LUCES Y SOMBRAS

Aunque Audrey no tenía ninguna prisa en regresar al cine, cuando le ofrecieron protagonizar la película Desayuno con diamantes, basada en la novela de Truman Capote, no pudo negarse. El papel de la excéntrica y desenfadada Holly Golightly la convirtió en una de las actrices mejor pagadas de la época, le abrió las puertas a clásicos como Charada o My Fair Lady, y por si fuera poco la transformó en un icono de la moda que perdura en nuestros días. Gracias al elegante vestuario —y los llamativos accesorios— de su amigo Givenchy, la actriz fue proclamada reina de la elegancia y el glamour. Aunque en un principio Capote quiso que fuera su buena amiga Marilyn Monroe quien interpretara a su heroína, la actriz rubia platino rechazó el papel al considerar que acentuaría su imagen frívola. El escritor nunca estuvo contento con la adaptación de su relato: «El libro es mucho más amargo… La película es una postal de amor sosa de Nueva York, y Holly, como resultado, es guapa y delgada, cuando debería haber sido rica y fea…».

De la mano del director Blake Edwards, Audrey consiguió dotar al personaje de Holly —una chica de compañía adicta al lujo y alérgica al compromiso— de un encanto y una frescura que le granjeó el cariño del público. Su inseguridad se acentuó cuando el célebre compositor Henri Mancini le informó que había compuesto una canción especial para ella que debía cantar mientras tocaba la guitarra. Audrey trabajó durante meses con un profesor de canto y consiguió que su melancólica interpretación de «Moon River» —sentada en el quicio de la ventana— se convirtiera en una escena de leyenda. También forma parte de la historia del cine esa primera secuencia, cuando de madrugada Holly, de regreso de una fiesta, se detiene a contemplar el escaparate de la joyería Tiffany’s con un café y un cruasán en la mano. Aunque más adelante la casa Tiffany’s le ofreció un sustancioso contrato para ser la imagen de la prestigiosa tienda, la actriz rechazó la oferta alegando: «Mi imagen nunca será la de la “señorita diamantes”».

En aquel año de 1961, cuando Desayuno con diamantes se estrenó, el público se quedó cautivado por los sofisticados vestidos y peinados que lucía la actriz. El famoso «vestidito negro» de Givenchy —con escote palabra de honor— que Audrey llevaba en la primera escena de la película, sigue siendo en la actualidad sinónimo de elegancia y buen gusto. Cuando el diseñador francés eligió para su musa el vestuario y los accesorios, incluido el largo vestido negro, la gargantilla de perlas de varias vueltas, las grandes gafas negras, la boquilla de treinta centímetros, los originales sombreros y los guantes largos, ignoraba que estaba creando un estilo que cincuenta años después sigue siendo una referencia para los grandes diseñadores de moda. «No conozco a nadie que en algún momento de su vida no hubiera deseado parecerse a Audrey Hepburn», declaró en una ocasión Givenchy.

Cuando en octubre de 1961, Desayuno con diamantes se estrenó en Nueva York, batió todos los récords de taquilla y Audrey se convirtió en una aclamada estrella de Hollywood. A medida que su fama y popularidad aumentaban en todo el mundo, su relación con Mel —un hombre difícil y con un tremendo ego— era cada vez más tensa y distante. El actor, cuyo proyecto de dirigir una nueva película en Hollywood no prosperaba, se sentía incómodo en el papel de esposo de la señora Hepburn cuya carrera iba en ascenso. «Desde luego, es un problema cuando, como sucede en mi caso, la esposa eclipsa al marido. Me doy cuenta de que los productores, cuando me llaman para hablar de una película, a quien quieren contratar es a Audrey; por esta razón intento labrarme una carrera como director», admitiría en una ocasión Mel.

«Sabía lo difícil que iba a resultar casarse con una celebridad de talla mundial, reconocida en todas partes, generalmente ocupar un segundo lugar en el cine y en la vida real. ¡Cuánto sufrió Mel! Pero me puedes creer si te digo que, para mí, la profesión fue lo segundo», dijo Audrey en una ocasión. Los celos de Mel no eran sólo profesionales, la mayoría de los galanes con los que emparejaban a Audrey acababan enamorados de ella —y no sólo de manera platónica como en el caso de William Holden o Albert Finney—; además Mel se sentía excluido de la estrecha amistad que unía a su esposa con su íntimo amigo y confidente el diseñador francés Givenchy. Declaraciones como ésta: «Dependo de Givenchy de la misma manera que las norteamericanas dependen de sus psiquiatras. Hay pocas personas a las que quiera tanto. Es el único hombre que conozco verdaderamente íntegro», dan una idea de la estrecha relación y la química que existía entre la musa y su creador favorito.

