Tras alcanzar un acuerdo con los rebeldes, Botwinick Strafalarius decidió abandonar el campamento militar alegando que tenía asuntos que tratar urgentemente en la Torre de Hechicería. Cruzó el Mela en una barcaza y se adentró junto a su montura en los frondosos terrenos de Elasipo.
Una vez envuelto por el bosque, en un lugar apartado y resguardado, donde apenas llegaba la luz solar, el Gran Mago se detuvo y bajó del caballo torpemente. Entonces, gritó con todas sus fuerzas, tratando de desahogarse.
—¡Akers! ¡Me las vas a pagar!
Sin lugar a dudas, Jachim Akers había sido el artífice del desembarco rebelde. Había sido él quien les había entregado los anillos y, por su culpa, había puesto en peligro los designios del continente entero. Ahora bien, ¿por qué lo había hecho? ¿Qué le había llevado a traicionarle? ¿Acaso le había incitado Astropoulos? ¿Había sido su propia ambición? Lo cierto era que no tenía un futuro muy prometedor en la orden. Sin ir más lejos, una vez cumpliese su cometido, Gallagher tenía órdenes… precisas… ¿Acaso se había enterado de su intención de acabar con él? No, era imposible. Pero ¿y si alguien se lo había advertido? ¿Era también Gallagher un traidor? Porque sólo él estaba al tanto de sus planes…
Strafalarius gritó una vez más.
—¡Está visto que en este mundo uno tiene que desconfiar hasta de su propia sombra!
La brisa sacudió las ramas de los árboles, que parecieron temblar ante la ira del Gran Mago. Lo cierto es que, a partir de aquel instante, sus nervios se calmaron en buena medida y no tardó en pensar positivamente. Después de todo, el plan que había puesto en marcha no había salido del todo mal. Había ordenado el robo de los anillos con la única intención de reactivar las cámaras ubicadas en el extranjero y lo había conseguido. Estas habían vuelto a funcionar y, afortunadamente, el Amuleto de Elasipo había regresado a la Atlántida después de tantísimos años.
Apostólos Marmarian estaba muy equivocado. ¿Acaso pensaba que a él, el hechicero más importante de todos los tiempos, se le iba a resistir algo? ¡Desde luego que no! Ahora, el Amuleto de Elasipo estaba en posesión de un joven inexperto, pero no tardaría en ser de su propiedad.
¿Cómo lo haría? Tendría que conseguir un acercamiento mayor al joven egipcio, sin duda. Quién sabe, también podría valerse de esos Juegos Atlantes de los que había hablado Branko… Tenía muchas alternativas.
Y cuando el Amuleto de Elasipo obrase en su poder, las cosas cambiarían radicalmente en la Atlántida. ¡Él se convertiría en dueño y señor del continente, y nadie podría nunca plantarle cara!
Con renovados ánimos, Botwinick Strafalarius reinició la marcha camino de su torre. Allí comenzaría a preparar la estrategia para hacerse definitivamente con el Amuleto de Elasipo.
Un clima tenso se vivía en la ciudad de Atlas. Lejos quedaban las nobles intenciones de Roland Legitatis de no alertar a la población de la ausencia del monarca, para que no cundiese el pánico. La alarma social era importante, y ya se habían suscitado todo tipo de rumores. Aunque en un principio se temió por la salud de Fedor IV, en cuanto se filtró la noticia de la posible invasión rebelde, corrió la voz de que el rey había huido. También se propagó como la pólvora que Astropoulos había sido encerrado acusado de propagar ideales revolucionarios y, en medio de aquella inestabilidad, los atlantes comenzaban a temer por primera vez por su futuro en muchas décadas.
La gente se había echado a las calles en busca de víveres y materiales para afrontar un posible asedio, aunque lo cierto es que nadie sabía dónde meterse, ya que cualquier lugar resultaba igualmente vulnerable.
Cassandra caminaba con paso rápido, con la cabeza orientada hacia el suelo y apenas prestó atención al revuelo que se había formado a las puertas del mercado, donde habían anunciado que se habían quedado sin existencias. Iba tan embebida en sus pensamientos que prácticamente no miraba a su alrededor.
Desde que escuchara esa conversación aquella noche en el callejón, no había parado de darle vueltas a todo cuanto sus oídos habían captado. Habían sido pocas palabras. Las suficientes para darse cuenta de que estaban relacionadas con el robo de los anillos. Aquellas dos personas que no había podido identificar desde la ventana de su casa estaban detrás de todo ello aunque, según se podía deducir, los planes se habían torcido.
