FIEL A SÍ MISMA

Llegué a esta profesión por casualidad. Era una desconocida, insegura, inexperta y flacucha. Trabajé muy duro, eso lo reconozco, pero sigo sin entender cómo pasó todo.

AUDREY HEPBURN

Audrey Hepburn, la actriz más idealizada de la época dorada de Hollywood, fue una joven insegura y acomplejada con su físico que nunca se sintió un icono de la moda. Resulta sorprendente que aquella niña larguirucha y escuálida, de cejas pobladas y enormes ojos, marcada por el hambre y las privaciones de la guerra, acabara convertida en un mito del celuloide. Ella, que nunca se consideró una buena actriz —más bien una bailarina frustrada—, conseguiría a sus veinticuatro años lo que otras veteranas actrices no obtendrían tras años de duro trabajo. «Me pidieron que actuara —diría la actriz— cuando en realidad no podía; me pidieron que cantara, cuando no podía cantar, y que bailara con Fred Astaire cuando no podía bailar; y que hiciera toda clase de cosas para las que no estaba preparada. Todo lo conseguí trabajando arduo y enfrentándome a mis miedos».

Su inseparable maquillador, Alberto de Rossi, resaltó en todas sus películas sus grandes y expresivos ojos, pero no pudo ocultar la melancolía de su mirada. Porque la rutilante y aclamada estrella guardaba en su interior dolorosas heridas que nunca llegarían a cicatrizar: el abandono de un padre cuando era apenas una niña, la frialdad de una madre exigente que nunca le demostró su cariño, el horror de la guerra que vivió en una Holanda ocupada por los nazis, el fracaso de sus dos matrimonios que acabaron en divorcio y los dolorosos abortos que la hundieron en profundas depresiones. Al final consiguió su anhelado sueño de ser madre, y sus dos hijos varones, Sean y Lucas, pasaron a ser lo más importante en su vida; por ellos abandonó su exitosa carrera de actriz y representó el papel que más le gustaba: el de una madre corriente. Poco después de su muerte, su hijo mayor y el más cercano a ella, Sean Hepburn Ferrer, diría: «Primero supe que tenía una madre, y que era una madre estupenda. Y luego supe que era actriz y que trabajaba en el cine. Sólo después de mucho tiempo supe cuánto la apreciaban en todo el mundo…».

Audrey fue una gran actriz y se equivocó en muy pocos papeles. Trabajó con los mejores directores de Hollywood y enamoró —también en la vida real— a los más apuestos galanes del momento. Se casó en dos ocasiones: la primera con el actor y director Mel Ferrer, y la segunda con un psiquiatra italiano llamado Andrea Dotti. Ninguno de ellos supo estar a su altura porque, a diferencia de ambos, Audrey sabía que la fama y el éxito eran efímeros. Idolatrada en el mundo entero, elevada a los altares como reina de la elegancia y lo más chic, imitada hasta la saciedad —la gran diva Maria Callas y Jackie Kennedy lucieron por el mundo los trajes, de corte impecable, que Givenchy creó para su musa—, la actriz nunca se creyó un ser especial. Hasta el final de sus días, luchó para que se respetase su intimidad y tan pronto como pudo se alejó de las candilejas de Hollywood para marchar a Suiza, donde podía disfrutar de una vida sencilla y ser tratada como todos los demás. Nunca escribió su biografía aunque le ofrecieron auténticas fortunas —hasta tres millones de dólares— por dos poderosas razones: sentía un gran respeto hacia la buena literatura, y consideraba que su vida había sido demasiado simple como para interesar a alguien.

En sus últimos años de vida, Audrey se entregó en cuerpo y alma a ayudar a los más necesitados. Era su forma de saldar una vieja deuda con las organizaciones caritativas que la socorrieron tras la guerra y a quienes seguramente debía la vida. Las misiones que llevó a cabo con UNICEF —en calidad de embajadora de buena voluntad— la enfrentaron a una devastadora realidad para la que confesó no estar preparada. Su compromiso e implicación fueron tan grandes que Audrey envejeció diez años y su delicado estado de salud empeoró de manera irreversible. La imagen de la actriz en Somalia, extremadamente delgada, con el rostro desencajado y la mirada perdida, sosteniendo en sus brazos a un niño moribundo, reflejan el dolor y la impotencia que la acompañarían hasta su muerte, apenas unos meses después.