El arquitecto que en su día levantara la Torre de Hechicería del territorio de Diáprepes lo hizo amparado en un gusto exquisito. Además, era imponente: de veinte a veinticinco metros de altura, presentaba una estructura hexagonal construida enteramente en piedra natural. Lo que más llamaba la atención eran los detalles esculpidos en los muros exteriores: motivos florales brotaban de los dinteles de las ventanas y de la cornisa que rodeaba la parte superior; donde también destacaban figuras humanas, tan realistas, que parecían cobrar vida de un momento a otro.
El emplazamiento había sido seleccionado con sumo cuidado. A pocos metros de allí se abría un inmenso lago de aguas límpidas sobre las que se reflejaban los rayos de sol todas las mañanas. Vistosas plantas acuáticas flanqueaban sus orillas, acompañadas por vigorosos y esbeltos árboles que crecían a sus alrededores. Más allá, en el horizonte, se esbozaba la principal urbe de Diáprepes: Licaón.
Desde lo más alto de esa majestuosa edificación, sus ojos divisaban un paisaje hermoso. Antaño, muchos rincones en la Atlántida habían merecido tal calificativo con mayúsculas. No obstante, a pesar de que la comarca aún conservaba vestigios de su esplendor, daba la impresión de que en los últimos años las circunstancias estaban cambiando en el continente atlante. Por mucho que le pesase, Diáprepes no había sido una excepción.
Y el futuro próximo se presentaba muy oscuro. Prácticamente negro.
Apostólos Marmarian suspiró.
¿Cuántos años habían transcurrido ya desde que los diaprepenses volvieran la espalda al resto del continente? Sucedió incluso antes de que accediera al trono Salomón XIII, padre de Fedor IV, actual rey de la Atlántida. Aquella actitud fue motivada, casi con toda seguridad, por las frecuentes desavenencias con los territorios vecinos de Gadiro y Méstor. Incluso también era posible que hubiese influido el sentimiento de autosuficiencia que había invadido las mentes de sus habitantes. Y no era para menos, disponían de fértiles llanuras para cultivar donde el ganado podía pastar mansamente; de las montañas podían extraer minerales, metales y piedra para la construcción y la industria; incluso lindaban con el mar, de donde obtenían buena pesca y muchos otros recursos. No echaban en falta poder comerciar con otras localidades —y mucho menos si los productos procedían de Méstor y Gadiro— porque no eran muchos habitantes y tenían todo cuanto precisaban para vivir con comodidad.
Marmarian jugueteó con el amuleto de lapislázuli entre sus arrugados dedos y lo contempló con pesar. Él siempre se había considerado un privilegiado por poder pertenecer a la Orden de los Amuletos y haber sido nombrado, muy joven, titular de una de las torres de hechicería. Aunque no compartía la actitud de los diaprepenses —él era originario de Evemo—, siempre los había respetado y había administrado su magia sabiamente, tal y como se esperaba de él. Sin embargo, las cosas habían cambiado a un ritmo vertiginoso en el último mes, tiempo que llevaba Botwinick Strafalarius al frente de la orden.
Tras el fallecimiento inesperado de Padme Puppis, la Gran Hechicera, se convocó un consejo con carácter de urgencia. Ciertamente, a sus setenta y nueve años, Marmarian esperaba que sus compañeros le hubiesen nombrado su sucesor, recompensando su larga y fiel carrera con el Amuleto de Oricalco, el mayor honor que un hechicero podría recibir. Sorprendentemente, no fue así. Todavía no encontraba una explicación plausible a cómo un mago de mediana edad, que llevaría algo más de una decena de años en la orden, se había alzado con el codiciado puesto. ¿Tan mal lo había hecho él? ¿Acaso lo habían tomado como un diaprepense más que se desentendía de todo cuanto le rodeaba?
Por si fuera poco, prácticamente desde aquel día, se había visto obligado a soportar una terrible presión por parte de Strafalarius. Desde que se enterara de la existencia del niño, no había transcurrido un solo día en el que no se hubiese interesado por él, solicitando su custodia para la orden. Sin embargo, él había hecho y haría todo cuanto estuviese en sus manos para evitarlo.
Marmarian sacudió la cabeza y perdió su vista en el horizonte.