Al éxito de Desayuno con diamantes se sumaron nuevas películas donde Audrey trabajó a las órdenes de los mejores directores de Hollywood. Todas ellas cosecharon un gran éxito de crítica y de público. Tras La calumnia, donde de nuevo la actriz fue dirigida por William Wyler, le siguieron Encuentro en París —donde coincidió con un William Holden acabado a causa del alcohol—, la inolvidable Charada, donde Cary Grant fue su pareja y My Fair Lady, dirigida por George Cukor, su película más taquillera. La estrella de Audrey parecía no apagarse nunca y en 1963 cantaría el «Cumpleaños Feliz» al mismísimo presidente John F. Kennedy en la fiesta celebrada en su honor en el hotel Waldorf-Astoria. Algunos biógrafos del que fuera el presidente más carismático de Estados Unidos, afirman que la actriz y el entonces brillante senador mantuvieron una estrecha relación cuando ambos vivían en Nueva York. Kennedy —que al parecer estaba enamorado de la actriz—, antes de comprometerse oficialmente con la señorita Jacqueline Lee Bouvier, estuvo saliendo con la protagonista de Vacaciones en Roma.

Cuando el hijo de Audrey, Sean, cumplió cuatro años, la familia se trasladó de Bürgenstock a un pueblecito situado a menos de cincuenta kilómetros de Ginebra, Tolochenaz-sur-Morges. Allí Audrey encontró el lugar donde deseaba pasar el resto de sus días, una hermosa mansión de piedra de dos plantas, y doscientos años de antigüedad, llamada La Paisible (La Tranquila). La casa, rodeada de viñedos y árboles frutales, tenía un extenso jardín y unas vistas magníficas de los Alpes suizos. Audrey era una de las grandes —y más cotizadas— actrices europeas en Hollywood, a la altura de Greta Garbo, Marlene Dietrich o Ingrid Bergman, pero se negaba a vivir en Los Ángeles. Desde niña odiaba vivir en las grandes ciudades y sólo en el campo encontraba el verdadero equilibrio. Tras verse obligada a separarse de su esposo y de su hijo por motivos laborales, ahora sólo pensaba en disfrutar de Sean y verle crecer en esa hermosa casa. En aquellos días, mientras los Ferrer se construían una casa de verano en Marbella, España, la actriz descubrió que estaba de nuevo embarazada. Ante esta noticia inesperada, regresaron a La Paisible pero en enero de 1966 Audrey sufrió otro aborto y perdió al niño.

Para superar el nuevo trauma, Audrey aceptó regresar al cine con dos películas que la consagrarían como una de las mejores actrices del momento: la entrañable y a la vez amarga Dos en la carretera donde compartía protagonismo con Albert Finney, y Sola en la oscuridad, producida por Mel Ferrer y donde interpretaba a una mujer ciega acosada por una banda de asesinos sin escrúpulos. Tras una vida llena de luces, premios y reconocimientos, Audrey, a punto de cumplir los cuarenta, no volvería a hacer otra película en casi diez años. Ahora se enfrentaba a una situación personal que no era ficción, sino una cruda realidad. La relación con Mel había tocado fondo y aunque la actriz había luchado por salvar su matrimonio, no había reconciliación posible. Para una mujer como Audrey, convencida de que el matrimonio era algo para toda la vida, y que había vivido el traumático divorcio de sus padres, fue un duro golpe. «El divorcio es la peor experiencia que puede tener un ser humano. Yo he tratado desesperadamente de evitar este hecho, sobre todo por el interés de mis hijos, llegando al límite de lo soportable. Ahora bien, llega un momento en que la continuidad del matrimonio es todavía peor que la separación», diría la actriz.

