El rodaje de la película Sabrina fue menos placentero que el de Vacaciones en Roma, en buena parte por la tensión existente entre los dos actores principales: Humphrey Bogart y William Holden. Bogart tenía entonces cincuenta y cuatro años, un carácter hosco y su afición a la bebida era de todos conocida; por su parte Holden, a sus treinta y cinco años, era el galán del momento. Desde el primer instante la rivalidad entre ambos fue bien palpable creando en el estudio un ambiente muy enrarecido. Audrey resistió como pudo el drama que se vivía más allá del plató. El rodaje comenzó en septiembre de 1953 y los exteriores se rodaron en una mansión en Glen Gove, Long Island. En medio del rodaje, Audrey vivió un apasionado romance con William Holden, un actor alcohólico y atormentado casado con la actriz Brenda Marshall y padre de dos hijos. Al parecer, la relación acabó el mismo día que finalizó el rodaje, cuando Holden le confesó a Audrey que se había hecho la vasectomía y no podría ser padre. La Hepburn, para quien formar una familia siempre fue prioritario, negó el idilio y aseguró que entre ellos sólo existía una gran amistad. Para Holden, sin embargo, Audrey fue el gran amor de su vida.
Tras el estreno de Sabrina —un moderno cuento de hadas en el que la hija del chófer de una familia de potentados fantasea desde niña con casarse con uno de los dos he rede ros—, Audrey regresó a los escenarios de Broadway para interpretar una obra junto a Mel Ferrer. El actor se había tomado muy en serio lo que le dijo Audrey en la fiesta en la que se conocieron, y en noviembre reapareció en su vida dispuesto a trabajar con ella en el teatro. Mel, que se acababa de divorciar de su esposa, le dio a leer a Audrey la adaptación teatral de Ondine, un relato de Jean Giraudoux. Audrey, que quería olvidar su relación con Holden, aceptó la propuesta sin pensarlo dos veces. La Paramount permitió a su estrella que representara la obra, pero sólo durante un período de seis meses. Audrey, siempre insegura y temerosa de no satisfacer al público, buscaría el apoyo emocional de Mel. La pareja acabó enamorándose y durante el tiempo que la obra permaneció en cartel, alquilaron juntos un apartamento en el barrio de Greenwich Village, en Manhattan, e incluso hicieron planes de boda.
La obra Ondine se estrenó el 18 de febrero de 1954 y Audrey recibió unas críticas inmejorables que destacaban, una vez más, su gracia y encanto en el escenario. Sin embargo, la actuación de Mel no convenció a los críticos. «Carece de intensidad, elegancia e imaginación», dijo de él The New Yorker. Por el contrario, destacaban de Audrey su interpretación «mágica, inteligente y admirable». Aquél sería un año inolvidable para la joven actriz que en la misma semana recibió su primer Oscar a la Mejor Actriz de 1953 por Vacaciones en Roma y unos días después el Tony por su papel protagonista en Ondine. A sus veinticuatro años, y en un tiempo récord, había conseguido triunfar en Hollywood y en Broadway. Mel estaba muy orgulloso por los premios que su prometida Audrey había recibido. Sin embargo, la baronesa Van Heemstra se mostraba fría y distante hacia su hija. En una ocasión dijo a un periodista: «No puedo presumir de mérito alguno por el talento que Audrey pueda tener. Si es talento de verdad, es de inspiración divina. Igualmente podría estar orgullosa de un cielo azul o de los cuadros flamencos expuestos en la Real Academia de Bellas Artes».
Cuando en el mes de julio la obra dejó de representarse, Audrey estaba agotada y al borde de una crisis nerviosa. Todo había sucedido demasiado rápido, y no le resultaba fácil digerir un éxito tan inesperado. «Yo no diría que he aprendido a actuar aún», comentaría con su habitual modestia. Audrey se mostraba cada vez más vulnerable y angustiada, a pesar de los premios y las ofertas de trabajo que se amontonaban sobre la mesa de su agente. Comenzó a fumar varios paquetes al día y su médico le recomendó que se tomara unas vacaciones de verdad. Por otra parte, Mel también la presionaba porque le había pedido matrimonio y esperaba una respuesta. Fue entonces cuando acompañada de su madre —quien siempre se opuso a este matrimonio por considerar al actor demasiado mundano— y de Mel, abandonó Nueva York y se instaló en un tranquilo refugio en Suiza.
