La infancia de Audrey estuvo marcada por el abandono de su padre cuando ella tenía seis años. Con un padre ausente, la influencia de su madre, la baronesa Ella Van Heemstra, forjaría su verdadero carácter, mucho menos dulce de lo que parecía en la gran pantalla. La señorita Hepburn heredaría la exquisita educación y elegancia que le transmitió la baronesa —como gustaba que la llamara— aunque su relación con ella no sería fácil. «Mi madre no era una persona cariñosa. Era una madre fabulosa, pero había recibido una educación victoriana basada en una gran disciplina y una gran ética. Era muy estricta, muy exigente con sus hijos. Guardaba mucho amor en su interior, pero no siempre era capaz de exteriorizarlo», confesaría la actriz.
Ella Van Heemstra era una aristócrata holandesa hija del barón Aernoud Van Heemstra, en su época gobernador de la Guayana holandesa (Surinam). La familia, de rancio abolengo, poseía una considerable fortuna así como un notable prestigio social por su estrecha relación con la familia real holandesa. Audrey dijo en una ocasión que su madre creció «queriendo más que nada ser inglesa, delgada y actriz». A la baronesa, una mujer hermosa, inteligente y dotada de una voz privilegiada, le hubiera gustado ser cantante de ópera o actriz pero su linaje —y la oposición de su padre— se lo impidió. A los diecinueve años se casó con el honorable Hendrik Van Ufford, un aristócrata y hombre de negocios que trabajaba como ejecutivo en una compañía petrolera de las Indias Orientales holandesas (Indonesia). La pareja se trasladó a vivir a Batavia (Yakarta) donde nacerían sus dos hijos varones, Ian y Alexander.
En 1925, tras cinco años de matrimonio, Ella se divorció de su esposo y regresó a Holanda. En ese momento, a sus veinticuatro años, era una madre soltera con dos hijos a su cargo. Sin embargo, su situación no era del todo mala ya que poseía un título nobiliario, tenía un hogar confortable y una niñera cuidaba de sus pequeños. A pesar de disfrutar de una vida rodeada de privilegios, la baronesa decidió poco tiempo después regresar a Batavia para reencontrarse con un caballero inglés al que había conocido mientras su matrimonio hacía aguas. Se trataba de Joseph Hepburn-Ruston, un hombre apuesto y cultivado, once años mayor que ella, que por entonces estaba casado con una dama holandesa llamada Cornelia Wilhelmina Bisschop. Nacido en Onzic, Bohemia, Joseph no era ni banquero ni irlandés como apuntan algunos biógrafos; más bien un aventurero que nunca tuvo un trabajo estable.
El 7 de septiembre de 1926, Joseph —tras conseguir el divorcio de su anterior esposa— contrajo matrimonio con Ella en una iglesia de Batavia. La luna de miel duró apenas unos meses y pronto la baronesa descubrió que su flamante esposo era en realidad un aventurero que se había casado con ella atraído por su fortuna y su título nobiliario. Un año después de la boda, comenzaron las peleas entre la pareja a causa del dinero, la pereza de Joseph y sobre todo de la indiferencia que éste sentía hacia los hijos de Ella. Ante esta situación, a finales de 1928 la baronesa decidió regresar a Inglaterra donde esperaba que su familia consiguiera un trabajo a su marido. Fue su padre, el barón Van Heemstra, quien encontró un empleo a su yerno en una compañía de seguros inglesa con sede en Bélgica. De nuevo Ella hizo las maletas y se trasladaron a Bruselas donde se instalaron en una confortable casa de dos pisos de la rue Keyenveld.
El 4 de mayo de 1929, Ella dio a luz a una niña a la que bautizó como Audrey Kathleen Ruston. La pequeña fue inscrita en el viceconsulado británico de Bruselas y a lo largo de toda su vida mantendría la nacionalidad británica. «Si tuviera que escribir mi propia biografía —diría en una ocasión la actriz— empezaría así: “Nací en Bruselas, Bélgica, el 4 de mayo de 1929… y morí seis semanas más tarde”». La recién nacida estuvo al borde de la muerte al contraer una grave tosferina. Su madre, seguidora en aquella época de la Ciencia Cristiana —movimiento que se opone al uso tradicional de medicamentos—, no la llevó al médico. En su lugar, rezó junto a ella día y noche. Por desgracia la afección empeoró y, finalmente, tras un violento ataque de tos, la niña dejó de respirar. La baronesa al ver que su hija se iba amoratando la reanimó dándole la vuelta y propinándole repetidas palmadas en las nalgas. Ese día Audrey volvió a nacer. Aparte de este incidente, la actriz consideraba que su vida había sido más bien corriente.
