Durante una semana, Brida dedicó media hora al día a esparcir su baraja sobre la mesa de la sala. Acostumbraba acostarse a las diez de la noche y colocar el despertador a la una de la madrugada. Se levantaba, hacía un rápido café y se sentaba para contemplar las cartas, procurando comprender su lenguaje oculto.

La primera noche estuvo llena de excitación. Brida estaba convencida de que Wicca le había pasado alguna especie de ritual secreto, e intentó colocar la baraja exactamente como ella lo había hecho, segura de que mensajes ocultos acabarían por revelarse. Después de media hora, con excepción de algunas pequeñas visiones que ella consideró fruto de su imaginación, nada de especial sucedió.

Brida repitió lo mismo la segunda noche. Wicca había dicho que la baraja le contaría su propia historia y —a juzgar por los cursos que ella había frecuentado— era una historia muy antigua, de más de tres mil años de edad, cuando los hombres estaban aún próximos a la sabiduría original.

«Los dibujos parecen tan simples», pensaba. Una mujer abriendo la boca de un león, un carro tirado por dos animales misteriosos, un hombre con una mesa llena de objetos frente a él. Había aprendido que aquella baraja era un libro: un libro donde la Sabiduría Divina anotó los principales cambios del hombre en su viaje por la vida. Pero su autor, sabiendo que la Humanidad se acordaba con más facilidad del vicio que de la virtud, hizo que el libro sagrado fuese transmitido a través de las generaciones bajo la forma de un juego. La baraja era una invención de los dioses.

«No puede ser así de simple», pensaba Brida, cada vez que esparcía las cartas sobre la mesa. Conocía métodos complicados, sistemas elaborados, y aquellas cartas desordenadas comenzaron a desordenar también su raciocinio. La sexta noche tiró todas las cartas al suelo, irritada. Por un momento pensó que aquel gesto suyo tuviese una inspiración mágica, pero los resultados fueron igualmente nulos; apenas algunas intuiciones que ella no conseguía definir, y que siempre consideraba como fruto de su imaginación.

Al mismo tiempo, la idea de la Otra Parte no se le iba de la cabeza ni por un minuto. Al principio creyó que estaba volviendo a la adolescencia, a los sueños del príncipe encantado que cruzaba montañas y valles para buscar a la dueña de un zapatito de cristal o para besar a una mujer adormecida. «Los cuentos de hadas siempre hablan de la Otra Parte», bromeaba ella misma. Los cuentos de hadas fueron su primera inmersión en el mundo mágico en el que estaba ahora ansiosa por entrar, y más de una vez se preguntó por qué las personas terminaban alejándose tanto de este mundo, aun sabiendo las inmensas alegrías que la infancia dejaba en sus vidas.

«Quizá porque no estén contentas con la alegría.» Encontró su frase medio absurda, pero la registró en su Diario como algo creativo.

Después de una semana con la idea de la Otra Parte rondándole en la mente, Brida empezó a ser poseída por una sensación aterradora: la posibilidad de escoger al hombre equivocado. La octava noche, al despertarse una vez más para contemplar sin ningún resultado las cartas del tarot, decidió invitar a su novio a cenar al día siguiente.