Por si fuera poco, Roland Legitatis había encerrado a Remigius Astropoulos. Nunca se había llevado bien con el anciano. Era demasiado racional y de mente estrecha para aceptar lo sobrenatural. Sin embargo, si de algo estaba segura era de que él no era el responsable del robo ni estaba detrás de aquella conspiración. Había tratado de hacérselo saber a Legitatis durante las horas previas a su marcha pero, como la gran mayoría de la gente, había decidido ignorarla.
Por eso, no había logrado conciliar el sueño durante la noche anterior.
Enfiló aquella calle y avistó la construcción aislada por una cerca coronada con alambre de espino. Si había un edificio en Atlas que no se avergonzaba al mostrar su deplorable aspecto, ese era la prisión. No obstante, pese a su mal estado de conservación, tenía un complicado diseño que hacía que no fuese fácil salir de allí.
La pitonisa se acercó a la garita de la entrada y solicitó permiso para hablar con Remigius Astropoulos.
—¿Vienes para predecirle cuánto tiempo de vida le queda? —contestó groseramente el guardia que la atendió. Su compañero se rio a carcajada limpia.
Cassandra sintió la enorme tentación de replicarle que venía a predecirle cuánto le quedaba a él, pero comprendió que lo único que podía conseguir era que no la dejasen pasar. Con lo cual, hizo de tripas corazón y, tras pasar los pertinentes controles de seguridad, le permitieron el paso.
—De todas formas, no creo que el viejo quiera conversar contigo. Últimamente, está muy poco hablador…
—Díganle que es importante, por favor.
Diez minutos después, Cassandra se encontraba en una habitación de reducidas dimensiones, donde todo el mobiliario se reducía a una mesa y dos sillas. Una simple bombilla colgaba del techo, iluminando su demacrado rostro y haciendo resplandecer todas las baratijas que llevaba puestas. Su estrambótica vestimenta no la favorecía en absoluto. Justo entonces, la puerta se abrió y allí apareció un Remigius Astropoulos de aspecto desmejorado, escoltado por dos guardias. Al ver a Cassandra, se volvió de inmediato.
—¿Qué clase de broma es esta? —les espetó a los guardias. La expresión de su rostro mostraba claros síntomas de indignación—. Se me ha dicho que era una visita importante.
—Remigius, necesito hablar contigo —dijo Cassandra con voz firme, mientras los guardias invitaban a Astropoulos a entrar. Ciertamente, lo veían como a un viejo inofensivo y no se molestaron en encadenarlo ni esposarlo a la silla. ¿Qué iban a hacer aquellos dos chiflados?
—Yo no tengo ninguna necesidad de hablar contigo.
—A mi madre le hubiese gustado que hablases conmigo… —contestó Cassandra en tono suplicante.
—No metas a Padme en esto. Ella era una persona muy respetable y respetada. En cambio, tú… Dejas su honor por los suelos. ¿Acaso vienes a decirme que ya vaticinaste lo que iba a ocurrir? —preguntó el sabio en un tono mordaz.
La pitonisa sacudió la cabeza. Sus ojos estaban a punto de ceder irremisiblemente al llanto. Astropoulos la había herido en su orgullo.
—Lo cierto es que no, Remigius —contestó la mujer, emitiendo un sollozo—. Si vengo aquí es porque creo en tu inocencia y porque hay un complot en la Atlántida.
Ver aquellas lágrimas consiguieron ablandar un poco a Astropoulos, quien protestó al escuchar un nuevo discurso catastrofista.
Sin embargo, se calló cuando Cassandra le habló de la extraña conversación de la que había sido testigo la noche anterior. Entonces, todo cambió. Pese a sus extravagancias, por primera vez percibió que aquella mujer estaba diciendo la verdad. Era cierto que no podía aportar demasiada información, pero había sacado dos cosas en claro: aquellas personas estaban relacionadas con el robo de los anillos y el nombre de Akers.
—¿Has dicho Akers?
—Sí, esa es la persona que, al parecer, sustrajo los anillos y después traicionó a esos dos hombres. ¿Te dice algo el nombre?
—La verdad es que no —reconoció Astropoulos—. Podría ser cualquier persona, pero estoy contigo en que podría ser la clave para desenmascarar al verdadero traidor. Sin pruebas, no podemos demostrar nada.
—Si pudiésemos dar con él…
—Me temo que en mi situación, poco puedo hacer —respondió con pesar Astropoulos—. Sin embargo, yo sé de alguien que podría ayudarte…
—¿Lo dices en serio?
