Se despertó con el agua goteando en su rostro. Había tenido un sueño muy extraño, y no sabía lo que aquello significaba; eran catedrales sueltas en el aire y bibliotecas llenas de libros. Ella nunca había entrado en una biblioteca.
—Loni, ¿estás bien?
No, no lo estaba. No conseguía sentir su pie derecho, y sabía que aquello era una mala señal. Tampoco tenía ganas de conversar, porque no quería olvidar el sueño.
—Loni, despierta.
Debe de haber sido la fiebre, haciéndola delirar. Los delirios parecían muy vivos. Quería que parasen de llamarla, porque el sueño estaba desapareciendo, sin que ella consiguiera entenderlo.
El cielo estaba nublado y las nubes bajas casi tocaban la torre más alta del castillo. Se quedó mirando las nubes. Suerte que no conseguía ver las estrellas; los sacerdotes decían que ni siquiera las estrellas eran completamente buenas.
La lluvia paró poco después de que ella hubiera abierto los ojos. Loni estaba alegre por la lluvia, esto significaba que la cisterna del castillo debía estar llena de agua. Bajó lentamente los ojos de las nubes y vio de nuevo la torre, las hogueras en el patio y la multitud que andaba de un lado para otro, desorientada.
—Talbo —dijo ella, en voz baja.
Él la abrazó. Ella sintió el frío de su armadura, el olor de hollín en sus cabellos.
—¿Cuánto tiempo pasó? ¿En qué día estamos?
—Estuviste tres días sin despertar —dijo Talbo.
Ella lo miró y sintió pena: estaba más delgado, el rostro sucio, la piel sin vida. Pero nada de esto tenía importancia: ella lo amaba.
—Tengo sed, Talbo.
—No hay agua. Los franceses descubrieron el camino secreto.
Escuchó de nuevo las Voces dentro de su cabeza. Durante mucho tiempo había odiado aquellas Voces. Su marido era un guerrero, un mercenario que luchaba la mayor parte del año, y ella tenía miedo de que las Voces le contasen que él había muerto en una batalla. Había descubierto una manera de evitar que las Voces hablasen con ella: bastaba concentrar su pensamiento en un árbol antiguo que había cerca de su aldea. Las Voces siempre paraban de hablar cuando ella hacía aquello. Pero ahora estaba demasiado débil y las Voces habían vuelto.
«Tú vas a morir —dijeron las Voces—. Pero él se salvará.»
—Ha llovido, Talbo —insistió ella—. Necesito agua.
—Fueron apenas unas gotas. No llegó para nada.
Loni miró otra vez las nubes. Habían estado allí toda la semana, y todo lo que habían hecho era alejar el sol, dejar el invierno más frío y el castillo más sombrío. Tal vez los católicos franceses tuvieran razón. Tal vez Dios estuviese del lado de ellos.
Algunos mercenarios se aproximaron al lugar donde estaban ellos. Por todas partes había hogueras, y Loni tuvo la sensación de que estaba en el infierno.
—Los sacerdotes están reuniendo a todo el mundo, comandante —dijo uno de ellos a Talbo.
—Fuimos contratados para luchar y no para morir —dijo otro.
—Los franceses han ofrecido la rendición —respondió Talbo—. Han dicho que los que se conviertan de nuevo a la fe católica pueden partir sin problemas.
«Los Perfectos no van a aceptar», susurraron las Voces a Loni. Ella lo sabía. Conocía bien a los Perfectos. Era a causa de ellos que Loni estaba allí, y no en casa, donde acostumbraba esperar que Talbo volviese de las batallas. Los Perfectos estaban sitiados en aquel castillo desde hacía cuatro meses, y las mujeres de la aldea conocían el camino secreto. Durante todo este tiempo trajeron comida, ropa, municiones; durante todo este tiempo pudieron encontrarse con sus maridos, y gracias a ellas fue posible continuar la lucha. Pero el camino secreto había sido descubierto y ahora ella no podía volver. Ni las otras mujeres.
Trató de sentarse. Su pie ya no le dolía. Las Voces le decían que aquello era una mala señal.
—No tenemos nada que ver con su Dios. No vamos a morir por esta causa, comandante —dijo otro.
Un gong comenzó a sonar en el castillo. Talbo se levantó.
—Llévame contigo, por favor —imploró ella. Talbo miró a sus compañeros y miró a la mujer que temblaba frente a él. Hubo un momento en que no sabía qué decisión tomar; sus hombres estaban acostumbrados a la guerra, y sabían que los guerreros enamorados acostumbran esconderse durante una batalla.
—Voy a morir, Talbo. Llévame contigo, por favor.
Uno de los mercenarios miró al comandante.
—No es bueno dejarla aquí sola —dijo el mercenario—. Los franceses pueden hacer nuevos disparos.
Talbo fingió aceptar el argumento. Sabía que los franceses no iban a hacer nuevos disparos; estaban en una tregua, negociando la rendición de Monségur. Pero el mercenario entendía lo que estaba pasando en el corazón de Talbo, él también debía ser un hombre enamorado.
«Él sabe que vas a morir», dijeron las Voces a Loni, mientras Talbo la tomaba gentilmente en brazos. Loni no quería escuchar lo que las Voces estaban diciendo; estaba recordando un día en que caminaron así, a través de un campo de trigo, en una tarde de verano. Aquella tarde también tuvo sed y habían bebido agua en un arroyo que bajaba de la montaña.