No había un alma en la torre ni en los pequeños cobertizos que la rodeaban. A pesar de todo, semejante sosiego le producía escalofríos. Ni siquiera un puñado de débiles rayos de sol, empecinados en retrasar la despedida de aquel día, iba a conseguir devolverle los ánimos. Estaba nervioso. La brisa apenas alcanzaba para secarle el sudor que le caía por la frente, cuando de pronto lo vio aparecer por el sinuoso camino. Su pulso se aceleró considerablemente y su rostro se desencajó. Iba enfundado en su habitual túnica violácea y caminaba con firmeza en dirección a la torre, con su larga melena de color platino ondeando al viento. Daba la impresión de sentirse tan superior que nada en el mundo parecía preocuparle. Pero Marmarian sabía que no era así.
Cuando el recién llegado se encontraba a menos de una decena de metros de la entrada principal de la torre, se detuvo en seco y alzó la cabeza. Claramente le había visto.
—¡Apostólos! —exclamó a viva voz, haciéndose oír pese a la distancia que los separaba—. ¿No tienes intención de bajar a recibir a tu superior?
Marmarian reconoció el tono desafiante de su voz. En ningún momento el Gran Mago había avisado de su llegada pero, de alguna manera, sabía que iba a aparecer por allí. Algo en su interior le había advertido y sabía, sin duda, que su presencia traería problemas. Entonces, se sintió aliviado por haberse anticipado y haber desalojado la zona de aprendices y maestros aquella misma mañana. Aunque no había sido fácil inventarse una justificación, finalmente todos habían accedido a abandonar sus aposentos en la torre y los cobertizos de prácticas, y se habían marchado muy lejos de allí. Al menos, eso era lo que él pensaba.
—Sabes que soy un anciano y me cuesta moverme —le espetó Marmarian desde arriba.
—¿Acaso está averiado el elevador hidráulico? —preguntó Strafalarius con toda su mala intención—. ¿Significa eso que tendré que subir a pie para reunirme contigo?
Marmarian pareció pensárselo unos segundos e, inmediatamente después, desapareció de la azotea. Bajo ningún concepto deseaba que Strafalarius pusiese sus sucios pies en el interior de la torre y, precisamente por eso, un par de minutos después, la gigantesca puerta principal crujía al abrirse.
De la abertura surgió la figura de un anciano cubierto con un manto de color azul celeste. No le quedaba mucho pelo en la cabeza y, pese a los esfuerzos que hacía para enderezarse con su báculo, se le veía ligeramente encorvado. Su mirada no era de temor, pero tampoco ocultaba la desconfianza que sentía hacia el mago.
—¡Qué rapidez! Me alegra ver que has recuperado tu agilidad con tanta premura… —le espetó Strafalarius no sin cierta ironía.
—Déjate de historias —le reprochó Marmarian, frunciendo sus pobladas cejas blancas. Nunca le había resultado agradable mirarle a sus ojos de color rojo escarlata—. ¿A qué has venido?
A pesar de su agresividad, Strafalarius mantuvo la calma.
—No recibes a mis mensajeros privados, no abres mi correo… Es tan complicado contactar contigo que me has obligado a venir en persona hasta aquí. No obstante, viejo amigo, creo que sabes muy bien qué es lo que quiero.
—No me considero amigo tuyo —replicó Marmarian en tono cortante.
—Oh, no me puedo creer que un mes después aún me guardes rencor… —dijo Strafalarius meneando la cabeza y soltando una risa impertinente—. En los consejos de la orden siempre habías afirmado que el poder nunca te había llamado la atención. ¿Por qué ahora pareces tan frustrado por no haberlo alcanzado? La votación fue muy clara…
El anciano hechicero sintió que la ira le embargaba su interior, pero supo controlarse a tiempo.
—Desconozco cómo engatusaste a los demás miembros de la orden, pero a mí no me engañas.
—Está visto que eres un anciano obstinado y orgulloso que no sabe digerir una derrota.
La sangre hervía en las venas de Marmarian. Sin embargo, cerró los ojos, respiró hondo e hizo como que no había oído nada. Sabía que Strafalarius le estaba provocando.
—Aún no has contestado a mi pregunta —recordó el anciano, reconduciendo la conversación—. ¿Qué quieres de mí?
—Hummm… Veo que la memoria te falla. Te he dicho que lo sabías muy bien… ¿Acaso no lo recuerdas?
