Aquella noche, Brida pasó horas escuchando música, entregada por completo al milagro de estar viva. Se acordó de sus autores favoritos. Uno de ellos, con una simple frase, le aportó toda la fe necesaria para que saliese en busca de la sabiduría. Era un poeta inglés, de muchos siglos atrás, que se llamaba William Blake. Él escribió:

Toda pregunta que puede ser concebida, tiene una respuesta.

Era hora de hacer un ritual. Debía quedarse los proximos minutos contemplando la llama de la vela y se sentó delante de un pequeño altar que había en su casa. La vela la transportó hacia la tarde en que ella y Lorens habían hecho el amor entre las rocas. Había gaviotas volando tan alto como las nubes y tan bajo como las olas.

Los peces debían preguntarse cómo era posible volar, porque de vez en cuando algunas criaturas misteriosas buceaban en su mundo y desaparecían de la misma manera en que habían entrado.

Los pájaros debían preguntarse cómo era posible respirar dentro del agua, porque se alimentaban de animales que vivían debajo de las olas.

Existían pájaros y existían peces. Eran universos que de vez en cuando se comunicaban, sin que uno pudiese responder a las preguntas del otro. Sin embargo, ambos tenían preguntas. Y las preguntas tenían respuestas.

Brida miró a la vela frente a ella y una atmósfera mágica comenzó a crearse a su alrededor. Esto normalmente sucedía, pero aquella noche había una intensidad diferente.

Si ella era capaz de hacer una pregunta es porque, en otro Universo, había una respuesta. Alguien sabía, aun cuando ella jamás lo supiese. No necesitaba ya entender el significado de la vida; bastaba encontrarse con el Alguien que sabía. Y, entonces, dormir en sus brazos el mismo sueño que duerme un niño, porque sabe que alguien más fuerte que él lo está protegiendo de todo mal y de todo peligro.

Cuando acabó el ritual, hizo una pequeña plegaria agradeciendo los pasos que diera hasta entonces. Agradecio porque la primera persona a quien había preguntado sobre la magia no había intentado explicarle el Universo, por el contrario, hizo que pasara la noche entera en la oscuridad del bosque.

Tenía que ir allí y agradecerle todo lo que le había enseñado.

Siempre que iba a ver a este hombre, estaba buscando algo; cuando lo conseguía, todo lo que hacía era irse, muchas veces sin decir adiós. Pero fue aquel hombre quien la colocó frente a la puerta que pretendía cruzar en el próximo Equinoccio. Tenía por lo menos que decir «gracias».

No, no tenía miedo de enamorarse de él. Ya había leído en los ojos de Lorens cosas sobre el lado oculto de su propia alma.

Podía tener dudas sobre el sueño del vestido, pero, en cuanto a su amor, esto estaba bien claro para ella.