XXIII - La despedida

Los muchachos no habían tenido más remedio que pasar la noche en Gunsbruck, hospedados en una humilde posada. Aunque les recibieron con todos los honores y les dieron un trato exquisito, apenas pudieron pegar ojo, porque las camas eran muy pequeñas y las mantas muy cortas. Sin embargo, no se quejaron en exceso porque estuvieron resguardados del frío invernal y pudieron disfrutar de una cena caliente. Además, a Ibrahim y Stel les vino estupendamente para recuperarse del mal trago que habían pasado el día anterior.

Poco antes del mediodía, los muchachos volvieron a la herrería, acompañados por Klos. Fue entonces cuando Mathias se acercó hasta ellos.

—He aquí vuestro encargo —dijo con voz trémula, meneando la cabeza. Su cara reflejaba un tremendo agotamiento—. He hecho todo lo que he podido, pero siento deciros que estos nuevos anillos jamás llegarán a desempeñar el mismo papel que los anteriores. La pureza de los metales con los que se forjaron los antiguos anillos era la mejor, mientras que el oricalco que me habéis traído apenas se queda en un tercio de la calidad requerida.

—Entonces, ¿no van a servir para nada? —preguntó Tristán decepcionado.

—Oh, sí servirán… aunque serán bastante menos efectivos que los anteriores. Su duración se determinará en función del radio de acción exigido —asintió el viejo Mathias—. Teniendo que cubrir un radio tan grande como el de nuestro continente, puede que su energía se consuma en dos o tres semanas. Un mes a lo sumo…

—¿Un mes? ¿Todo este esfuerzo únicamente para arañar un maldito mes? —protestó Tristán, incrédulo ante lo que oía—. Podemos ir en busca de más oricalco ahora y…

—Oh, me temo que sería algo inútil —denegó Mathias, mientras los muchachos prestaban atención a sus palabras—. Podéis consideraros afortunados. La calidad de este oricalco es muy buena, teniendo en cuenta que ha sido extraído en Gorgoroth… En estas minas lo habitual era encontrarlo de una pureza máxima de un veinte por ciento. El oricalco de máxima pureza solía encontrarse en la zona norte de Gadiro, casi lindando con Diáprepes. Pero un viaje a aquella zona hubiese resultado completamente inútil. Como es lógico, aquellas minas fueron las primeras en agotarse… y dudo mucho que ahora hubieseis encontrado algo de oricalco en ellas. Eso, por no mencionar lo peligrosa que es…

—¿Ha dicho el norte de Gadiro? —preguntó Sophia, quien quedó extrañada al ver cómo el enano asentía—. Astropoulos nos sugirió que viniésemos a esta parte de Gadiro…

—Tal vez se despistó —comentó Ibrahim—. Un error lo puede tener cualquiera.

—Hummm… —dudó Stel, que estaba a su lado—. No es un error muy propio del máximo responsable del Consejo de la Sabiduría…

—Pero no deja de ser una persona mayor —añadió Tristán, meneando la cabeza—. Tal vez confundiese el norte con el sur…

—Por algún motivo, tal vez quería que viniésemos expresamente a esta zona… —insistió Stel. ¿Había sido un despiste… o algo más? ¿Acaso tramaba algo?

—Sea como sea, no me hace ninguna gracia. Hemos realizado un viaje lleno de peligros, jugándonos la vida… prácticamente para nada.

El italiano tenía razón. ¿Acaso había valido la pena tanto esfuerzo?

—Tal vez aún confiase en recuperar los anteriores anillos y esto le permitiría ganar algo de tiempo hasta conseguirlo… —terminó diciendo Ibrahim, aportando otra posible explicación.

—Se nos escapa un pequeño detalle —intervino entonces Sophia—. Gorgoroth se jactó de tener un comprador para el amuleto de Ibrahim y que le iban a pagar muy bien… Eso significa que ya había alguien detrás del Amuleto de Elasipo.

—Bueno, no es algo de extrañar —reconoció Tristán—. Supongo que mucha gente podría estar interesada en un objeto de esas características. Igual que sucedería con tu libro… o con mi espada.

—Ya, pero… ¿quién podría ser? —se preguntó Sophia—. Dudo mucho que Astropoulos haya cometido la torpeza de enviarnos hasta este lugar inútilmente. ¿No creéis que posiblemente buscaba algo? ¿Tal vez protegernos?

—¿Bromeas? —inquirió atónito Tristán—. ¡No digas tonterías! Por si no te has dado cuenta, hemos estado a punto de morir varias veces. Si en verdad piensas que esa es la mejor forma de protegernos…

—Sólo era una idea… Si había un ladrón merodeando por Atlas, tal vez estos objetos hubiesen sido un buen reclamo para él.

—¡Tonterías! —exclamó Tristán—. Entonces, según tú, nada de lo que hemos vivido hasta el momento tendría que ver con la misión que marcaba esa misteriosa profecía y según la cual hemos venido a parar a la Atlántida.

