Aunque Audrey trabajó duro para estar a la altura de las demás alumnas de la escuela de madame Rambert, pronto se dio cuenta de que nunca llegaría a ser una primera bailarina. Durante meses alternó sus agotadoras clases con «todo tipo de trabajillos». Para ayudar económicamente a su madre, la actriz hizo de modelo publicitaria, anunciando jabones o champús. En el verano de 1948, el Ballet Rambert iniciaba una gira de varios meses por Australia y Nueva Zelanda. Cuando la profesora anunció los nombres de los bailarines que había elegido, Audrey sufrió una gran decepción al ver que ella no figuraba en la lista. La profesora le explicó lo que ella ya sabía: era demasiado alta —medía casi un metro setenta y era difícil encontrar para ella una pareja de baile— y había comenzado las clases cuando ya era mayor. Fue uno de los momentos más duros para Audrey. «Mi madre —escribe su hijo Sean en su biografía—, sencillamente, no podía competir con las bailarinas que habían recibido una preparación y alimentación adecuadas durante los años de la guerra. La guerra le había robado su sueño. Recordaba haber regresado a su habitación ese día y “deseado simplemente morir”. El sueño que había mantenido con vida su esperanza todos aquellos años, se acababa de desvanecer».
A finales de 1948, apremiada por la necesidad económica, la actriz cambió su aristocrático apellido por uno más discreto y a la vez más artístico: el de Hepburn. Con este nuevo nombre comenzó a buscarse la vida para trabajar en alguna representación teatral. No tardó mucho tiempo en encontrar un empleo aunque no era lo que buscaba. La actriz fue elegida entre tres mil aspirantes para trabajar como chica del coro en la adaptación londinense de la comedia musical High Button Shoes, que llevaba dos años en cartel en Broadway. Por primera vez, Audrey ganaba un sueldo, se relacionaba con chicas de su edad y sentía «una absoluta alegría de vivir» alejada de la férrea disciplina de las aulas. Cuando la obra se retiró de cartel, el empresario Cecil Landeau se había fijado en ella y la contrató para trabajar en una nueva revista musical, Sauce Tartare. Poco a poco, Audrey fue teniendo más protagonismo en el escenario llegando a bailar en algunos números musicales y a tener algunas frases como figurante.
Fue Cecil Landeau el primero que reconoció el talento de Audrey Hepburn como actriz y la apoyó en sus primeros pasos teatrales. La joven, decidida a convertirse en actriz, recibió lecciones de coreografía y locución, pero también aprendió arte dramático de la mano del renombrado actor británico Felix Aylmer. Aunque los musicales en los que actuó en aquellos años no le permitieron mostrar sus verdaderas aptitudes artísticas, su personalidad y carisma no pasaron inadvertidos para los críticos y espectadores. En las fotos que se conservan de aquellos años se ve a una muchacha de enormes y expresivos ojos, rostro angelical y una sonrisa cautivadora. Su físico, alta, delgada y estilosa, poco tenía que ver con el de las demás chicas que se subían a un escenario. Todos coincidían en que tenía «una frescura especial y una especie de belleza espiritual».
En el verano de 1950, Audrey, a sus veintiún años, conoció a un cazatalentos llamado Robert Lennard, quien le abriría las puertas al mundo del cine. Este brillante y astuto director de reparto de la Associated British Films, especialista en comedias, ofreció a la entonces desconocida actriz la oferta de rodar tres películas con su productora. Para Audrey, que por aquel entonces ganaba doce libras a la semana y que se encontraba en el paro, la oferta de Lennard le pareció un sueño. Su primer papel como actriz en la gran pantalla fue el de una vendedora de cigarrillos en Risa en el Paraíso. Tras esta película haría de recepcionista de hotel en una mediocre comedia titulada One Wild Oat, donde sólo aparecía en pantalla durante veinte segundos y decía una única frase: «Hotel Regency, buenas tardes». Los inicios de Audrey Hepburn no auguraban por el momento un gran futuro.