El 24 de septiembre de 1954, Audrey Hepburn y Mel Ferrer se casaban en una capilla privada del siglo XIII en el pueblo suizo de Bürgenstock, junto al lago de Lucerna. Fue una ceremonia íntima y sencilla a la que acudieron apenas una veintena de invitados. Audrey lucía un vestido de organdí blanco de cuello redondo —diseñado por Givenchy— y un tocado de flores blancas en la cabeza. La luna de miel, debido a los compromisos de Mel Ferrer, se limitó a tres días tranquilos en un chalet suizo. A finales de septiembre, los recién casados viajaron a Roma donde el actor estaba rodando una película. Tras la boda, la pareja alquiló una casa cerca del pueblo de veraneo de Anzio, a unos cuarenta kilómetros de Roma. «La casa estaba situada en medio de unos viñedos y allí compartimos nuestra vida con algunas palomas, dos burros, tres perros y nueve gatos», recordaría Audrey. Cuando se casó, la actriz consideraba que el matrimonio era «un trabajo a tiempo completo», a todas luces incompatible con su profesión. Por esta razón, decidió recluirse en el campo y dedicarse a descansar, cuidar del jardín y aprender a cocinar platos italianos. Deseaba quedarse embarazada pues para ella ser madre era algo prioritario: «Nací con una enorme necesidad de afecto y con una tremenda urgencia de brindarlo. Cuando era pequeña solía avergonzar a mi madre intentando sacar a los recién nacidos de los cochecitos cuando iba por la calle. Soñaba con tener mis propios hijos. Todo en mi vida se reduce a una única cosa: no sólo recibir amor, sino la desesperada necesidad de darlo».
El 4 de febrero de 1955, Audrey acudió al estreno de Sabrina en París y su presencia en la capital francesa causó un gran revuelo. La película fue un éxito de crítica y de taquilla, y la Academia volvió a nominarla como candidata al Oscar a la Mejor Actriz por su papel de moderna Cenicienta. La actriz siempre se sentiría identificada con el personaje de Sabrina, una chica romántica, ingenua y soñadora como ella. En marzo, Audrey estaba embarazada y la posibilidad de ser madre la colmó de felicidad. Pero la alegría de la pareja duraría poco. La actriz sufrió un aborto espontáneo y tal como ella misma confesaría: «Aquél fue el momento en que estuve más cerca de volverme loca». Audrey, que cayó en una profunda depresión, intentó recuperarse en una tranquila casa de campo de tres plantas que alquilaron en Suiza, país donde la pareja fijó su residencia. Rodeada de la naturaleza y de sus perros, a los que adoraba, recuperó poco a poco el ánimo y la salud. Sin embargo, fue Mel —preocupado por su apatía— quien la convenció para que trabajaran juntos en una ambiciosa producción: la adaptación de la novela Guerra y paz, de Tolstói.
Mel Ferrer, con más veteranía que su esposa en el mundo del cine, parecía querer controlar la carrera artística de Audrey. Se convirtió, para malestar de muchos, en una especie de representante de la actriz, llegando a discutir los términos económicos de los contratos en paralelo con ella. Audrey y Mel, aunque compartían gustos y aficiones, eran en realidad muy distintos. Para la actriz —menos ambiciosa que su marido— la fama no tenía ninguna importancia y su carrera profesional estaba en un segundo plano. Le preocupaba más poder formar una familia, que el ser una aclamada estrella de cine. Mel nunca llegó a comprender que sus aspiraciones y las de su esposa eran del todo incompatibles. Cuando se anunció en julio de 1955 que juntos iban a protagonizar Guerra y paz, dirigida por King Vidor, comenzaron los rumores acerca de la influencia que Mel ejercía en su esposa para que ésta eligiera proyectos que beneficiaban su propia carrera.
