El otoño ya estaba en su plenitud y el frío empezaba a hacerse insoportable, cuando Brida recibió una llamada telefónica de Wicca.

—Vamos a encontrarnos en el bosque. De aquí a dos días, en la noche de luna nueva, cuando falte poco para anochecer —fue todo lo que dijo.

Brida se pasó los dos días pensando en el encuentro. Hizo los rituales de siempre, danzó el ruido del mundo. «Preferiría que fuese una música», pensaba, siempre que tenía que bailar. Pero ya estaba casi acostumbrándose a mover su cuerpo según aquella extraña vibración, que conseguía percibir mejor durante la noche, o en los lugares silenciosos, como las iglesias. Wicca había dicho que, al danzar la música del mundo, el alma se amoldaba mejor al cuerpo y las tensiones disminuían. Brida comenzó a fijarse cómo las personas caminaban por las calles sin saber dónde colocar las manos, sin mover las caderas y los hombros. Tuvo ganas de explicar a todos que el mundo tocaba una melodía; si bailasen un poco esta música, dejando apenas al cuerpo moverse sin lógica algunos minutos al día, se sentirían mucho mejor.

Aquella danza, no obstante, era de la Tradición de la Luna y sólo las hechiceras la conocían. Debía haber algo semejante en la Tradición del Sol, aun cuando a nadie le gustase aprenderla.

—No conseguimos convivir con los secretos del mundo —decía a Lorens—. Y, sin embargo, todos ellos están frente a nosotros. Quiero ser una hechicera para conseguir verlos.