—No pienso ceder ni un ápice a tus pretensiones —replicó Marmarian con voz firme—. No estoy dispuesto a cobrar tributo alguno a la gente por el uso de un don que el destino me otorgó de manera gratuita.
Strafalarius hizo una mueca ante la habilidad del anciano. Sin embargo, decidió seguirle el juego.
—No me gusta tu actitud diaprepense de ir por libre… Bien sabes que, por el poder que me ha sido conferido, podría ordenar un traslado de torre. ¿Qué tal le sentaría a tu reuma los gélidos terrenos de Azaes?
Marmarian lo miró desafiante.
—De nada me valen tus amenazas, Strafalarius. No me sacarás tan fácilmente de aquí.
—Entonces, me temo que me veré obligado a declararte incapaz y a apartarte de la Orden de los Amuletos. Claro que… —sopesó el interpelado, mesándose la barba que le caía como una cascada por su reluciente túnica. Había llegado el momento de ir al grano—. Todo tendría una sencilla solución. Dame la custodia del chico y no tendré en cuenta tu sublevación.
—¿El chico? —inquirió Marmarian frunciendo el ceño, como si no comprendiese muy bien a qué se refería.
—Sí, ya sabes, ese del cual ha hablado la joven Cassandra…
—¡Ah! ¡Qué despiste el mío! Como en tus discursos siempre te mostrabas tan reacio a creer en las profecías y en los vaticinios… Jamás llegué a pensar que el Gran Mago fuese a hacer caso de una superchería como esa, a no ser que pienses que su ascendencia dé cierta credibilidad a su vaticinio…
Strafalarius juntó las palmas de sus manos.
—Sea como sea, pienso que eres demasiado anciano para hacerte cargo de un crío tan pequeño… —contestó Strafalarius, esquivando la ironía de Marmarian.
—¡De ninguna manera! —respondió indignado Marmarian—. La tutela de ese muchacho me fue conferida expresamente a mí, y no pienso cederla a ninguna otra persona. Y mucho menos a ti, para que hagas de él un acólito a tu medida… si no algo peor.
—Me parece que, por enésima vez, olvidas que estás hablando con tu superior —dijo el Gran Mago en un tono de voz sereno.
—Nunca te consideraré como tal. ¡Márchate!
Strafalarius meneó la cabeza. Sus agudos ojos chispearon como carbones incandescentes.
—Llegados a este punto, si no me lo entregas voluntariamente, no me dejas otra opción que arrebatártelo a la fuerza.
—¡Por encima de mi cadáver! —escupió Marmarian, indignado ante la pretensión de Strafalarius.
—Si así lo deseas…
Los dos hechiceros se desafiaron mutuamente con la mirada y, justo en el instante en el que sus manos se posaban sobre sus respectivos amuletos, una voz rasgó el silencio.
—¡Alto!
Strafalarius, divertido, sonrió cínicamente al ver cómo aquella muchacha que apenas contaría con una veintena de años abandonaba su escondrijo de uno de los cobertizos laterales. En cambio, el rostro de Marmarian adquirió un tono ceniciento como si la sangre hubiese dejado de fluir por sus venas. No necesitaba volver la cabeza para saber quién era, porque había reconocido su voz al instante. Su boca se había quedado reseca tan repentinamente que apenas tuvo fuerzas para articular unas pocas palabras.
—Celestine, no cometas ninguna estupidez. ¡Márchate! —le ordenó el anciano, recobrando la compostura como buenamente pudo. Esta vez sí dirigió una fugaz mirada hacia donde estaban, temiéndose lo peor. Por fortuna, estaba ella sola, sin compañía alguna. Llevaba un vestido rosado y se había echado un pañuelo rojo por los hombros. Sus ojos grises estaban clavados en Strafalarius.
—Vaya, vaya, vaya… —murmuró el Gran Mago ante la sorpresa y devolviendo a Marmarian a la cruda realidad—. Cuando he llegado y he visto desiertas las inmediaciones de la Torre de Hechicería, pensaba que habrías sido lo suficientemente precavido como para recibirme a solas. Ahora veo que andaba equivocado y has preferido quedarte con esta jovenzuela como escudero personal…
—Por favor, no…
Celestine hizo ademán de dar un paso hacia delante, pero Marmarian levantó su brazo izquierdo.