Entre 1950 y 1951, Audrey trabajó en seis películas donde apenas se la veía unos segundos. No podía elegir sus guiones y necesitaba trabajar para pagar las facturas ya que su madre se encontraba en el paro. «Si se suman en total mis intervenciones en aquel año no va más allá de una breve aparición», diría al respecto la actriz. Con la esperanza de que llegaran mejores papeles, la actriz renovó su contrato con la Associated British para hacer tres películas más. En la siguiente, Young Wives’ Tale, la actriz consiguió al menos estar presente en siete escenas de la película, aunque la relación con el director fue un infierno. La gran oportunidad le llegaría unos meses más tarde con un melodrama sobre los refugiados europeos en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, The Secret People. Fue hasta el momento su papel más importante y al menos sus conocimientos de danza le sirvieron de algo, ya que interpretaba a una joven estudiante de ballet que llegaba a ser una famosa bailarina.
En la primavera de 1951, cuando Audrey empezaba a despuntar como actriz, conoció a un apuesto caballero —siete años mayor que ella y un rico heredero— que se convertiría en su «eterno» prometido oficial. «Nos conocimos en un cóctel en Mayfair, en Les Ambassadeurs, y enseguida nos sentimos atraídos mutuamente. La invité a almorzar al día siguiente, no tardamos en enamorarnos y nos comprometimos a los pocos meses. Era mujer de un solo hombre, y tuvimos una relación de esa clase. Nos hicimos muy buenos amigos», confesaría James Hanson acerca de su idilio con Audrey Hepburn. Hanson era un aristócrata inglés que había servido durante la Segunda Guerra Mundial en el regimiento del duque de Wellington. Era alto, rubio, de gustos caros y tenía fama de vividor. Asiduo a las fiestas del mundo del cine, coleccionista de coches deportivos y jugador de golf, su última novia había sido la hermosa actriz británica Jean Simmons. La pareja inició así un inesperado romance y pronto hicieron planes de boda. La madre de Audrey desde el principio no vio con buenos ojos al adorable James debido a su mala fama de conquistador.
Cuando en mayo de 1951, Audrey llegaba a la Riviera francesa para participar en la película Americanos en Montecarlo —donde tenía un papel pequeño de apenas doce minutos— no imaginaba lo que aquel rodaje iba a significar para ella. Aunque la cinta fue un fracaso, quiso el destino que cuando la actriz se encontraba rodando unos exteriores en el lujoso vestíbulo del Hotel de Paris de Mónaco, pasara por allí la célebre novelista francesa Colette. Esta admirada y excéntrica escritora se encontraba de vacaciones en Montecarlo con su esposo, ambos invitados por el príncipe Rainiero. Colette tenía entonces setenta y ocho años y la artritis la obligaba a moverse en silla de ruedas o a guardar cama y a recibir continuos cuidados. Pero su mente seguía tan despierta como de costumbre. En Estados Unidos, los productores de la adaptación teatral para Broadway de su famosa novela corta Gigi, publicada en 1945, estaban buscando una actriz para el papel de protagonista. Cuando Colette entró en el vestíbulo y vio actuar a Audrey, exclamó: «Esta joven desconocida es mi Gigi francesa de la cabeza a los pies».
Colette y su marido invitaron a Audrey a la suite del hotel el mismo día que la conocieron. La actriz recordaba así aquel episodio que cambiaría su vida para siempre: «Me preguntaron si me gustaría interpretar la obra y yo les contesté: “¡No puedo, nunca he actuado en el teatro! Soy bailarina, nunca he hablado encima de un escenario”. Y Colette me dijo que siendo yo bailarina, podría hacerlo». La escritora acabó convenciendo a la insegura Audrey para que aceptara interpretar a su Gigi, un papel que tantas actrices habían codiciado. Todo sucedió muy rápido y aunque Audrey era aún muy inexperta, en su interior pensó que no podía desaprovechar aquella oportunidad que le brindaba la vida. Gigi fue el comienzo de su fulminante carrera al estrellato.
