XXIV - Vel, el último de la estirpe de Atlas

En el preciso instante en el que Branko y los atlantes sellaban el acuerdo y los Elegidos separaban sus caminos, a unos cuantos kilómetros de allí Jachim Akers caminaba torpemente por un estrecho desfiladero.

Al parecer, Scorpio había recibido órdenes claras de trasladar a Fedor IV hasta un lugar apartado y él no pensaba separarse de su prisionero. Había puesto el grito en el cielo ante tal decisión, porque entrañaba un riesgo absurdo. El sol comenzaba a ocultarse y los licántropos no tardarían en dejarse ver. Además, no estaba dispuesto a que le sucediese nada malo al monarca atlante, sin que él hubiese obtenido antes su parte del pastel.

Llegaron a la entrada de lo que parecía una gigantesca gruta. Aunque daba otra impresión, en realidad, habían tardado algo más de un cuarto de hora en desplazarse hasta allí. El silencio y el fétido olor que los envolvía puso al hechicero los pelos como escarpias. Habían ido con tanta determinación, que no le cupo ninguna duda de que Scorpio descubrió aquel lugar mientras llevaba a cabo la misión de reconocimiento. De pronto, el rebelde dejó el arma a un lado y extrajo un pequeño aparato electrónico de su mochila. Debía de ser un sensor o algo por el estilo, porque después de ponerlo en marcha dijo:

—Adelante, el camino está libre.

—¿Qué? —La voz de Akers se quedó ahogada en su garganta—. ¿Estás loco? ¡Podría ser una guarida de licántropos!

—He dicho que está despejado. Camina.

—¡Pensaba que íbamos a reunimos con Branko aquí!

—No deberías haber pensado tanto. Branko está ocupado —le espetó Scorpio sin alzar la voz—. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

Aunque Akers amenazó con regresar al campamento, la envergadura de Scorpio terminó por imponerse. No pensaba dejar que la situación se le escapase de las manos. Un repentino golpe seco en la sien dejó inconsciente al hechicero. Mientras se lo echaba sobre los hombros como un saco de patatas, el rebelde ordenó a Fedor IV que siguiese adelante.

Pese a estar con las manos atadas, el rey trató de aprovecharse de las circunstancias y actuó a la desesperada. Se abalanzó sobre su captor y le dio con la cabeza en la base del estómago. Con toda seguridad, a una persona normal y corriente se le habría cortado la respiración, pero no fue el caso. Con el torso del monarca inclinado hacia él, Scorpio reaccionó propinándole un fuerte codazo en la espalda que le hizo perder el equilibrio. Apenas había caído al suelo cuando una nueva patada le hizo ver las estrellas. Con el tercer golpe, la luz se desvaneció y Fedor IV quedó sumido en la inconsciencia.

Fue el eco de aquellos enrabietados gruñidos los que le ayudaron a volver en sí. Cuando abrió los ojos, Jachim Akers se vio envuelto en una insondable oscuridad y un sudor frío le recorrió la espalda. Se palpó la cabeza y comprobó que el chichón aún estaba inflamado. Sobre su regazo, notó el peso de un cuerpo humano y rápidamente dedujo de quién se trataba. ¡Le habían traicionado!

El sonido de los rugidos se intensificó. Era como si los licántropos estuviesen peleando por acceder al lugar en el que se encontraban. Asustado, Akers agitó el cuerpo inerte de Fedor IV. Como permaneció inmóvil, lo sacudió con más fuerza una y otra vez. Comenzaba a pensar en la posibilidad de que estuviese muerto cuando los labios del monarca emitieron un ligero farfulleo.

—¿Qué sucede?

—¡Despierta! —exclamó Akers, agitándolo de nuevo—. Me parece que tenemos un problema…

El rey se incorporó torpemente. La oscuridad era total y sus oídos captaron la rabia con la que los licántropos se peleaban en el exterior.

—No me digas que estamos en el interior de la gruta…

—Eso parece… ¿Qué vamos a hacer?

—Eso te pasa por confiar en esa gente. Nada bueno podía salir de Branko… —le echó en cara el monarca, que se limpió la sangre reseca que tenía pegada en el rostro—. ¿Cuánto tiempo he permanecido inconsciente?

—No lo sé, pero, por la manera en que gruñen, tiene toda la pinta de ser noche cerrada —gimió Akers, a quien la ansiedad lo iba invadiendo poco a poco—. ¿Qué va a ser de nosotros?

Fedor IV trató de conservar la calma.

—¿Tienes armas? ¿Conservas tu amuleto?

Se oyó perfectamente cómo Akers se palpaba el cuerpo buscando el preciado objeto.

—¡Sí! ¡Aquí está! —anunció el joven hechicero, congratulándose porque Scorpio no se hubiese acordado de retirarle el amuleto—. Pero no tengo armas…

—Era de esperar —asintió Fedor IV.

Un estruendoso ruido invadió la gruta. No tenían mucho tiempo.

—¡Vamos a morir!

—¡Cálmate y escucha lo que te voy a decir! —le gritó el rey, zarandeando su túnica con fuerza—. Nuestras posibilidades de sobrevivir son más bien reducidas, pero no todo está perdido. Necesito que prestes atención y te mantengas sereno, igual que cuando fuiste a robar los anillos…

Estas últimas palabras, pronunciadas por los labios de un rey, le produjeron escalofríos.

—Pero aquello lo tenía bien estudiado y ahora no… —gimió Akers—. No sabemos dónde estamos, ni si hay una salida…

—Es preciso que enciendas tu amuleto para que podamos ubicarnos —recomendó el rey.

