El Mago miraba a la chica situada frente a él y el deseo de demostrar el Poder entraba y salía de su cabeza. Por causa de un día como éste, muchos años atrás, su vida había cambiado. En aquella época existían Beatles y Rolling Stones, sí. Pero existían también personas que buscaban fuerzas desconocidas sin creer en ellas, utilizaban poderes mágicos porque se consideraban más fuertes que los propios poderes, y estaban seguros de poder salir de la Tradición cuando se encontrasen suficientemente aburridos. Él había sido uno de ellos. Había entrado en el mundo sagrado a través de la Tradición de la Luna, aprendiendo rituales y cruzando el puente que unía lo visible con lo invisible.
Primero trató con estas fuerzas sin ayuda de nadie, apenas a través de los libros. Después, encontró a su Maestro. Ya en el primer encuentro, el Maestro le dijo que él aprendería mejor la Tradición del Sol, pero el Mago no quería. La Tradición de la Luna era más fascinante, abarcaba los rituales antiguos y la sabiduría del tiempo. El Maestro, entonces, le enseñó la Tradición de la Luna, explicándole que tal vez fuese éste el camino para que llegase hasta la Tradición del Sol.
En aquella época vivía seguro de sí mismo, seguro de la vida, seguro de sus conquistas. Tenía una brillante carrera profesional frente a él y pensaba utilizar la Tradición de la Luna para alcanzar sus objetivos. Para obtener este derecho, la hechicería exigía que en primer lugar fuera consagrado Maestro. Y, en segundo lugar, que jamás desacatase la única limitación que era impuesta a los Maestros de la Tradición de la Luna: cambiar la voluntad de los otros. Podía abrir su camino en este mundo utilizando sus conocimientos mágicos, pero no podía apartar a los otros de su dirección ni obligarlos a caminar por él. Era ésta la única prohibición, el único árbol cuyo fruto no podía comer.
Y todo iba bien, hasta que se enamoró de una discípula de su Maestro, y ella se enamoró de él. Ambos conocían las Tradiciones; él sabía que no era su hombre, ella sabía que no era su mujer. Aun así, se entregaron el uno al otro, dejando en manos de la vida la responsabilidad de separarlos cuando llegase el momento. Esto, en vez de disminuir la entrega, hizo que los dos viviesen cada instante como si fuese el último, y el amor entre ellos pasó a tener la intensidad de las cosas que se tornan eternas porque saben que van a morir.
Hasta que un día ella encontró a otro hombre. Un hombre que no conocía las Tradiciones y que tampoco poseía el punto luminoso en el hombro, o el brillo en los ojos que revela la Otra Parte. Pero ella se enamoró, ya que el amor tampoco respeta razones; para ella, su etapa con el Mago había llegado al final.
Discutieron, pelearon, él pidió e imploró. Se sometió a todas las humillaciones a que las personas enamoradas acostumbran someterse. Aprendió cosas que jamás había soñado aprender a través del amor: la espera, el miedo y la aceptación. «Él no tiene la luz en el hombro, me lo has dicho», intentaba argumentar con ella. Pero ella no le hacía caso; antes de conocer a su Otra Parte, quería conocer a los hombres y al mundo.
El Mago estableció un límite para su dolor. Cuando lo alcanzase, olvidaría a la mujer. Este límite llegó un día, por un motivo que no recordaba ahora, pero, en vez de olvidarla, descubrió que su Maestro tenía razón, que las emociones son salvajes y que es preciso sabiduría para controlarlas. Su pasión era más fuerte que todos sus años de estudio en la Tradición de la Luna, más fuerte que los controles mentales aprendidos, más fuerte que la rígida disciplina a la que había tenido que someterse para llegar a donde había llegado. La pasión era una fuerza ciega y todo lo que le susurraba al oído era que no podía perder a aquella mujer.
No podía hacer nada en contra de ella; ella también era una Maestra, como él, y conocía su oficio a través de muchas encarnaciones, algunas llenas de reconocimiento y gloria, otras marcadas por el fuego y por el sufrimiento. Ella sabría defenderse.
Entretanto, en la lucha furiosa de su pasión, había una tercera persona. Un hombre preso en la misteriosa trama del destino, la tela de araña que ni los Magos ni las Hechiceras son capaces de comprender. Un hombre común, tal vez tan apasionado como él por aquella mujer, también deseando verla feliz, queriendo darle lo mejor de sí. Un hombre común, que los misteriosos designios de la Providencia habían lanzado de repente en medio de la lucha furiosa entre un hombre y una mujer que conocían la Tradición de la Luna.
Cierta noche, cuando no consiguió controlar más su dolor, comió el fruto del árbol prohibido. Usando los poderes y los conocimientos que la sabiduría del Tiempo le había enseñado, alejó a aquel hombre de la mujer que amaba.
No sabía hasta hoy si la mujer lo había descubierto; era posible que ella ya estuviese aburrida de su nueva conquista y no diese mucha importancia a lo sucedido. Pero su Maestro lo sabía. Su Maestro sabía todo y la Tradición de la Luna era implacable con los Iniciados que utilizasen la Magia Negra, principalmente en lo que hay de más vulnerable y más importante en la raza humana: el Amor.
Al enfrentarse con su Maestro, entendió que el juramento sagrado que había hecho no se podía romper. Entendió que las fuerzas que creía dominar y utilizar eran mucho más poderosas que él. Entendió que estaba en un camino que había escogido, pero no era un camino como otro cualquiera; era imposible romperlo. Entendió que en esta encarnación no había manera de alejarse de él.
Ahora que había faltado, tenía que pagar un precio. Y el precio fue beber el más cruel de los venenos —la soledad— hasta que el Amor entendiese que él se había transformado de nuevo en un Maestro. Entonces, el mismo Amor que él había herido volvería a liberarlo, mostrándole finalmente su Otra Parte.