Los primeros recuerdos de Barbara fueron los de la gran mansión que su abuelo, Frank Winfield Woolworth, mandó construir en 1916 en Glen Cove, Long Island. La pequeña, al perder a su madre, quedó al cuidado de sus abuelos Frank y Jennie que vivían en esa palaciega residencia conocida como Winfield Hall. El fundador de la célebre cadena de almacenes Woolworth era descendiente de una familia de granjeros originarios de Inglaterra que llegaron a las costas de Estados Unidos a principios de 1800 en busca de fortuna. La suya fue una historia de lucha y superación como la de tantos inmigrantes.
A los dieciocho años, Frank abandonaría su trabajo en la granja lechera que la familia poseía en Rodman y aceptó un empleo en los almacenes Augsbury & More, una pequeña ciudad vecina. Apenas había comenzado su nuevo trabajo cuando cayó enfermo y tuvo que guardar cama durante varios meses. Sus padres, al no poder hacerse cargo de él, contrataron los servicios de una joven enfermera, Jennie Creighton, que acabaría siendo su esposa. Frank, que tenía un gran talento para el comercio, una vez recuperado regresaría a su anterior empleo encargándose de la decoración de los escaparates del local.
Pronto el abuelo de Barbara se instaló por su cuenta y en junio de 1879 abriría una tienda Woolworth en Lancaster, Pensilvania, que sería todo un éxito. Su negocio creció de manera fulgurante: en cinco años inauguró veinticinco nuevas tiendas en cinco estados del país. En 1905, los beneficios superaban los diez millones de dólares por año. Doce años más tarde, aquel humilde granjero abría su tienda número mil en Nueva York, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta, con el nombre de Woolworth’s 5 and 10 Cent Store (más conocidas como Five and Dime).
Pero el éxito de sus almacenes y su fortuna personal no garantizaban al ambicioso abuelo de Barbara una entrada digna en la alta sociedad neoyorquina, donde se le seguía considerando un simple comerciante. Para intentar escalar socialmente, el rico magnate —que tenía tres hijas: Helena, Edna (la futura madre de Barbara) y Jessie— encargó construir una casa de treinta y siete habitaciones y cuatro plantas, en el 900 de la Quinta Avenida, en el llamado «rincón de los millonarios». Woolworth también compraría cuatro edificios más en la Quinta Avenida con la calle Ochenta, que mandó derruir y en cuyos solares levantó tres nuevas viviendas que daría a cada una de sus hijas como regalo de bodas.
No contento con todas estas adquisiciones, en 1913 Frank encargó la construcción de un rascacielos de sesenta pisos en el cruce de Park Place y Broadway. Le costó trece millones y medio de dólares y el llamado Woolworth Building sería durante varios años el edificio más alto del mundo. El señor Woolworth era ahora un empresario conocido e inmensamente rico, cuyo único sueño era que sus hijas hicieran buenos matrimonios y le garantizaran, al fin, un puesto destacado entre los miembros más distinguidos de la sociedad. Sin embargo, de sus tres hijas sólo Helena eligió a un «buen partido» y se casó con el hijo de una familia poderosa y acaudalada, Charles McCann, fiscal general adjunto del estado de Nueva York.
Edna, menos ambiciosa que Helena y menos extravagante que su hermana Jessie —una rubia explosiva que sentía pasión por las joyas y los abrigos de piel—, se casaría en 1907 con un avispado agente de bolsa de veinticuatro años, llamado Franklyn Laws Hutton. El joven trabajaba en la exitosa agencia de su hermano —la Hutton & Company— de la que era presidente y uno de sus mayores accionistas. Los recién casados pasaron su luna de miel en París y a su regreso se instalaron en una de las elegantes mansiones que su padre había construido para ella, en la calle Ochenta. Barbara, la única hija del matrimonio, nacería el 14 de noviembre de 1912. La pequeña heredaría la tez pálida, los ojos azules y el cabello rubio de su madre, la más atractiva y elegante de las tres hermanas Woolworth. La prensa no se hizo eco de su nacimiento y Barbara comentaría al respecto: «Fue la única vez en mi vida en que la prensa eligió ignorarme».