—¿Qué estás haciendo, Celestine? —le reprochó—. Te encomendé una tarea… ¡Márchate y cúmplela antes de que sea demasiado tarde! ¡No me falles ahora!
Estaba a punto de intervenir Strafalarius cuando un rápido movimiento de su contrincante le pilló desprevenido. Marmarian se llevó la mano a la cadena que colgaba de su pecho e hizo que un relámpago de luz saliese disparado hacia el Gran Mago. La reacción no se hizo esperar y el Amuleto de Oricalco repelió el ataque. Strafalarius era un mago poderoso y consiguió que el mismo rayo se volviese contra su creador con gran precisión.
Marmarian profirió un alarido y, soltando su báculo, cayó de espaldas. Había sentido cómo una fuerte descarga eléctrica penetraba hasta el tuétano de sus huesos. Lógicamente, el poder del Amuleto de Oricalco era muy superior al suyo. Sabía que tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir en un enfrentamiento cara a cara con Strafalarius, de ahí que hubiese ordenado desalojar la zona. No quería poner a los suyos en peligro… y mucho menos que el bebé pudiese caer en manos equivocadas. Por eso le había dado instrucciones muy claras a Celestine. Aunque en ocasiones era un tanto rebelde, la consideraba una hechicera inteligente y con un futuro muy prometedor, pues poseía un gran potencial mágico en su interior y, además, le había demostrado ciega fidelidad. Demasiado, pensó Marmarian. ¿Por qué había tenido que confiar en ella? Sin duda, porque estaba seguro de que nunca le fallaría. Pero le estaba fallando…
La oyó gemir.
Aunque fuese un pobre anciano, consciente de que el fin de sus días estaba muy próximo, no había perdido la tenacidad de su juventud. Apostólos Marmarian se encogió ligeramente, hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y abrió los ojos. No le hubiese venido mal engullir un par de bayas de la sanación, pero no había tiempo.
Al ver que su maestro caía, Celestine había lanzado un ataque desesperado contra Strafalarius. Debió de encontrarlo gracioso. Una joven hechicera enfrentando su pírrico amuleto de jade contra el poderoso Amuleto de Oricalco del Gran Mago. Se echó a reír y, valiéndose de su incontestable superioridad, se dedicó a juguetear con ella. La hizo volar por los aires, la puso del revés… incluso hizo un ademán de estrangularla con su propio pañuelo, momento en el cual ella gimió, tratando desesperadamente de hacer llegar aire a sus pulmones.
Al contemplar aquella imagen tan humillante, Marmarian enrojeció de ira. Asió su amuleto de lapislázuli con fuerza y lanzó un hechizo a los pies de Strafalarius. Al instante, afloró un géiser de vapor ardiente que rompió su concentración por completo y liberó momentáneamente a la joven hechicera.
—¡Ahora, huye! —ordenó el anciano, haciéndose oír entre los enfurecidos gritos de Strafalarius—. Es importante que pongas a salvo al pequeño…
En aquel preciso instante sucedió lo que Marmarian menos se hubiese podido esperar. El llanto desconsolado de un bebé invadió el ambiente. Probablemente el ruido, las explosiones o los alaridos que acababan de tener lugar en las inmediaciones habían propiciado que, asustada, la criatura rompiese a llorar.
Aunque en un principio los ojos de Marmarian chispearon de indignación, el sentimiento que le invadió mayoritariamente fue el de la decepción. Celestine, en quien había depositado toda su confianza, le había fallado estrepitosamente. A primera hora de aquel día, había mantenido una conversación con ella y le había explicado que Sebastián corría un grave peligro. Tal y como comentó, a la muerte de Padme Puppis, su hija Cassandra vaticinó que se aproximaba el final de una era. Según confesó, el destino había señalado al pequeño Sebastián como una pieza clave en el futuro del continente atlante ya que, según ella, el actual rey llegaría al final de sus días sin descendencia y aquella inocente criatura aglutinaría, por primera vez en la historia, los tres poderes atlantes. No había entrado en muchos más detalles para no comprometerla en exceso y simplemente había querido añadir que sus padres, los humildes campesinos, habían fallecido en extrañas circunstancias semanas después de su nacimiento, de ahí que le hubiesen encomendado a él su protección. Jamás podría demostrarlo pero, dada su insistencia en el asunto, Marmarian estaba convencido de que Strafalarius había tenido mucho que ver en el fatal suceso.