Los planes de boda con el apuesto James Hanson tendrían por el momento que aplazarse. Tiempo después, la actriz se sorprendía de cómo en aquel año de 1951 le llegó el éxito de manera inesperada: «Llegué a esta profesión de casualidad. Era una desconocida, insegura, inexperta y flacucha. Trabajé muy duro, eso lo reconozco, pero sigo sin entender cómo pasó todo». Antes de abandonar Londres para comenzar los ensayos de Gigi en Nueva York, la Paramount se fijó en ella y le hicieron unas pruebas para una película que iba a rodarse en Italia. Buscaban a una actriz europea que encarnase a una princesa que se enamora de un periodista estadounidense en Roma. Aunque durante un tiempo la primera opción para este papel había sido la británica Jean Simmons, las difíciles negociaciones con Howard Hughes, con quien tenía contrato, dieron al traste con el proyecto. Sin embargo, el veterano director William Wyler no tuvo ninguna duda de que era Audrey la candidata perfecta. Antes de partir a Estados Unidos, la inexperta y casi desconocida actriz había conseguido el papel de la princesa Anne en la película Vacaciones en Roma y un sueldo de 12.500 dólares.
A finales de octubre Audrey embarcó sola rumbo a Nueva York. Las siguientes semanas se sumergió por completo en los ensayos de Gigi, intentando ocultar sus nervios y angustia. Audrey no era una actriz de teatro y el tener que debutar en Broadway con un papel de protagonista la llenaba de inseguridad. Cuando finalmente el 24 de noviembre de 1951, la obra se estrenó en Broadway, su madre Ella y su prometido James Hanson se encontraban en primera fila para apoyarla. Tras la función, la baronesa acudió al camerino para abrazar a su hija aunque no le hizo el menor cumplido. «Cariño, lo has hecho muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que careces de talento», fueron sus únicas y poco halagadoras palabras. La reacción de los críticos hacia la obra fue más bien tibia, sin embargo todos alabaron la interpretación «espontánea, lúcida y cautivadora» de Audrey. A sus veintidós años, había pasado de ser una perfecta desconocida a una famosa y prometedora actriz. En tan dulce momento, James volvió a pedirle matrimonio y le regaló un anillo de compromiso. El 31 de mayo de 1952, tras seis meses de lleno absoluto, Audrey regresó a Europa para comenzar enseguida el rodaje de Vacaciones en Roma. Una vez más, la anunciada boda tendría que aplazarse.
A pesar del éxito que había cosechado en Nueva York, Audrey seguía siendo una actriz indecisa que tenía auténtico pánico escénico. «Era una estrella que no veía su propia luz», diría en una ocasión su hijo mayor Sean. Con esta incapacidad para ver sus mejores cualidades, y de nuevo inmersa en un mar de dudas, Audrey llegó a Roma para ensayar su papel. El director William Wyler consiguió convencer a Gregory Peck —entonces una consagrada estrella— para que aceptara el papel de periodista estadounidense en Vacaciones en Roma. Desde el primer momento, la química surgió entre los dos actores, tal como reflejan algunas escenas de la película. «En Audrey no había ni pizca de mezquindad ni de egoísmo. […] No era chismosa, traidora, mezquina ni ambiciosa, características que tanto abundan en este negocio. La verdad es que es muy fácil querer a Audrey», diría el actor. En un gesto de generosidad, Gregory Peck insistió en que su nombre y el de Audrey aparecieran en los créditos en la misma línea; estaba convencido de que la joven conseguiría un Oscar con aquel papel.
Por exigencia del director, la película se rodó en las calles de Roma, lo que implicó considerables problemas. El calor en verano era insoportable y la gente se apiñaba para ver de cerca a las dos estrellas. Pero a pesar de los contratiempos, y del perfeccionismo del director que les hacía repetir las escenas hasta la extenuación, Gregory Peck recordaría con especial cariño aquel rodaje. La película tuvo un rotundo éxito de crítica y de público, y de la noche a la mañana, Audrey alcanzó la fama. Tal como vaticinó Gregory Peck, consiguió el Oscar a la mejor actriz compitiendo con actrices de la talla de Ava Gardner y Deborah Kerr.