La infancia de Audrey, tal como ella misma recordaba, estuvo marcada por los cambios de residencia y las continuas peleas de sus padres que la convirtieron en una niña introvertida y muy sensible. La familia vivió durante dos años en la elegante casa de la rue Keyenveld, y después se trasladaron a una residencia más modesta en la cercana población de Linkebeek donde Audrey pasó sus mejores años. Cuando la actriz vino al mundo, sus hermanastros, Ian y Alex, contaban ocho y cuatro años respectivamente. Durante su solitaria infancia, ellos serían sus únicos compañeros de juego.
La pequeña Audrey adoraba a su padre aunque éste no le prestara demasiada atención. Joseph, cada vez más refugiado en su trabajo, tenía que viajar a menudo a Londres y su esposa se quedaba sola al frente de la familia. La educación de Audrey recayó exclusivamente en la baronesa; fue ella quien le enseñó a leer y a dibujar, a disfrutar de la buena música, al tiempo que le inculcaba una férrea disciplina, fruto de su ética calvinista. «De pequeña —recordaba Audrey— me enseñaron que era de mala educación llamar la atención y que jamás de los jamases debía ponerme en evidencia. Todavía me parece oír la voz de mi madre diciéndome: “Sé puntual”, “Acuérdate de pensar primero en los demás”, “No hables demasiado de ti misma. Tú no eres interesante; son los demás los que cuentan”».
Con el paso del tiempo, las desavenencias entre el matrimonio se hicieron insoportables. Joseph se fue distanciando cada vez más de su mujer y de su hija. Se había vuelto un hombre vago, taciturno y deprimido a quien no le importaba depender económicamente de su esposa. Apenas se ocupaba de su hija por la que no mostraba el más mínimo afecto, algo que marcaría profundamente a la actriz. Ante esta situación, los padres de Audrey decidieron inscribir a su hija en un internado en Inglaterra, como era costumbre entre las familias acomodadas. En 1935, con cinco años, la niña fue matriculada en una escuela privada femenina en Elham, en el condado de Kent. Era la primera vez que se separaba de su familia, y no le resultó fácil adaptarse a la disciplina de la escuela y a vivir entre extraños. Se encontraba interna en el colegio cuando a finales de mayo de aquel año, poco después de su cumpleaños, su padre hizo las maletas y se marchó de casa sin despedirse de nadie. Fue uno de los momentos más duros en la vida de la actriz, y un golpe del que jamás se recuperaría: «Yo adoraba a mi padre […] Verme separada de él me resultó terrible. Al abandonarnos, mi padre nos volvió inseguras, puede que de por vida». Audrey tampoco olvidaría la tristeza de su madre, que hasta ese momento había sido el auténtico pilar de la familia: «Miras el rostro de tu madre y está cubierto de lágrimas, y te sientes aterrada […] Observar a mi corta edad su angustia fue una de las peores experiencias de mi vida. Lloró durante días, hasta tal punto que pensé que jamás pararía».
Aunque se desconocen las verdaderas causas de la separación, según algunas fuentes Joseph había despilfarrado casi todo el fideicomiso de Ella y una buena parte del dinero que su suegro le había confiado como dote matrimonial. Otros aseguran que se había convertido en un alcohólico. Dado que los protagonistas principales de la historia evitaron cualquier comentario, resulta imposible saber con certeza qué circunstancias provocaron su distanciamiento. Sean Ferrer, en un hermoso libro —titulado Audrey Hepburn, un espíritu elegante— que recopila recuerdos y documentos privados de la actriz, describe así a su abuelo: «[…] nunca fue banquero y la triste realidad es que nunca conservó ningún empleo. Era un auténtico diletante y muy brillante en ello; jinete consumado y piloto de aeroplanos, hablaba trece idiomas, poseía un conocimiento humanista de muchos temas y tenía pasión por la originalidad».