El divorcio entre Audrey y Mel se hizo público el 1 de septiembre de 1967. Ambos actores mantuvieron los detalles en secreto y siempre hablaron con gran respeto el uno del otro. La actriz se aseguró de que Sean pudiera seguir viendo a su padre y que pasara los veranos con él en su casa de Marbella o en Estados Unidos donde se instaló el actor. El hijo de Audrey continuó viviendo con su madre en La Paisible y asistiendo a una escuela privada cercana. Para la actriz, el divorcio con Mel Ferrer —fallecido el 2 de junio de 2008 a la edad de noventa años— fue «el gran fracaso de su vida» y lo asumiría como propio hasta el fin de sus días. Según su hijo Sean, sus padres no se dirigirían la palabra durante veintitrés años, con dos excepciones: el día de su graduación y el de su boda.

Tras su ruptura, Audrey se recluyó en su casa de campo y se dedicó por entero a su hijo. La actriz idolatrada por millones de personas, y modelo de elegancia y glamour, era ahora una madre como cualquier otra que ayudaba a su hijo a hacer los deberes, preparaba suculentos platos de pasta y cuidaba los rosales y las dalias del jardín. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, Audrey se sentía muy sola, retirada de la gran pantalla y entregada por completo a su hijo. Su aspecto no era saludable, fumaba mucho y adelgazó hasta quedarse en apenas cuarenta kilos. «Siempre tuvo una salud delicada —diría su hijo Sean—, pero era una mujer muy fuerte. El temprano episodio de tosferina, combinado con la desnutrición que padeció durante la guerra, la llevó a tener asma en su juventud y tuvo los pulmones algo débiles toda su vida. Fumaba mucho, como la mayoría de los bailarines y actores, y se le advirtió durante toda su vida que podría hallarse en las primeras fases de un enfisema». Fue en ese momento, y sintiendo que se avecinaba una nueva crisis nerviosa, cuando la actriz comenzó a salir con amigos y a disfrutar de su soltería. En aquel año de 1968, Audrey vivió algunos idilios, tan breves como desesperados, entre otros con el torero Antonio Ordóñez y el difunto Alfonso de Borbón, duque de Cádiz.

En junio, Audrey, sumida aún en una profunda crisis, aceptó la invitación de su amiga la princesa Olimpia Torlonia, para realizar un crucero por el Mediterráneo a bordo de su yate. Entre los invitados se encontraba un renombrado psiquiatra italiano, Andrea Dotti, nueve años más joven que ella. Apuesto, divertido, amante de los pequeños placeres de la vida, este joven aristócrata nacido en Nápoles —era hijo del conde Dominico Dotti y su esposa la condesa— parecía el hombre perfecto para la actriz, que atravesaba por un mal momento personal. Antes de que finalizara el crucero por las islas griegas, la pareja se había enamorado. «Todo sucedió de manera inesperada. Era una persona muy entusiasta y alegre, y a medida que le fui conociendo descubrí que también era una persona inteligente, con muchísima sensibilidad», diría Audrey.

Al finalizar el crucero —que duró apenas ocho días—, Audrey regresó a Suiza, y su amante, a Roma. Fue un idilio vertiginoso; la pareja se veía los fines de semana en la capital italiana o en la casa de La Paisible donde el psiquiatra pudo conocer a Sean. Seis meses más tarde, en Nochebuena, Andrea le regaló a la actriz un anillo de compromiso, un magnífico solitario de Bulgari. Audrey, emocionada, aceptó la propuesta de matrimonio. «Estoy enamorada y vuelvo a ser feliz», le confesaría a su amigo Givenchy. Tras conocer a Andrea, la actriz mejoró visiblemente, se mostraba alegre y ganó algo de peso. Por su parte, Sean, que contaba nueve años, aceptó encantado la presencia de Andrea, que nunca pretendió ocupar el papel de su verdadero padre.

El 18 de enero de 1969, para sorpresa de familiares y amigos, Audrey y Andrea Dotti se casaron en una ceremonia privada en el ayuntamiento de Morges, Suiza. Aunque la ceremonia pretendía ser íntima, no pudieron evitar que el enlace se convirtiera en un hervidero de fotógrafos, periodistas y curiosos. La actriz, convertida ahora en condesa Dotti —título que jamás utilizó—, lucía para la ocasión un vestido corto de punto rosa con una capucha a modo de cuello y un pañuelo a juego, diseño de Givenchy. Los recién casados pasaron una tranquila luna de miel en La Paisible y luego regresaron a Roma, donde se instalaron en un hermoso ático de doce habitaciones que disponía de una amplia terraza y unas vistas magníficas de la ciudad.