Junto al pequeño Sebastián, Marmarian entregó a Celestine un colgante y un sobre lacrado cuyo contenido le sería de utilidad al niño en el futuro, así como un mapa señalando el lugar al cual debía dirigirse con él. En su desesperado intento por salvaguardar al niño, Apostólos había acudido en busca de ayuda a su hermano, Ganímedes Marmarian. Tal y como le había asegurado su hermano, precisamente en el norte de Diáprepes se escondía una plataforma desde la que podría enviar al bebé a un lugar seguro, muy lejos de los peligros que le acechaban y donde nadie podría encontrarle. Ganímedes aguardaría en el punto indicado, para poder poner la máquina en marcha. Una vez llegase Celestine, abrirían la puerta, pondrían al chico a buen recaudo y nadie se enteraría de nada. Sólo cabía esperar que Sebastián regresara el día que sintiese la llamada de la Atlántida.
En un principio, al verla allí, había supuesto que otra persona se había ocupado de la tarea que le había encomendado, algo que no le había hecho mucha gracia. Pero el llanto del niño le demostraba cuán equivocado estaba. ¿Acaso no había sido suficientemente explícito aquella mañana? Estaba claro que no. Tal vez había sido un error ocultarle tanta información a Celestine pero ¿qué podía hacer ahora?
El llanto del niño lo devolvió a la cruda realidad.
Strafalarius también lo había oído y, levantándose con torpeza del suelo, de pronto sus esperanzas se vieron renovadas, todo iba a resultar mucho más sencillo de lo previsto.
Vio cómo la joven daba media vuelta y echaba a correr siguiendo las apresuradas instrucciones de Marmarian. No obstante, la magia de Strafalarius le impidió dar más de tres pasos seguidos. Un único y fugaz hechizo procedente del Amuleto de Oricalco bastó para que cayese desplomada sobre el camino de tierra. Podía haber acabado con ella con la misma facilidad con la que se pisa a una cucaracha, pero no era su intención. Celestine quedó tendida en el suelo, inconsciente, mientras el bebé no paraba de llorar. También cortó de raíz cualquier posible reacción del anciano con una potente explosión, que hizo que su amuleto de lapislázuli saliera despedido, lejos de él.
—En cuanto a ti, Marmarian, creo que no me queda mucho más que decir —soltó Strafalarius, alzando una vez más su poderoso amuleto contra el hechicero de la Torre de Diáprepes. Tenía sus movimientos completamente controlados.
—Jamás lograrás alzarte con el poder de la Atlántida —le espetó con rabia el anciano—. Ni el Consejo de la Sabiduría ni el ejército lo tolerarán… Y, por si fuera poco, está nuestro rey.
—¿Fedor IV? —preguntó con sorna el Gran Mago—. Es demasiado joven para asumir un cargo con tanta responsabilidad… De todas formas, a mí no me engañas. Por fortuna, ninguno de ellos sabe nada del chico… y nunca lo llegarán a saber.
—Cassandra lo hará correr. Ella…
—Yo me encargaré de desprestigiarla —lo atajó de inmediato Strafalarius—. ¿Quién va a creer a una pobre mujer cuya madre ha fallecido tan repentinamente? No es más que una desdichada devorada por la locura… Créeme, no supondrá un gran impedimento en mi camino.
—La Atlántida siempre estará por encima de ti… —dijo Marmarian, en un intento desesperado de ganar aquella batalla dialéctica.
Strafalarius entornó sus pequeños ojos rojos y encogió la nariz, como si el anciano apestase. Tenía ganas de acabar con todo aquello. Además, los chillidos del niño lo estaban volviendo loco.
El Gran Mago llevó la mano a uno de los bolsillos de su túnica y extrajo una pequeña baya de color negro. La alzó parsimoniosamente y se la mostró a Marmarian con malicia.
—Es un pequeño obsequio por los servicios prestados —dijo Strafalarius con ironía—. Te concederé el privilegio de una muerte rápida.
Sabedor de que su ingestión era mortal, Marmarian apretó las mandíbulas con fuerza, tratando de resistirse. Sabía que era un esfuerzo inútil porque, sin su amuleto, no podía oponer resistencia alguna a Strafalarius.