—No discutamos —medió Stel, intentando apaciguar los ánimos—. Creo que lo mejor será ponernos en marcha cuanto antes. Es preciso regresar de inmediato a Atlas.

Todos se mostraron de acuerdo y, tras agradecer el esfuerzo dedicado por Mathias, rehusaron el ofrecimiento de Klos para quedarse más tiempo en Gunsbruck.

—En ese caso, me veo en la obligación de escoltaros hasta el exterior —dijo Klos, llamando a un pequeño grupo de enanos para que los acompañasen—. ¡Qué no se pueda hablar mal de la hospitalidad de los enanos!

Bajo la compañía de Klos y un reducido grupo de enanos, el camino de regreso hacia el exterior fue un auténtico paseo. Los enanos se movían a la perfección por sus dominios y los guiaron por el laberinto sin necesidad de utilizar el Libro de la Sabiduría de Sophia ni una sola vez. Los muchachos dedujeron que los pasillos debían de esconder algún tipo de código o señalización, porque les pareció imposible que los enanos conociesen al dedillo su entramado.

Puesto que los caballos aguardaban a las afueras de uno de los accesos de la Mina de Gorgoroth, Klos los condujo en una dirección que Sophia y Tristán conocían muy bien. Los enanos se quedaron horrorizados al ver los desperfectos causados en la pared por el minotauro y el trabajo que supondría arreglarlos. El gólem ya no estaba por allí; tal y como había deducido Sophia, la energía del oricalco le habría ayudado a restablecerse y, a buen seguro, en aquellos momentos, andaría patrullando por alguno de los corredores adyacentes.

Debía de ser media tarde cuando los muchachos asomaron finalmente la cabeza al exterior. Se alegraron al ver que los caballos aún permanecían pastando por la zona y no habían huido de allí.

—Si seguís por el desfiladero, no tardaréis en llegar a Xilitos —indicó Klos.

—Os estamos muy agradecidos —dijeron los muchachos.

—El agradecimiento es mutuo —respondió el enano de inmediato, dejando entrever unos dientes amarillentos—. Esperamos que nuestra ayuda sirva para salvaguardar los secretos de la Atlántida. ¡Y no olvidéis que siempre seréis bienvenidos en Gunsbruck y en cualquier otra ciudad de la raza enana! ¡Buen viaje!

—¡Hasta la vista! —contestaron los muchachos, que ya se habían subido a sus respectivas monturas y agitaban las manos a modo de despedida.

Arrearon a los caballos y se pusieron al trote de inmediato. Los cascos golpearon las piedras del camino y poco a poco comenzaron a dejar atrás las montañas de Gadiro, camino del embarcadero de Xilitos. A ninguno se le pasó por la cabeza la idea de hacer noche en el pequeño pueblo. Aunque les trataron muy bien en El Séptimo Sueño y tenían muy gratos recuerdos de la cena que allí les sirvieron, no tenían ganas de responder preguntas ni de encontrarse con más gente de la misma calaña que Mel Gorgoroth. La discusión surgió en el momento en el que llegaron al embarcadero y hubo que decidir qué rumbo tomar.

—Sin duda, la forma más rápida de llegar a Atlas sería tomar la circunvalación y, siguiendo su curso, en poco menos de una hora alcanzaríamos el cauce principal —expuso Stel con seguridad—. Con una barcaza como esta, no creo que tardemos más de un día y medio en plantarnos en la capital…

—Así, con la misión ya cumplida, podrías estar de vuelta en tu Roma natal pasado mañana. Lamento que no pudieses disputar aquel partido del sábado… —le dijo Sophia a Tristán con un retintín en su voz que no le hizo ninguna gracia al italiano.

—Hummm… Precisamente en eso estaba pensando —contestó el joven—. Como ese partido ya es historia, creo que ya no tengo tanta prisa en volver.

—¿¡Cómo!? —exclamó Sophia, sin dar crédito a lo que estaba oyendo—. Después de tu insoportable insistencia en regresar a Italia… ¿ahora dices que no tienes prisa en regresar?

—Exactamente, eso mismo he dicho —asintió Tristán, agitando su melena—. Hemos cumplido la misión y, aunque no vayan a ser de gran utilidad, es preciso llevar esos anillos a Atlas. Estoy con Stel en que el camino más corto será el de la vía fluvial principal. No obstante, yo preferiría seguir… otro rumbo.

Sophia entornó los ojos y lo miró ceñuda tras sus gafas.

—No me digas más… Seguro que quieres desandar el camino andado y, por qué no, hacer una pequeña parada en Nundolt —dijo, colocando sus brazos en jarras—. ¿Y no has pensado en que la misión no concluirá hasta que estos anillos estén debidamente ubicados en la torre? ¿Y si nos sucede algo durante el regreso?

Tristán sonrió.