En 1915, los Hutton se trasladaron a vivir a una suite en el quinto piso del hotel Plaza. La Hutton & Company acababa de abrir una oficina muy cerca de allí y Franklyn podía hacer sus negocios en el mismo bar del hotel. Este cambio de domicilio le ofrecía una libertad de movimientos que no había tenido desde sus días de estudiante. En realidad, los padres de Barbara no podían ser más distintos: Franklyn era un hombre divertido, seductor, lleno de energía, a quien le gustaban las mujeres y la bebida. Edna era tímida y delicada, y no tenía ningún interés en participar en la vida mundana de su esposo.
En el verano de 1916, Franklyn comenzó a salir con una actriz sueca de veinticinco años, hija de un diplomático. El patriarca Woolworth, que estaba al tanto de los problemas de la pareja, animó a su hija a que pidiera el divorcio, pero ella se negó. En marzo de 1917, mientras el padre de Barbara se encontraba en viaje de negocios en California, los fotógrafos lo sorprendieron bailando con su amante en un local. Cuando la foto salió publicada en un periódico neoyorquino, su esposa Edna tomaría una drástica decisión. Sola, en su habitación del hotel Plaza, se vistió con su mejor traje de noche y se suicidó ingiriendo un frasco de pastillas de estricnina. Tenía treinta y tres años y fue su hija quien descubrió su cuerpo sin vida. Nunca se habló de suicidio —ni se le practicó la autopsia—, y la causa oficial de su muerte fue una trombosis cerebral por asfixia.
Tras la trágica muerte de su madre, la niña se trasladó a vivir a la espléndida mansión de Winfield Hall, junto a las costas de Long Island. La residencia, cuya fachada imitaba el estilo renacentista italiano, tenía unas hermosas vistas a la bahía de Long Island y estaba rodeada de un inmenso jardín. En su interior destacaba una imponente escalera de mármol rosa —cuya construcción costó dos millones de dólares—, y dos grandes salones, uno de baile y otro para banquetes, lujosamente decorados con espejos, arañas de cristal y muebles antiguos de estilo francés. La residencia de los Woolworth era pura ostentación. Para una niña de cinco años no fue fácil vivir en una casa tan grande —tenía cincuenta y seis habitaciones—, rodeada de un ejército de sirvientes y en la única compañía de dos personas ancianas. La abuela Jennie, que padecía demencia senil prematura, apenas abandonaba su habitación. Por su parte, Frank Woolworth, a sus sesenta y cuatro años, ya no era el emprendedor hombre de negocios de antaño. La muerte de su hija Edna le había vuelto un anciano paranoico sumido en una profunda tristeza.
Así recordaba Barbara las tediosas comidas en la mansión de sus abuelos cuando apenas era una niña: «Las comidas eran servidas con estilo y puntualidad. La plata era muy bonita, los manteles estaban inmaculados, y las flores del jardín se cortaban a diario según un rito inmutable. Seis personas se encontraban reunidas en el imponente comedor de estilo inglés: el abuelo con su enfermera, la abuela con su médico, y yo con una gobernanta. Durante la comida no se decía una palabra. Wooly [el abuelo] comía legumbres en papilla o plátanos maduros, y Jennie mantenía en sus labios una eterna sonrisa. No había ni un pequeño signo en sus ojos que significara que reconociera a alguien de nosotros. Era desconsolador».
Barbara Hutton viviría tres años en Winfield Hall, hasta la muerte de sus abuelos, que serían enterrados en un mausoleo de mármol en el Woodlawn Memorial Cemetery de Nueva York, una de las últimas construcciones que mandó levantar el fundador de los Five and Dime. A su muerte, cada una de las hijas de Frank Woolworth recibió en herencia la suma de veintiséis millones de dólares (en el caso de Edna la única heredera era su hija Barbara); la fortuna de aquella niña rubia y poco agraciada por su exceso de peso, que aparecía a menudo en los ecos de sociedad, rondaba en 1924 los veintiocho millones de dólares.
Con la muerte de su abuelo comenzaba para Barbara una época difícil de soledad y de gran inestabilidad emocional. Viviría en distintas casas, y a cargo de personas que la rodeaban de lujos y caprichos. Apenas veía a su padre, un hombre de mal carácter, agresivo y bebedor, que mostraba poco interés por ella. Al cumplir siete años, la niña iría a vivir a Los Ángeles con la hermana mayor de su padre, Grace Hutton Word. Tía Grace, de cuarenta y un años, se había casado con un importante hombre de negocios y su vida transcurría entre recepciones y eventos sociales dejando a su sobrina al cuidado de una institutriz. De nuevo se sentiría abandonada y sola en un entorno extraño.