La realidad es que Audrey no volvería a ver a su padre hasta 1939, durante unas vacaciones en Inglaterra y cuando estaba a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial. Más adelante la actriz reconocería que aquel suceso marcaría sus futuras relaciones con los hombres: «… siempre me sentí muy insegura con respecto al cariño y muy agradecida por el amor recibido. Pero el abandono de mi padre en 1935 permaneció conmigo a lo largo de todas mis relaciones. Cuando me enamoré y me casé, siempre viví con el miedo de que me abandonaran». La baronesa pensaba que encontrándose Audrey interna en Londres, su padre —que tras el divorcio se había instalado en Inglaterra— la visitaría con cierta frecuencia. Sin embargo, a lo largo de los tres años que pasó en el internado, su padre nunca acudió a verla. «Si le hubiera podido ver regularmente —recordaría más tarde la actriz—, habría sentido que me amaba y me habría parecido que tenía un padre».
Aunque Audrey nunca habló mal de su padre, lo cierto es que toda su vida se avergonzó por las simpatías que sus progenitores sentían por el fascismo emergente en Europa. En la primavera de 1935, sus padres recaudaron fondos e hicieron proselitismo a favor de la Unión Británica de Fascistas, que dirigía el ex ministro laborista sir Oswald Mosley. Unos días más tarde, Ella y Joseph almorzaron en Munich con Hitler, acompañados de varios de los seguidores más incondicionales de Mosley. Al parecer, el precipitado regreso de Joseph a Inglaterra fue debido no sólo a sus desavenencias conyugales, sino a la creciente simpatía que sentía por la ideología nazi y la posibilidad de colaborar con Mosley en su nuevo partido. Hay que decir que, en 1937, la madre de Audrey rompió todo contacto con la Unión Británica de Fascistas a medida que este movimiento mostraba su cara más violenta y malvada. Con el paso de los años, Ella llegó a lamentar su apoyo a Mosley, incluso el encuentro que ella y su ex marido tuvieron con Hitler en Munich.
Fue aquélla una etapa especialmente dura para Audrey, que se encontraba lejos de casa, y se sentía abandonada por su padre. Su carácter introvertido tampoco encajaba con el de sus compañeras de internado, más extrovertidas y competitivas. La pequeña se refugió en aquello que más le gustaba: la lectura, la música, la vida al aire libre y sobre todo la danza. A los seis años, Audrey descubriría su amor por la danza, y en la disciplina del baile clásico encontraría, según sus propias palabras, una «poción mágica», su verdadera razón de existir. La directora de la escuela le confirmó a la baronesa que su hija tenía un gran talento para la danza y que merecía la pena que siguiera tomando clases. A pesar de la difícil situación personal por la que atravesaba, Ella decidió ayudar a su hija a convertirse en una bailarina profesional como era su sueño.
En el verano de 1939, cuando Audrey comenzaba a sentirse más feliz en el internado, su destino de nuevo dio un giro inesperado. El 3 de septiembre, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania, dando comienzo la Segunda Guerra Mundial. La baronesa, preocupada por la seguridad de su familia, creyó que en Holanda, un país neutral, estarían a salvo de las tropas nazis. Le pidió al padre de Audrey que ayudara a su hija a abandonar cuanto antes Inglaterra. Sean Ferrer recordaba aquel episodio tal como su madre se lo contó: «La última vez que mi madre había visto a su padre fue al inicio de la guerra, cuando ella pasaba el verano en una granja de Inglaterra. El día que se declaró la guerra, él fue a buscarla al internado y la llevó a toda prisa a un pequeño aeropuerto en Sussex, donde subió a uno de los últimos aviones que salían del país. Audrey recordaba que el avión era naranja, el color nacional de los Países Bajos, que era el destino del avión. La visión distante de su padre al despegar el avión quedaría para siempre grabada en su memoria».
Audrey se reunió con su madre y sus hermanos en un pequeño apartamento en el pueblo de Arnhem. Los Van Heemstra celebraron aquella Navidad ignorando los peligros que les acechaban. En contra de lo previsto por la baronesa, el 10 de mayo de 1940 el ejército de Hitler invadió el país sin previo aviso. Audrey acababa de cumplir once años y la noche anterior había asistido al teatro con su madre para ver actuar a su ídolo, la gran bailarina Margot Fonteyn. Comenzaba para ella y los suyos una terrible pesadilla: «Si hubiéramos sabido que la ocupación duraría cinco años, tal vez todos nos habríamos suicidado. Pensábamos que aquello terminaría en una semana, seis meses o un año… Así fue como conseguimos sobrevivir».