Aunque The New York Times, el 26 de agosto de 1952, anunciaba a sus lectores que la señorita Audrey Hepburn se casaba el 30 de septiembre, la actriz pospuso por tercera vez su boda. Al finalizar el rodaje en Roma, Audrey se encontraba agotada y en octubre iniciaba una gira por Estados Unidos con la obra Gigi. Abrumada ante esta situación, la actriz rompió su compromiso matrimonial con su novio James Hanson. Ahora, lo más importante en su vida era su carrera de actriz y no podía dedicarle tiempo a una relación amorosa. Para Audrey, el matrimonio era algo muy serio; deseaba tener hijos y poder estar junto a ellos; no quería repetir los errores de su madre, que se había casado y divorciado en dos ocasiones. Vacaciones en Roma supuso el despegue de su carrera, y el inicio de una profunda amistad con Gregory Peck. Aunque se especuló entonces con un romance entre ambos actores, nada más lejos de la realidad. En un tributo ofrecido al actor en el Kennedy Center de Washington, Audrey, muy emocionada, dijo de él: «Gregory Peck es el actor más auténtico de nuestro tiempo […]. A tu generosidad le debo mi carrera. Por tu coraje e integridad tienes mi más profundo respeto. Por tu amistad, bondad y humor, todo mi amor». Cuando Audrey estaba ya muy enferma, poco antes de morir, el actor le enviaba a diario un ramo de flores blancas y rosas, sus colores favoritos.
En el verano de 1953, Audrey viajó a Londres para el estreno en Gran Bretaña de Vacaciones en Roma. La baronesa Ella Van Heemstra organizó una cena en honor de su hija, e invitó a los actores y al personal de la Paramount. Entre los asistentes se encontraba el famoso fotógrafo y diseñador inglés Cecil Beaton, quien cayó rendido ante el encanto de Audrey. «Poseía un nuevo tipo de belleza —recordaría el diseñador—: boca grande, rasgos centroeuropeos, ojos muy pintados, pelo corto, uñas largas y pintadas, una figura maravillosamente ágil […]. Al instante descubrí su mágico encanto, y despierta una simpatía conmovedora, como si de una huérfana se tratara». Beaton se convirtió en su más rendido admirador y diseñaría para ella el maravilloso vestuario —y la escenografía— de su célebre película My Fair Lady.
Gregory Peck asistió a la cena en casa de Audrey en compañía de un amigo, el actor y director Mel Ferrer. Cuando le presentaron a la actriz, Mel se quedó impresionado por su belleza —«sus ojos me cautivaron», reconocería— y la felicitó por su actuación en Vacaciones en Roma; por su parte, ella hizo lo mismo, y alabó su interpretación en la inolvidable comedia Lilí (1953) donde Mel daba vida a un entrañable titiritero.
La realidad es que los dos actores congeniaron de inmediato y se sintieron muy atraídos. Ambos tenían gustos comunes; Mel era actor, escritor, bailarín, cantante y director. La diferencia de edad —doce años mayor que ella— no fue un obstáculo entre ellos aunque Audrey era una veinteañera ingenua y enamoradiza, y él, un hombre curtido por la vida, padre de cuatro hijos y casado en tres ocasiones.
«Lo conocí, me gustó, lo amé y me casé con él», diría Audrey recordando a Mel Ferrer. Cuando la actriz lo conoció en la fiesta que dio su madre en su honor, Mel era un actor de segunda fila que había intentado sin demasiado éxito triunfar en la meca del cine. Melchor Gaston Ferrer, como era su verdadero nombre, tenía entonces treinta y seis años y era un hombre esbelto, educado y apuesto que gustaba a las mujeres. Hijo de un respetado cirujano español y de una dama irlandesa de la alta sociedad de New Jersey, había nacido en Elberon pero creció en Nueva York. Mel estudió durante dos años en la prestigiosa Universidad de Princeton donde enseguida se vinculó a los proyectos teatrales de la universidad. En 1937, tras abandonar sus estudios universitarios y conseguir cierto éxito como escritor para niños, se casó con una escultora y aspirante a actriz, Frances Pilchard, con la que tuvo dos hijos. Un año después, y obligado por su precaria situación económica, el actor se trasladó a Broadway donde debutó como bailarín. Durante los siguientes dos años, Mel interpretaría papeles sin importancia en tres obras que se estrenaron en Broadway. Sin duda, su inestable carrera artística y su espíritu inquieto no le iban a proporcionar el éxito fulgurante que alcanzaría la Hepburn.