Audrey estaba dispuesta a convertirse en una esposa romana dedicada por entero a su familia. No tenía la más mínima intención de regresar al cine a pesar de que le seguían lloviendo importantes ofertas que rechazaba educadamente. «No me importa si no vuelvo a hacer otra película —declaró en aquellos días—, al fin y al cabo he trabajado sin parar desde los doce años, cuando empecé a tomar clases de ballet, hasta que cumplí los treinta y ocho. Ahora me apetece descansar, levantarme tarde y ocuparme de mi hijo. ¿Por qué debería reanudar el trabajo cuando me he casado con un hombre al que amo, cuya vida quiero compartir?».

A los cuatro meses de la boda, Audrey supo con alegría que estaba embarazada y decidió cuidarse para evitar un nuevo aborto. La actriz guardó cama durante las diez últimas semanas de embarazo y el 8 de febrero de 1970, en Lausana, dio a luz a otro varón al que bautizaron con el nombre de Luca Dotti. La pareja estaba feliz y Audrey mantenía el sueño de poder aumentar la familia, aunque los médicos le aconsejaron que debido a su edad y a su historial sería muy peligroso para ella. Durante unos meses, la actriz se instaló en La Paisible para recuperarse de la cesárea y cuidar de su hijo recién nacido. Su esposo, a quien el trabajo le absorbía por completo, seguía en Roma y se veían los fines de semana. Fue durante aquella separación cuando comenzaron los rumores sobre la disoluta vida nocturna que Andrea llevaba en Roma mientras su esposa se encontraba en su refugio suizo. Al apuesto médico —que de soltero tenía fama de playboy— se le veía en compañía de deslumbrantes mujeres que, según decía, eran colegas de profesión.

En los siguientes años, Audrey se dedicó por completo a sus hijos: los llevaba al colegio, estudiaba las lecciones con Sean, cuidaba de su alimentación y les leía libros como cualquier madre corriente. «Tuve que elegir en un momento de mi vida —dijo en marzo de 1988— o dejar de hacer películas o dejar de ver a mis hijos. Fue una decisión muy fácil de tomar, porque los echaba mucho de menos. Cuando mi hijo mayor empezó a ir a la escuela, ya no pude llevarlo conmigo, y eso era duro para mí, así que dejé de aceptar películas. Me retiré para quedarme en casa con mis hijos. Fui muy feliz. No era como si estuviera sentada en casa frustrada y mordiéndome las uñas. Como todas las madres, estoy loca por mis dos chicos».

Hacia 1974, la vida de la familia Dotti parecía bastante idílica, al menos de cara a la galería. Sin embargo, Audrey comenzó a sentirse incómoda en Roma porque los paparazzi la seguían a todas horas a ella y acosaban a sus hijos. Además se sentía insegura porque en Italia la violencia y los secuestros estaban a la orden del día. Cuando la actriz se enteró de que habían intentado secuestrar a su esposo a punta de pistola, decidió abandonar Roma con sus hijos. Sean, que ya tenía catorce años, se marchó a un internado en Suiza, y Audrey, con el pequeño Luca, se retiró a La Paisible donde se sentía más segura. En aquel verano, la actriz a sus cuarenta y cinco años sufrió un nuevo aborto. Las esperanzas de tener otro hijo se vieron definitivamente truncadas. En tan duras circunstancias la madre de Audrey, que contaba setenta y ocho años y vivía entre San Francisco y Los Ángeles trabajando como voluntaria para los veteranos de Vietnam, se reunió con ella en su retiro de Tolochenaz. La relación entre ambas nunca fue fácil, debido en parte al carácter de Ella, incapaz de expresar afecto por muy orgullosa que se sintiera de su hija. También las separaba el aire de superioridad que siempre conservó la baronesa y que a Audrey le resultaba muy embarazoso. A pesar de sus desavenencias, compartió con su hija los últimos diez años de su vida —falleció el 26 de agosto de 1984— ejerciendo de ama de llaves de La Paisible.