Holanda, provista de un ejército inexperto, se rindió al enemigo sin apenas presentar resistencia. Comenzaban cinco terribles años de ocupación durante los cuales morirían miles de holandeses, entre ellos, algunos parientes y amigos de Audrey. En los primeros meses, a la familia Van Heemstra se le autorizó a permanecer en su hogar, pero en 1942 los alemanes confiscarían la mayor parte de los bienes de la familia, incluidas propiedades, cuentas bancarias, objetos de valor y residencias. Por entonces, Audrey vivía con su madre, sus hermanos, su tía Miesje y su tío Otto en la finca de Zijpendaal propiedad del barón. A la señora Van Heemstra le preocupaba que su hija fuera ciudadana británica y que apenas hablara correctamente el holandés. Ella sabía que si las tropas alemanas descubrían su verdadera nacionalidad la podían arrestar o deportar. Fue entonces cuando se le ocurrió cambiar la identidad de su hija a la que matriculó en el colegio local con el nombre de Edda Van Heemstra: «Mi verdadero nombre nunca fue Edda Van Heemstra. Ése fue el que utilicé en el colegio porque mi madre lo creyó más adecuado mientras durara la ocupación alemana. El mío sonaba demasiado inglés». Audrey no tuvo más remedio que aprender a marchas forzadas el holandés y se cuidó mucho de hablar inglés en público.
Cuando ya era una reconocida actriz, Audrey comentaría acerca de su singular acento: «Durante ocho años de mi formación (desde 1939 hasta 1947) hablé holandés. Mi madre es holandesa, y mi padre, inglés, pero yo nací en Bélgica. Así pues, en casa oía hablar inglés y holandés, y en la calle, francés. No hay un idioma que me permita relajarme cuando estoy cansada, porque mi oído nunca se ha acostumbrado a una única entonación. Eso se debe a que no tengo una lengua materna, y es la razón de que los críticos cinematográficos me acusen de tener un curioso modo de hablar». Fueron aquellos años de la ocupación, cuando Audrey se convirtió en políglota, los responsables de su singular dicción. «La elegante entonación entrecortada, la ondulación casi musical de sus frases y la prolongación de las vocales internas marcarían el inglés de Audrey en su etapa adulta. Su forma de hablar era sui géneris y siempre escapó a cualquier comparación: ninguna voz podía confundirse con la suya», afirma su biógrafo, Donald Spoto.
Durante la guerra, la danza se convirtió en la principal actividad de Audrey. Su madre la matriculó en el conservatorio de música y danza de Arnhem donde la joven prosiguió con sus estudios y clases de ballet ante la atenta mirada de una experta profesora, la veterana bailarina Winja Marova. Muy pronto comenzaron a escasear los productos de primera necesidad. Apenas había combustible para la calefacción y se requisaron las bicicletas —medio de transporte habitual en el país— para fundirlas y hacer munición. En el crudo invierno, muchos ciudadanos se vieron obligados a talar árboles de los parques para utilizar como leña y a saquear las casas abandonadas en busca de cualquier objeto que pudieran vender en el mercado negro. El país, que hasta entonces había gozado de un alto nivel de vida, no tardó en quedar sumido en la pobreza y la enfermedad.
«Quedarnos sin comida, temer por la propia vida, los bombardeos… todo ello me ha hecho valorar la seguridad y la libertad […] La guerra me convirtió en una persona fuerte y terriblemente agradecida por lo bueno que vino después…», escribiría Audrey años más tarde. La guerra dejaría graves secuelas en la actriz, no sólo psíquicas sino físicas. Su familia conoció, como los demás, las penurias y el hambre, viviendo largos períodos sin leche, mantequilla, huevos, azúcar o carne, lo que provocó en la actriz una anemia aguda. En aquellos años de escasez, Audrey acudía a sus clases diarias de ballet con el estómago vacío lo que le produjo más de un desvanecimiento. Los médicos alertaron a la baronesa de que su hija sufría malnutrición y le previnieron sobre la delicada salud que padecería el resto de su vida.
