Brida subió las escalinatas y se paró delante de la iglesia. El edificio, pequeño y redondo, era el gran orgullo de la región; fue uno de los primeros lugares sagrados del cristianismo en aquellas tierras y cada año estudiosos y turistas venían a visitarlo. Nada quedaba de la construcción original del siglo V, excepto algunas partes del suelo; cada destrucción, no obstante, dejaba alguna parte intacta, y de esta forma el visitante podía ver la historia de varios estilos arquitectónicos en una misma construcción.

Allá dentro, un órgano tocaba y Brida permaneció algún tiempo escuchando la música. En aquella iglesia estaban las cosas bien explicadas, el universo en el lugar exacto donde debía estar, y quien entrase por sus puertas no necesitaba preocuparse de nada más. Allí no existían fuerzas misteriosas que estaban por encima de las personas, noches oscuras donde era necesario creer sin comprender. Ya no se hablaba de hogueras y las religiones de todo el mundo convivían como si fuesen aliadas, uniendo otra vez el hombre a su Dios. Su país aún era una excepción en esta convivencia pacífica; al Norte, las personas se mataban en nombre de la fe. Pero esto debía acabar en algunos años; Dios estaba casi explicado. Él era un padre generoso, todos estaban salvados.

«Soy una hechicera», se dijo a sí misma, luchando contra un impulso cada vez mayor de entrar. Su Tradición ahora era diferente y, aun cuando fuese el mismo Dios, si ella cruzase aquellas puertas estaría profanando un lugar y siendo profanada por él.

Encendió un cigarrillo y contempló el horizonte, procurando no pensar más en ello. Intentó pensar en su madre. Tuvo ganas de volver corriendo a la casa, echarse a su cuello y contarle que dentro de dos días iba a ser iniciada en los Grandes Misterios de las hechiceras. Que había hecho viajes en el tiempo, que conocía la fuerza del sexo, que era capaz de saber lo que había en el escaparate de una tienda usando apenas las técnicas de la Tradición de la Luna. Necesitaba cariño y comprensión, porque también ella sabía historias que no podía contar a nadie.

El órgano paró de tocar y Brida volvió a oír las voces de la ciudad, el canto de los pájaros, el viento que golpeaba en las ramas y anunciaba la llegada de la primavera. Detrás de la iglesia una puerta se abrió y se cerró, alguien había salido. Por un momento, se vio de nuevo en un domingo cualquiera de su infancia, de pie donde estaba ahora, irritada porque la misa era larga y el domingo era el único día en que podía correr por los campos.

«Tengo que entrar.» Tal vez su madre entendiese lo que estaba sintiendo; pero, en aquel momento, ella estaba lejos. Lo que tenía delante de sí era una iglesia vacía. Jamás había preguntado a Wicca cuál era el papel del cristianismo en todo lo que estaba pasando. Tenía la impresión de que, si cruzase aquella puerta, estaría traicionando a las hermanas quemadas en la hoguera.

«No obstante, yo también fui quemada en la hoguera», se dijo para sí. Se acordó de la oración que Wicca hizo el día en que se conmemoraba el martirio de las brujas. Y en esta oración ella citó a Jesús y a la Virgen María. El amor estaba por encima de todo, y el amor no tenía odios, tan solo equívocos. Quizá, en alguna época, los hombres hubiesen decidido ser los representantes de Dios y cometieron sus errores.

Pero Dios nada tenía que ver con esto.

No había nadie allí cuando finalmente entró. Algunas velas encendidas mostraban que, aquella mañana, una persona se había preocupado en renovar su alianza con una fuerza que apenas presentía y, de esta forma, había cruzado el puente entre lo visible y lo invisible. Se arrepintió de lo que había pensado antes: también allí nada estaba explicado y las personas tenían que hacer su apuesta, sumergirse en la Noche Oscura de la Fe. Delante de ella, con los brazos abiertos en la cruz, estaba aquel Dios que parecía demasiado sencillo.

No podía ayudarla. Estaba sola en sus decisiones y nadie podría ayudarla. Tenía que aprender a correr riesgos. No poseía las mismas facilidades que el crucificado que tenía frente a ella, quien conocía su misión porque era hijo de Dios. Nunca se equivocó. No conoció el amor entre los hombres, sólo el amor por su Padre. Todo lo que tenía que hacer era mostrar su sabiduría y enseñar de nuevo a la Humanidad el camino de los cielos.

Pero, ¿sería sólo eso? Se acordó de la clase de catecismo de un domingo, cuando el padre estaba más inspirado que de costumbre.

Aquel día, estaban estudiando el episodio en que Jesús rezaba a Dios, sudando sangre y pidiendo que el cáliz que tenía que beber fuese apartado.

«Pero, si él ya sabía que era hijo de Dios, ¿por qué pidió esto?», había preguntado al padre.

«Porque él lo sabía tan solo con el corazón. Si hubiese tenido absoluta certeza, su misión no habría tenido sentido, porque no se habría transformado completamente en hombre. Ser hombre es tener dudas y, aun así, continuar su camino.»

Miró otra vez a la imagen y por primera vez en toda su vida se sintió más próxima a ella; tal vez allí estuviese un hombre solo y con miedo, enfrentando a la muerte y preguntando: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?» Si dijo esto, es porque ni él tenía seguridad de sus pasos. Había hecho una apuesta, buceado en la Noche Oscura como todos los hombres, sabiendo que sólo encontraría la respuesta al final de toda su jornada.

También Él tuvo que pasar por la angustia de tomar decisiones en su vida, de abandonar a su padre, a su madre y a su pequeña ciudad para ir en busca de los secretos de los hombres, de los misterios de la Ley.

Si él había pasado por todo esto también había conocido el amor, aunque los Evangelios jamás hablasen de este tema, el amor entre personas era mucho más dificil de entender que el amor por un Ser Supremo. Pero ahora ella se acordaba que, cuando resucitó, la primera persona ante quien se apareció fue una mujer, que lo había acompañado hasta el final.

La imagen silenciosa parecía estar de acuerdo con ella. Había probado el vino, el pan, las fiestas, las personas y las bellezas del mundo. Era imposible que no hubiera conocido el amor de una mujer, y a causa de esto había sudado sangre en el Huerto de los Olivos, ya que era muy difícil dejar la tierra y entregarse por el amor de todos los hombres, después de conocer el amor de una única criatura.

Había probado todo lo que el mundo puede ofrecer y aun así continuó su caminata, sabiendo que la Noche oscura puede acabar en una cruz, o en una hoguera.

—Todos nosotros estamos en el mundo para correr los riesgos de la Noche Oscura, Señor. Tengo miedo de la muerte, pero no quiero perder la vida. Tengo miedo del amor, porque tiene que ver con cosas que están más allá de nuestra comprensión; su luz es inmensa, pero su sombra me asusta.

Se dio cuenta de que estaba rezando sin saber. El Dios simple la miraba; parecía entender sus palabras, y tomarlas en serio.

Por algún tiempo se quedó esperando una respuesta de Él, pero no oyó ningún sonido, ni percibió ninguna señal. La respuesta estaba allí, frente a ella, aquel hombre clavado en una cruz. Él había cumplido su parte y mostró al mundo que si cada cual cumpliese la suya, nadie más necesitaría sufrir. Porque ya había sufrido por todos los hombres que tuvieron el valor de luchar por sus sueños.

Brida lloró un poco, sin saber por qué estaba llorando.