Caminaron hasta el comienzo de una escalinata que llevaba a la única iglesia católica del lugar, y que ya había sido construida y destruida durante varias guerras religiosas. Brida acostumbraba ir a misa allí todos los domingos, y subir aquellos escalones —cuando era niña— era un verdadero suplicio. Al principio de cada pasamanos había una estatua de un santo —San Pablo a la izquierda, y el apóstol Santiago a la derecha—, ya bastante destruida por el tiempo y por los turistas. El suelo estaba cubierto de hojas secas como si, en aquel lugar, en vez de la primavera, estuviese llegando el otoño.

La iglesia estaba situada en lo alto de la colina y era imposible verla desde donde estaban, debido a los árboles. Su madre se sentó en el primer escalón e invitó a Brida a hacer lo mismo.

—Fue aquí —dijo la madre—. Un día, por algún motivo que ya no consigo recordar, decidí rezar durante toda la tarde. Necesitaba estar sola, reflexionar sobre mi vida, y pensé que, tal vez, la iglesia sería un buen lugar para ello.

»Sin embargo, cuando llegué aquí, encontré a un hombre. Estaba sentado ahí donde estás tú, con dos maletas a su lado, y parecía perdido, buscando algo desesperadamente en un libro abierto que tenía en sus manos. Pensé que tal vez sería un turista en busca de hotel, y decidí acercarme. Yo misma inicié la conversación. Al principio se quedó un poco extrañado, pero en seguida se sintió a gusto.

»Me dijo que no estaba perdido. Era un arqueólogo, y se dirigía con su automóvil hacia el Norte —donde había encontrado algunas ruinas— cuando se le paró el motor. Un mecánico ya estaba en camino y había aprovechado la espera para conocer la iglesia. Me hizo algunas preguntas sobre el pueblo, las aldeas cercanas, los monumentos históricos.

»De repente, todos los problemas que tenía aquella tarde desaparecieron como por milagro. Me sentía útil y empecé a contarle lo que sabía, sintiendo que, de repente, todos los años que había vivido en esta región empezaban a tener un sentido. Tenía frente a mí a un hombre que estudiaba personas y pueblos, que era capaz de guardar para siempre, para todas las generaciones futuras, lo que yo había escuchado o descubierto cuando era niña. Aquel hombre que estaba en la escalinata me hizo entender lo importante que yo era para el mundo y para la historia de mi país. Me sentí necesaria, y ésta es una de las mejores sensaciones que un ser humano puede tener.

»Cuando acabé de hablarle de la iglesia, continuamos conversando sobre otras cosas. Le conté el orgullo que sentía por mi ciudad, y él me respondió con la frase de un escritor, cuyo nombre no recuerdo, diciendo que «es su aldea la que le da el poder universal».

—León Tolstoi —dijo Brida.

Pero su madre estaba viajando en el tiempo, como ella también había hecho un día. Sólo que no necesitaba catedrales en el espacio, bibliotecas subterráneas ni libros empolvados; bastaba el recuerdo de una tarde de primavera y un hombre con maletas en una escalinata.

—Hablamos durante algún tiempo. Yo tenía la tarde entera para quedarme con él, pero en cualquier momento podía llegar el mecánico. Decidí aprovechar al máximo cada segundo. Le pregunté acerca de su mundo, las excavaciones, el desafío de vivir buscando el pasado en el presente. Él me habló de guerreros, de sabios y de piratas que habitaron nuestras tierras.

»Cuando me di cuenta, el sol estaba casi en el horizonte y nunca, en toda mi vida, una tarde había pasado tan rápidamente.

»Entendí que él estaba sintiendo lo mismo. Continuamente me hacía preguntas para mantener la conversación y no darme tiempo de que dijera que tenía que irme. Hablaba sin parar, contaba todo lo que vivió hasta aquel día, y quería saber lo mismo de mí. Noté que sus ojos me deseaban, aun teniendo yo, en aquella época, el doble de tu edad.

»Era primavera, había un agradable olor de algo nuevo en el aire y me sentí nuevamente joven. Aquí, en los alrededores, existe una flor que sólo aparece en el otoño; pues bien, aquella tarde me sentí como esa flor. Como si, de repente, en el otoño de mi vida, cuando yo pensaba que había vivido todo lo que podía vivir, surgiese aquel hombre en la escalinata solamente para mostrarme que ningún sentimiento —como el amor, por ejemplo— envejece junto con el cuerpo. Los sentimientos forman parte de un mundo que yo no conozco, pero es un mundo donde no existe tiempo, ni espacio, ni fronteras.

Permaneció algún tiempo en silencio. Sus ojos continuaban distantes, en aquella primavera.

—Allí estaba yo, como una adolescente de 38 años, sintiéndome de nuevo deseada. Él no quería que me fuese. Hasta que llegó un momento en que dejó de hablar. Miró en el fondo de mis ojos y sonrió. Como si hubiese entendido con su corazón lo que yo estaba pensando y quisiera decirme que sí, que era verdad, que yo era muy importante para él. Nos quedamos algún tiempo callados y después nos despedimos. El mecánico no había llegado.

»Durante muchos días pensé si aquel hombre había existido de verdad, o si era un ángel que Dios había enviado para mostrarme las lecciones secretas de la vida. Al final, concluí que era realmente un hombre. Un hombre que me había amado, aunque fuera sólo por una tarde, y que en esa tarde me entregó todo lo que había guardado durante toda su vida, sus luchas, sus éxtasis, sus dificultades y sus sueños. También yo me entregué por completo aquella tarde; fui su compañera, esposa, oyente, amante. En unas horas, pude sentir el amor de toda una vida.