Desde que contrajo matrimonio con Andrea Dotti, y tal como había prometido, Audrey no había vuelto a pisar un escenario. Sin embargo, cuando a principios de 1975 llegó a sus manos el guión de la película Robin y Marian, cambió de idea. A la actriz le atrajo no sólo la historia —la relación de un anciano Robin Hood con lady Marian, la mujer que siempre amó— sino la posibilidad de trabajar con el actor Sean Connery, ídolo de sus hijos a raíz de su papel de James Bond. Además, lady Marian era una mujer madura como la propia Hepburn y vivía en su plena madurez un hermoso romance. La actriz recibiría por esta película —cuyos exteriores se rodaron en Pamplona, Navarra, durante un tórrido verano— la nada desdeñable cantidad de un millón de dólares. De nuevo la crítica alabaría su regreso a la gran pantalla, tras nueve años de ausencia, con una interpretación calificada de única y memorable. Audrey diría sobre su papel: «Como cualquier actriz en el mundo, durante años mi sueño era trabajar con Sean Connery por su maravillosa apariencia, magnífica forma de actuar, su calidez, su versatilidad y, como no, su sex-appeal. Y conseguí mi deseo. La pena es que mi papel era el de una monja. Por fortuna, cuando Robin regresa de las cruzadas, en todo su esplendor, el velo de la monja parece venirse completamente abajo».

Audrey había rodado veinticuatro películas a lo largo de su carrera y el público no la había olvidado. A su edad seguía siendo la imagen perfecta de la elegancia, la discreción y el buen gusto. Pero, como ocurrió en su anterior matrimonio, su vida privada no era ni mucho menos idílica aunque tratara de mantener las apariencias sobre todo por sus hijos. La actriz tendría que reconocer, con gran dolor, que de nuevo se había equivocado y que en su vida privada no era feliz. Según dijo en una ocasión Sean, hijo de la actriz: «Mi padrastro era un psiquiatra brillante y un hombre divertido, pero también un mal tipo. No sabía ser fiel. No era una buena elección como marido para quien buscaba estabilidad». Andrea había llegado demasiado lejos, incluso invitando a sus amantes al piso que ambos compartían en Roma.

El divorcio de su segundo esposo comenzó a tramitarse a mediados de 1980. Esta nueva y dolorosa ruptura acabó para siempre con el sueño de la actriz de poder tener una familia tras el nacimiento de Luca. Había sacrificado su carrera en su momento de mayor popularidad, y se había instalado en Roma para estar cerca de él. Tras diez años de matrimonio la unión se rompió, y como en el caso de Mel, Audrey intentó que la relación de Luca con su padre no se viera muy afectada. «Sufrir un aborto es desgarrador, pero también lo es divorciarse. Probablemente es una de las peores experiencias por las que puede pasar un ser humano —declaró Audrey—. En mis dos matrimonios, aguanté con energía todo lo que pude por el bien de los niños, y por respeto al matrimonio. Uno siempre espera que si ama a alguien lo suficiente, todo irá bien; pero no siempre es cierto».

En 1980, en pleno proceso de divorcio, Audrey viajó a Los Ángeles donde vivía su hijo Sean, que ya tenía diecinueve años, e intentaba abrirse paso en la industria del cine. Durante su estancia se alojó en la casa de su buena amiga y confidente, Connie Wald. Y fue en una de las maravillosas cenas que la anfitriona organizaba para sus amigos del mundo del cine, donde Audrey conocería al actor holandés Robert Wolders. Además de un origen común, los dos vivieron el horror de la ocupación nazi en Holanda y atravesaban un difícil momento personal. Robert acababa de perder a su esposa, la hermosa y genial actriz Merle Oberon, veinticinco años mayor que él. En aquella velada, en la que pudieron hablar los dos en holandés, se sintieron cómodos y relajados, unidos por el desgarro y la tristeza.