—Pero, los hombres lobo…

—Los hombres lobo no necesitan luz para saber dónde estamos. Tienen un sentido del olfato muy desarrollado y eso les basta. Si todavía estamos vivos es porque aún no han podido llegar hasta nosotros.

—Está bien…

Pocos segundos después, el amuleto de Jachim Akers comenzó a brillar tenuemente hasta alcanzar su máxima intensidad. Al minuto, el intenso fulgor bañaba todos y cada uno de los rincones de aquella espectacular cueva. Allá arriba, sobre sus cabezas, pendían incontables estalactitas de muy diversos tamaños. Descubrieron que era una gruta de varios niveles.

Un nuevo estruendo les hizo estremecerse.

—¿Ves aquella plataforma de allí? —señaló el monarca—. Tiene una pequeña cornisa que se acerca hasta aquella agrupación de pedruscos. Me da en la nariz que es la salida… La única salida.

—¿Y qué hacemos? —preguntó temeroso el hechicero.

—Podríamos valemos de tu magia, pero no será suficiente para frenarlos a todos antes de que tu amuleto se quede sin energía.

—¿Entonces?

—¿Tienes bayas mágicas?

—La verdad es que no me quedan muchas… Tengo dos azules, una violeta… Esas no valen para nada en estas circunstancias.

El rey suspiró.

—Bien, eso no nos deja muchas alternativas —dijo. Tras sopesar la situación durante unos instantes, prosiguió—: Debes colocarte en la plataforma, junto a aquella roca con forma de punta de lanza. Cuando los licántropos accedan a la cueva, lo harán en tropel y se dirigirán hacia donde más espacio tengan. Cuando lo hagan, tendrás vía libre de escape.

—¿Y tú? ¿Qué harás tú?

Fedor IV no dudó al contestar:

—Me esconderé al fondo del todo, al otro lado de la cueva. Me encargaré de que los licántropos te dejen salir.

Akers lo contempló con horror, como si se hubiese cruzado con un fantasma.

—Pero eso significa…

—Eso significa que no tenemos más alternativas —concluyó el rey tajante—. Uno de los dos tiene que salvarse para poder poner en evidencia los planes de Branko y salvar la Atlántida de un futuro catastrófico. ¿Acaso no era ese tu sueño dorado? Yo no tengo armas y, puesto que no soy hechicero, tampoco puedo usar tu amuleto. Eso significa que mis opciones de sobrevivir son más bien nulas. En cambio, tú tienes una oportunidad para redimirte…

—No sé qué decir…

—No hay nada que decir —sentenció Fedor IV con valentía—. Simplemente hay que actuar y espero que no me defraudes. Confío en ti.

Jachim Akers se había quedado mudo. Fedor IV, rey de los atlantes y a quien había traicionado y humillado no una sino varias veces en las últimas horas, estaba dispuesto a dar la vida por él… ¡para que salvase la Atlántida! Contempló el rostro sereno del monarca, que estudiaba el recinto con detenimiento y trataba de conservar el mayor número de detalles en su mente.

—Bien, pongámonos en posición —ordenó el rey al cabo de un rato.

Akers asintió. No sabía qué hacer. ¿Había alguna forma de agradecer aquel comportamiento? Lo cierto era que no. Cualquier palabra o gesto en un instante como aquel resultaría insuficiente. Era mejor permanecer callado. Únicamente tenía una opción: cumplir con su cometido.

Apenas cinco minutos después, la caverna se hallaba sumida de nuevo en la oscuridad. Mientras, los licántropos seguían desgañitándose y apartaban las piedras que les impedían el acceso a la comida.

Resultaba imposible saber cuánto tiempo tuvieron que aguardar hasta que los hombres lobo accedieron a la cueva, pero se les hizo eterno. En varias ocasiones, Akers llegó a pensar que el rey podía echarse atrás en su decisión… pero no. Se mantuvo firme, en silencio, oculto en algún lugar de la gruta. ¿Qué pasaría por su cabeza en aquellos instantes? ¿Qué podía pensar una persona cuando estaba a punto de ser devorada por una manada de licántropos? ¿Pensaría en sus padres? ¿Se lamentaría por no haber podido tener descendencia? ¿Se arrepentiría de algo? Sea como fuere, de una cosa estaba bien seguro: parecía dispuesto a afrontar los últimos momentos de su vida con orgullo, manteniendo la cabeza alta. Moriría con la satisfacción del deber cumplido, entregándolo todo por la Atlántida.

En el momento en que cedió la última piedra que los protegía y unos pobres rayos de sol asomaron por la oquedad, los acontecimientos se desencadenaron frenéticamente. Tal y como había previsto el rey, los licántropos accedieron a la cueva en masa dando muestras de una agresividad que parecía no conocer límites. Eran decenas, aunque parecían cientos. Fedor IV los llamaba desde su escondrijo, unos cuantos metros por encima del suelo, y hasta allí se desplazaron, ávidos de sangre.

Entonces, llegó el turno de Jachim Akers. Torpe y muy sigilosamente, se acercó hasta la entrada y asomó tímidamente el rostro. Ya no había más hombres lobo por allí. Echó una mirada atrás y se le encogió el corazón. Allí, en un triste y escondido rincón de aquella gruta, se encontraba un hombre. Puede que no fuese perfecto, pero había demostrado con creces su valentía y su fidelidad hacia el continente. Era Fedor IV, hijo de Salomón XIII, el último rey de la dinastía de Atlas.