—Los Elegidos —dijo Astropoulos, chasqueando los dedos—. ¿Recuerdas la profecía que descubriste en una de las criptas del Templo de Poseidón? Esa de la que le hablaste al rey Fedor IV…
Cassandra asintió. Observaba atentamente al sabio con sus ojos bicolores.
—Puede que, después de todo, sea cierto que hayan venido al rescate de nuestro continente.
La pitonisa frunció el ceño.
—¿No habían ido a Gadiro para forjar unos nuevos anillos?
—Sí, pero no creo que se trate de la misión para la cual fueron seleccionados…
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Astropoulos carraspeó.
—Yo mismo los conminé a forjar unos nuevos anillos y los dirigí a un lugar donde nunca se había extraído oricalco de la máxima pureza —reconoció el sabio—. Se trataba de una misión imposible de cumplir…
Cassandra se levantó como un resorte de la silla y exclamó:
—¡Has interferido en los designios de esos muchachos!
—Lo hice por su bien…
—¡Cómo que por su bien! Tal vez el destino les hubiese guardado otra misión…
—De no haberme anticipado, Strafalarius ya se hubiese hecho con el control del joven egipcio… ¡Tenías que ver su cara cuando se enteró de que, ni más ni menos, era el portador del Amuleto de Elasipo!
—No me puedo creer lo que estoy oyendo, Remigius. ¡Mereces estar entre rejas!
El silencio invadió la estancia durante unos segundos.
—Puede que tengas razón, Cassandra. Bien sabes que siempre me he resistido a creer en profecías y cosas así, pero es posible que en esta ocasión estemos ante algo cierto…
—¿En qué te basas para hacer tal afirmación?
—Desde que saltaron las alarmas por el robo de los anillos, comprendí que algo muy grave estaba a punto de suceder —confesó Astropoulos—. Era una situación sin precedentes en la historia de la Atlántida y precisamente esa profecía hablaba de los rebeldes, de unos Elegidos que vendrían más allá de nuestras fronteras… Todo, absolutamente todo, se ha ido cumpliendo.
—«Y tú, Diáprepes, ocaso de la monarquía estéril, de tus entrañas emergerá el nuevo rey que será señalado por el fruto de la Magia» —citó Cassandra, entonces.
—Veo que te la has aprendido de memoria… De hecho, esa es la parte de la profecía que no termino de comprender —reconoció Astropoulos—. Si lo interpretase tal cual lo acabas de recitar, diría que un nuevo rey nacerá en Diáprepes…
—Ya ha nacido.
—¿Cómo dices?
—Digo que ya ha nacido.
Astropoulos miró a Cassandra sin comprender nada.
—¿Me estás diciendo que en los pocos días que llevo encerrado, ha nacido un nuevo…?
—No, ese niño nació hace veinte años.
—Espera, espera. No entiendo nada… ¿Cómo sabes tú que ese niño, heredero de la corona atlante, nació hace dos décadas? ¿Dónde está, si puede saberse?
—Yo misma lo predije cuando nació —afirmó con rotundidad—. De hecho, nunca dije que sería heredero de la corona atlante, sino que sería rey y él sería el encargado de unificar los tres poderes atlantes…
Los ojos de Astropoulos se abrieron como platos y, acto seguido, apretó los labios formando una fina línea.
—¡Y a mí me encierran por proclamar ideas revolucionarias! —protestó el anciano—. No es momento para estas cosas, Cassandra. Creía que estábamos hablando en serio…
—Y estoy hablando muy en serio. ¿No decías que creías en la profecía del Templo de Poseidón?
—Exactamente. Pero que crea en una profecía no significa que vaya a tragarme todo… lo… que… ¿Por qué sonríes de esa manera?
Astropoulos se quedó callado, blanco como la cal y cerró los ojos lentamente. Acababa de adivinar por qué Cassandra esbozaba aquella sonrisa. No era posible… Lo cierto es que en algún momento ya lo había llegado a sospechar. Tenía que ser una broma pesada.
—Yo misma la formulé —reveló de pronto, dejándolo caer como una bomba.
Astropoulos se llevó las manos a la cara, pues aún no podía creérselo.
—¿Quieres decir que has estado tomándonos el pelo todo este tiempo?
