Brida empezó a sentir mucho calor. No podía ser el vino, porque había bebido poco. Seguramente serían las llamas de la hoguera. Tuvo unas ganas inmensas de sacarse la blusa, pero le daba vergüenza, una vergüenza que iba perdiendo el sentido a medida que cantaba aquella música simple, daba palmas y bailaba alrededor del fuego. Sus ojos ahora estaban fijos en la llama y el mundo parecía cada vez menos importante, una sensación muy parecida a la que sintió cuando las cartas del tarot se revelaron por primera vez.

«Estoy entrando en un trance —pensaba—. Bueno, ¿y qué?; la fiesta está animada.»

«Qué música tan extraña», se decía Lorens a sí mismo mientras mantenía el ritmo en el botellón. Su oído, entrenado para escuchar al propio cuerpo, estaba percibiendo que el ritmo de las palmas y el son de las palabras vibraban exactamente en el centro del pecho, como cuando oía los tambores más graves en un concierto de música clásica. Lo curioso es que el ritmo parecía también estar definiendo los latidos de su corazón.

A medida que Wicca iba acelerando, su corazón también se iba acelerando. Aquello debía estarle pasando a todo el mundo.

«Estoy recibiendo más sangre en el cerebro», explicaba su pensamiento científico. Pero estaba en un ritual de brujas y no era hora de pensar en esto; podía hablar con Brida después.

—¡Estoy en una fiesta y sólo quiero divertirme! —dijo en voz alta. Alguien a su lado concordó con él y las palmas de Wicca aumentaron el ritmo un poco más.