A tan corta edad, Barbara ya era tan rica que le resultaba muy difícil hacer amigos. Aunque los niños del vecindario y sus familias sentían una gran curiosidad por su inmensa riqueza, nadie se atrevía a acercarse a ella. Como en una ocasión confesó la rica heredera a un periodista, sus mejores amigos fueron a lo largo de toda su vida los miembros del servicio doméstico. La Hutton siempre mantendría una estrecha y familiar relación con sus doncellas y gobernantas, a las que colmaría de valiosos regalos. Éste fue el caso de su querida y fiel sirvienta, la señorita Tickie Tocquet —apodada «Ticki»—, que acabaría siendo el único miembro estable de su familia.
Por aquel tiempo, Barbara acudía al colegio de señoritas de miss Shinn, donde la mayoría de las alumnas se mostraban hostiles hacia ella: «Las niñas me decían que no me querían nunca porque tenía demasiado dinero. Pero yo ni siquiera sabía lo que quería decir la palabra dinero. Un día, cuando la tía Jessie vino a verme le pregunté por qué no dábamos todo nuestro dinero. Ella intentó explicarme que eso no era posible. Pero yo no lo entendí y cogí unas tijeras y me puse a cortar todos mis vestidos». Cuando Barbara tenía once años, otro cambio se impuso en su vida. Tía Grace se casó de nuevo y se marchó a vivir con su esposo a New Jersey. Su padre la mandó entonces a un internado de señoritas de mucho renombre en Santa Bárbara. Los dos semestres que allí pasó fueron muy tristes para ella, separada de los escasos amigos que había hecho en Los Ángeles y de nuevo sola entre extraños. En 1968, la directora del internado le contaría a Dean Jennings, biógrafo de Barbara Hutton: «Era una niña adorable pero parecía que no iba a tener ni la más mínima oportunidad de ser feliz algún día. Tenía mucho dinero pero a nadie que la guiara ni la escuchara. Estaba sola y era muy tímida, pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo poemas que no enseñaba a nadie. Nadie la venía a ver, ni siquiera en Navidad».
En 1926, Barbara regresaba a Nueva York para vivir con su excéntrica tía Jessie. Tenía catorce años y aunque era una muchacha atractiva, se sentía acomplejada por su exceso de peso. La llegada a la gran ciudad fue para ella un alivio y la ayudaría a superar su timidez. A diferencia de Los Ángeles, donde según Barbara solo había «naranjas, pomelos, pereza e hipocresía por todos los lados», Nueva York le ofrecía muchas oportunidades. Al poco tiempo de instalarse en la ciudad, su padre se volvió a casar y la joven se fue a vivir con él. Su nuevo hogar era un suntuoso tríplex en el número 1107 de la Quinta Avenida, junto a la calle Noventa. Tenía en total setenta habitaciones y, entre otros lujos, una piscina interior, gimnasio y solárium, salón de baile y dos ascensores privados.
Su nueva madrastra, Irene Curley, era una divorciada de Detroit que había dirigido un salón de belleza. Al principio Barbara la encontraba un poco vulgar pero su excelente humor y su efusividad acabaron por conquistarla. Hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de ella e Irene lo hizo demostrándole su afecto abiertamente. Pero la vida en familia duraría poco; el padre de Barbara decidió que era el momento de que su hija se independizase y se fuese a vivir sola. Para ello desbloqueó la suma de cuatrocientos mil dólares de la fortuna de su hija y le compró un apartamento. Sería la primera de un sinfín de propiedades que Barbara Hutton llegó a poseer en su vida. Se trataba de un espléndido dúplex de veintisiete habitaciones en el 1020 de la Quinta Avenida a donde se trasladó con su inseparable sirvienta y amiga Tickie.
La señorita Hutton era inteligente, sensible, tenía un gusto exquisito y poseía un suntuoso apartamento que decoró con muebles de estilo Luis XIV y objetos orientales. Pero esta independencia no conseguía hacerla del todo feliz, y seguía lamentando no tener amigos. Sus reflexiones de adolescente reflejan una profunda sensación de soledad y desamparo que nunca la abandonarían. «Me muero de ganas de tener un amigo de verdad —escribiría en su diario—, alguien que me comprenda de verdad, con quien pueda compartir mis pensamientos más secretos y mis angustias escondidas». Su ingreso, en 1928, en la elitista escuela de miss Porter en Connecticut —que según rezaba su publicidad «preparaba a las mujeres para participar activamente en la sociedad»— no ayudaría a resolver sus problemas de integración. Esta escuela —a la que veinte años más tarde también acudiría Jacqueline Kennedy— de reconocido renombre y estrictas normas no era el lugar más adecuado para una joven soñadora y creativa como Barbara. Intentaba hacer amigas entre sus compañeras pero lo único que conseguía era, una vez más, ser rechazada. La rica heredera era muy distinta de aquellas chicas de familia bien que a lo único que aspiraban era a encontrar «un buen partido». Ella amaba la poesía y el arte chino, soñaba con viajar y recorrer el mundo atraída por otras culturas. Por entonces el dinero no era su preocupación y el matrimonio tampoco estaba entre sus planes más inmediatos.