A medida que se prolongaba la guerra, Audrey no sólo conoció el hambre sino las deportaciones de los judíos holandeses hacia los campos de concentración nazis que dieron comienzo en 1942. Aquellas imágenes impactaron fuertemente a la joven: «Familias con criaturas pequeñas, todos eran arrojados en vagones de ganado, vagones de madera cerrados con una sola abertura en el techo. Aquellos rostros con miraban con espanto», recordaba Audrey. La actriz siempre se sintió muy identificada con su compatriota holandesa Ana Frank, la niña judía que había nacido en el mismo año que ella, con un mes de diferencia. Ana pasó cuatro años escondida junto a su familia hasta que finalmente fue descubierta y deportada a un campo de concentración donde murió. La lectura de su famoso libro El diario de Ana Frank —del que Audrey podía citar párrafos enteros— la afectó profundamente y le hizo rememorar la crudeza de la guerra durante la ocupación nazi. «Ana Frank y yo nacimos el mismo año, vivimos en el mismo país, sufrimos la misma guerra, excepto que ella estaba encerrada y yo estaba fuera. Leer su diario fue como leer mis propias experiencias desde su punto de vista. Me dejó tan destrozada que jamás he vuelto a ser la misma». Cuando años más tarde le ofrecieron interpretar el papel de Ana Frank, tras una cuidadosa consideración lo rechazó. No se sentía con fuerzas para regresar a los escenarios donde transcurrió la guerra y perdió a sus seres más queridos.
Toda la familia de Audrey, al igual que miles de holandeses, luchó con gran valor contra el invasor, y algunos pagaron con su vida. La actriz, con trece años, presenció el fusilamiento de su querido tío Otto, hermano de su madre y activista de la resistencia. Su hermano Alexander fue hecho prisionero y estuvo desaparecido hasta el final de la guerra. Ian, el menor, que entonces contaba dieciocho años, fue uno de los líderes de la resistencia local y también fue capturado y deportado a Alemania donde le obligaron a trabajar en una fábrica de munición. La madre de Audrey colaboraría activamente con la resistencia llegando a ocultar en su casa a miembros clandestinos. «En mi adolescencia —diría la actriz— presencié el indefenso terror humano, lo vi, lo oí y lo sentí. Es algo que no desaparece. No fue una pesadilla, yo estuve allí y todo eso ocurrió».
Durante los casi seis años que duró la contienda, la danza clásica fue para Audrey su único refugio. Muy pronto destacó entre las demás alumnas del conservatorio de Arnhem, un centro desde donde se apoyaba al movimiento clandestino holandés. Como otros tantos niños de su edad, Audrey arriesgó su vida llevando mensajes ocultos en los calcetines, y sirviendo de enlace con los pilotos aliados derribados. También ofrecía junto a otras compañeras espectáculos en la clandestinidad para recaudar fondos. Todo se tenía que hacer con la mayor discreción. «En las casas se reunía a la gente —recordaba la actriz— y para no despertar sospechas no había aplausos. Actuábamos sin apenas luz y con las contraventanas cerradas para no levantar sospechas. Uno de mis amigos tocaba el piano y mi madre hacía el vestuario a partir de cortinas viejas. Yo, además de bailar, hacía las coreografías. Era de lo más normal que los niños holandeses se arriesgaran a morir para salvar la vida de miembros de la resistencia».
En otoño de 1944, en Arnhem se libró una de las batallas más cruentas de toda la guerra. La ciudad quedó reducida a escombros y miles de soldados británicos y numerosos civiles murieron en la ofensiva. La revancha de los alemanes contra la población civil fue muy dura, obligando a sus habitantes a evacuar la ciudad en veinticuatro horas o se les dispararía en el acto. «Mi madre y yo nos dirigimos a la casa de campo que mi abuelo tenía en Velp. Pasábamos días enteros sin comer, tiritando de frío en una casa sin luz ni calefacción», recordaría Audrey. Fue el invierno más duro de todos cuantos vivieron durante la contienda; no había nada que llevarse a la boca y para sobrevivir llegaría a comer bulbos de tulipán y ortigas. Durante casi un mes, Audrey y su familia se ocultaron en el sótano de la casa por miedo a los frecuentes bombardeos.
