Se quedó mirando distraída a los niños que jugaban en la plaza. Alguien le había dicho una vez que toda ciudad tiene siempre un «lugar mágico», un lugar a donde acostumbramos a ir cuando necesitamos pensar seriamente sobre la vida. Aquella plaza era su «lugar mágico», en Dublín. Cerca de allí, había alquilado su primer departamento cuando llegó a la ciudad grande, llena de sueños y expectativas. En aquella época, su proyecto de vida era matricularse en el Trinity College y llegar a ser catedrática en Literatura. Permanecía mucho tiempo sentada en aquel banco, donde estaba ahora, escribiendo poemas e intentando comportarse como sus ídolos literarios se comportaban.
Pero el dinero que su padre remitía era escaso y tuvo que trabajar en la firma de exportaciones. No lo lamentaba; estaba contenta con lo que hacía y, en este momento, el empleo era una de las cosas más importantes de su vida, porque era lo que daba sentido de realidad a todo y hacía que no enloqueciese. Le permitía un equilibrio precario entre el mundo visible y lo invisible.
Los niños jugaban. Todas aquellas criaturas —como también ella hiciera un día— escucharon historias de hadas y brujas, donde las hechiceras se visten de negro y ofrecen manzanas envenenadas a pobres niñas perdidas en el bosque. Ninguno de aquellos niños podía imaginar que allí, observando sus juegos, estaba una hechicera de verdad.
Aquella tarde, Wicca le había pedido que hiciese un ejercicio que nada tenía que ver con la Tradición de la Luna; cualquier persona podía obtener resultados. No obstante, tenía que ejecutarlo para mantener siempre en movimiento el puente entre lo visible y lo invisible.
La práctica era sencilla: debía acostarse, relajarse e imaginar una calle comercial de la ciudad. Una vez concentrada, tenía que mirar una vitrina de la calle que estaba imaginando, recordando todos los detalles, mercaderías, precios, decoración. Cuando acabase el ejercicio, tenía que ir hasta la calle y verificarlo todo.
Ahora estaba allí mirando a los niños. Acababa de volver de la tienda y las mercaderías que imaginó en su concentración eran exactamente las mismas. Se preguntó si aquello era realmente un ejercicio para personas comunes o si sus meses de entrenamiento como hechicera habrían ayudado en el resultado. Jamás sabría la respuesta.
Pero la calle del ejercicio quedaba cerca de su «lugar mágico». «Nada es por casualidad», pensó. Su corazón estaba triste a causa de algo que no conseguía solucionar: el Amor. Amaba a Lorens, estaba segura de ello. Sabía que cuando manejase bien la Tradición de la Luna, vería el punto luminoso en el hombro izquierdo de él. Una de las tardes que salieron juntos para tomar chocolate caliente, cerca de la torre que sirvió de inspiración a James Joyce en Ulisses, ella pudo ver el brillo en sus ojos.
El Mago tenía razón. La Tradición del Sol era el camino de todos los hombres y estaba allí para ser descifrada por cualquier persona que supiese rezar, tener paciencia y desear sus enseñanzas. Cuanto más se sumergía en la Tradición de la Luna, más entendía y admiraba la Tradición del Sol.
El Mago. Estaba otra vez pensando en él. Era éste el problema que la había conducido hasta su «lugar mágico». Desde el encuentro en la cabaña de los cazadores, pensaba con frecuencia en él. Ahora mismo estaba deseando ir hasta allí, contarle el ejercicio que acababa de hacer; pero sabía que esto era apenas un pretexto, esperanza de que la invitara de nuevo a pasear por el bosque. Tenía la seguridad de que sería bien recibida y empezaba a creer que él, por alguna misteriosa razón —que ella ni osaba pensar cuál era—, también gustaba de su compañía.
«Siempre tuve esta tendencia al delirio total», pensó, procurando alejar al Mago de su mente. Pero sabía que dentro de poco él volvería.
No quería continuar. Era una mujer y conocía bien los síntomas de una nueva pasión; necesitaba evitarlo a cualquier costo. Amaba a Lorens, deseaba que las cosas continuasen así. Su mundo ya había cambiado lo suficiente.