En el verano de 1929, Barbara le comunicó a su padre que no deseaba ir de vacaciones a Europa y que prefería quedarse en Nueva York. El señor Hutton, decidido a convencerla, la llevó a la tienda Cartier para que eligiera la joya que más le gustase a cambio de acompañarle en su tour europeo. La joven se inclinó por uno de los anillos que llevaba el rubí más caro y su padre pagó sin rechistar los cincuenta mil dólares que costaba el regalo. Ya entonces Barbara demostraba tener un gusto muy refinado a la hora de elegir una joya. Con el tiempo, la rica heredera estadounidense se convertiría en una gran entendida y coleccionista de joyas. Algunos de los originales diseños que Barbara Hutton encargó a Cartier o Tiffany forman parte de la historia de la alta joyería del siglo XX.
Tras su gira europea, Barbara se animó a pasar unas semanas en Biarritz en la casa de unos amigos de la familia. Fue allí donde conoció a Elsa Maxwell, la columnista estadounidense especializada en chismes y famosa por organizar las fiestas de sociedad más brillantes y originales. En sus memorias, la Maxwell recordaba su primer encuentro con ella: «Cuando llegué a casa de los Fiske, la única persona que había en la terraza era una jovencita que llevaba un vestido muy ajustado. Hacía demasiado calor como para entablar una conversación con esa chiquilla de quince o dieciséis años. Me contenté con saludarla y atendí a mis invitados. Entonces, con una gran seguridad, la joven se acercó a mí para presentarse y contarme que estaba pasando unos días en casa de los Fiske. Y sólo cuando hizo referencia a su tía Jessie Donahue, la situé. Me impresionaron sus ojos, grandes y hermosos, que curiosamente se quedaron sin expresión en cuanto se puso a charlar haciendo un considerable esfuerzo por parecer una muchacha adulta y sofisticada».
Días más tarde, Elsa Maxwell invitó a Barbara a un cóctel en la residencia del célebre modisto Jean Patou donde conocería a su primer gran amor. Se trataba del príncipe Alexis Mdivani, cuya familia originaria de Georgia había llegado a Francia tras la caída del zar Nicolás II y huyendo de la revolución bolchevique. Alexis, un hombre rubio, de ojos verdes y muy apuesto, era un conocido jugador de polo que despertaba pasiones entre las damas de la alta sociedad. Pese a su porte aristocrático, por las venas del encantador Mdivani no corría ni una gota de sangre azul. Su familia adoptó ese título nobiliario cuando llegó a París tras la Primera Guerra Mundial, lo que permitió que se les abrieran muchas puertas. Alexis conocía a la señorita Hutton porque era amiga de Louise Astor Van Alen, entonces su prometida. Barbara no pudo ocultar su atracción hacia el príncipe con quien charló animadamente toda la tarde. Cuando Alexis abandonó la fiesta, sabía que se había enamorado del novio de su amiga.
Al cumplir los dieciocho años, Barbara Hutton fue presentada oficialmente en sociedad. Su padre, Franklyn, decidió organizarle una fastuosa fiesta que permitiera a su hija entrar por la puerta grande en la alta sociedad estadounidense. La presentación de la señorita Hutton estaría a la altura de las puestas de largo más célebres y ostentosas de su tiempo, entre ellas las de las ricas herederas Louise Van Alen y Doris Duke. Amiga de la infancia de Barbara, Doris, nacida en Nueva York en 1912, era la hija del fundador de la American Tobacco Company. A los quince años, y tras perder a su padre, la joven heredó una fortuna valorada en más de setenta millones de dólares, además de propiedades y acciones en diversas sociedades. Doris heredó el olfato para los negocios de su padre y a diferencia de Barbara se convirtió en una agresiva ejecutiva que controlaba personalmente sus negocios. Por el contrario, la Hutton nunca se hizo cargo de sus bienes, y delegó la administración de su fortuna en consejeros no siempre fiables. La prensa las bautizó como «las gemelas de oro» y «las pobres niñas ricas».