—De ninguna manera, Remigius —respondió la pitonisa—. Hace unos instantes decías que creías en ella…
—Sí, pero…
—¿Acaso le resta credibilidad que yo la haya formulado? Acerté en la llegada de los rebeldes y en la aparición de esos muchachos. Por si fuera poco, el rey Fedor IV, el monarca sin descendencia, marchó en busca de los anillos y nada se ha vuelto a saber de él… Creo que, al menos, merezco un voto de confianza.
Astropoulos se mesó la barba. Seguía sin podérselo creer. ¿Podía ser cierto que Cassandra hubiese realizado el mayor vaticinio de todos los tiempos?
—Cuando falleció mi madre de aquella manera tan repentina —explicó Cassandra—, una increíble fuerza se desató en mi interior. Me pasé días enteros encerrada en el Templo de Poseidón, resistiéndome a creer que hubiese muerto. Lloraba y rezaba en aquella cripta cuando una noche, de pronto, tuve una visión. Sin duda ha sido lo más nítido que he percibido en toda mi vida y decidí escribirlo en aquella pared… que más tarde yo misma me encargué de ocultar.
—Entonces, si lo que dices es cierto… ¿qué ha sido de ese niño?
Cassandra meditó la respuesta unos instantes.
—Lo único que sé es que se llama Sebastián y que, a día de hoy, no debería ser un niño sino un muchacho en la flor de su juventud. Sin embargo, desconozco dónde se encuentra ahora mismo. Sus padres murieron poco después de su nacimiento…
—¿En serio?
—Sí, fue todo muy extraño —reconoció Cassandra—. El chico le fue entregado en custodia al hechicero titular de la Torre de Diáprepes, Apóstoles Marmarian… quien poco después también falleció en el misterioso incendio de Diáprepes.
—¡Por las barbas de Gadiro! ¡Y creíamos que la Atlántida había estado tranquila en todos estos años! Recuerdo aquel incendio, pero se dijo que había sido fortuito. ¿Es posible que no fuese así? ¡Qué ciegos hemos estado!
—Y que lo digas… Sólo sé que coincidió con el nombramiento de Botwinick Strafalarius como Gran Mago. Fue él quien sustituyó a mi madre al frente de la Torre de Elasipo…
—Hummm… Recapitulemos. En aquella época, fallece tu madre, Strafalarius asciende a Gran Mago, entra en escena un niño recién nacido que tú señalas como futuro rey de la Atlántida y que aglutinará los poderes. Los padres de ese niño fallecen y nombran a Apostólos Marmarian como su tutor. Poco después, Diáprepes es asolado por un devastador incendio, Marmarian fallece y el niño desaparece… Algo me dice que todo está relacionado.
—Serían demasiadas casualidades juntas…
—Sin embargo, todo esto conduce a una pregunta: ¿qué tenía ese niño de especial para que hicieses un vaticinio sobre él? ¿Por qué esa criatura y no otra?
—Él era quien aparecía en mi visión —afirmó Cassandra—. Sin embargo, creo que alguien debió de leerme los pensamientos o tener la misma visión que yo. ¿No te parece extraño que los padres del pequeño también falleciesen repentinamente?
Astropoulos alzó la cabeza y miró fijamente a aquella mujer. Pese a su extravagancia, sus ojos desprendían bondad e inocencia. Lo que decía tenía sentido.
—Debo pedirte perdón por haberte menospreciado e ignorado todo este tiempo —dijo, mientras Cassandra permanecía callada—. Lamentablemente, el tiempo corre en nuestra contra. Es preciso que encuentres a ese tal Akers… y a Sebastián. Los Elegidos deben ayudarte a ello. ¿Sabes si han regresado ya a Atlas? —preguntó impaciente el anciano.
—No he tenido noticias de ello.
Astropoulos suspiró. Sin el rey Fedor IV en el Palacio Real y con él encerrado en prisión, había alguien que no tardaría en tomar las riendas de la Atlántida. Podía apostar fuerte a que averiguaba quién sería.
—¡Debes darte prisa entonces!
Sophia y Stel llegaron a Atlas conforme a lo previsto. Afortunadamente, durante el viaje en barco no habían surgido complicaciones y no sufrieron ataques de ningún tipo —tal y como había vaticinado Tristán—. Sin embargo, al adentrarse por las calles de la capital atlante sí percibieron un cierto aire enrarecido. Daba la sensación de que las cosas no marchaban del todo bien.
Era media tarde y no había demasiado movimiento por las calles. Así, apenas se cruzaron con gente en la plaza que cobijaba la estatua de Platón y en todos los paseos y avenidas que conducían al majestuoso Palacio Real. Hacia allí se encaminaron con la esperanza de poder encontrarse con Roland Legitatis o, en su defecto, con alguno de los responsables de los poderes atlantes.