Tras el complicado y agotador rodaje de Guerra y paz en la ciudad de Roma, a Audrey —que ya era una de las actrices mejor pagadas del mundo— le esperaba un proyecto que la volvería a conectar con su gran pasión: la danza. Se trataba de la película Una cara con ángel, dirigida por Stanley Donen. Aunque estaba cansada y deseaba recluirse de nuevo en su casa de Suiza, no pudo rechazar la oferta de cantar y bailar en un musical romántico junto a su ídolo, el gran Fred Astaire. «Puede ser la última y la única oportunidad que tenga para trabajar con la adorable y gran Audrey Hepburn. Y no voy a desaprovecharla. Punto», diría el legendario bailarín que acababa de enviudar y tenía cincuenta y siete años. Por su parte la actriz, para quien Fred Astaire era el mejor bailarín que había tenido Hollywood, estaba visiblemente nerviosa cuando lo conoció en el estudio. Los ensayos fueron realmente duros y Audrey tuvo que trabajar dieciséis horas diarias para estar a la altura de su compañero. Sin embargo, el veterano bailarín se lo puso muy fácil: «Cuando me encontré frente a esa leyenda y lo vi tan apuesto, elegante y distinguido, el corazón me dio un vuelco. Entonces, de repente, sentí una mano alrededor de mi cintura, y con su inimitable gracia y suavidad, Fred me levantó del suelo. Sentí la emoción con la que han soñado muchas mujeres en algún momento de su vida… bailar, aunque sólo fuera una vez, con Fred Astaire». Una cara con ángel fue un nuevo éxito de Audrey gracias no sólo a su interpretación sino a los elegantes y sofisticados trajes que le diseñó Givenchy, a la magnífica fotografía de Richard Avedon y a las simpáticas secuencias de baile donde la actriz pudo dar rienda suelta a sus emociones.
Audrey cumplió veintisiete años durante el rodaje de Una cara con ángel, y Fred Astaire celebró su cincuenta y siete cumpleaños. En la mayoría de las películas que la actriz rodó al comienzo de su carrera, los protagonistas masculinos le triplicaban la edad. Tras trabajar con Gregory Peck, Bogart, Henry Fonda y Fred Astaire, su siguiente pareja cinematográfica sería un envejecido Gary Cooper con quien coincidiría en su siguiente película, Ariane, de nuevo a las órdenes de Wilder. La diferencia de edad entre Audrey —que por su físico parecía una eterna adolescente— y sus parejas restaba credibilidad a las historias de amor que protagonizaba. Sin embargo, al público no parecía importarle demasiado este detalle porque cada nueva película era un rotundo éxito. Hasta que cumplió los treinta años a la encantadora Audrey no comenzaron a emparejarla con actores de su misma edad.
En 1957, Audrey decidió alejarse un tiempo de las cámaras de cine y televisión. Deseaba reflexionar sobre su futuro porque sentía que su carrera estaba estancada. Conocía el enorme éxito que había tenido Una cara con ángel en su estreno y las magníficas críticas que destacaban, como era habitual, su encanto y naturalidad. Pero Audrey estaba preocupada porque los papeles que había interpretado hasta la fecha eran muy repetitivos: o era una encantadora e ingenua adolescente que encandilaba a hombres mayores en comedias divertidas o una hermosa aristócrata en dramas de época como Guerra y paz. Así, cuando su agente le envió un telegrama proponiéndole un tipo de papel totalmente distinto de los que había hecho hasta entonces, y basado en una novela de gran éxito, Audrey aceptó leer el libro. Fue así como llegó a sus manos Historia de una monja, cuyas páginas devoró en apenas dos días.
Cuando finalmente Audrey aceptó interpretar a la hermana Lucas —papel pensado inicialmente para Ingrid Bergman—, se iba a enfrentar al personaje más profundo y complejo de toda su carrera. La novela y la película están basadas en la historia real de la religiosa belga Marie-Louise Habets, la auténtica «hermana Lucas» que durante nueve años trabajó en el Congo atendiendo a los más necesitados hasta que colgó los hábitos para trabajar como enfermera de guerra. Audrey tuvo la oportunidad de conocer en persona a Marie-Louise antes de rodar la película que cambiaría para siempre su vida. Desde el principio, se identificó con la protagonista de aquella historia: tanto la hermana Lucas como ella habían nacido en Bélgica, habían conocido el horror de la invasión nazi y sus conflictos internos se asemejaban bastante. Audrey era, a pesar de su carácter alegre, una mujer muy introspectiva como la monja que encarnaba. «Tuve muy poca juventud, escasos amigos, poca diversión y ninguna seguridad. ¿Acaso sorprende que me convirtiera en una persona introvertida?», diría en una ocasión.
