El Mago fue a ver si la lluvia del día anterior había perjudicado sus bromelias. Estaban perfectas. Se rio de sí mismo; al final, las fuerzas de la Naturaleza a veces conseguían entenderse.
Pensó en Wicca. Ella no iba a ver los puntos luminosos, porque sólo las Otras Partes pueden verlos entre sí; pero iba a notar la energía de los haces de luz circulando entre él y su discípula. Las hechiceras eran, antes que nada, mujeres.
La Tradición de la Luna llamaba a aquello «Visión del Amor» y, aun cuando esto pudiese suceder entre personas que estuviesen simplemente enamoradas —sin ninguna relación con la Otra Parte—, calculó que esa visión le iba a dar rabia. Rabia femenina, rabia de madrastra de Blancanieves, que no admitía a nadie más bella.
Wicca, no obstante, era una Maestra, y pronto iba a percibir lo absurdo de su pensamiento. Pero a esta altura su aura ya habría cambiado de color.
Entonces se aproximaría a ella, le besaría el rostro y le diría que estaba celosa. Ella diría que no. Él le preguntaría por qué había sentido rabia.
Ella respondería que era una mujer y no necesitaba dar explicaciones de sus sentimientos. Él le daría otro beso, porque estaría diciendo la verdad. Y le diría que tuvo mucha nostalgia de ella durante el tiempo que estuvieron separados y que aún la admiraba más que a cualquier otra mujer en el mundo, excepto Brida, porque Brida era su Otra Parte.
Wicca se quedaría contenta. Porque era sabia. «Estoy viejo. Me paso el tiempo imaginando conversaciones.»
Pero no era debido a la edad, los hombres enamorados siempre se comportan así, reflexionó.