En sus diez últimos años de vida, Audrey encontraría en Robbie —como ella le llamaba— al compañero perfecto. Aunque al conocerse su idilio se dispararon los rumores de boda, la pareja nunca contrajo matrimonio. «Fue un enamoramiento tan sólo amistoso. Ninguno de los dos tenía la cabeza como para enamorarse. Los dos atravesábamos un período difícil y triste. Pero entre nosotros surgió inmediatamente una gran amistad y una comprensión sincera», diría la actriz. La suya, como bien reconocería Audrey, no fue una historia de Romeo y Julieta, pero sí fue la relación más estable y profunda de la actriz; en Robbie encontró al fin el afecto y la seguridad que tanto había anhelado. Los dos acabaron viviendo en la casa de campo de La Paisible, rodeados de sus perros, disfrutando de sus paseos, yendo al mercado y compartiendo buenos momentos con los amigos. Cuando en una ocasión un periodista le preguntó cuál era su idea del cielo, Audrey respondió: «Mi idea del cielo es Robert, los chicos (odio las separaciones), los perros, una buena película, una comida fantástica… todo junto. Me siento realmente dichosa cuando esto sucede».

Después de haber llegado a lo más alto de su carrera, de haber trabajado con los mejores directores y actores, y ser una de las mujeres más admiradas del mundo, Audrey Hepburn estaba a punto de interpretar el papel del que se sentiría más orgullosa. «Siempre diferencié lo que era el trabajo y lo que representaba mi vida privada. Ser actriz no ha sido más que un trabajo, pero es ahora cuando disfruto más intensamente como persona, ayudando a los más débiles, a los niños», confesaba la actriz a sus sesenta años. En marzo de 1988 fue nombrada embajadora internacional de buena voluntad de UNICEF, trabajo por el que cobraría simbólicamente un dólar al año. La protagonista de Sabrina y Desayuno con diamantes, deseaba ahora utilizar su celebridad para ayudar a los niños más necesitados del mundo. En los siguientes cinco años, Audrey, en compañía de Robbie —nombrado su ayudante oficial—, viajaría por todo el mundo visitando más de veinte países, y entrevistándose con presidentes o jefes de Estado. Se tomó su trabajo en UNICEF con la misma entrega y disciplina con la que entró en el mundo del cine.

«Hasta el momento en que viajó a algunos de los países africanos más devastados por la guerra, los recuerdos más tristes de mi madre eran los de la pérdida de su padre y sus abortos», confesaba Sean. Nadie la había preparado para enfrentarse a la dura realidad que estaba a punto de descubrir.

De todos los países que visitó, Somalia le causó una profunda impresión. La actriz, que de niña había conocido el drama del hambre y las penurias, se veía reflejada en aquellos niños desnutridos que se acercaban a ella con una sonrisa en los labios. «Padecían anemia aguda, problemas respiratorios e hinchazón de las extremidades. En ese mismo estado me encontraba yo al finalizar la guerra en Holanda», diría muy afectada. En Somalia, un país que estaba atravesando una terrible sequía y hambruna, la actriz creyó que había llegado a las «puertas del infierno». Las imágenes de una Audrey Hepburn excesivamente delgada y desencajada por la impotencia, llevando en sus brazos a un niño esquelético, casi moribundo, darían la vuelta al mundo. Aquélla sería la última —y para ella la más importante— de sus misiones para UNICEF porque la actriz tendría que librar ahora otra dura batalla: un cáncer de colón.

El dolor que reflejaba el rostro de Audrey durante su estancia en Somalia no se debía sólo al espectáculo dantesco que presenció en el campo de refugiados de Baydhaba sino a los síntomas de la enfermedad que ya entonces padecía. Debido a sus obligaciones con UNICEF, Audrey había dejado de lado los chequeos médicos; se había olvidado de ella misma para centrarse en el dolor de los demás. «Al llegar 1992, el trabajo de mi madre para UNICEF se había vuelto extenuante. Los calendarios eran agotadores. En algunos casos, puesto que los billetes de avión eran gratuitos, mi madre y Robbie tenían que hacer numerosas escalas de camino a su punto de destino en algún país en vías de desarrollo. Eso hacía que el viaje fuese aún más largo; además ella daba conferencias sobre todo lo que había visto y averiguado, concedía entrevistas y se unía a la campaña de recaudación de fondos de UNICEF. Hacían esto varias veces al año, con unas pocas semanas de descanso para recuperarse del jet lag, y luego volvían a ponerse en marcha. Era un ritmo frenético que acabaría pasándole factura», afirma Sean en su biografía.