—Por mi parte, la misión ha acabado —sentenció—. Salvo que os ataque una criatura voladora, algo poco probable dado el camino que vais a tomar, mi espada no va a seros de mucha utilidad durante el viaje de vuelta. Por si fuera poco, los anillos irán escoltados por dos hechiceros… además de por ti misma, claro está.

En ese preciso instante, Ibrahim carraspeó.

—Un hechicero —corrigió el egipcio, sin que los demás comprendiesen el alcance de sus palabras.

Fue Stel el primero en reaccionar.

—¿No decías que tu deseo era quedarte en la Atlántida? —preguntó el atlante, dando por hecho que Ibrahim quería regresar a Egipto.

—Y así es, mi deseo no ha cambiado en absoluto —reconoció tímidamente Ibrahim—. No es una decisión fácil para mí porque tengo que reconocer que, por primera vez en mi vida, he hecho amigos de verdad. Amigos que, pese a nuestras diferencias, han demostrado verdadera fidelidad. Por eso me cuesta separarme de vosotros. Sin embargo, por primera vez en mi vida, también siento que soy libre para tomar mis propias decisiones y mi corazón me dicta que, en estos instantes, debo seguir mi propio camino.

—Pero ¿qué se supone que vas a hacer? —preguntó Sophia—. Esta no es tu tierra y…

—Cuando estuve a punto de morir ahogado, sumido en aquella horrible oscuridad bajo el agua, muchas cosas pasaron por mi cabeza —señaló Ibrahim, quien rememoraba aquellos espantosos instantes—. Quiero aprender magia; magia de verdad. Y, por ello, me dirigiré a Elasipo.

—¡Es una gran decisión! —exclamó Stel—. No obstante, no es necesario que vayas solo. Yo puedo acompañarte a la Torre de Hechicería una vez entreguemos los anillos… Sin duda, Strafalarius se alegrará de poder ayudarte en tu aprendizaje. Él te enseñará…

—La verdad es que no tengo intención de dirigirme a la torre y ponerme a las órdenes de Strafalarius —admitió el egipcio.

—Entonces, ¿cómo pretendes aprender magia? —preguntó Stel, frunciendo el entrecejo—. A no ser que… No, no es posible.

Le había surgido una idea descabellada, un sinsentido. No podía ser cierto…

—Me temo que sí. Lo he pensado detenidamente y estoy decidido a regresar allí.

—¡Pero Ella acabará contigo!

Entonces Sophia también captó el hilo de la conversación que mantenían los dos hechiceros.

—¡No puedes regresar allí, Ibrahim! ¡Es una locura!

El muchacho egipcio se cruzó de brazos y miró furibundo a sus amigos.

—¿Acaso nos hizo daño cuando estuvimos allí?

—No, pero… ¡estuvo a punto de acabar con Alexandra!

—¿Qué pruebas tienes de eso? Puede que sólo estuviese intentando curarla —insistió Ibrahim—. Estoy convencido de que han sido las habladurías las que se han encargado de crear su mala fama.

—Pero… ¿y las desapariciones? ¿Y las criaturas de barro que casi acaban con nosotros? —dijo Stel.

—Si tú te sintieses amenazado, también te protegerías. Y no por eso significa que seas una mala persona. Todo lo contrario… —refutó el egipcio—. En cuanto a las desapariciones, no será la primera ni la última vez que alguien se pierde en un bosque. ¡En la Atlántida hay muchas criaturas extrañas y peligrosas! Escuchad… —dijo, meneando la cabeza—. En Egipto viví entre rateros y maleantes. Creedme si os digo que no he apreciado rastro alguno de maldad en la mirada de esa mujer. Algo que, por el contrario, sí he apreciado en Strafalarius…

—Eso es porque es albino y…

—No. Sé muy bien a lo que me refiero. Ese hombre me da mala espina. Es su forma de hablar, de mirarme… De mirar mi amuleto —reiteró Ibrahim—. Lo siento, pero no hay marcha atrás.

Ibrahim rechazó cuantos intentos hicieron Sophia y Stel para que no abandonase el grupo, pero su decisión era tan firme como la de Tristán.

—Si esa es tu última palabra… —cedió finalmente Stel, sin ocultar la tristeza—. Espero que nos volvamos a ver pronto.

—No lo dudes ni por un instante —afirmó Ibrahim, sonriendo tímidamente.

—Yo también espero tener una última oportunidad de veros antes de regresar definitivamente a Italia —apuntó Tristán—. Si Dios quiere, nos encontraremos de nuevo por Atlas.

Los muchachos terminaron de despedirse y, pocos minutos después, embarcaban en botes diferentes. De aquella manera tan brusca como inesperada, el camino de los Elegidos se separaba. Mientras Sophia y Stel se adentrarían en el canal principal, rumbo a Atlas, Tristán e Ibrahim cruzarían la tercera circunvalación para volver a los bosques de Elasipo.