Sin los magníficos trajes que Givenchy diseñaba para ella, sin apenas maquillaje y vestida tan sólo con un hábito de monja, la actriz tuvo que recurrir a la expresión de su rostro —sobre todo a su mirada— para manifestar el torbellino de emociones que vivió la hermana Lucas. Audrey se preparó a fondo para un papel que pasaría a la historia del cine. No sólo vivió unos días en un convento francés para conocer en carne propia la austeridad y la vida de recogimiento de las hermanas, sino que visitó un hospital para enfermos mentales y una leprosería en el río Congo. El rodaje de dos meses de duración en el antiguo Congo belga fue muy duro por las altas temperaturas —que oscilaban entre los 37 y los 54 °C— y las incomodidades que tuvo que sufrir todo el equipo. «Jamás he visto a nadie más disciplinado, amable y entregado a su trabajo que Audrey. No había en ella un ego desmedido, nunca pedía favores y mostró la mayor consideración hacia sus compañeros de reparto. Se ha demostrado a sí misma que es una gran actriz en un papel difícil y exigente», diría el director de la película Fred Zinnemann.
Aunque Audrey aguantó el calor y la humedad agobiantes, así como los insectos y las serpientes que la acompañaron durante todo el rodaje en el Congo, al regreso del viaje su salud se resintió. En Roma, donde continuó el complicado rodaje, Audrey sufrió un repentino cólico nefrítico. No hubo que intervenirla de urgencias pero se aplazó la filmación durante unos días. A pesar de estos contratiempos, y como confesaría más tarde su hijo Sean, para Audrey ésta fue su mejor película y el papel del que se sentía más orgullosa. Cuando se estrenó en julio de 1959, las críticas fueron muy elogiosas y todos coincidían en que su interpretación era una de las mejores hasta la fecha. Para Audrey, el viajar al corazón de África, el conocer de primera mano las necesidades de la gente, la transformaría interiormente, al igual que le había sucedido a la protagonista de la historia. En una carta dirigida a la autora de la novela, Kate Hulme, y a la antigua religiosa Marie-Louise Habets —con quien Audrey estableció una estrecha relación más allá de los días del rodaje— les decía: «Todo lo que os puedo decir es que cualquier parecido entre la Hepburn actual y la anterior al mes de enero de 1958 es puramente accidental. He visto, he oído y aprendido tanto, me han enriquecido tantas experiencias que me siento una persona distinta. Al ahondar en la mente y en el corazón de la hermana Lucas también he tenido que profundizar en mí misma…».
En el otoño de 1958, Audrey estaba de nuevo embarazada. Sin embargo, debido a un compromiso para actuar en una película dirigida por John Huston, no pudo reposar en su refugio suizo como era su deseo. La actriz mantuvo en secreto su estado y comenzó el rodaje de un extraño western titulado Los que no perdonan junto a Burt Lancaster. La película se rodaba en el desierto, a las afueras de Durango, México, en condiciones muy duras y rigurosas. Además del calor sofocante, el viento y el polvo, Audrey —que interpretaba a una poco convincente india kiowa— tenía que montar a pelo un semental árabe llamado Diablo. Aunque era una buena amazona, la actriz sufrió un grave accidente en una de las secuencias en las que montaba a Diablo. El caballo se encabritó y Audrey salió despedida cayendo aparatosamente en el suelo. Se fracturó cuatro vértebras y se lastimó los tobillos, una muñeca y los músculos de la espalda. El médico que la atendió en el plató pensó que no volvería a caminar. Pero el incidente se saldó con unas semanas de reposo, atendida, curiosamente, por Marie-Louise Hebets, la religiosa a la que encarnó en Historia de una monja. Un mes más tarde reanudó el rodaje y volvió a montar el mismo caballo tal como le había prometido al director.
