En el centro de Dublín existe una librería especializada en los tratados de ocultismo más avanzados. Es una librería que jamás hizo publicidad alguna en diarios ni revistas: las personas sólo llegan allí recomendadas por otras, y el librero queda contento, porque tiene un público selecto y especializado.
Aun así, la librería está siempre llena. Después de oír hablar mucho de ella, finalmente Brida consiguió la dirección por medio del profesor de un curso de viaje astral al que estaba asistiendo. Fue allí una tarde, después del trabajo, y quedó encantada con el lugar.
Desde entonces siempre que podía iba a ver los libros: apenas mirarlos, porque eran todos importados y muy caros. Acostumbraba hojearlos uno por uno, prestando atención a los dibujos y símbolos que algunos volúmenes traían, y sintiendo intuitivamente la vibración de todo aquel conocimiento acumulado. Después de la experiencia con el Mago se había vuelto más cautelosa. A veces se enfadaba consigo misma porque sólo conseguía participar en las cosas que podía entender. Presentía que estaba perdiendo algo importante en esta vida, que de esa manera sólo tendría experiencias repetidas. Pero no encontraba la valentía para cambiar. Necesitaba estar siempre mirando su camino; ahora que conocía la Noche Oscura, sabía que no deseaba andar por ella.
Y a pesar de quedar insatisfecha consigo misma, algunas veces le era imposible ir más allá de sus propios límites.
Los libros eran más seguros. Los estantes contenían reediciones de tratados escritos centenares de años atrás; muy poca gente se arriesgaba a decir algo nuevo en este campo. Y la sabiduría oculta parecía sonreír en aquellas páginas, distante y ausente, ante el esfuerzo de los hombres en intentar develarla a cada generación.
Además de los libros, Brida tenía otro gran motivo para frecuentar el local: se quedaba observando a quienes venían siempre allí. A veces fingía hojear respetables tratados alquímicos, pero sus ojos estaban concentrados en las personas —hombres y mujeres, generalmente más viejos que ella— que sabían lo que deseaban e iban siempre hacia el estante adecuado. Intentaba imaginar cómo debían ser en la intimidad. A veces parecían sabios, capaces de despertar la fuerza o el poder que los mortales no conocían. Otras, apenas personas desesperadas, intentando descubrir nuevamente respuestas que olvidaron hace mucho tiempo y sin las cuales la vida dejaba de tener sentido.
Reparó también en que los clientes más usuales acostumbraban conversar siempre con el librero. Hablaban de cosas extrañas, como fases de la luna, propiedades de las piedras y pronunciación correcta de palabras rituales.
Cierta tarde Brida decidió hacer lo mismo. Estaba regresando del trabajo, donde todo le había ido bien. Consideró que debía aprovechar el día de suerte.
—Sé que existen sociedades secretas —dijo. Creyó que era un buen comienzo para la conversación. Ella «sabía» algo.
Pero todo lo que el librero hizo fue levantar la cabeza de las cuentas que estaba haciendo y mirar espantado a la chica.
—Estuve con el Mago de Folk —dijo una Brida ya medio desconcertada, sin saber cómo continuar—. Él me habló sobre la Noche Oscura. Él me dijo que el camino de la sabiduría es no tener miedo de errar.
Reparó en que el librero ya estaba prestando más atención a sus palabras. Si el Mago le había enseñado algo, es porque ella debía ser una persona especial.
—Si sabes que el camino es la Noche Oscura, entonces, ¿por qué buscar los libros? —dijo él, finalmente, y ella entendió que la referencia al Mago no había sido una buena idea.
—Porque no quiero aprender de esa manera —respondió ella.
El librero se quedó mirando a la joven que estaba frente a él. Ella poseía un Don. Pero era extraño que, sólo por esto, el Mago de Folk le hubiese dedicado tanta atención. Debía haber otra causa. También podía ser mentira, pero ella había hecho comentarios sobre la Noche Oscura.
—Te he visto siempre por aquí —dijo—. Entras, hojeas todo y nunca compras libros.
—Son caros —dijo Brida, presintiendo que él estaba interesado en continuar la conversación—. Pero he leído otros libros, frecuenté varios cursos.
Le dijo el nombre de los profesores. Tal vez el librero se quedase todavía más impresionado.
De nuevo la situación resultó contraria a sus expectativas. El librero la interrumpió y fue a atender a un cliente que quería saber si el almanaque con las posiciones planetarias para los próximos cien años había llegado.
El librero consultó una serie de paquetes que estaban debajo del mostrador. Brida reparó en que los paquetes traían sellos de distintas partes del mundo.
Estaba cada vez más nerviosa; su coraje inicial había pasado por completo. Pero tuvo que esperar a que el cliente recibiera el libro, pagase, le devolvieran el cambio y se fuera. Sólo entonces, el librero se dirigió nuevamente a ella.
—No sé cómo continuar —dijo Brida. Sus ojos estaban comenzando a ponerse colorados.
—¿Qué sabes hacer bien? —preguntó él.
—Ir tras de lo que creo —no había otra respuesta. Vivía corriendo tras de lo que creía. El problema es que cada día creía en una cosa diferente.
El librero escribió un nombre en el papel donde estaba haciendo sus cuentas. Arrancó el pedazo donde había escrito y lo mantuvo en su mano.
—Voy a darte una dirección —dijo—. Hubo una época en que las personas aceptaban las experiencias mágicas como cosas naturales. En aquel entonces no había siquiera sacerdotes. Y nadie salía corriendo tras secretos ocultos.
Brida no sabía si se estaría refiriendo a ella.
—¿Sabes lo que es la magia? —preguntó él.
—Es un puente. Entre el mundo visible y el invisible.
El librero le extendió el papel. Allí estaba un teléfono y un nombre: Wicca.
Brida agarró rápidamente el papel, le agradeció y salió. Al llegar a la puerta, se volvió hacia él:
—Y también sé que la magia habla muchos lenguajes. Incluso el de los libreros, que se fingen difíciles pero que son generosos y accesibles.
Le mandó un beso y desapareció tras la puerta. El librero interrumpió sus cuentas y se quedó mirando su tienda. «El Mago de Folk le enseñó estas cosas», pensó. Un don, por bueno que fuese, no era suficiente para que el Mago se interesase; debía existir otro motivo. Wicca sería capaz de descubrir cuál era.
Ya era hora de cerrar. El librero estaba notando que el público de su tienda comenzaba a cambiar. Era cada vez más joven; como decían los viejos tratados que poblaban sus estantes, las cosas empezaban a volver, finalmente, al lugar de donde partieron.