Continuaron caminando. El Mago vio el halo de Brida cambiando varias veces de color y anheló que ella estuviera en el rumbo adecuado. Sabía de los truenos y terremotos que explotaban, en aquel momento, en el alma de su Otra Parte, pero así era el proceso de transformación. Así se transforman la tierra, las estrellas y los hombres.

Salieron de la aldea y estaban en pleno campo, andando en dirección a las montañas donde siempre se encontraban, cuando Brida pidió que se detuviesen.

—Vamos a entrar aquí —dijo ella, doblando por un camino que iba a dar a una plantación de trigo. No sabía por qué estaba haciendo aquello. Sentía tan solo que necesitaba la fuerza de la Naturaleza, de sus espíritus amigos, que desde la creación del mundo habitaban todos los lugares bonitos del planeta. Una inmensa luna brillaba en el cielo y les permitía ver el sendero y el campo alrededor.

El Mago seguía a Brida sin decir nada. En el fondo de su corazón, agradecía a Dios por haber creído. Y por no haber repetido el mismo error, que estuvo a punto de repetir, un minuto antes de recibir aquello que estaba pidiendo.

Entraron en el campo de trigo, que la luz de luna transformaba en un mar plateado. Brida andaba sin rumbo, sin tener la menor idea de cuál sería su próximo paso. Dentro de ella, una voz le decía que podía seguir adelante, que era una mujer tan fuerte como sus antepasadas, y que no se preocupase, pues ellas estaban allí guiando sus pasos y protegiéndola con la Sabiduría del Tiempo.

Pararon en medio del campo. Estaban rodeados de montañas, y en una de estas montañas había una piedra desde donde se veía perfectamente el sol, una cabaña de cazador más alta que todas las otras, y un lugar donde cierta noche una chica se había enfrentado con el terror y la oscuridad.

«Estoy entregada —pensó para sí—. Estoy entregada y sé que estoy protegida.» Mentalizó la vela encendida en su casa, el sello con la Tradición de la Luna.

—Aquí está bien —dijo ella, deteniéndose.

Tomó una rama y trazó un gran círculo en el suelo, mientras decía los nombres sagrados que su Maestra le había enseñado. No tenía su daga ritual, ni sus otros objetos sagrados, pero sus antepasadas estaban allí y ellas decían que, para no morir en la hoguera, habían consagrado sus utensilios de cocina.

—Todo el mundo es sagrado, —dijo. Aquella rama era sagrada.

—Sí —respondió el Mago—. Todo en este mundo es sagrado. Y un grano de arena puede ser un puente hacia lo invisible.

—En este momento, no obstante, el puente hacia lo invisible es mi Otra Parte —respondió Brida.

Los ojos de él se llenaron de lágrimas. Dios era justo. Los dos entraron en el círculo y ella lo cerró ritualmente. Era la protección que magos y hechiceros utilizaban desde tiempos inmemoriales.

—Tú generosamente mostraste tu mundo —dijo Brida—. Hago esto ahora, un ritual, para mostrar que yo pertenezco a él.

Ella levantó los brazos hacia la Luna e invocó a las fuerzas mágicas de la Naturaleza. Muchas veces había visto a su Maestra hacer esto cuando iban al bosque, pero ahora era ella quien lo hacía, con la certeza de que nada podría salir mal. Las fuerzas le decían que no necesitaba aprender nada, bastaba recordar sus muchos tiempos y sus muchas vidas como bruja. Rezó entonces para que la cosecha fuese abundante, y que aquel campo nunca dejase de ser fértil. Allí estaba ella, la sacerdotisa que, en otras épocas, había unido conocimiento del suelo con la transformación de la simiente, y había rezado mientras su hombre trabajaba la tierra.

El Mago dejó que Brida diese los pasos iniciales. Sabía que, en un determinado momento, él tenía que asumir el control; pero precisaba también dejar grabado en el espacio y en el tiempo que fue ella quien inició el proceso. Su Maestro, que en aquel instante vagaba en el mundo astral esperando la próxima vida, seguramente estaba presente en el campo de trigo, de la misma manera que había estado en el bar, en su última tentación, y debía estar contento porque él había aprendido con el sufrimiento. Escuchó, en silencio, las invocaciones de Brida, hasta que ella paró.

—No sé por qué hice esto. Pero cumplo con mi parte.

—Yo continúo —dijo él.

Entonces, giró hacia el Norte e imitó el canto de pájaros que ahora sólo existían en leyendas y mitos. Era el único detalle que faltaba. Wicca era una buena Maestra, y le había enseñado casi todo, menos el final.