Audrey nunca olvidaría la fecha del 4 de mayo de 1945. Aquel día cumplía dieciséis años y el mejor regalo que pudo recibir fue descubrir que la guerra había acabado. «Corrí a la ventana y vi el primer contingente de soldados británicos. Para mí la libertad tiene un olor especial: el de los cigarrillos y la gasolina ingleses. Cuando salí a saludarlos y darles la bienvenida, olí su combustible como si fuera un perfume muy especial y les pedí un cigarrillo, aunque me hizo toser». Holanda había sido liberada, y la larga pesadilla tocaba a su fin. La familia Van Heemstra lo había perdido todo: su casa, sus tierras, su dinero, pero estaban todos vivos. Pocos días después de la liberación, Alexander —y más tarde Ian— regresó a Arnhem. Los recuerdos de la ocupación perdurarían toda la vida pero aquella experiencia la ayudó a madurar y fortaleció su carácter. Al finalizar la guerra, Audrey estaba desnutrida y muy débil, tal como ella misma recordaba: «Durante el último invierno de la guerra no tuvimos nada de comida. Acabé la guerra sumamente anémica, asmática y con todos los síntomas que acarrea la desnutrición. Padecí un edema grave… es una inflamación en las extremidades». Audrey pesaba cuarenta y cinco kilos y había tenido que limitar sus clases de baile debido a su frágil salud.
Poco a poco, Holanda fue recobrando la normalidad, pero el país estaba devastado. La señora Van Heemstra no había tenido noticias de su esposo y ni siquiera sabía si estaba vivo. Audrey ignoraba entonces que al comenzar la guerra, su padre había sido encarcelado en Gran Bretaña —sin juicio alguno—, acusado de simpatizar con el régimen nazi. Joseph Hepburn-Ruston pasaría tres años en prisión en Inglaterra y dos en un campo de detención en la isla de Man. En 1946, la baronesa se trasladó con su hija a Amsterdam donde alquiló un pequeño apartamento. Deseaba que Audrey continuara con sus clases de danza y, para poder hacer frente a los gastos, se puso a trabajar como cocinera. La maestra de la joven era la afamada e innovadora profesora de origen ruso Sonia Gaskell, que había estudiado y trabajado con el gran Diáguilev. La señora Gaskell pronto vio las enormes posibilidades que tenía Audrey pero al mismo tiempo le preocupaba su extremada delgadez y el que tuviera diecisiete años. Tendría que luchar muy duro para conseguir ser una bailarina profesional.
En aquellos meses, los estragos de la guerra pasaron factura a Audrey, que sufrió la primera de las profundas depresiones que la afectarían a lo largo de toda su vida. Desde muy niña había padecido todo tipo de penalidades: las peleas de sus padres, la soledad de un internado, el abandono de su padre y la guerra de la que creyó que no saldría con vida. No le resultaba fácil relacionarse con la gente —y mucho menos con los chicos de su edad—, y se sentía acomplejada por su físico: «Había pasado los años de guerra privada de alimentos, dinero, libros, música y vestidos y empecé a compensarlo comiendo todo cuanto veía, en especial chocolate. Me puse gorda y fea como un globo». En el otoño de 1946, la actriz había alcanzado los sesenta y ocho kilos, un peso poco apropiado para una bailarina. Con una estricta disciplina y algo de dieta, consiguió quedarse en cincuenta y cinco kilos, un peso que mantendría hasta bien entrada su madurez.
Su profesora Sonia Gaskell, viendo las aptitudes excepcionales de la muchacha, le recomendó que acudiera a Londres para cursar estudios avanzados de danza en la prestigiosa escuela de ballet de Marie Rambert. La baronesa, siempre dispuesta a apoyar a su hija —y con apenas cincuenta libras en los bolsillos—, de nuevo hizo las maletas y se trasladaron a Inglaterra. Audrey pensó que al regresar a Londres tendría noticias de su padre pero no fue así. Años más tarde, ya siendo una consagrada actriz, se enteraría de que Joseph vivía en Irlanda con su segunda esposa, y se pondría en contacto con él. Por su parte, la indomable Ella Van Heemstra, que entonces contaba cuarenta y siete años, aceptaría todo tipo de empleos esporádicos para poder costear las clases de su hija. Finalmente, tras trabajar en una floristería, como cocinera, niñera y vendedora de cosméticos, consiguió un empleo fijo como portera en un bloque de pisos en el elegante barrio de Mayfair. A cambio, podría vivir con su hija en un pequeño apartamento del inmueble sin ascensor. A la aristocrática dama no le importaba recoger la basura y limpiar la escalera del edificio mientras Audrey asistía feliz a las clases de baile.