Hacia 1940, Mel, viendo que su carrera como actor no tenía demasiado futuro, trabajó en la radio y más tarde como escritor, productor y director de películas —poco memorables— para la Columbia Pictures. Mientras trataba de salir adelante, Mel se divorció de Pilchard y se casó con Barbara Tripp, con quien tuvo otros dos hijos. Su azarosa vida sentimental le llevó, en 1942, a casarse nuevamente con Frances Pilchard, que seguía siendo su esposa cuando conoció a Audrey aquel mes de julio. En 1953, Mel Ferrer, tras veinte años de profesión, había conseguido su primer éxito en la gran pantalla con la película Lilí, junto a Leslie Carol. Sin embargo, su carrera se encontraba en un punto muerto y no tenía en perspectiva ningún trabajo importante.
Más allá de la atracción que Mel sintiera por Audrey, el actor intuyó que su carrera podría relanzarse de la mano de aquella encantadora joven que se había enamorado de él como una colegiala. Audrey, que no había llenado el vacío emocional provocado por el abandono de su padre, encontró en Mel a un hombre maduro, atento y solícito con el que acabaría formando un hogar. Pero hasta que ese momento llegara, sus caminos se separarían debido a sus respectivas obligaciones profesionales. Mel debía regresar a Londres para completar el doblaje de su película Los caballeros del rey Arturo, y Audrey se marcharía con su madre a San Juan de Luz, en la costa vascofrancesa, para tomarse un merecido descanso antes de comenzar el rodaje de su siguiente película, Sabrina. Al despedirse, Audrey le dijo a Mel que si alguna vez encontraba una obra de teatro que creyera que podían hacer juntos, que por favor pensara en ella. Muy pronto, volverían a reencontrarse y para entonces la carrera de Audrey quedaría en un segundo plano.
Ya en su primera película, Vacaciones en Roma, Audrey destacó por sus exquisitos modales, su elegancia natural y el buen gusto a la hora de elegir su vestuario. En realidad, la actriz, tal como reconocían sus estilistas, «sabía más de moda que cualquier actriz del momento» y tenía muy claro la imagen que deseaba proyectar en la gran pantalla. Tenía el cuerpo de una maniquí —metro setenta y cincuenta centímetros de cintura— y podía permitirse vestir de manera sofisticada. Pero Audrey, tras su aspecto dócil, ocultaba una gran rebeldía y se negaba a seguir la moda; nunca quiso usar hombreras, llevar tacones altos y tampoco realzar su busto. En un tiempo en que en Hollywood reinaban actrices voluptuosas como Marilyn Monroe, su aspecto andrógino —cabello corto y escasas formas— era toda una novedad. Desde el principio, la actriz se tomó muy en serio el vestuario de sus películas, hasta tal punto que, con su característica amabilidad, dejó muy claro a los diseñadores que nunca se pondría un modelo que no hubiera recibido su aprobación. «Estilo es una palabra que se utiliza para definir muchas cosas. En el caso de mi madre, era una extensión de su belleza interior, apoyada en una vida de disciplina, respeto por los demás y esperanza en la humanidad. Era de líneas puras y elegantes, porque creía en el poder de la simplicidad. Si entonces fue atemporal fue porque apostaba por la calidad y si hoy en día sigue siendo un icono de estilo es porque una vez que encontró su look le fue fiel el resto de su vida. No cayó en la moda, y se reinventaba a sí misma cada temporada. Adoraba la moda, pero la utilizaba como una herramienta para complementar su imagen», dijo de ella su hijo Sean.