—Dicen que no se suele aguantar más de tres minutos una vez que los jugos de este fruto entran en contacto con la lengua —informó el Gran Mago quien, poco después, se encogía de hombros—. Puppis se hizo de rogar más de la cuenta y soportó cuatro minutos. Yo me pregunto si tú, un anciano decrépito, llegará al minuto.
Ante tal revelación, Marmarian abrió los ojos como platos.
—¿Puppis? ¿Es eso lo que pretendes hacer con todos aquellos que se interpongan en tu camino?
Strafalarius se encogió de hombros. Apenas le concedió más tiempo para pensar ni para replicar. Inmediatamente después, el poder del Amuleto de Oricalco le obligaba a abrir su boca, momento que el Gran Mago aprovechó para introducirle la baya con delicadeza. Aquel gesto era una nueva prueba de su superioridad y de cómo se jactaba de su poderío. Acto seguido, le obligó a cerrar la boca una y otra vez, hasta que la baya quedó bien triturada.
Después de recuperar el amuleto de lapislázuli de su oponente, se lo llevó al bolsillo y se despidió:
—Hasta la vista, Marmarian.
Apenas habían transcurrido unos segundos cuando Strafalarius se puso en marcha en dirección al cobertizo donde se oía el llanto del bebé. Marmarian estaba sentenciado. En cuestión de un minuto o dos se desplomaría sobre el suelo, sin vida. Sin embargo, el anciano aún guardaba un as en la manga.
—Habrás acabado con Puppis y conmigo, podrás secuestrar al chico, pero siempre habrá alguien que te logre superar en poder… —sentenció, mientras una sustancia negruzca se le escurría entre los labios—. Aún son muchos los miembros de la orden que podrían alzarse contra ti.
—No me hagas reír —escupió el Gran Mago—. Tu error ha sido subestimarme siempre… La fuerza de mi amuleto es muy superior a la de los de lapislázuli que poseen los restantes miembros de la orden. Eso, por no hablar de los amuletos de jade de cualquier hechicero iniciado. Incluso, aunque se juntasen tres o cuatro de ellos…
—Pero no es más poderoso que el Amuleto de Elasipo.
Aquellas palabras dejaron completamente anonadado a Strafalarius. ¿Había hablado del Amuleto de Elasipo? ¿El verdadero? Su corazón latió con mayor intensidad, aunque trató de ocultar la ansiedad que le invadía. Hasta los lloros del bebé habían pasado a un segundo plano. Por alguna razón, Marmarian había logrado captar su interés.
—El Amuleto de Elasipo no existe —rechazó, aunque era una simple forma de invitar al anciano a hablar.
—Ahora eres tú quien me subestima a mí —jadeó el anciano, quien comenzó a mostrar las primeras dificultades para hablar—. Ya lo creo que existe. Otra cosa muy distinta es que tú no lo tengas.
Aquella afirmación molestó tremendamente a Strafalarius. Si existía el Amuleto de Elasipo, removería cielo y tierra hasta hacerse con él.
—Si es así, lo encontraré —afirmó el Gran Mago con rotundidad.
—Me temo que piensas… en el lugar equivocado…
Strafalarius se alarmó. A pesar de que los ojos del anciano se iban nublando poco a poco, pudo leer en ellos que sabía dónde se hallaba el valioso amuleto. Se acercó hasta él y lo sacudió por los hombros.
—¡Dime dónde está!
Marmarian sonrió. La vida se le escapaba irremisiblemente, pero iba a tener una muerte feliz. Iba a servirle a Strafalarius un caramelo por el que se desviviría hasta el fin de sus días y que nunca podría catar.
—Se encuentra… en una cámara —confirmó el anciano, después de mantener en vilo a su oponente durante unos segundos. Sí, qué más daba que lo supiese—. Una cámara… fuera de la Atlántida.
—¡Mientes! ¡No puede ser!
Marmarian rio y más líquido negruzco le brotó de la boca.
—Ya lo creo que sí… —asintió, haciendo terribles esfuerzos para pronunciar cada palabra—. Te recuerdo que mi hermano… es un miembro destacado… del Consejo de la Sabiduría. Ellos saben muchas… cosas.