Tras la aparatosa caída, la actriz pensó que podía haber perdido a su hijo, pero no fue así. Sin embargo, en el mes de mayo, tras el estreno de la película, sufrió un nuevo aborto. Según su biógrafo Donald Spoto, la actriz se puso de parto pero el bebé nació muerto. Audrey se sumió en una depresión y se recluyó en su casa de Bürgenstock para descansar lo que quedaba del año. Únicamente hizo una excepción para acudir al estreno londinense de Historia de una monja. Aquella noche lució como siempre muy elegante, pero se la veía triste y débil; tenía treinta años y parecía que había envejecido. «Deseaba tanto tener un hijo que mis abortos me resultaron más dolorosos que cualquier otra cosa en la vida, incluidos el divorcio de mis padres y la desaparición de mi padre». Se encontraba tan baja de moral y triste, que Audrey rechazó participar en una película a las órdenes de Alfred Hitchcock, con el que se había comprometido. La película tenía una escena muy dura de violación —que no estaba en el guión original— y no se vio con fuerzas para interpretarla. El director encajó muy mal su negativa, y en lugar de buscar otra actriz, renunció finalmente a hacer la película. Nunca la perdonó aunque, al parecer, pensó de nuevo en ella para protagonizar Los pájaros.
Fue en aquel momento delicado de su vida, cuando el matrimonio Ferrer viajó a Irlanda por motivos que nunca se hicieron públicos. Cuando Audrey regresó del Congo belga, su esposo Mel había conseguido localizar el paradero del padre de la actriz a través de la Cruz Roja Internacional. «Mi madre y él hablaban sobre ello a menudo, y Mel llegó a sentir que era un importante tema sin resolver en la vida de su esposa. Incluso, tras veinte años de ausencia, cuando Audrey se reencontró con su padre, éste fue incapaz de mostrar la profunda admiración y amor que sentía por ella», escribe Sean Ferrer en su biografía. Joseph Hepburn-Ruston vivía en Dublín con su segunda esposa, y aunque hacía veinticinco años que no veía a su hija, había seguido atentamente su ascendente carrera. No fue un encuentro fácil, y cuando estuvieron frente a frente, ninguno de los dos demostró la más mínima emoción. «El hombre que ella había añorado toda su infancia sufría un terrible bloqueo emocional que le incapacitaba para manifestar sus sentimientos. Y entonces mi madre lo hizo: se adelantó y lo abrazó, sabiendo perfectamente que eso iba a ser todo. Eligió perdonarlo, instintivamente, en un instante. No hubo lágrimas de alegría ante el reencuentro, sabiendo perfectamente que lo habrían hecho sentir incómodo, se las guardó para sí misma», recuerda Sean Ferrer en su libro. Audrey se despidió de él sabiendo que jamás podría reanudar una relación que había muerto mucho tiempo atrás, cuando ella sólo contaba seis años de edad. Hasta el final de sus días, la actriz le enviaría a su padre una pensión para ayudarle económicamente.
Durante un tiempo, Audrey Hepburn vivió alejada de las cámaras y del gran público que hacía largas colas para ver sus películas. Aquel merecido descanso dio al fin su fruto, y el 17 de julio de 1960 cumplió su sueño de ser madre. Tras dos abortos, nacía, en la maternidad de Lucerna, Sean Hepburn Ferrer, un niño sano, de cuatro kilos y medio. «No podía creer que realmente fuera mío y pudiera quedármelo», comentó la actriz. El pequeño fue bautizado por el padre Endiguer, el mismo que los había unido en matrimonio y que ya octogenario oficiaría el funeral de la actriz. Aunque a estas alturas la relación con Mel no atravesaba un buen momento, tras el nacimiento de Sean la actriz trataría de salvar su matrimonio: «Desde el momento en que tuve a Sean me aferré a mi matrimonio sólo por él, y cada vez me desagradaba más separarme de él para los rodajes. Aquélla era la verdadera Audrey. Las películas eran cuentos».