredera americana y el actor inglés cenaron muy acaramelados en un conocido restaurante de la ciudad de Los Ángeles. Aunque los cronistas de sociedad de Hollywood se apresuraron a predecir el fracaso de la pareja, pues al parecer tenían muy poco en común, lo cierto es que por primera vez Barbara había encontrado a un hombre que era más famoso que ella y al que no le interesaba su fortuna.

Barbara y Cary se conocieron en 1938 durante una travesía por el Atlántico en el barco Normandie cuando la multimillonaria regresaba con su hijo a Inglaterra. A Barbara, el actor le causó una muy buena impresión, era «encantador, sencillo y tenía un fino sentido del humor». Cuando llegaron a tierra firme se intercambiaron los teléfonos y prometieron verse de nuevo. Tras aquel primer encuentro coincidieron en varias ocasiones en Nueva York, París y en una fiesta en Londres. A partir de entonces solían verse a menudo, siempre de manera discreta, y cuando estaban separados pasaban largas horas hablando por teléfono. Una reciente biografía sobre Cary Grant, de Marc Eliot, desvela algunos detalles menos románticos de su relación. El libro destapa la amistad que el actor tenía entonces con Edgar J. Hoover, director del FBI. Según el autor, Grant se casó con la rica heredera —con marcadas simpatías hacia los nazis— no sólo por amor sino para pasarle información sobre sus actividades al FBI. Hoover creía que Barbara Hutton entregaba importantes cantidades de dinero a los nazis, a través de su segundo marido, a cambio de la seguridad de éste.

Barbara se había enamorado de uno de los actores mejor pagados de Hollywood, algo nuevo para ella pues sus anteriores maridos fueron hombres ociosos y sin grandes recursos. Si los dos tenían algo en común era una infancia difícil y solitaria, marcada por la ausencia de una madre y los problemas conyugales. Archibald Leach —más conocido como Cary Grant— había nacido en Bristol, Inglaterra, el 18 de enero de 1904 en el seno de una humilde familia. Tenía nueve años cuando su padre —un adúltero recalcitrante— recluyó a su madre en un centro psiquiátrico para poder vivir sin trabas con su amante. Hasta que supo la verdad, veinte años más tarde, Grant odió a su madre por haberle abandonado. Un sentimiento que tiñó de desconfianza todas sus relaciones con las mujeres. A los trece años, el joven huyó de casa porque no podía soportar más a un padre alcohólico que no mostraba el más mínimo afecto por él. En 1920 se embarcó con una conocida troupe de cómicos rumbo a Estados Unidos para realizar una larga gira en distintos teatros del país. Con dieciséis años y casi un metro noventa de estatura, su atractivo, seductora sonrisa y elegancia pronto cautivarían al público estadounidense.

Antes de regresar a Europa, Cary y sus compañeros prefirieron quedarse en Estados Unidos y probar fortuna en Hollywood adonde llegó en 1931. Apenas diez años más tarde, Grant era el galán de moda, una gran estrella que vivía en Santa Mónica en una magnífica mansión frente al mar. Barbara alquiló la antigua casa del actor Buster Keaton para estar más cerca de su nuevo amor. La residencia era una villa italiana con treinta habitaciones y una piscina exterior en forma de termas romanas. Entre otras extravagancias tenía un río lleno de truchas que se iluminaba por la noche.

El 8 de julio de 1942, Cary Grant se convertía en el tercer marido de Barbara Hutton. La boda, a diferencia de las anteriores, no contó con la presencia de ningún periodista y se celebró en la más estricta intimidad junto al lago Arrowhead, al sur de California. Grant firmaría un documento legal en el que se estipulaba que en caso de divorcio renunciaba a su compensación de un millón de dólares. Al parecer fue Hoover quien, para proteger al actor de cualquier complicación, no quiso que sus finanzas estuvieran relacionadas con las de la rica heredera. Sin duda los años que pasaron juntos fueron los más felices para Barbara; ninguno de sus anteriores maridos la trató con tanta delicadeza y cariño. Pero los que los conocían bien sabían que sus diferencias eran insalvables y su forma de vida totalmente opuesta.

Pese a ser un actor muy famoso, a Grant no le gustaba dejarse ver en sitios públicos y hacía muy poca vida social. Prefería pasar el tiempo en casa, rodeado de sus buenos amigos. Tenía por costumbre organizar divertidas cenas los sábados por la noche: «Hemos elegido el sábado porque es el día libre de las personas de servicio de Barbara, así los invitados cocinaban y fregaban sus propios platos». El problema es que Barbara no acababa de encajar en el grupo de amigos —entre ellos David Niven o James Stewart— de su marido. Acostumbrada a tratar con aristócratas y millonarios, y no con actores de Hollywood, se sentía desplazada.

Cary Grant fue una especie de ángel de la guarda para su esposa, que se mostraba muy esperanzada con esta nueva relación. El actor apreciaba su sensibilidad y opinaba que Barbara estaba muy dotada para la poesía y el baile. Desde el principio intentó proteger su vida privada y para ello le pidió a su esposa que prescindiera de su agente de prensa. Pasado un tiempo, la pareja se planteó tener un hijo, pero Barbara no podía quedarse embarazada. Aunque intentaron la inseminación artificial, y consultaron a un buen número de especialistas, no dio resultado.

Poco a poco las diferencias entre ellos se irían agrandando. Grant detestaba que la prensa sólo se hiciera eco de la escandalosa forma de vivir de Barbara y temía que el comportamiento de su esposa influyera negativamente en su carrera artística. Por otra parte, el actor —con fama de tacañ o— no soportaba los gestos generosos de Barbara, quien acostumbraba regalar a sus doncellas joyas y lujosos vestidos que no había llevado más que en una ocasión. Tras su boda, los Grant habían alquilado una inmensa y lujosa propiedad en Pacific Palisades, a pocos minutos del centro de Los Ángeles, y tenían veintinueve personas a su servicio, algo que al actor le resultaba un auténtico despilfarro.