Cuando los sonidos del pelícano sagrado y del ave fénix fueron invocados, el círculo entero se llenó de luz, una luz misteriosa, que no iluminaba nada a su alrededor pero que, a pesar de ello, era una luz. El Mago miró a su Otra Parte y allí estaba ella, resplandeciendo en su cuerpo eterno, con el aura dorada y los filamentos de luz saliendo de su ombligo y de su cabeza. Sabía que ella estaba viendo lo mismo, y estaba viendo el punto luminoso encima del hombro izquierdo de él, aunque un poco distorsionado a causa del vino que habían tomado antes.

—Mi Otra Parte —dijo ella, en voz baja, al notar el punto.

—Voy a caminar contigo por la Tradición de la Luna —dijo el Mago. E inmediatamente el campo de trigo a su alrededor se transformó en un desierto grisáceo, donde había un templo con mujeres vestidas de blanco, danzando delante de la inmensa puerta de entrada. Brida y el Mago miraban aquello desde lo alto de una duna y ella no sabía si las personas podían verla.

Brida sentía al Mago a su lado, quería preguntar qué significaba aquella visión, pero no conseguía que la voz saliera de su garganta. Él percibió el miedo en los ojos de ella y volvieron al círculo de luz en el campo de trigo.

—¿Qué fue eso? —preguntó ella.

—Un regalo mío para ti. Éste es uno de los once templos secretos de la Tradición de la Luna. Un regalo de amor, de gratitud, por el hecho de que existas, y de que yo haya esperado tanto tiempo para encontrarte.

—Llévame contigo —dijo ella—. Enséñame a caminar por tu mundo.

Y los dos viajaron en el tiempo, en el espacio, en las Tradiciones. Brida vio campos floridos, animales que sólo conocía a través de libros, castillos misteriosos y ciudades que parecían fluctuar en nubes de luz. El cielo quedó completamente iluminado, mientras el Mago dibujaba para ella, encima del campo de trigo, los símbolos sagrados de la Tradición. A cierta altura parecían estar en uno de los polos de la Tierra, con todo el paisaje cubierto de hielo, pero no era este planeta; otras criaturas, menores, con dedos más largos y ojos diferentes, trabajaban en una inmensa nave espacial. Siempre que intentaba comentar algo con él, las imágenes desaparecían y eran sustituidas por otras. Brida entendió, con su alma de mujer, que aquel hombre estaba allí esforzándose por mostrarle todo lo que había aprendido en tantos años, y que debía haberlo guardado durante todo este tiempo sólo para obsequiarla. Pero podía entregarse a ella sin miedo, porque era su Otra Parte. Podía viajar con él a través de los Campos Elíseos, donde las almas iluminadas habitan y donde las almas que aún van en busca de iluminación hacen visitas de vez en cuando, para alimentarse de esperanza.

No supo precisar cuánto tiempo pasó, hasta que se vio otra vez con el ser luminoso dentro del círculo que ella misma había trazado. Ya había sentido el amor otras veces, pero hasta aquella noche, el amor también significaba miedo. Este miedo, por pequeño que fuese, era siempre un velo; podía ver a través de él casi todo, menos los colores. Y, en aquel momento, con su Otra Parte enfrente de ella, entendía que el amor era una sensación muy unida a los colores, como si fuesen millares de arco iris superpuestos unos a otros.

«Cuántas cosas perdí por miedo a perder», pensó, mirando a los arco iris.

Estaba acostada, el ser luminoso sobre ella, con un punto de luz encima del hombro izquierdo, y fibras brillantes saliendo de su cabeza y de su ombligo.

—Quería hablar contigo y no lo conseguía —dijo ella.

—A causa de la bebida —respondió él.

Aquello, para Brida, era un recuerdo distante: bar, vino y la sensación de que estaba irritada con algo que no quería aceptar.

—Gracias por las visiones.

—No fueron visiones —dijo el ser luminoso—. Tú has visto la sabiduría de la Tierra y de un planeta distante.

Brida no quería hablar de estos temas. No quería clases. Quería sólo lo que había experimentado.

—¿También estoy luminosa?

—Igual que yo. El mismo color, la misma luz. Y los mismos haces de energía.

El color ahora era dorado, y los haces de energía, que salían del ombligo y de la cabeza, eran de un azul claro brillante.

—Siento que estábamos perdidos y que ahora estamos salvados —dijo Brida.

—Estoy cansado. Tenemos que volver. Yo también bebí mucho.

Brida sabía que, en algún lugar, existía un mundo con bares, campos de trigo y estaciones de autobús. Pero no quería regresar a él, todo lo que deseaba era quedarse allí para siempre. Escuchó una voz distante, haciendo invocaciones, mientras la luz a su alrededor iba disminuyendo, hasta apagarse por completo. Una luna enorme volvió a encenderse en el cielo, iluminando el campo. Estaban desnudos, abrazados. Y no sentían ni frío ni vergüenza.