Tras el éxito de Vacaciones en Roma, a Audrey le llovían las ofertas para trabajar en Hollywood. Su siguiente película con la Paramount sería Sabrina, dirigida de nuevo por Billy Wilder y compartiendo cartel con dos actores consagrados: Humphrey Bogart y William Holden. Antes de comenzar el rodaje, Audrey y su madre se fueron a París para visitar el estudio de un diseñador francés que los estudios Paramount les habían recomendado. Se trataba de Hubert de Givenchy —discípulo de Balenciaga— que entonces tenía veintiséis años y junto a Christian Dior e Yves St. Laurent, era una de las grandes promesas de la alta costura francesa. La anécdota del primer encuentro entre la actriz y el famoso modisto forma ya parte de la leyenda de Audrey Hepburn. Juntos compartirían cuarenta años de complicidad y de sincera amistad.
A finales de julio, Audrey visitó de manera inesperada el taller de Givenchy para elegir algunos modelos para su película Sabrina. El ayudante del modisto anunció que acababa de llegar la señorita Hepburn, y éste salió a recibirla creyendo que se trataba de la famosa actriz Katherine Hepburn. Así recordaba el modisto el día que conoció a la que sería su mejor amiga y su musa: «Me encontré frente a una joven vestida como un gondolero. Me quedé petrificado. Pero me resultó todavía más sorprendente que me pidiera que creara su vestuario para su siguiente película, Sabrina. Entonces estaba demasiado ocupado para hacerlo. Pero su encanto me ganó y le aconsejé que eligiera alguno de los vestidos de mi colección. Ella me confesó que se había enamorado de mis vestidos cuando rodó en Francia Monte Carlo Baby, pero que no podía comprarlos». Audrey se llevó consigo un traje de lana gris, un largo y ceñido vestido blanco de fiesta sin tirantes, bordado con flores, y con una larga cola que se podía desabrochar y un vestido negro de cóctel con cuello marinero que iba atado a los hombros con pequeños lazos. Desde aquel primer encuentro, Givenchy y Audrey crearían juntos un estilo legendario que convertiría a la actriz en un icono de la moda.
Fue a partir de su película Una cara con ángel (1956), cuando Audrey incluyó una cláusula en todos sus contratos por la cual se indicaba que Givenchy diseñaría su vestuario. El traje negro y el pequeño sombrero que la actriz luciría en su película más famosa, Desayuno con diamantes, lanzaría a Givenchy a la fama en Estados Unidos. A partir de ese momento, la imagen de la actriz cambió para siempre. El modisto —gracias a sus diseños geométricos y discretos— resaltó su sencillez, elegancia, estilizada figura y su aire andrógino. Los vestidos de Givenchy que Audrey lucía fuera de la gran pantalla, la situaron muy pronto entre las mujeres mejor vestidas del mundo. A la actriz llevar la ropa de Givenchy le aportaba seguridad: «Cuando llevo una blusa blanca o un vestido creado para mí, tengo la sensación de sentirme protegida, y esa protección es muy importante para mí. Sólo con su ropa me siento yo misma».
Cuando a Givenchy los periodistas le preguntaban si se sentía orgulloso de haber creado el «estilo Hepburn», él declinaba galantemente semejante mérito. No se cansaba de repetir que Audrey era su musa, pero que era ella quien había creado su propio estilo: «Audrey era una persona muy rigurosa y una gran profesional. Nunca llegaba tarde y nunca cogía rabietas. Al revés que muchas de sus ilustres colegas, no se comportaba como una estrella mimada. Sabía perfectamente cómo moldear su imagen fuerte e independiente. Siempre añadía algo a los modelos que diseñaba para ella, algún detalle personal que realzaba el conjunto. […] Tenía todo: encanto, glamour y una elegancia sobria. Audrey resplandecía igual con un vestido de fiesta como con unas mallas de baile. Su personalidad era más fuerte que su propio vestido».