En 1943, el matrimonio de Barbara se tambaleaba y el actor se refugió en el trabajo rodando cinco películas. Acostumbrada a que sus maridos estuvieran con ella y a que no trabajaran, el que Grant cada día se marchara temprano de casa a los estudios le producía una gran desazón. Se sentía de nuevo abandonada y sola como en su niñez, y comenzó a beber y a tomar tranquilizantes para dormir. Barbara se aburría mientras Cary rodaba en los estudios. Cuando regresaba a casa de noche, en busca de tranquilidad, se la encontraba llena de gente que no conocía, bebiendo y hablando a gritos. Su esposa organizaba fiestas para divertirse y llenar su insoportable soledad. El productor de cine Frederick Brisson, que frecuentaba a la pareja, diría: «Durante todo el tiempo que Cary pasaba en los estudios, Barbara no tenía nada que hacer. Comenzó a decir que su matrimonio no duraría mucho. De hecho, ella necesitaba a alguien permanentemente a su lado. Era una pena porque Cary la amaba de verdad. Tenía una influencia muy beneficiosa sobre ella. Adquirió más confianza en sí misma y asumió mejor el hecho de ser rica. Él le hizo vivir sus mejores momentos. Era muy tierno y delicado con ella. En el mundo real las parejas corrientes tenían sus altibajos… la gente salía de casa para ir al trabajo. Pero Barbara siempre ha rechazado ese mundo. Prefería el universo que ella se había creado, poblado de unicornios y caballos alados».

A principios de agosto de 1944, el matrimonio Hutton-Grant había tocado fondo. Una noche, el actor preparó sigilosamente su equipaje y mientras su esposa dormía abandonó la casa. Se instaló en un apartamento de Beverly Hills que había alquilado en secreto la semana anterior. Al día siguiente, Barbara, indignada, anunció a la prensa que había dejado a Cary Grant y que ella tenía la culpa del fracaso de su matrimonio. Aunque siete semanas después de su separación, los Grant se dieron una nueva oportunidad, no funcionó. Y así fue como en febrero de 1945 acabó la historia de amor de la pareja más famosa de Hollywood. En sus primeras declaraciones tras la ruptura, Grant confesó: «Realmente no sé por qué ha fracasado este matrimonio. Todo hubiera podido ir bien entre nosotros, pero lo cierto es que no ha sido así. Todavía tengo un sentimiento muy profundo hacia Barbara. Seguimos siendo grandes amigos y le deseo todo lo mejor. Me gustaría verla muy feliz. Y estaré muy contento el día que la vea sonriente del brazo de un hombre».

A sus treinta y tres años, la señora Hutton se quedaba de nuevo sin compañía. Para olvidar a Grant, Barbara le propuso matrimonio a Oleg Cassini, en aquel tiempo diseñador de vestuario en Hollywood. Cassini, hijo de aristócratas rusos, estaba entonces casado con la célebre y hermosa actriz Gene Tierney con quien tuvo dos hijos. Aún tendrían que pasar diez años para que se convirtiera en el famoso diseñador de moda responsable del vestuario de la mujer que sucedería a la Hutton como la más elegante del mundo: Jackie Kennedy. En sus memorias, Cassini no dejaba en muy buen lugar a la rica heredera: «Los hombres eran para ella el mejor de los estimulantes. Solía enamorarse de varios hombres a la vez, pero el verdadero amor era algo difícil de conseguir en su vida. Algo que se parecía más a una amistad platónica y romántica que a una pasión carnal. Dividía a los hombres en dos grupos: los que amaba y con los que se acostaba. Sus matrimonios estaban exentos de sexo y sus historias sexuales exentas de amor. Esta incapacidad que tenía de combinar estos dos aspectos del amor en un solo hombre explica el hecho de que cambiara tan a menudo de marido. Siempre esperaba encontrar al hombre de sus sueños. Un bello caballero de brillante armadura, pero que por alguna fatalidad siempre resultaba inaccesible».

Tras la ruptura con Cary Grant, y la negativa de Cassini a convertirse en su cuarto marido, Barbara disfrutó un tiempo de su soltería. Con Grant mantendría una buena relación, incluso su hijo Lance pasaría las vacaciones con el actor. Ahora estaba de nuevo sola pero, por primera vez, no corrió a buscar un nuevo compañero: «Es la primera vez en mi vida que tengo la impresión de ser una mujer libre. Desde que nací, siempre ha habido alguien detrás de mí para decirme lo que debía o no debía hacer. Primero fue mi padre. Luego mis maridos. Y si siempre me he plegado a sus deseos, ha sido porque no soporto los enfrentamientos. En el momento en que me gritan, capitulo con tal de obtener la paz. Ahora me puedo pasear a mi antojo…».

No obstante, y a pesar de sus buenos propósitos, la Hutton mantuvo un discreto romance con el actor Errol Flynn, cuyo verdadero nombre era Errol Leslie Thomson Flynn. En aquel tiempo, el actor ya era un héroe de película de aventuras, pero tenía fama de mujeriego y vividor. Aunque en un principio Barbara no quiso sucumbir a sus encantos, su reputación de buen amante acabó tentándola. Un día dejó un mensaje en la casa de Errol en Hollywood donde le decía: «Si desea acostarse conmigo, llámeme, firmado Barbara Grant». El apasionado idilio duró seis meses. Errol, un icono de la época dorada de Hollywood, moriría a los cincuenta años de edad víctima de su adicción al opio, el tabaco y el alcohol.