Cuando a finales de 1992 fue operada de un tumor maligno en el Cedars-Sinai Medical de Los Ángeles, los médicos descubrieron que el cáncer ya se había extendido al estómago y no había curación posible. Sean, que no se separó de ella ni un instante, fue el encargado de darle la fatal noticia: «Así que se lo conté, le conté lo que el médico nos había dicho, que no se podía operar porque el cáncer se había extendido. Ella desvió la mirada y dijo con calma: “¡Qué desilusión!”. Eso fue todo. Le cogí la mano, y me sentí impotente como no me había sentido nunca. En cierto modo, ése fue el día en que mi madre murió. Y los dos permanecimos sentados tranquilamente en aquella habitación, cogidos de la mano…».

Audrey le pidió entonces a Robbie y a sus hijos que la dejaran regresar a su hogar; quería morir en su casa de campo de La Paisible rodeada de sus seres queridos. «Quiero morir en mi casa de Suiza —les dijo—, ver de nuevo las montañas frente a un humeante fuego, estar con mis hijos y mi querido Robert». Antes de abandonar definitivamente Estados Unidos, Audrey sacó fuerzas para reunirse en la casa de Connie Wald con sus amigos más íntimos de Hollywood. A la reunión, celebrada el 9 de diciembre de 1992, acudieron a darle el último adiós Gregory Peck y su esposa Veronique, y el director Billy Wilder, que en una ocasión confesaría con su habitual sentido del humor: «Todo el mundo se enamoró de ella durante el rodaje de Sabrina, yo incluido. Tengo un problema, hablo en sueños y por fortuna el nombre de mi esposa es Audrey…».

Para la familia trasladar a Audrey en avión a su casa, como ella deseaba, era un asunto delicado porque las compañías aéreas no aceptan pasajeros enfermos. Los médicos les desaconsejaron el viaje porque en el estado tan delicado en el que la actriz se encontraba creían que no llegaría con vida a su destino. Sin embargo, sus deseos fueron cumplidos y el 20 de diciembre Audrey descansaba tranquila en su casa. Su amigo Hubert de Givenchy fletó un jet privado y lo llenó de flores para hacerle más llevadero el viaje desde California hasta Suiza. A ella, que nunca había derrochado, que se negaba a viajar en primera, aquel gesto de su incondicional amigo la conmovió. Cuando Sean se lo contó, sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría y de gratitud. Le pidió entonces que le llamara por teléfono para darle las gracias. Aunque apenas podía hablar, embargada por la emoción, le susurró: «Oh, Hubert… je suis touchée» («estoy emocionada»). Givenchy le respondió: «Tú has sido lo más importante de mi vida».

Aquellas Navidades fueron para Audrey, según sus propias palabras, «las mejores de mi vida», porque estaban junto a ella sus seres más queridos. «Mi madre —recordaba Sean— nos dijo que no nos enfadáramos. Que era normal, que la muerte formaba parte de la vida». El 20 de enero de 1993, Audrey Hepburn murió en su habitación de La Paisible, su hogar en los últimos treinta años, con la misma elegancia y discreción que la caracterizaron. Rodeada de los hombres más importantes de su vida —sus hijos Sean y Luca y su compañero sentimental Robbie—, la actriz dejó este mundo para pasar a la inmortalidad. Tenía sesenta y tres años y hasta el último momento de lucidez no pudo olvidar los rostros de los niños desnutridos de Somalia. El hambre en el mundo la obsesionaba y lamentaba no haber podido conocer al Dalai Lama, a quien creía «el ser más próximo a Dios en este mundo…». En 1994 Sean Ferrer y Luca Dotti, fundarían el Audrey Hepburn Children’s Fund para continuar el legado de su madre y ayudar a la infancia más necesitada.

El funeral de Audrey no pudo ser tan íntimo como deseaba su familia. Decenas de periodistas, curiosos y admiradores de la actriz siguieron en silencio el paso del cortejo fúnebre. La «princesa de Hollywood», como la prensa la apodaba, descansa en una sencilla tumba en lo alto del pequeño cementerio del pueblo de Tolochenaz. Desde allí se divisa su casa de La Paisible, el hermoso lago Leman y al fondo los Alpes. «La vida —confesaría Audrey en una ocasión— me ha dado mucho más de lo que nunca he soñado. No hubo grandes decepciones o esperanzas que no saliesen bien; no esperaba mucho, y por eso soy la mujer menos amargada que conozco».