Atravesaron los jardines y se dirigieron a la puerta de entrada. Estaban a punto de llamar cuando las hojas se abrieron bruscamente y apareció la figura de Rosalie.
—¿Qué hacéis aquí? —inquirió la mujer.
—Nos gustaría hablar con Roland Legitatis —contestó Sophia.
—Lo siento, pero no está aquí.
—¿Y Remigius Astropoulos?
—Tampoco.
—¿Y…?
—La única persona con la que podríais hablar en estos momentos es Pietro Fortis, y no creo que esté con muchas ganas de recibir visitas —anunció Rosalie, antes de que siguiesen preguntándole por más personas.
—¡Perfecto! —dijo Stel—. Si no me equivoco, es el jefe de seguridad. Él sabrá qué hacer con los anillos…
—¿Has dicho los anillos? —preguntó Rosalie, alzando sus cejas—. ¿Te refieres a los anillos atlantes?
—En realidad, son unas réplicas, pero pueden ser de gran utilidad en estos momentos…
—¡Oh! ¡En ese caso ya lo creo que pueden servir! —exclamó, invitándoles a que pasaran al inmenso recibidor—. Seguidme. No hay tiempo que perder.
Rosalie los condujo por uno de los pasillos y los llevó al ascensor hidráulico que conducía a las entrañas de aquel edificio. Un lugar en el que muy pocas personas habían llegado a acceder.
Cuando el ascensor se detuvo, Rosalie aceleró sus pasos por aquel oscuro y frío corredor. Se detuvo frente a una puerta que aporreó con nerviosismo.
—¡Señor Fortis! —llamó—. Señor… En ese preciso instante la puerta se abrió y apareció el rostro demacrado de Pietro Fortis. Le extrañó encontrarse con la mujer, pero al ver a los dos jóvenes enfundados en sendas capas de viaje sucias y arrugadas, frunció el ceño. ¿Acaso era posible? ¿Podían ser los jóvenes de los que le había hablado Roland Legitatis y por los que se había visto obligado a viajar a Diáprepes? ¿Podían ser los… Elegidos?
—Hola —saludó Sophia, presentándose al tiempo que Stel hacía lo propio.
—Vosotros sois… ¿Pero no erais tres?
—Oh, sí —contestó Sophia—. De hecho, faltan Ibrahim y Tristán. Sin embargo, sería una historia un poco larga de contar ahora.
—¿Ibrahim? ¿Tristán? —repitió Fortis, invitándolos a pasar a la inmensa y polvorienta sala. El panel del fondo seguía infestado de bombillitas blancas y la gente parecía enfrascada en su trabajo sin prestarle demasiada atención.
Sophia asintió y, muy brevemente, le explicó cómo llegaron a Mneseo y allí fueron rescatados por Roland Legitatis. Después, en una reunión en aquel palacio, los enviaron a Gadiro en busca de oricalco para forjar unos nuevos anillos y Stel los había acompañado durante todo el viaje…
—¿Has hablado de unos nuevos anillos? —preguntó Fortis sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
—Así es. Aunque Mathias, su forjador, nos dijo que jamás llegarían a ser tan efectivos como los antiguos y…
—Lamento que lleguen un poco tarde pero ¿puedo verlos?
Se dirigieron al escritorio más cercano y colocaron el fardo que les entregara el enano. A Pietro Fortis le temblaban las manos y a duras penas levantó los paños que envolvían los valiosos objetos. Acercó un poco la lámpara y los anillos reflejaron la luz con intensidad. El jefe de seguridad balbuceó al palpar aquellos tesoros de oricalco, oro y plata…
El ruido de una silla al caerse los sacó de aquel ensimismamiento.
—¡Señor! —llamó uno de los hombres, que se había puesto bruscamente en pie, ¡mire el panel!
Pietro Fortis escrutó minuciosamente el mapamundi y pocos segundos después el corazón comenzó a latirle con intensidad. Había detectado un puntito rojo en la zona europea. En el norte de España, para ser más exactos. Se quedó paralizado por el horror contemplando cómo parpadeaba aquella luz mientras los pensamientos le sacudían la mente. ¿No había dicho Legitatis que los Elegidos eran tres?
Si aquellos muchachos habían acudido hasta Gadiro y se habían hecho con unos nuevos anillos, ¿cómo podía explicarse que se acabase de activar una cuarta cámara?