—¡Dónde está esa cámara! —demandó Strafalarius, más angustiado a cada segundo que pasaba.
El anciano sonrió una vez más. Parecía estar disfrutando sus últimos segundos de vida.
—No lo sé… Hay… hay… muchas cámaras… distribuidas por… todo el mundo —completó Marmarian, a quien apenas quedaban fuerzas ya para reír.
—¡Buscaré una solución! ¿Me oyes? ¡Buscaré una solución!
—Me temo que… será inútil… Jamás podrás hacerte con él… porque… existe…
Justo en aquel preciso instante, las fuerzas le abandonaron y sus ojos vidriosos se perdieron en un horizonte sin fin. Strafalarius lo sostenía en sus brazos cuando exhaló su último aliento y no dijo una sola palabra más. De nada sirvieron los gritos desesperados del Gran Mago para sacarle esas últimas palabras que el anciano, voluntariamente, se había llevado consigo a la otra vida. Nadie podría saberlas ya.
Strafalarius estaba fuera de sí. ¿Qué era lo que iba a decir el viejo? ¿Qué era lo que existía? ¿Una trampa? Si era así, la fuerza del Amuleto de Oricalco, unida a la del de lapislázuli de Marmarian, le ayudarían a superarla… Si era preciso, se haría con más amuletos de lapislázuli. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Nadie se reiría de él. Encontraría el Amuleto de Elasipo y se convertiría en el mago más poderoso de todos los tiempos. Entonces, volvió a oír el llanto del niño y se centró. Lo primero era lo primero. Debía salvar un pequeño escollo en su camino hacia la gloria. Lo cierto era que no creía una sola palabra de lo que había dicho Cassandra pero ¿para qué correr riesgos innecesarios?
Aún enfurecido, se dirigió al cobertizo. Como era de esperar, estaba completamente desierto. Los libros de hechizos, los alambiques y demás instrumental habían sido abandonados sobre las mesas de estudio. El niño debía de hallarse en un pequeño cesto de mimbre que había a mano derecha, envuelto en una manta de Lina a cuadros. Se aproximó hasta él y contempló la escena atónito. Esperaba encontrarse una criatura inocente de rostro sonrosado y surcado de lágrimas, y lo único que vio fue un viejo reproductor de música que escupía aquel insufrible llanto de bebé.
—¡Maldición! —exclamó, haciendo que temblasen las paredes que lo rodeaban. ¡Había sido engañado por un maldito artefacto que no se veía en la Atlántida desde hacía siglos!
Entonces, se temió lo peor. Abandonó el cobertizo a la carrera y estuvo a punto de sufrir un paro cardíaco. Allí yacía el cuerpo inerte del viejo Marmarian y unos metros más allá… ¡No había nadie! ¡La muchacha había desaparecido! Sintió que un abismo se abría bajo sus pies y amenazaba con devorar sus esperanzas de alcanzar el poder. Fue tal la rabia que lo embargó, fue tal el odio que le sobrevino, que no pudo evitar dar rienda suelta a su ira. Sostuvo con sus manos los dos amuletos y lanzó la siguiente maldición.
—Tú, Diáprepes, te volverás un territorio inhóspito y yermo, la vida te abandonará de todos sus rincones y los habitantes que te son fieles se transformarán en bestias ávidas de sangre… ¡Sea así! —sentenció, haciendo que los dos amuletos destellaran.
No podía negar que el asunto del bebé le inquietaba. No obstante, en el caso de que fuera cierta la predicción de la hija de Puppis, aún quedaban muchos años para que supusiese una verdadera amenaza. Si para entonces el Amuleto de Elasipo obraba en su poder, ni el destino ni nadie podrían frenarle. Sí, a partir de aquel instante su principal objetivo sería hacerse con ese amuleto único y alcanzar el poder antes de que lo hiciese el muchacho.
Strafalarius se puso en marcha de inmediato. Ni siquiera esperó para ver cómo su maldición surtía efecto, volviendo ceniciento aquel paraje. La muerte comenzó a devorar poco a poco las inmediaciones de la Torre de Hechicería para ir extendiéndose paulatinamente por todo el territorio.
Diáprepes, que siempre había sido considerado un paraje fértil y alegre, se convertiría desde aquel instante en un lugar que ningún atlante desearía volver a pisar jamás.