La cocina era amplia y los rayos de sol entraban a través de las ventanas inmaculadamente limpias.
—¿Dormiste bien, hija?
Su madre colocó el chocolate caliente en la mesa, junto con las tostadas y el queso. Después volvió al fogón, para preparar huevos con tocino.
—Sí. Quiero saber si mi vestido está listo. Lo necesito para la fiesta de pasado mañana.
La madre trajo los huevos con tocino y se sentó. Sabía que algo preocupaba a su hija, pero no podía hacer nada. Hoy le gustaría hablar con ella, como jamás lo habían hecho en el pasado, pero de poco serviría. Había un mundo nuevo allí afuera, que ella aún no conocía.
Sentía miedo, porque la amaba y ella caminaba sola por este mundo nuevo.
—¿El vestido estará listo, mamá? —insistió Brida.
—Antes del almuerzo —respondió. Y aquello la dejó feliz. Por lo menos en ciertas cosas el mundo no había cambiado. Las madres continuaban resolviendo algunos problemas para las hijas.
Dudó un poco. Pero terminó preguntando:
—¿Cómo está Lorens, hija?
—Bien. Vendrá esta tarde a buscarme.
Se quedó aliviada y triste al mismo tiempo. Los problemas del corazón siempre maltrataban el alma, y ella dio gracias a Dios porque su hija no estuviera ante uno de ellos. Pero, por otro lado, éste era quizá el único tema en el que podría ayudarla; el amor había cambiado muy poco a través de los siglos.
Salieron a dar un paseo por la pequeña ciudad donde Brida había pasado toda su infancia. Las casas continuaban siendo las mismas, las personas aún hacían las mismas cosas. Su hija encontró algunas amigas del colegio, que hoy trabajaban en la única sucursal bancaria. Todos se conocían por el nombre y saludaban a Brida; algunos comentaban cómo había crecido, otros le insinuaban que se había transformado en una mujer bonita. Tomaron un té a las diez de la mañana, en el mismo restaurante donde acostumbraba ir los sábados, antes de conocer a su marido, en busca de algún encuentro, alguna pasión repentina, algo que acabase de repente con los días monótonos.
La madre miró de nuevo a la hija, mientras conversaban sobre las novedades en la vida de cada una de las personas del pueblo. Brida continuaba interesada en esto, y ella se alegró.
—Necesito el vestido hoy —repitió Brida. Parecía afligida, pero no debía ser por eso. Sabía que la madre jamás había dejado de satisfacer un deseo suyo.
Tenía que arriesgarse otra vez. Hacer las preguntas que los hijos siempre odian oír, porque son personas independientes, libres, capaces de resolver sus cosas.
—¿Existe algún problema, hija mía?
—¿Amaste alguna vez a dos hombres, mamá? —había un tono de desafío en su voz, como si el mundo tendiera sus trampas sólo para ella.
La madre mojó una magdalena en la taza de té y comió con delicadeza. Sus ojos corrieron en busca de un tiempo casi perdido.
—Sí. Los amé.
Brida se detuvo y la miró espantada.
La madre sonrió. Y la invitó a continuar el paseo.
—Tu padre fue mi primer y más grande amor —dijo, cuando salieron del restaurante—. Soy feliz a su lado. Tuve todo lo que soñé cuando era mucho más joven que tú. En aquella época, tanto mis amigas como yo creíamos que el único motivo de la vida era el amor. Quien no consiguiese encontrar a alguien, no podría decir que había realizado sus sueños.
—Vuelve al tema, mamá —Brida estaba impaciente.
—Tenía sueños muy diferentes. Soñaba, por ejemplo, en hacer lo mismo que tú has hecho: ir a vivir a una ciudad grande, conocer el mundo que existía más allá de los límites de mi aldea. La única forma de conseguir que mis padres aceptasen mi decisión, era diciendo que necesitaba estudiar fuera, realizar algún curso que no existiese en las cercanías.
»Pasé muchas noches despierta, pensando en la conversación que mantendría con ellos. Planeaba cada frase que diría, lo que ellos contestarían, y cómo debía argumentar nuevamente.
Su madre jamás le había hablado de aquella manera. Brida escuchaba con cariño, y sintió algún arrepentimiento. Podrían haber disfrutado otros momentos como éste, pero cada una estaba presa en su mundo y en sus valores.
—Dos días antes de mi conversación con ellos, conocí a tu padre. Miré sus ojos y tenían un brillo especial, como si yo hubiese encontrado a la persona que más deseaba encontrar en la vida.
—Conozco esto, mamá.
—Después que conocí a tu padre, entendí también que mi búsqueda estaba terminada. Ya no necesitaba una explicación para el mundo, ni me sentía frustrada por vivir aquí, entre las mismas personas, y haciendo las mismas cosas. Cada día pasó a ser diferente, a causa del inmenso amor que uno sentía por el otro.
»Nos hicimos novios y nos casamos. Nunca le hablé de mis sueños de vivir en una ciudad grande, de conocer otros lugares y otras personas. Porque, de repente, el mundo entero cabía en mi aldea. El amor explicaba mi vida.
—Hablaste de otra persona, mamá.
—Quiero mostrarte una cosa —fue todo lo que dijo.