En su reveladora biografía sobre Barbara Hutton, el escritor David Heymann recoge todos los detalles de las celebraciones que tuvieron lugar en su honor, y que se dividieron en tres etapas. Primero se celebró un té para quinientos invitados en el lujoso apartamento de tres plantas, propiedad de sus tíos, en la Quinta Avenida. Luego tuvo lugar una espléndida cena con baile en el casino de Central Park, también para quinientos comensales. Finalmente, los festejos culminaron con un gran baile de gala en los salones del hotel Ritz-Carlton. Asistieron a la fiesta mil personas entre las que se encontraban algunos de los apellidos más ilustres del país. Fue, y tal como lo catalogó la prensa, el acontecimiento social de la temporada en Nueva York.
El baile del Ritz aquella noche del 21 de diciembre de 1930 tardaría en ser olvidado por su esplendor y derroche. Se contrataron cuatro orquestas y doscientos camareros para servir una cena de siete platos regada por dos mil botellas de champán. Se tardaron más de cuarenta y ocho horas en decorar el salón que, dada la cercanía a la Navidad, se inundó de nieve artificial, y el techo se camufló con gasa azul oscuro y miles de bombillas diminutas para conseguir el efecto de un cielo salpicado de estrellas brillantes. El salón de baile y las escaleras se decoraron con plantas, flores de Pascua y veinte mil violetas blancas.
El día de la fiesta, los invitados que llegaban a las puertas del Ritz eran recibidos por el actor y músico Maurice Chevalier, disfrazado para la ocasión de Santa Claus. Un grupo de duendes entregaba a los asistentes que iban llegando un pequeño joyero de oro dentro del cual había una piedra preciosa de regalo. La cena fue amenizada con la música de violines rusos y tras los postres actuó la Argentinita, célebre bailarina de flamenco afincada en París. El baile se prolongó hasta altas horas de la madrugada y fue un auténtico éxito. El coste de la fiesta ascendió a sesenta mil dólares.
Si el padre de Barbara había pretendido dar a conocer a su hija casadera entre los miembros de la buena sociedad estadounidense, había conseguido el efecto contrario: su cuantiosa fortuna espantaba a los posibles candidatos que no se sentían capaces de estar a la altura de su elevado nivel de vida. Por el contrario, los cazafortunas sin escrúpulos ya conocían a la rica heredera que parecía una presa fácil. El despilfarro de la fiesta de presentación de la joven heredera sentó muy mal a los ciudadanos estadounidenses, que sufrían el primer año de la Gran Depresión. Que la nieta del fundador de los almacenes Woolworth (tristemente célebres por los exiguos sueldos que cobraban sus empleados) derrochara su fortuna en bailes y fiestas como la del Ritz, no gustó a la opinión pública, que la criticó con dureza.
Por aquel tiempo, Barbara se mostraba menos tímida y disfrutaba de la vida social en compañía de su primo Jimmy Donahue, su único amigo íntimo y confidente. Este joven playboy, rico, atractivo y con un gran sentido del humor, era un reconocido homosexual, famoso por su falta de discreción y sus conquistas masculinas. En 1945, Jimmy se ganó el afecto de los duques de Windsor y durante ocho años los acompañó en su exilio dorado pagando de su bolsillo los caros caprichos de la pareja. Quizá influida por el ostentoso estilo de vida de su primo, Barbara comenzó su legendaria escalada de extravagancias. Cuando finalizó sus estudios le exigió a su padre tener su propio vagón de tren privado. La joven se salió con la suya y consiguió un lujoso vagón que tenía tres cuartos de baño, una gran habitación y un amplio salón donde podían cenar varios comensales.
En mayo de 1931, Barbara Hutton fue presentada a la corte británica ante la reina Mary y el rey Jorge V. Al día siguiente asistió a una fiesta en honor al príncipe de Gales, ofrecida en los jardines del palacio de Buckingham. En esa recepción conoció al príncipe Eduardo de Inglaterra e incluso bailó un fox-trot con él. Aunque la prensa inglesa especuló entonces sobre un posible romance entre el heredero al trono y la millonaria, el príncipe sólo tenía ojos para una mujer de la que estaba totalmente enamorado: la divorciada estadounidense Wallis Simpson.